Epílogo

Epílogo

Locura es repetir lo mismo una y otra vez y esperar resultados distintos.[1]

ALBERT EINSTEIN

Toda la corrupción no cabe en un libro; cuando se cierra la edición de este —finales de febrero de 2015— me resulta imposible seguir recogiendo los nuevos acontecimientos de los diferentes procedimientos sobre corrupción que hay en todo el territorio nacional. Nuevos datos aparecen y nuevos procedimientos comienzan, como sucede con el escándalo en ciernes que afecta al sindicato CC. OO. y sus excesivos gastos en el capítulo de «viajes y reuniones» entre 2008 y 2012[2]. Quizás lleguen a justificarse estos, a primera vista superfluos, así como las facturas en restaurantes y hoteles, pero, ante la opinión pública, el efecto es ya demoledor. Igualmente, me he visto forzado a dejar fuera el caso Pokemon, con sus más de cien imputados por tráfico de influencias en Galicia y que afecta a PP, PSOE y BNG. Es el caudal que no cesa. En democracia, la apariencia resulta fundamental, y cuando se trata de instituciones tan sensibles como los sindicatos, mucho más. Cualquier explicación es necesaria, pero sobre todo la transparencia y la responsabilidad sin concesiones resultan vitales.

La continuidad inpropiocesante de la corrupción y el doble rasero democrático tienen, como paradigma, nombre

LA CONTINUIDAD INCESANTE DE LA CORRUPCIÓN Y EL DOBLE RASERO DEMOCRÁTICO TIENEN, COMO PARADIGMA, NOMBRE PROPIO: LA «LISTA FALCIANI»

El día 1 de julio de 2012, Hervé Daniel Marcel Falciani fue detenido en Barcelona en cumplimiento de una orden internacional de detención emitida por las autoridades judiciales suizas, que solicitaban su extradición. La reclamación se basaba en una denuncia formulada por el HSBC en Ginebra en la que acusaba a Falciani de haberse apropiado, violando el secreto bancario y la obligación de confidencialidad de los empleados del banco, de miles de datos de clientes entre los meses de febrero de 1997 y diciembre de 2007. Una vez tuvo en su poder esos datos los relacionó entre sí obteniendo un perfil completo de datos personales (nombres, apellidos, edad, profesión, nacionalidad, dirección, etc.), de la información de las cuentas y de los activos de los clientes. Además, determinó la actuación de la propia entidad financiera durante todos esos años, su operativa y sistematicidad en su acción.

Una vez dispuso de esa información podría haber intentado negociar con ella, si bien lo único que quedó acreditado es que en julio de 2008 Falciani comenzó una estrecha colaboración con las autoridades tributarias y judiciales de distintos países que continúa en la actualidad.

¿Debía España entregar a Falciani a las autoridades suizas? ¿Había cometido los graves delitos que se le imputaban? ¿Debía ser perseguido por ello? La respuesta que dio la fiscal Delgado primero, y la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional después, fue que no. La justicia española entendió, acertadamente, que este empleado del HSBC había cumplido con su deber y con la obligación de denunciar hechos muy graves y colaborar en su descubrimiento.

Siendo realmente trascendente la información aportada por Falciani, lo más importante es la descripción que este informático, de forma precisa, realizó del patrón de conducta del HSBC, de su actuación sistemática contribuyendo a la opacidad del sistema financiero y determinando una falta absoluta de transparencia que podía amparar el fraude, la corrupción, el lavado de dinero o la financiación del terrorismo, tal y como las autoridades norteamericanas establecieron en su momento. Una actividad que, como señaló de forma contundente la fiscal Delgado en su informe de extradición y ya descrita por las autoridades tributarias, «hacía del propio banco un paraíso fiscal en sí mismo».

Tras las informaciones de Falciani se ofreció la posibilidad de que los evasores regularizasen su situación e impidiesen de ese modo una sanción penal. Algunas actuaciones, además, encubrieron actividades de blanqueo que se saldaron con meros pagos administrativos. Sin embargo, la pregunta que todavía necesita respuesta es por qué no se inició un procedimiento contra el HSBC, como sí ocurrió en otros países, por ejemplo en Estados Unidos.

«Las conductas de ocultación de rentas y patrimonios podrían haber sido amparadas, cuando no favorecidas, por la propia entidad bancaria HSBC. Así, existen indicios de que la mencionada entidad, bien a través de sus oficinas centrales en Suiza, bien a través de sus sucursales en territorio español o terceros países, pudo ofrecer a personas físicas residentes en España la posibilidad de colocar sustanciales sumas de dinero en cuentas patrimoniales opacas, a través de las cuales se invertía a su vez en activos de distinta naturaleza. En este sentido, existen indicios que permiten afirmar que, a efectos de evitar la aplicación de la Directiva Europea del Ahorro, la propia entidad bancaria, a través de sus sucursales y empleados, facilitó a sus clientes la creación de estructuras fiduciarias y sociedades pantalla constituidas en paraísos fiscales, a través de las cuales se canalizaba, de manera opaca y segura, la inversión realizada por las personas físicas residentes en territorio español»[3].

Una nueva pregunta surge aquí y es urgente que se conteste: ¿por qué ni la policía, ni el ejecutivo, ni la fiscalía anticorrupción, a pesar de las evidencias, iniciaron una investigación al respecto? Ahora la Audiencia de Madrid ha ordenado que se reabra el procedimiento contra dos funcionarios de Hacienda por no haber iniciado en mayo de 2010, durante el Gobierno de José Luís Rodríguez Zapatero, inspección tributaria contra 558 evasores cuyas deudas no habían prescrito. Veremos el resultado de la investigación.

Mientras tanto, se concedió la amnistía a los implicados (identificados de entre casi tres mil cuentas), otorgándoles un plazo para regularizar lo defraudado en vez de aplicarles la legislación vigente, como ocurre con el resto de los ciudadanos. Pero no sólo eso: los nombres de las personas físicas son menos del 10 por ciento del total. Resulta, sin duda, llamativo que no se publique el nombre de ninguna empresa cuando éstas constituyen el grueso de la lista, lo que manifiesta la existencia de una doble vara de medir que oculta los intereses particulares de las personas que forman las instituciones del Estado. No existe voluntad de combatir la corrupción cuando se sigue discriminando a unos en favor de otros. Según la propia Agencia Tributaria española, el 74 por ciento del fraude fiscal se centra en las grandes familias, las grandes empresas y la gran banca, un total de 44 000 millones de euros que el Estado no se atreve o no desea recoger, demandar e ingresar. Es bien sabido que cualquier ciudadano no perteneciente a estos grupos privilegiados lo tiene mucho más difícil a la hora de evadir impuestos.

Finalmente, cuando, en febrero de 2015, se ha publicado en diversos medios de comunicación la «lista Falciani», toda la ciudadanía (excepto los evasores y quienes consintieron la impunidad) se ha quedado una vez más sin habla y con una especie de síncope, que se añade con efectos de destrucción masiva a la cadena de impunidad que la corrupción comporta.

El reparto de dinero enfangado en favores, incumpliendo las más elementales reglas democráticas, debería avergonzar a los que dirigieron las estructuras responsables durante todos estos años. Sin embargo, ninguno de los máximos responsables está ni estará en el banquillo de los acusados. Incluso algunos lo mismo se presentan a las elecciones (y ganan) o proponen amplias medidas de regeneración democrática, que algunos creerán, asumiendo estos postulados, y con mente relajada se dirán nuevamente: «¡Tampoco fueron tan malos! ¡Los demás eran peores! ¡Hicieron cosas buenas! ¡Total, esto nunca va a cambiar!». Pero esta huida hacia delante no conduce si no a poner un parche más y a sellar una época sin resolver el verdadero problema que subyace en toda esta suciedad: una forma de hacer política que desde la dictadura viene desarrollándose sin demasiadas alteraciones. Es ese modelo el que hay que combatir, y para ello no pueden continuar al timón aquellos que han provocado el hundimiento. Se precisa un corte profundo, quirúrgico, para acabar con todos aquellos que nos han conducido a esta situación o lo han consentido o disfrutado, y eso sólo lo puede hacer el pueblo. En estos tiempos revueltos, muchos, como las serpientes, están cambiando de piel para acomodar su discurso al de la regeneración. Pero son los mismos rostros ocultos tras distinta careta, la misma voluntad de que todo cambie para que nada cambie.

Y es que la regeneración democrática es en realidad la actitud y el convencimiento de que las cosas deben ser de otra forma y de que la política no es un negocio ni algo que se desarrolle a espaldas de la ciudadanía, engañándola. Si la indignación activa no estalla ni se mantiene en todas las calles y plazas e inunda de nuevo las avenidas, tendremos que asumir que el fango debe formar parte de nuestra vida política (¿democrática?), y habrán ganado los que creen que la corrupción no puede ni debe combatirse, sino que hay que asumirla y acomodarse a ella. Obviamente, yo no me encuentro en esa parte de la sociedad, y espero que ustedes tampoco.

Realmente, después de todas estas páginas, uno se pregunta si no había otra forma de haber hecho las cosas. Tan indiferentes hemos sido los españoles que hemos consentido la corrupción permanente de esta gente que lo único que ha buscado ha sido el beneficio personal a través de trampas, paraísos fiscales, mentiras, engaños, estafas y cohechos, cuando lo único que tenía que hacer era cumplir su contrato social con los ciudadanos ¿Dónde han quedado los valores que estas personas y las formaciones a las que pertenecen decían defender? Y lo más importante: ¿vamos a seguir consintiendo esta situación? ¿Deberemos callar y continuar sometidos a las explicaciones que nos dan? O, por el contrario, ¿deberemos, por una vez, ser protagonistas de nuestra propia realidad, marcando lo que debe ser y no lo que otros nos dibujan una y otra vez con colores y artes trucados? La respuesta no debe dejar dudas: éste es el momento en el que los trazos deben ser firmes y nítidos. No más engaño. Absoluta determinación y transparencia.

Hay muchos políticos (y otros que no lo son: escritores, pensadores, periodistas, etc.) que proclaman de forma demasiado insistente y estridente que hay que tener cuidado, que no debemos oír los cantos de sirena, que vivimos en una sociedad formada y compacta en el seno de la Unión Europea que no se puede resquebrajar, que tengamos cuidado con quienes sólo venden humo. Y uno se pregunta qué es lo que ellos están ofreciendo. ¿Quizá continuar con los mismos esquemas a la espera de que de nuevo nos hundamos un poco más en el fango al que esas mismas teorías y planteamientos nos han llevado? ¿Quizás personajes como Berlusconi o sabios estadistas como Mariano Rajoy? ¿O quizás grandes multinacionales que buscan el beneficio por encima de cualquier respeto de los derechos humanos?

En estos últimos años he tenido la oportunidad de conocer sociedades y realidades diferentes a la nuestra. A veces los problemas son similares, pero las condiciones son siempre distintas. No es lo mismo estar en una villa miseria de Buenos Aires o en un slum de los suburbios de Nairobi que en el centro de Madrid, París o Manhattan; en una selva colombiana o en un resguardo indígena que en las calles de Ginebra, capital de los derechos humanos pero también de la banca; en un estado de México con graves problemas de seguridad y delincuencia como Tamaulipas, Chihuahua o Morelos que en la ciudad del Vaticano, la cual, con la llegada del papa Francisco, parece que se abre a la transparencia. Efectivamente, no es lo mismo, pero hay un denominador común en todos y cada uno de estos espacios y lugares: la corrupción y la permisividad hacia ella afectan a todos. Y se trata de una especie de cáncer que impide la implantación y consolidación definitiva de la democracia.

Si somos conscientes de la escasez de recursos, la contaminación, la demografía (nueve mil millones de personas en 2050), las pandemias, los avances de la ciencia, la tecnología y la economía, que ponen en grave riesgo todo lo construido hasta ahora, la pregunta que debemos plantearnos es cómo tenemos una visión tan cortoplacista que sólo nos permite ver el aprovechamiento inmediato y no la agonía del enriquecimiento que nos lleva a morir ahogados en un fango que nosotros mismos hemos contribuido a crear ¿No somos capaces de crecer en las turbulencias que la humanidad está sufriendo y diseñar un sistema que nos salve a nosotros y al mundo?

La corrupción, como ejemplo de la exacerbación del individualismo rampante, anula toda esperanza de supervivencia solidaria y potencia la confrontación con el otro. La decisión común de combatir esta lacra que todo lo permea es la única posibilidad de superar esa tendencia. De nada valen las normas existentes ni las que se puedan crear si falta una auténtica voluntad de aplicarlas y de vivir conforme a sus postulados.

Cuando veo que las cumbres internacionales se suceden y que los líderes mundiales, ya se reúnan en Davos, en Berlín o en Nueva York, no son capaces de adoptar acuerdos permanentes que salven el planeta, llego a dudar de la viabilidad eterna del ser humano y me instalo en el pesimismo más absoluto. Pero, a pesar de ello, aún tengo fuerzas para recomenzar la lucha.

El combate contra la corrupción es un esfuerzo conjunto y universal. No existe una visión local de la misma, separada del resto del mundo. Sus formas son similares y por ello su persecución ha de hacerse de forma no sólo coordinada, sino también decidida y definitiva.

A lo largo de este libro, vano intento de glosar en un solo texto lo que ha sido y es un fenómeno arraigado y extendido en toda la sociedad, he procurado compartir con ustedes una serie de reflexiones que creo importantes, al menos para mí, para recuperar la esperanza. A veces, sólo algunas veces, dudo de nuestro instinto colectivo de supervivencia; al contrario que en otras especies, nuestro sentido de comunidad universal con intereses comunes se ha manifestado muy pocas veces y ha durado poco. No obstante, siento la urgencia vital de pensar que esta vez será la definitiva. Tal vez es el momento de asumir que ninguno de nosotros tenemos la solución, pero que sí disponemos del trabajo común y que éste puede y debe ser coordinado para poder recuperar la esperanza y vencer a la corrupción, reivindicando el esfuerzo y el espacio que como ciudadanos nos corresponde frente a quien se empeña en negárnoslo.

La tranquilidad aparente que nos ofrece el progreso científico de poco puede valernos si después, por culpa de políticas capitalistas extremas, no podemos acceder a aquellos instrumentos que pueden coadyuvar a paliar los efectos del problema. Ha llegado el momento de que se produzca una reunificación solidaria entre todos los miembros de la sociedad que sintamos la necesidad de cambiar y reconducir la difícil situación en la que estamos. Como dice Amin Maalouf en su libro El desajuste del mundo, «las visiones más ambiciosas no son forzosamente las más ingenuas».

Me propuse, al comienzo de este libro, acabarlo con un mensaje de esperanza, pero debo reconocer que me está costando hacerlo. Los acontecimientos no me dejan, los insultos e imputaciones cruzados de políticos, empresarios, banqueros, sindicatos, periodistas y otros me lo impiden. Por su parte, los abogados de los afectados reclaman la presunción de inocencia, como corresponde en un Estado de derecho, pero a la vez, igual que los tribunales, piden y deciden, respectivamente, que no se deben tomar decisiones relevantes en estos casos porque perturban la «paz electoral». Tengo mis dudas de que esta postura sea la acertada. Es decir, si la corrupción no se detiene, sino que se expande en cualquier momento a través de delitos electorales, financiación irregular, concesiones o licitaciones amañadas para que incidan en unas elecciones; si los políticos y los demás copartícipes hacen sus trampas antes, durante y después de los periodos electorales, en función de sus intereses, ¿por qué razón la justicia ha de detenerse en ese período? Los tiempos de la justicia deben ser marcados por la ley y no por el criterio de oportunidad de una decisión de un tribunal que con esa posición deforma la realidad del país en el que están sucediendo estas ilegalidades el mismo día de la votación. Los votantes deben saber a lo que se enfrentan y a quiénes votan, y si se cruza una investigación penal contra ellos, deberán hacer su reflexión y valorar lo que decidan, y si fue una trampa o una decisión viciada, el que la llevó a cabo, ya sea juez, fiscal o cualquier otro, deberá responder. La tutela a los votantes es algo que debe ser erradicado en una democracia. Día a día, se conocen los hechos, los datos, los avances y retrocesos. ¿Por qué no ha de tenerse en cuenta también lo que acontece en el ámbito judicial, en favor o en contra? Sólo así podremos comprender el alcance de la realidad y contestar a quienes afirman que la corrupción no tiene incidencia en unas elecciones, como en todas las facetas de la vida social. Es inaceptable para mí asumir que el voto pueda santificar a quienes han mercantilizado y prostituido la democracia, comprando y vendiendo voluntades, mintiendo y utilizando los más abyectos ardides para permanecer en el poder. El voto no convalida la corrupción, pero sí contribuye al hundimiento en un fango cada vez más espeso y que empobrece no sólo la economía, sino también la moral del pueblo.