13. El precio de combatir la corrupción

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El precio de combatir la corrupción

Es cierto que todavía no me han matado. Es que no han rizado el rizo. Mi cuenta con la Cosa Nostra permanece pendiente. Sé que sólo podré saldarla con mi muerte, natural o no[1].

GIOVANNI FALCONE

«El kilogramo de juez está muy barato y el de Garzón tirado de precio, de modo que cuídate». Este mensaje lo recibí en una carta sin remite y con matasellos de Cibeles, Madrid, sin más datos y entre el correo que día a día me pasaban los agentes judiciales del Juzgado Central de Instrucción n.º 5, dos semanas después de que se conocieran las primeras imputaciones del caso Gürtel. De este tipo de cartas me llegaron muchas a lo largo de los años en que estuve trabajando en la Audiencia Nacional. «Rojo de mierda, antes Franco y ahora el Partido Popular. Al final te ajustaremos las cuentas». Era el canon que había que pagar por hacer tu trabajo. Alguien tenía que hacerlo.

Apostar por corromper al juez es la primera medida que cualquier delincuente u organización criminal afectada intenta hacer cuando se las tiene que ver con la justicia, pero, como ya he dicho, ese proceso suele comenzar mucho tiempo antes. Los procedimientos de «compra» son lentos y nunca o casi nunca directos. Serán regalos, lisonjas, premios adornados de glamour, pero financiados con la finalidad de estar a buenas con el estamento judicial, y destacarán la gran labor que el premiado hace. La verdadera intención aparecerá después. Pero, al igual que hay algunos que aceptan ese juego, hay muchos jueces, fiscales y funcionarios que se resisten a esas lisonjas y añagazas que ocultan trampas para elefantes que, antes o después, se activan para anular o controlar al juez. Si éste se niega o las rechaza, desaparece de las listas de personas de interés para quienes extienden día a día las redes de la corrupción. El segundo paso, una vez que no surte efecto el anterior, ya es más serio, porque se pasa a la presión personal, familiar, directa o indirecta. Por supuesto, junto a este índole de acciones están las de tipo personal y aisladas.

Contabilizar las amenazas y las iniciativas para acabar con una persona, en este caso con un juez o fiscal que combate el crimen organizado, el terrorismo o la corrupción, puede ser muy complicado, pero les aseguro que son abundantes los casos, y además siempre siguen un rito no escrito pero que se cumple a rajatabla y llega al nivel que le interese a quien lo promueve o hasta donde pueda, si le dejan o lo ayudan. De todas formas, de las amenazas o advertencias que llegan de fuera te sabes y te puedes defender; incluso de los atentados terroristas te puedes librar, pero lo que es más difícil es salir indemne del «fuego amigo». Cuando el mecanismo corporativo se pone en marcha es muy difícil detenerlo, máxime si viene de arriba.

En todos los casos, la acción, venga de donde venga, tiene un contenido inicialmente visceral que se corresponde con la motivación que mueve a aquellos ciudadanos que, normalmente al calor de las informaciones más o menos «calientes» de determinados líderes, periodistas u opinadores ilustrados (aquellos que saben de todo y apenas conocen nada), expresan lo que sienten e incluso lo verbalizan a través de una carta o una opinión en internet con su nombre. Éstos me merecen todo el respeto, por muy en desacuerdo que pueda estar con ellos. Luego están los que aprovechan el anonimato para insultar, opinar, criticar, facilitar datos, etc. Éstos son despreciables por su cobardía, porque ocultan su identidad y, así protegidos, atacan o descalifican a otros. Es el tipo de persona que cuando se escribe sobre alguien, sea un juez, un fiscal, un policía, etc., dicen: «Te digo esto, pero no reveles mi nombre». Escudarse en el anonimato es algo que me repugna.

Más tarde llegan las admoniciones o los consejos aparentemente bienintencionados, pero que ocultan cargas de profundidad y una advertencia más o menos tácita: «No te metas en esto, que no vas a salir bien parado», o «Van a por ti». Cuando estas advertencias se producen, está claro que quien las transmite participó y sin embargo no fue capaz de contestar, pero sí de trasladarte la zozobra a tu ánimo porque, a partir de ese momento, creerás que en cualquier instante, por una razón o por otra, pueden realmente ir a por ti. Esta situación suele ser interna y genera en quienes la sufren una tensión evidente; a veces consiguen el objetivo y el caso se cae. Por arte de magia, lo que antes estaba claro comienza a no serlo, y aquello de lo que se estaba seguro ya es cuestionable. Finalmente se archiva. Esta fase suele ir acompañada coordinada o coincidente (elijan ustedes, porque hay de ambas clases) de una feroz campaña mediática en la que la «caverna» lanza una especie de jauría que chilla estridentemente hasta ensordecerte. Ahí ya resultan afectados la familia, el entorno y la propia seguridad cuando te mueves por la calle.

Recuerdo una anécdota, de las tantas que me han acontecido a lo largo de los años, que ocurrió en la calle Atocha cuando investigaba los GAL. Alguien se me acercó y me increpó repitiendo las mismas palabras que esa misma mañana había leído en un medio de comunicación que estaba en contra de la investigación. En otra ocasión durante esa misma investigación, un día llegó mi hija María del colegio —no tendría más de diez años— con un recorte de periódico que el padre de una compañera le había dado a su hija para que se lo entregara a la mía y me lo hiciera llegar. Era un recorte de ABC en el que se me atacaba por aquella investigación.

Otro día, en pleno barrio de Salamanca, un hombre bien vestido se me acercó y me insultó porque estaba investigando el franquismo. Me dijo algo así como: «Rojo de mierda, deja en paz a los muertos y a Franco y ve a por los de ETA». Cuando los funcionarios que venían conmigo le pidieron que se identificase los denunció, se fue a la Cope y luego al Consejo General del Poder Judicial contra mí. Yo ni abrí la boca, no merecía la pena. En 2005, en otra ocasión, la extrema derecha quemó el coche del novio de mi hija exactamente a la puerta de mi domicilio. Los guardias que estaban de vigilancia no vieron nada; como tampoco vieron nada cuando en febrero de 1995, en pleno fragor de la imputación y encarcelamiento de Rafael Vera por su participación en el secuestro de Segundo Marey, entraron en mi domicilio y dejaron dos cáscaras de plátano en la cama de la alcoba matrimonial. Un mes después, en la Semana Santa de ese año, cuando estaba preparando el auto de procesamiento de la misma causa, volvieron a penetrar en el domicilio con ánimo de robar el sumario de los GAL; también envenenaron a Gina, mi perra, que perdió un ojo. En esa época me interceptaron las comunicaciones y me mandaban las grabaciones a casa. Desde el Ministerio del Interior, un grupo especial de la policía inició una investigación ilegal para tratar de vincularme con una supuesta mafia policial y acabar con mi carrera; a pesar de que contaban con el patrocinio de una alta autoridad, conseguí descubrir el artificio y neutralizarlo: llamé directamente a esa autoridad y le advertí de que no iba a consentir más interferencias en mi trabajo. Pero siguió el acoso y con la aquiescencia del diario ABC, que se aprestó a publicarlo con clara mala fe sin siquiera preguntarme, se urdió un montaje afirmando que un viaje familiar que había hecho a República Dominicana en 1992 me lo había financiado el Ministerio del Interior con cargo a fondos reservados. La finalidad era evidente: si yo estaba investigando esos fondos y se conseguía probar que los había utilizado, se me podría atacar y neutralizar. En menos de ocho horas conseguí demostrar la falsedad del montaje, aportando todas y cada una de las facturas que demostraban cómo había pagado todos los gastos.

En ese mismo marco, trataron también de acusarme de haber cobrado fondos reservados en la campaña electoral de 1993. Denuncié el hecho y pedí que se abriera una investigación ante el fiscal general del Estado, Carlos Granados, para que procediera contra todos aquellos que fueran responsables del uso de fondos reservados. No hizo nada en ese momento. Lo mismo ocurrió con unas obras que en 1990 se hicieron en mi domicilio (al igual que en el de otros magistrados y fiscales de la Audiencia Nacional y otros del Tribunal Supremo) en función del riesgo de sufrir un atentado terrorista. Demostré la existencia de los expedientes de obra publicados en el BOE y con ello contrarresté la campaña, que a pesar de todo continuó. Más tarde, durante la tramitación de la causa por el secuestro de Segundo Marey, el mismo grupo policial seleccionado redactó un atestado policial con testigos falsos (dos prostitutas que afirmaron que había estado consumiendo cocaína) y llegaron incluso a presentarlo en la Audiencia Nacional, donde el juez Gómez de Liaño tomó declaración a los falsos testigos ante el estupor del fiscal Enrique Molina. Tiempo después, los diferentes responsables policiales que habían participado en esas espurias iniciativas me lo contaron y me pidieron excusas por lo que los superiores, al máximo nivel, les habían obligado a hacer.

Estas anécdotas son sólo parte de las que acontecieron y hacen referencia a los casos que se han citado en esta obra. Otras, mucho más serias, no las relato para no aburrirles demasiado. Basta decir que cuando a finales de los años ochenta comenzamos a investigar en serio el narcotráfico, las amenazas se presentaron de forma inmediata y seria, hasta el punto de que tuve que dar orden a todas las entidades bancarias españolas para que no aceptaran ningún depósito que no fuera previamente reconocido por mí; o cuando se descubrió la preparación de un atentado con bomba por parte de narcotraficantes en los bajos de la casa de la aldea de Galicia adonde iba con mi familia a pasar las vacaciones veraniegas. A partir de 1994, no pudimos volver allí por seguridad. Recuerdo también cómo, ya en el año 2006, saltó una noticia que me llamó poderosamente la atención: los servicios secretos italianos habían tenido intervenido mi teléfono —me imagino que se refería a la época en que investigué a Berlusconi en el caso Telecinco—, como también los de otros cien jueces europeos progresistas que investigaban casos de corrupción; mucho tiempo después, y ya trabajando como abogado de Wikileaks y Julian Assange, en 2013 nuevamente aparecieron mis correos y las claves de acceso a los mismos en documentos de los servicios de inteligencia de Estados Unidos (por esto sí existe una causa abierta en Argentina). Por supuesto, todas estas penurias y miserias van en el sueldo. Como decía el juez Falcone, sé que mi deuda con el crimen organizado y con los terroristas no está saldada y que en algún momento alguien querrá borrar esa omisión acabando conmigo, pero jamás van a impedir que haga lo que debo si creo que es acorde con la ley y mis convicciones.

De alguna forma, sí que consiguieron la eliminación profesional como juez, y lo hicieron después de 55 intentos. Ése fue el número de querellas y denuncias instrumentales, sin contar las planteadas arbitrariamente en el CGPJ, que me interpusieron a lo largo de mi vida profesional como juez. Un buen compañero que sufrió la presentación de una querella de este tipo lo pasó mal porque había «marejada de fondo» en su contra, y un día me dijo: «Baltasar, no sé cómo has aguantado lo que te han hecho y además estás bien. A mí me han presentado una y estoy jodidísimo». Como era de esperar, esa querella se archivó. Todas las «querellas» iban dirigidas, obviamente, a eliminarme como juez. Sólo destacaré la planteada en 1995 por Rafael Vera, ya mencionada, por investigar los fondos reservados. Afortunadamente, el Tribunal Supremo de la época no sólo no vio delito sino que llegó a decir (el magistrado José Antonio Martín Pallín) que lo delictivo sería precisamente no investigar esos fondos o gastos.

Cuando comenzó mi camino judicial ante el Tribunal Supremo con la admisión de la primera querella por la investigación de los crímenes franquistas, yo sabía que aquello no iría a ninguna parte porque era una interpretación alucinante de la Sala de Admisiones, que en ese momento cambió la doctrina de admisiones de querella y, de ser necesarios los indicios racionales de criminalidad, pasaron a que sólo bastaba con que la conducta no fuera inverosímil. Pero, precisamente por ese cambio, advertí que tenían la clara intención de terminar de una u otra forma con mi actividad judicial. Y así fue, tres causas perfectamente armonizadas en su tramitación consiguieron el objetivo. La concatenación de hechos fue tan clara y tan organizada que parecía que los señalamientos para convocarme ante los instructores estuvieran sincronizados. La denegación de pruebas se convirtió en una norma; la falta de información de los hechos imputados, también. Recuerdo que le pedí al magistrado Marchena, hoy presidente de la Sala Segunda, que me informara de mis derechos y de los hechos que se me imputaban (exigencia legal y obligación ineludible). Me contestó: «Dígame si quiere contestar o no». Yo le respondí: «Sí quiero declarar, pero quiero que me diga de qué se me acusa, porque no lo sé». No conseguí que me lo dijera. Tiempo después, comprendí por qué no lo hizo: si me hubiera comunicado la imputación concreta, como hizo casi dos años después en el auto de transformación del procedimiento, en plena deliberación de la sentencia por la interceptación de las comunicaciones en prisión de los cabecillas de Gürtel, en la que él mismo participó simultáneamente, tendría que haberla archivado, entre otras cosas, por prescripción. ¿Ustedes piensan que la sala hizo algo en contra de esa aberrante resolución contraria a derecho, dictada por un miembro de esa sala? Sí, lo hicieron: la confirmaron. Tal cual. Lean cualquier sentencia del Alto Tribunal sobre garantías y derechos, y luego compárenla con este caso y me dicen que piensan.

Esto demuestra, entre otras cosas, que es muy difícil que alguien que presuntamente actúe sin sujeción a la legalidad en ese tribunal vaya a ser corregido por sus pares. De hecho, las dos únicas resoluciones que conseguí que me fueran favorables (dos recusaciones) se acordaron en una sala general y con los votos de quienes estaban fuera de la Sala Penal. De nuevo, cuando recusé en el caso de las interceptaciones a los cabecillas de Gürtel a los magistrados Varela y Marchena, porque eran los instructores de las otras dos causas, una viva aún en ese momento (la de los cursos de Nueva York) y la otra sin juzgar, la decisión se tomó en el seno de la sala y, nuevamente, fue rechazada. Percibí desde mucho tiempo antes que la decisión estaba tomada y me dediqué a prepararme anímicamente para el momento de la sentencia. Ésta se produjo el 9 de febrero de 2012, y su notificación subrepticia demuestra la corrupción de la burocracia. No se respetó ni uno solo de los requisitos de la ley para comunicarme la sentencia. En un pasillo y casi a oscuras vi el fallo condenatorio. En ese momento, todas mis convicciones sobre la imparcialidad y la independencia judicial se vinieron abajo de golpe y sentí en carne propia el poder de la corporación y de la «casta». No obstante, esa sensación duró poco, porque luchar por la justicia es un principio y un sistema de vida y hacerlo por las víctimas, una obligación. No les guardo rencor a quienes me condenaron, pero aún sigo buscando las razones últimas y me asusto con sólo pensarlo.

El catálogo de jueces y fiscales que han sido perseguidos, denostados, sancionados, condenados y sometidos a proceso es amplio, y de una u otra forma se ha mantenido en el tiempo. En casi todos los casos, antes o después pasa factura. En todas las grandes causas se comienza cumpliendo fielmente el guión establecido. La parte interesada o el grupo o partido al que le afecte el caso vertirá comentarios del siguiente tenor (meramente indicativo y sin pretensión exhaustiva): «Es un juez poco fiable»; «¡Juez socialista!»; «¡Juez parcial!»; «Fiscal que cumple las órdenes del Gobierno»; «Fiscal que no sabe lo que lleva entre manos»; «¡Juez estrella!»; «Juez al que le encantan los medios de comunicación»; «¡Juez exhibicionista!»; «Mal instructor que engorda las causas y no sabe investigar»; «Tiene amistades peligrosas, actúa por venganza, tiene intereses políticos, es rojo»; «Dilata las causas, altera el reparto, tiene intereses en el caso»; «Violenta los derechos de las partes»; «Es un nazi, interroga como los nazis»; «Menosprecia a los imputados, les obliga a entrar esposados»; «Presume la condena, está politizado, quiere cambiar el sistema político»; «Es un corrupto, servil, y además se somete al dictado de sus patronos»; «Blanquea dinero, tiene cuentas en el extranjero, tiene líos amorosos»… Todas estas expresiones están en algunos medios de comunicación o han sido dichas en tertulias radiofónicas o televisivas por expertos, políticos, opinadores, etc.

Por el contrario, y escenificando la primera fase de adulación, habrá otros que dirán: «¡Excelente juez!, serio, comedido, discreto»; «Un jurista de primera categoría, trabajador, tenaz, no le gustan las cámaras».

Ante estas dos vertientes de lisonja y ataque, que son parte de la misma estrategia, apenas nos impacta la fungibilidad de quienes en un momento concreto te denostan, en otro te elevan a los altares y viceversa, en función de los intereses que defiendan y a quién se deban en ese instante. Desde luego, es tal el nivel de descrédito que da asco remover ese fango maloliente, pero es lo que tenemos. Ahora bien, nada de esto ocurre por casualidad; las acciones contra quienes investigan casos de corrupción, crimen organizado o gran delincuencia son siempre similares y reiteradas, y responden a un objetivo claro que controla el que dirige la estrategia. Por ejemplo, cuando estalló el caso Gürtel se reunieron todos los responsables del PP, escenificándolo en aquella foto colectiva de febrero de 2009; obviamente, aquella escenificación era un mensaje de unión y de fuerza frente a la «conspiración» del «juez Garzón con Rubalcaba». Buscaban desacreditar desde ese momento la investigación y neutralizar sus efectos al principio; actuaron de forma perfectamente coordinada en el ámbito judicial, con iniciativas conocidas o secretas o desconocidas, pero ciertas; se habló en cada parcela con quien se tenía que hablar; se hicieron los movimientos adecuados para hablar en cada organismo implicado, como debía ser. Si había que limpiar un ordenador, se hacía; si había que iniciar una campaña hasta cargarse a un ministro de Justicia que no tenía arte ni parte en el tema, se ejecutaba con la colaboración torpe del propio Gobierno. Además, se utilizaron medios de comunicación afines para acabar con la credibilidad del juez y de la policía y, de esa manera, conseguir crear un ambiente favorable a los imputados y negativo para los jueces y fiscales, salvo que dictaran resoluciones adecuadas.

Es decir, lo que se estaba produciendo era una estrategia de neutralización a toda costa de los operadores judiciales, buscando un tribunal o juez a la carta, y para ello se movieron todos los peones. Aparentemente, lo consiguieron y estuvieron tranquilos por un tiempo, pero rápidamente, cuando las resoluciones comenzaron a ser adversas, el «comité de estrategia» decidió reanudar sus acciones, utilizando de nuevo a todos los peones. Lo más chocante de esto es que todos lo vemos y lo asumimos, e incluso nos divierte lo que va a suceder porque conocemos el juego que cada uno va a desarrollar. Esto, en sí mismo es participar de un sistema que está tocado en sus cimientos. Hasta se saben los porcentajes de las votaciones judiciales y quién va a emitir un voto particular o no. En el caso que nos ocupa, y durante una fase importante del proceso, no hubo recato en mantener reuniones con los operadores judiciales fuera de la sede judicial. Mientras tanto el CGPJ estuvo ausente o despreocupado.

Por el contrario, el mencionado Consejo estuvo muy diligente cuando solicité mi traslado a la fiscalía de la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya en abril de 2010. Cuando se señaló el pleno para decidir sobre mi petición de servicios especiales el 14 de mayo de ese año, el juez del Tribunal Supremo Varela, para evitar que pudiera marcharme a la CPI sin el estigma de la suspensión de funciones, dictó siete resoluciones en unas horas y, solapando unas con otras, también incluyó el auto de apertura de juicio oral para que el CGPJ, que estaba esperando a que esto tuviera lugar, acordara mi suspensión, alterando el orden del día. La ejecución se consumó, y todos los que así lo buscaban tuvieron la foto en la que bajaba suspendido por las escaleras de la Audiencia Nacional. Después de casi dos años, en los que las paralizaciones estratégicas fueron la norma para dar tiempo a que el proceso de las intervenciones de la comunicaciones llegara al mismo nivel y de esa forma se celebrara antes, se me absolvió; nadie les devolverá a los justiciables —ni a mí tampoco— los casi dos años de suspensión. Estaba claro que la actividad no era delictiva ni podía serlo, pero se ejecutó el libreto.

El sistema siempre ha operado no sólo en España, sino en cualquier país en el que jueces independientes se han enfrentado al crimen organizado, el terrorismo, la gran delincuencia y la corrupción. Los ejemplos son tan abundantes como los grandes casos que se han planteado. En Italia han sido impactantes los acontecidos tanto en la lucha contra el crimen organizado (asesinato de los jueces Giovanni Falcone, Paolo Borsellino, Rosario Livatino y otros muchos) como en el combate contra la corrupción (los fiscales de Milán, que enfrentaron la Operación «Mani pulite» a comienzos de los años noventa: Antonio di Pietro, que sufrió una tremenda persecución, con varios registros domiciliarios incluidos, Gerardo Colombo, J. Franco Casselli, Francesco Borrelli y Luigi Orsi); en Francia, Eva Joly, perseguida por su investigación en el caso Elf, Renaud van Ruymbecke, firmante del Appel de Genève, perseguido por sus investigaciones sobre la corrupción en el Ministerio de Justicia, Eric Halpen, perseguido por la investigación del caso Chirac, Germain Sangelin, por sus investigaciones sobre blanqueo, el fiscal Bernard Bertossa y los jueces Kasper Ansermet y Paul Perrodain, atacado por los depositantes de fondos en Ginebra (Suiza); el juez Luis Manglano por el caso Naseiro; el juez Marino Barbero por el caso Filesa; los fiscales Carlos Jiménez Villarejo y José María Mena por Banca Catalana (Villarejo fue eliminado de la Fiscalía Anticorrupción por el fiscal general del PP, Jesús Cardenal); Juan Carrau, fiscal de los casos del presidente balear Jaume Matas; el juez Ángel Márquez, del caso Juan Guerra; el juez Gómez de Liaño por su investigación del caso Lasa y Zabala; la fiscal Carmen Tagle, que fue asesinada por ETA; el juez Castro, instructor del caso Nóos por la imputación de la infanta Cristina de Borbón; la jueza Alaya por su investigación de los ERE en Andalucía; la jueza Jazmín Barrios, perseguida por juzgar al dictador Ríos Montt en Guatemala; el juez de la Corte Suprema de Argentina Raúl Zaffaroni, que tuvo el valor, junto con otros muchos, de plantar cara a la impunidad en su país; el fiscal general de Bahía Blanca (Argentina) Hugo Omar Cañón, que se enfrentó al presidente Carlos Menen y no aplicó los indultos a los represores; el juez Juan Guzmán Tapia, por la investigación y procesamiento de Augusto Pinochet; el fiscal antiterrorista José Luis Vasconcelos, de México, muerto en acto de servicio; la Corte Suprema de Colombia y el que fuera su presidente, Augusto Ibáñez, que se enfrentaron al presidente Álvaro Uribe y, en condiciones absolutamente adversas, encabezaron la investigación y condena de los responsables de la parapolítica en ese país, y otros muchos jueces, fiscales, abogados, defensores de derechos humanos y periodistas, españoles y extranjeros, que han dado su vida o han sido perseguidos por un ideal de justicia independiente, imparcial y transparente, constituyendo la línea de vanguardia frente a la criminalidad y quienes la practican, con decisión y sin miedo para proteger de la arbitrariedad y la injusticia a los ciudadanos y ciudadanas.