14. Medidas para combatir la corrupción

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Medidas para combatir la corrupción

Hay que señalar la facilidad con la que los hombres se corrompen y se vuelven perversos, aunque originalmente fueran buenos y bien educados.

MAQUIAVELO

Colgamos a los ladrones de poca monta, pero a los grandes ladrones los elegimos para cargos públicos.

ESOPO

Para la investigación de los datos que recoge este libro, junto con el equipo de la FIBGAR (Fundación Internacional Baltasar Garzón, a quien agradezco su ayuda) he tenido que leer y procesar miles de páginas de la historia judicial reciente de nuestro país, a través de autos, informes, dictámenes y sentencias judiciales y documentos de hemeroteca. Después de esa lectura apasionante de una parte de la historia española que se conoce poco, se narra mal y se manipula de forma consciente, me queda un poso amargo y desalentador. Son demasiados casos a lo largo de demasiado tiempo. La apabullante cantidad de procesos abiertos, concluidos, archivados o sobreseídos ha conseguido incluso insensibilizar a una sociedad que ya da por sentado que el sistema contamina todos los sectores de la realidad política, económica y judicial, y que, por ende, piensa que nada va a cambiar.

Ahora, cuando este libro se encuentre en sus manos, quizá ya estén en vigor las flamantes nuevas medidas anticorrupción en España. Será una nueva oportunidad para cambiar definitivamente las cosas; pero también puede ser una tremenda frustración si no se transforman en acciones concretas. No sólo hay que cambiar las normas, sino también las mentes de quienes las tienen que aplicar y cumplir. El nivel de exigencia frente a la corrupción debe ser máximo, porque si así no fuera el golpe necrosaría la democracia española.

¿Y qué es lo que puede influir en un mayor o menor desarrollo de esta corrupción? ¿Por qué unos países son más corruptos que otros? Según un estudio dirigido por el profesor Jordi Sardà, de la Universitat Rovira i Virgili, en colaboración con el Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha), España, con un 19,2 por ciento, forma parte del grupo de países que presenta una mayor economía sumergida de entre 31 países europeos y otros 5 de la OCDE (con datos recogidos entre los años 2003 y 2013)[1]. De los países de su entorno más inmediato, sólo Italia, Portugal y Grecia presentan valores superiores a los españoles, muy lejos de países como Alemania (13,1 por ciento), Francia (10,8 por ciento) o Gran Bretaña (10,1 por ciento). El estudio analiza las variables que pueden influir en la existencia de una mayor o menor economía sumergida. En general, no se percibe una relación clara con la carga impositiva, pero sí entre el paro y la economía sumergida (a mayor tasa de paro, mayor tasa de economía sumergida). El informe también relaciona la economía sumergida con el índice de desarrollo humano (IDH), con la transparencia de los países (que está fuertemente relacionada con la corrupción) y con su nivel educativo (qué porcentaje de estudiantes han superado estudios secundarios). En definitiva, se observa que a mayor nivel de desarrollo humano y transparencia, menor nivel de economía sumergida. La relación entre el nivel de enseñanza y el tamaño de aquélla no está tan clara. Sin embargo, cuando se analiza la variable de la construcción, parece que ésta ha desempeñado un papel relevante en la determinación del volumen de economía sumergida, especialmente en el período comprendido entre 2004 y 2007. Se podría decir, además, que aquélla ha seguido la evolución del ciclo económico español.

Como pueden observar en este libro, la corrupción está presente en todos los sectores y regiones. Así lo confirma la «Encuesta sobre fraude y delito económico. Resultados en España de Pricewaterhouse Coopers». El 56 por ciento de los encuestados españoles declararon haber sufrido en su organización al menos un tipo de delito económico a lo largo del período de referencia de la encuesta, lo que supone un incremento del 7,6 por ciento respecto de la encuesta que PwC realizó en 2011. Cabe destacar que el resultado es muy inferior tanto en Europa (con un 34,5 por ciento) como a escala global (con un 36,7 por ciento). Además, un 40 por ciento de los participantes españoles indicaron haber sufrido más de diez delitos económicos en su organización. En sus conclusiones, la auditora señala que este incremento puede estar relacionado con el aumento de la concienciación y las medidas para la detección del fraude. Del 50,6 por ciento de los encuestados españoles que declararon haber sufrido algún tipo de fraude en el período de la encuesta, el 75 por ciento afirmó haber sido objeto de algún caso de apropiación indebida de activos. Asimismo, un 25,4 por ciento indicaron haber detectado algún caso de soborno y corrupción y un 19,2 por ciento, haber sufrido algún delito de manipulación contable.

La sorpresa, e incluso las lágrimas, que muestran algunos representantes políticos ante la aparición de casos que afectan a personas cercanas producen sonrojo. Cuando Mas llora por Pujol, Esperanza Aguirre lo hace por Granados o Tomás Gómez se muestra desolado y conmocionado por el alcalde de Alcorcón, José María Fraile, es comprensible humanamente, pero produce indignación ciudadana verlo escenificado en público ante acciones presuntamente delictivas[2]. Por el contrario, debería imponerse una reflexión sobre lo que hicieron aquéllos para evitar que los ciudadanos tengan el convencimiento de que la corrupción ha sido y es tolerada por los partidos. Sólo así podrán convencer a los ciudadanos de que el interés principal de los políticos sigue siendo el servicio público.

El informe GRECO recomienda adoptar un código de conducta parlamentaria sobre la prevención de conflictos de intereses, los regalos y los intereses financieros, así como la introducción de reglas en la relación entre parlamentarios y grupos de presión[3]. Además, pide ampliar la independencia efectiva del Consejo General del Poder Judicial, incluir criterios objetivos para nombrar a altos funcionarios judiciales y revisar el método de selección del fiscal general del Estado. El informe afirma que, a pesar de las medidas, la «percepción de la independencia del fiscal general del Estado es preocupante» y pide esfuerzos para que la Fiscalía General del Estado «sea y parezca imparcial, objetiva y libre de toda influencia o injerencia externa». También recomienda adoptar un código deontológico para jueces y fiscales.

El Parlamento europeo, por su parte, estima que la lucha contra la corrupción requiere un marco legislativo uniforme y coherente para golpear en el corazón económico de la delincuencia organizada y fortalecer la cooperación policial y judicial a escala europea e internacional[4]. Se debe promover una Administración Pública más ágil y flexible y, en consecuencia, menos permeable a la corrupción, intensificando la transparencia. Para ese organismo, es necesaria una política más responsable, con medidas como que los condenados por sentencia firme por un delito de corrupción no puedan desempeñar cargos en los órganos de la UE ni presentarse como candidatos a las elecciones, al menos en el ámbito europeo, aunque sería deseable la implantación de esta medida a escala nacional. Resulta indispensable una justicia penal más rápida y creíble, e impedir que la comisión de un delito siga siendo un negocio lucrativo. Se debe crear y poner en marcha una Fiscalía Europea Anticorrupción y contra la criminalidad económica y financiera. Por último, se debe promover un espíritu empresarial más sano, un sistema bancario y una actividad profesional más transparentes, en la medida en que el secreto bancario puede ocultar las ganancias ilícitas procedentes de la corrupción, el blanqueo y la delincuencia organizada.

En definitiva, podríamos concretar ciertas líneas de actuación (problemática, estrategias actuales, propuestas) basadas en su mayoría en la prevención y dejar en un segundo plano la punición, pues está claro que ésta no funciona o, al menos, hasta ahora no ha disuadido. Pero ninguna medida servirá si no existe la intención de cumplirla. Los parches valen de poco si no se soluciona la causa del escape. En definitiva, de poco sirven las medidas meramente cosméticas y enfocadas a achicar el agua con un cubo en un barco que se hunde. Y por ahí empezaré mi primera protesta y mi primera propuesta.

1. El anuncio constante de medidas meramente cosméticas y la falta de aplicabilidad de las mismas: la exigencia de responsabilidad política

1. El anuncio constante de medidas meramente cosméticas y la falta de aplicabilidad de las mismas: la exigencia de responsabilidad política

Si uno observa la historia de España, los progresos en materia de prevención y lucha contra la corrupción coinciden con la salida a la luz de escándalos que remueven la conciencia ciudadana. Y no hace falta, desgraciadamente, irse tan lejos. Mariano Rajoy, cinco años después de estallar el caso Gürtel y defender a pies juntillas la falta de responsabilidad de su partido, a pesar de las resoluciones judiciales que lo contradicen, decidió, en el momento de escribir estas líneas, dar un paso (uno sólo) al frente en la lucha contra la corrupción, elaborando un paquete de medidas que anunció como el antídoto definitivo de la quimera corruptiva española[5].

Sin embargo, esta reacción tardía del presidente no parece que convenza mucho a los españoles, quizá porque, desde la Transición hasta ahora, estamos muy escaldados con unas veinte leyes relacionadas con el combate de la corrupción que ahora se muestran insuficientes. Esto me recuerda lo que el magistrado de Milán Piercamillo Davigo dice en su libro La giubba del Re citado por Carlo Alberto Brioschi: «El simple hecho de hacer menos espeso el actual amasijo normativo probablemente ayudaría a disminuir los abusos de ley y redimensionar el sistema de las autorizaciones y de las licencias en la misma dirección. Quizás no fuera mala idea si no fuera porque, al contrario, ejemplos más recientes han visto multiplicarse los esfuerzos del Parlamento en ulteriores y a menudo confusas intervenciones legislativas en las más diversas materias conexas a la administración de justicia, con frecuencia dictadas por intereses de parlamentarios particulares. En un Estado corrupto, se hacen muchísimas leyes, sostenía con razón Tácito»[6].

¿Por qué las medidas no funcionan? En mi opinión, como ya he mantenido en varias partes de esta obra, la lenidad que las caracteriza produce una sensación o certeza de impunidad que se extiende desde el franquismo hasta la actualidad. Esta afirmación no se contradice con los casos judiciales resueltos, sino que se refuerza. Sólo en casos muy puntuales y con esfuerzos titánicos se han conseguido condenas bastante capitidisminuidas, y con una oposición muy activa por parte de los partidos y del Gobierno de turno, así como con unos criterios excesivamente formalistas que han transmitido la falta de eficacia frente al fenómeno, hasta ahora en que parece que se ha tocado a rebato.

Como señala Transparencia Internacional, uno de los mayores problemas en España no es la falta de medidas, sino la falta de independencia de los órganos y unidades encargados de gestionar el combate contra la corrupción dentro del sector público, como la Oficina de Conflictos de Intereses, que es el órgano que se encarga de combatir la corrupción en la Administración central[7]. El Gobierno pretende reforzar esta oficina convirtiéndola en una dirección general dependiente del Ministerio de Hacienda, con lo que resultaría mucho más fácil nombrar y cesar al funcionario encargado de dirigirla en función de los intereses políticos del Gobierno. ¿Qué sentido tiene esta medida? Realmente debería de crearse una agencia independiente, que orgánicamente rinda cuentas ante el Congreso, con autonomía e inamovilidad, un responsable nombrado por un tiempo determinado y causas tasadas de remoción; organismo en el que deberían participar los ciudadanos a través de comités debidamente establecidos y con competencias de investigación y actuación en todas las instituciones, sin perjuicio de las competencias de la Fiscalía y de la Justicia.

«La responsabilidad política frente a la corrupción se rige por unos parámetros distintos a los penales y administrativos, operando sin necesidad de que exista un pronunciamiento previo en estas esferas»[8]. La dinámica general es que éste sea una consecuencia de aquéllos sin que se espere a una resolución definitiva (como se comprobó con la dimisión de Ana Mato) y en otros operará ex ante, es decir, antes de que se produzca el pronunciamiento, teniendo en cuenta los mecanismos de calidad que se hubieran empleado para la elección del cargo (sus cualidades objetivas), los controles sobre el cargo durante su desarrollo (la ausencia de tales sería suficiente para exigir responsabilidades), los impedimentos para la averiguación de los comportamientos irregulares (oposición a la creación de comisiones de investigación o a la entrega de datos relevantes, obstaculizar la labor judicial; véase el caso Gürtel), la inacción en la actividad investigadora (impidiendo que la policía investigue, no dando instrucciones precisas al fiscal general del Estado, entorpeciendo su labor) o el recurso injusto a la «razón de Estado» para ocultar o proteger el interés particular de determinados servidores del Estado (por ejemplo, la no investigación de los fondos reservados cuando ha existido desvío ilícito de los mismos).

A la hora de exigir responsabilidades políticas se ha de estimar la actitud de complacencia, rechazo o desidia que quienes ocupan el Gobierno tienen frente a la corrupción. Es decir, no puede valorarse de igual forma la actitud de quien asume que el fenómeno existe y trata de atajarlo con duras medidas independientemente del coste político de esta labor (algo inusual en los gobiernos que se han sucedido desde la dictadura), que la de quien, negando los hechos, lo que busca no es acabar con el problema, sino controlar la situación y taponar ciertos boquetes para que el barco no se hunda, con la esperanza de que no se abra uno nuevo y así poder prolongar la detentación del poder (véase de nuevo la actitud del PP en Valencia en los casos analizados). La excusa, tantas veces oída, suele ser garantizar la estabilidad y gobernabilidad del país.

Obviamente, en todos los casos (beligerancia, complacencia, rechazo o desidia) es necesario que se creen las normas adecuadas para combatir la corrupción pública de los servidores públicos y la de los políticos. Pero mientras un comportamiento beligerante, que no ha sido la norma, busca encontrar los defectos del sistema para acabar con ellos y consolidar uno nuevo que limpie los recovecos que favorezcan los comportamientos irregulares de la institución afectada y del sistema en sí mismo, la actitud pasiva cede frente a la presión de los acontecimientos, los medios y la tendencia del futuro voto. Como hemos podido observar a lo largo de estas páginas, ningún escándalo (sea cual sea su envergadura y cobertura mediática) ha servido para atajar el mal de la corrupción desde su raíz. Por el contrario, después de cada escándalo, el Gobierno de turno, especialmente si resulta afectado, se atrinchera en una actitud defensiva con el único objetivo de mantenerse en el poder y salvar unas futuras elecciones. Como describe Javier Pradera, «el empobrecimiento del lenguaje político, que enmohece la capacidad para captar la realidad, analizar los problemas y proponer explicaciones, ha ensanchado las fronteras de la corrupción hasta incluir en su seno cualquier desviación de los titulares de cargos públicos respecto al recto ejercicio de sus competencias»[9].

El paquete de medidas anticorrupción anunciado por Rajoy en 2014 llega tarde (y, casualmente, a seis meses de las elecciones municipales y autonómicas) y sin consenso con el resto de los partidos. Algunas de las medidas anunciadas son oportunas, pero no dejan de ser un déjà vu, un paquete de medidas que no resuelven el problema de la corrupción, mucho más complejo, enraizado y profundo de lo que aquellas medidas traslucen. Esta decisión es una especie de maquillaje que evita la necesaria cirugía para acabar con esta lacra. Es decir, se niegan a asumir el riesgo que comporta la labor de limpieza porque temen que la responsabilidad se extienda directamente a ellos, por cuanto motivaron y consintieron un ejercicio relajado y prepotente del poder, y una ausencia de controles eficaces, o porque propiciaron la idea de que lo público era una prolongación de lo privado y, como consecuencia de ello, favorecieron el anquilosamiento de la Administración Pública, convirtiéndola en una máquina ineficaz, que apenas sirve para retroalimentarse, o porque influyeron, activa o pasivamente, directa o indirectamente, en el deterioro de determinadas instituciones clave para el funcionamiento del Estado.

El Gobierno, y en general los partidos políticos, tienen el deber de reconstruir la confianza que han perdido ante los ciudadanos, que no votantes, y la fórmula es sencilla. Los integrantes de estos grupos deben demostrar que no tienen un apego al poder o al cargo concreto que desempeñan por encima del interés público. Es decir, que no se sienten irreemplazables. Deben manifestar claramente un interés ineludible en el sostenimiento del interés público como objetivo que lograr sobre el personal o propio. Y, por supuesto, que el control de la actividad política y del Gobierno continúe tras las elecciones y, además, se anime desde el mismo poder. De esta manera pueden quizá reconquistar a los ciudadanos y acabar con la creencia, bien fundamentada, de que todos los políticos son corruptos.

Es incuestionable que la actitud social frente a la corrupción debe cambiar, pero es más urgente que lo haga la de aquellos que ostentan el poder, pasando de una actitud de ignorancia consciente al compromiso enérgico frente a la misma. Es sin duda la responsabilidad que les corresponde, pues son parte de la causa y expansión del fenómeno, no sólo por acción, sino especialmente por la negligencia en el establecimiento de controles que hubieran imposibilitado la corrupción en un primer lugar o por la omisión en el desarrollo de los mismos.

2. La clase política y su sentimiento mesiánico: la necesaria despolitización de la Administración

2. La clase política y su sentimiento mesiánico: la necesaria despolitización de la Administración

La corrupción política es la negación absoluta del servicio público y extiende sus tentáculos a la Administración y al resto de los sectores, convirtiéndose en la corrupción de la burocracia que nos agarra para no soltarnos. ¿Cómo alguien que tiene la potestad y el deber de legislar y gobernar la nación se involucra en tramas destinadas al enriquecimiento personal? Si dejamos a un lado el repudio ético de quien así actúa —y hay numerosos ejemplos en muchos países—, la respuesta no puede ser otra que la de la impunidad. De ahí que sea acertado obligar a reintegrar el dinero defraudado como mínima compensación por lo depredado y que sea un requisito que tener en cuenta para salir de prisión aquellos que cumplan condena. Aunque con cuidado de no convertir la privación de libertad como pena en una especie de la extinta prisión por deudas.

Nuestro sistema político favorece la consolidación de la corrupción. El hecho de que no existan límites de mandatos electorales puede convertir la política, como ya hemos dicho, en una profesión y en un reparto de puestos como medio de vida para siempre. La permanencia por un máximo de dos legislaturas airearía los órganos del Legislativo y del Ejecutivo. En este sentido va dirigida una de las propuestas del nuevo partido político Podemos, que propone una limitación a dos mandatos, ocho años, con posible extensión a doce años en casos excepcionales (aunque, desafortunadamente, sólo hablan de cargos europeos). El PSOE, por su parte, propone esta limitación de dos mandatos sólo para el presidente del Gobierno. El resto de los partidos no mencionan ninguna limitación a ningún cargo en sus propuestas. He dudado a la hora de decidirme, pero creo firmemente que, después de dos mandatos, el riesgo de corrupción es mayor y los controles se vician o se relajan. Las representaciones políticas tienen que ser cada vez más abiertas y participativas.

A esto tenemos que añadir la politización que el sistema produce sobre la Administración, a causa del poder del que gozan los partidos políticos sobre la designación de empleados públicos. En España, que haya un cambio en el Gobierno significa que habrá cambios en la Administración, que se llenarán de nuevos empleados designados a dedo por el partido político ganador. Además, la cadena de toma de decisiones políticas está dominada por aquellos elegidos, lo que supone que su objetivo principal sea conservar ese poder, es decir, ayudar a ganar las siguientes elecciones. Todo ello crea el caldo de cultivo perfecto para la corrupción.

El PSOE, en sus propuestas para combatir la corrupción, incluye la «modificación del procedimiento para la designación de miembros de órganos constitucionales y otros órganos cuya designación corresponde a las Cámaras (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas, Defensor del Pueblo y sus Adjuntos, Corporación RTVE) y organismos reguladores (Banco de España, Comisión Nacional del Mercado de Valores, Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia…)»[10]. El PSOE presenta, además, un procedimiento por el que deberían seguirse las designaciones. En primer lugar «una convocatoria pública de las vacantes a cubrir», seguida de una «evaluación de la competencia e idoneidad de los candidatos por un Comité Asesor de composición profesional variable cuyos miembros serían designados para cada ocasión por sorteo entre los propuestos proporcionalmente por los grupos parlamentarios al inicio de cada legislatura y, para la primera designación, en el mes siguiente a la aprobación de la norma. Los informes serían públicos». Añade además la necesidad de «sesiones de audiencia en las correspondientes comisiones del Congreso y, en su caso, del Senado».

El PP, por su parte, sólo habla de los «requisitos para el acceso y ejercicio del cargo», en los que considera que es suficiente con que sean exigibles unos «requisitos de idoneidad para ser nombrado alto cargo, entre ellos la ausencia de antecedentes penales relativos a determinados delitos», además de «una declaración responsable para ser nombrado Alto Cargo que será remitida a la Oficina de Conflicto de Intereses»[11]. Un poco escaso para la dimensión de la problemática que nos concierne, aparte de que me lleva a preguntarme sobre lo que puede considerar «responsable» un partido político con tres de sus últimos tesoreros imputados en uno de los mayores casos de corrupción de la historia de la democracia española. Además, añade que son necesarias «mayores exigencias para la creación de Organismos Públicos», pero tampoco concreta cuáles. Sólo especifica que se exigirán razones justificadas para la contratación, inexistencia de duplicidades, disposición de medios, así como un plan de actuación sometido a seguimiento, de forma que, si desaparecen las razones que lo motivaron, el puesto deberá ser extinguido.

Por mi parte, me parece evidente la necesidad de una profesionalización de los cargos técnicos y que los dirigentes políticos tengan restringido —¡o al menos controlado!— el nombramiento y cambio de los funcionarios. Éstos deben regirse por un estatuto en el que consten sus obligaciones y derechos en el ejercicio de su función. A esto habría que añadir, además, una «limpieza» de las Administraciones Públicas, alejándolas de su politización. Un cargo político, un nuevo alcalde por ejemplo, a la hora de designar asesores, además de un límite que no podría ir más allá de dos, debería estar controlado en cuanto a la solvencia y calidad de los mismos. Los miembros de la Administración con un horizonte ilimitado son menos propensos a aceptar sobornos y más proclives a denunciar tramas delictivas que aquellos que disponen de un futuro incierto que depende de unas próximas elecciones. Esto no implica tampoco que todos los empleados públicos sean contratados por un sistema de oposición. De hecho, en los países menos corruptos, como Suecia o Nueva Zelanda, esta forma de contratación ha desaparecido. Se trata de crear empleo que se rija por una ley laboral como la de cualquier otro trabajador, basado en competencias, aptitudes y méritos. Esta línea de actuación influiría definitivamente en la despolitización de la función pública.

3. Falta de transparencia en el aparato burocrático del Estado: establecimiento de duros mecanismos de control y técnicas de evaluación y de gestión privadas en la Administración

3. Falta de transparencia en el aparato burocrático del Estado: establecimiento de duros mecanismos de control y técnicas de evaluación y de gestión privadas en la Administración

Ello supone afrontar definitivamente la reforma en profundidad de la Administración Pública. Como expuse hace muchos años (1994) en el Prólogo que escribí para Guía de la corrupción: «Las grandes burocracias terminan siendo un instrumento de desorganización, hasta el punto de que podamos hablar de la corrupción o incluso podría hablarse de la dictadura de la burocracia que nos controla y embarca en una espiral interminable de fracasos permanentes, sobre todo en países cuyas culturas no aprecian el esfuerzo y la disciplina, y producen el efecto de convertirse en notables instrumentos de manutención de la misma burocracia. Si acaso un día fueron reflejo de racionalidad, como quería Weber, a partir de cierto momento son la propia imagen de la irracionalidad»[12].

El problema de la burocracia es que corroe «la mayoría de las buenas intenciones políticas y ha transformado los Estados en montañas de papel, incompetencia y caldo de cultivo para el tráfico de influencias, el soborno y otros comportamientos corruptos». Se desvirtúa en profundidad el «servicio público», que cada vez tiene menos de servicio y está menos enfocado al público. Tal llega a ser el grado de ineficacia que se puede afirmar, como lo hace Georges Lapassade, que «si la mayor parte de los ministerios y secretarías se cerrasen, casi nadie se daría cuenta»[13].

Una de las soluciones más efectivas contra la opacidad de la burocracia en las instituciones pasa por los mecanismos de cooperación y control por parte de los administrados. La legitimidad democrática se traslada a los valores de aquellos que han de percibirla, es decir, los ciudadanos. En este sentido, el Estado será legítimo si el sistema de valores socialmente aceptado lo considera como tal. Se hace necesaria de este modo la instauración de mecanismos de acceso y evaluación continuados por parte de la ciudadanía, como lo es la creación de un Consejo de Participación Ciudadana, un organismo que fomente un nivel de participación elevado en los diferentes ámbitos de la Administración y el desempeño de la función pública, elegido directamente y constituido por ciudadanos y que pueda tener una actuación activa en temas como la justicia, la economía, la contratación pública, determinadas transacciones financieras, la educación o la sanidad y el combate contra la corrupción. Ya se han superado los tiempos de minoría de edad política de los españoles, y ahora se impone una participación efectiva de los mismos.

En este sentido, no existen propuestas por parte de los partidos políticos. Sólo Podemos plantea algo parecido, pero de forma más puntual y difusa, en el sentido de apoyar a las personas, asociaciones y grupos inmersos en procesos de denuncia de los abusos y fraudes cometidos por las entidades bancarias y las grandes empresas de los sectores estratégicos[14]. Además, entre sus propuestas concernientes a la privatización de las empresas, que desea limitar, propone el requisito del referéndum para que sea la ciudadanía quien tenga la última palabra sobre la venta de activos que son de su propiedad.

Urge asimismo la creación de un Portal de Transparencia real y efectivo, condiciones que no cumple el actual y mediocre portal creado por el Gobierno de Mariano Rajoy. En él deberían estar reflejados y accesibles de forma sencilla al ciudadano la relación de todos los empleados públicos, sus categorías y sueldos, así como todos aquellos que cobren de organismos dependientes del Gobierno, de sus autonomías o de entes locales (tribunales, universidades, empresas públicas, televisiones, etc.), ya sean funcionarios, políticos o asesores. En este portal, el ciudadano debería tener acceso asimismo a todos los gastos relacionados con viajes, dietas, llamadas telefónicas, tarjetas, etc., todo ello acompañado, por supuesto, de sanciones que castiguen y responsabilicen al implicado en una irregularidad. El PP, por su parte, otorga la responsabilidad de la regulación y control de los cargos públicos (declaraciones de actividades, bienes y derechos al inicio y al cese del ejercicio, control de la situación patrimonial del alto cargo al final de su mandato) a la Oficina de Conflicto de Intereses, una oficina que, como ya he mencionado anteriormente, carece de la independencia que es necesaria y exigible a una institución con estas funciones[15].

Las propuestas del PSOE se quedan a las puertas de una verdadera transparencia, proponiendo medidas algo difusas y sin duda necesitadas de una mayor concreción. Así, habla de una «reducción de los límites del derecho de acceso a la información pública», pero no propone requisitos para la limitación o medidas de control que puedan hacer efectivo ese deseo tan encomiable. También propone una «publicidad activa específica de los procesos de adjudicación de campañas de publicidad institucional» y «sobre los acuerdos sobre suelo y ordenación urbana»[16].

Otra de las consecuencias ineludibles que provoca la falta de transparencia es el despilfarro de los recursos públicos. No se trata de gastar menos, sino de gastar más eficazmente. Para evitar el derroche se deben diseñar mecanismos legales y eficaces que controlen el gasto público impidiendo que el recurso excesivo al mismo favorezca la aparición de espacios de impunidad o cuando menos favorecedores de comportamientos irregulares a través de las inversiones públicas, los sistemas de contratación, etc. La introducción de técnicas de gestión privada permitiría conseguir una Administración mucho más eficaz y operativa, dinamizando y racionalizando su funcionamiento, haciendo desaparecer un buen número de servicios obsoletos o que sólo sirven para alimentar el aparato burocrático o de base para la corrupción. El funcionario debe tener la responsabilidad y la autonomía necesarias para alcanzar objetivos a través de técnicas de gestión, tácticas y estructuras establecidas con una lógica enfocada a la eficiencia de los recursos. Es ineludible la motivación del personal de la Administración y el estímulo de sus iniciativas, dotándolo, como he mencionado, de una cierta autonomía de gestión apropiada para expandir y fiscalizar la utilización de los recursos organizativos, financieros, humanos, materiales e informativos. Por supuesto, este mayor esfuerzo debe ser recompensado con un sueldo adecuado a las responsabilidades. Se debe huir de las reformas precipitadas y guiadas por la oportunidad política, como viene ocurriendo hasta el momento, que no son sino ejemplo de una grave falta de rigor y de proyecto político en esta materia. No se trata de privatizar el servicio público y desmantelar el Estado, como algunos han pretendido con la excusa perfecta de la crisis, sino de dotarlo de lo mejor del sector privado: incorporación de las nuevas tecnologías, simplificación de los trámites administrativos, adecuación de los servicios a los estándares internacionales, etc.

Es interesante la propuesta del Grupo Mixto que aboga por un «reforzamiento de la función fiscalizadora del Tribunal de Cuentas sobre el sector público, las instituciones y las formaciones políticas, con el fin de vigilar el buen uso de los recursos públicos»[17]. Queda fijar el concepto de «buen uso» y el procedimiento por el que se puede llevar a cabo esta función, aunque para ello sería necesario en primer lugar garantizar la independencia de una institución cuya reputación se ve dañada constantemente. Además, me parecen interesantes las propuestas que hablan de imponer sanciones económicas imperativas por el Tribunal de Cuentas del Estado y sus equivalentes autonómicos; la imposibilidad de que los ayuntamientos que no presenten sus cuentas anuales cobren subvenciones; la generalización de la implantación telemática de rendición de cuentas; la simplificación del procedimiento establecido para los ayuntamientos con menos de cinco mil habitantes, y el reforzamiento de las auditorías y la fiscalización de la gestión de los recursos públicos, que serán obligatorias en el caso de procesos judiciales que afecten a la Administración.

El PP habla de una «limitación y control sobre los gastos de representación» y de una «prohibición de tarjetas de crédito a cargo de la Administración para pago de gastos de representación del alto cargo, así como de una Regulación del Inventario de Entidades del Sector Público Estatal, Autonómico y Local». En ninguno de los casos habla de mayores concreciones, por lo que me temo que se tratará de nuevo de medidas cosméticas sin una mayor repercusión.

En mi opinión, a su vez, todos estos mecanismos de control permanente deben ser controlados de forma periódica por el Parlamento y por el Consejo de Participación Ciudadana.

4. La falta de ética: cumplimiento de los códigos de ética del empleado público

4. La falta de ética: cumplimiento de los códigos de ética del empleado público

Por supuesto, una Administración debe estar dirigida por una organización pública creíble y transparente a la que se asocien, sin excepciones, los estándares más exigentes y puros de honestidad e integridad. Si se preguntara a cualquier funcionario que citara tres artículos de los que rigen el comportamiento de los empleados públicos, seguramente no sabría hacerlo.

Aristóteles afirmaba con contundencia en su Ética a Nicómaco que «es deber de los gobernantes formar a los ciudadanos en la virtud y habituarles a ella»[18]. Pero si aquéllos son, precisamente, los que rompen con los estándares que exigen, ¿qué legitimidad y credibilidad pueden tener a la hora de proponer y exigir el cumplimiento de cualquier medida? Frente a esta doble moral, la ciudadanía en general puede sorprenderse y quedarse inmóvil, indignarse y protestar, o rebelarse y actuar frente a cualquier formación política que diga defender y practicar la ética y la virtud, y que simultáneamente engañe, se aproveche o defraude al fisco y se lucre ilícitamente. Ese partido, esos líderes, esos gobernantes, han tenido en sus manos miles de ocasiones para evitar, combatir y erradicar una corrupción que conocían, pero torticeramente se adaptaron a la misma y fueron cómplices, cuando no partícipes, de la degradación de una sociedad a la que deberían haber defendido. Por ello, ahora, cuando parece que ha llegado la «hora de la regeneración» y tantos responsables políticos se envuelven en la bandera de la limpieza, me surge la profunda sospecha de que, una vez más, están jugando con las cartas marcadas y sólo apuestan, cueste lo que cueste, por mantenerse en el poder.

Cuando a principios de los años noventa, escribí en el prólogo de Guía de la corrupción que «el comportamiento de todo gobierno debe ser ejemplo a seguir por todos los funcionarios públicos» y que «si este ejemplo ético falta o se cuestiona, las exhortaciones que pueden dirigirse desde el mismo o los inferiores perderán la fuerza del compromiso y de la convicción de quien emanan y serán incumplidas […] instaurándose lo que, de generalizarse la desidia, supondría la pérdida de los elementos e idealismo que atraían a algunos al ejercicio de aquella función, reduciéndose el tono moral de la fuerza del trabajo ante la falta de reconocimiento no tanto económico sino de prestigio social», no pensaba que iba a tener tanta actualidad, veintiún años después, en nuestro país[19]. Dos décadas de lucha contra la corrupción y nos estamos volviendo a plantear las mismas cuestiones y prioridades. Verdaderamente deprimente, si no fuera porque tenemos la fortaleza para seguir combatiendo por aquello que creemos justo.

Es obligación de todos el fomento de una cultura organizativa intolerante con los conflictos de intereses mediante un código ético con normas claras en el marco legal y mecanismos adecuados de rendición de cuentas, con sanciones y procedimientos adecuados para exigir el cumplimiento. Algunos partidos, como UPyD, hablan en este sentido de reforzar la exigencia de responsabilidad por mala gestión a los cargos públicos al frente de sociedades o entes públicos; otros, como el PP, hablan de la creación de un sistema de alerta temprana de conflictos de intereses. Nuevamente la duda asalta al observador cuando esta formación no especifica cómo se pondría en marcha este sistema y qué medidas tomaría la Oficina, en su caso.

5. Los lobbies: de la improbable erradicación a la necesaria regulación

5. Los lobbies: de la improbable erradicación a la necesaria regulación

En España está instalada la creencia de que «el dinero compra influencia en la política», algo que no ocurre en los países anglosajones, donde lobby y corrupción no están necesariamente ligados. España obtiene un lamentable suspenso en materia de transparencia con respecto a la actuación de los lobbies o grupos de presión, con una nota del 21 por ciento[20].

Los lobbies actúan en todos los ámbitos en los que se cruzan intereses económicos o financieros, convirtiéndose en demasiadas ocasiones en campos de tráfico de influencias. Actúan sobre el Poder Legislativo y sobre el Ejecutivo, sobre todo en España, donde la mayoría de las leyes son presentadas a iniciativa del Gobierno. La propuesta para regular la actividad de los lobbies fue retirada de entre las medidas propuestas por el actual Gobierno de Rajoy; tal decisión resulta un tanto sospechosa. Parece más bien, precisamente, que la influencia de estos lobbies ha sido la causa de la inexistencia de una regulación eficaz y transparente de este fenómeno que acompaña al sistema político de cualquier país democrático. En definitiva, la cuestión no es tanto que haya grupos que apoyen determinadas iniciativas o vigilen la ejecución de otras, sino la ausencia de una regulación específica que nos permita identificar cuáles son los intereses que persiguen, cómo se financian y a costa de qué se produce la intervención. Es interesante en este sentido la propuesta del Grupo Mixto ante la Mesa del Congreso de crear un registro de los grupos de control o lobbies y un registro de reuniones y la redacción de un código ético[21].

Un registro público de los lobbies, en el que se publiquen los presupuestos y gastos efectuados por los lobbistas, sería sumamente oportuno; como lo sería que las instituciones públicas aseguren la publicación de información de las reuniones entre lobbistas y funcionarios públicos, de la documentación enviada por estos grupos a las instituciones públicas, de las agendas de los cargos públicos y las actas de las reuniones con los grupos, de los documentos presentados o distribuidos durante una reunión en que se baraje la toma de una decisión pública, de las aportaciones y evaluaciones de las consultas públicas, de los documentos consultados y utilizados para la toma de decisiones y del registro de entrada al Congreso y a las oficinas clave del Gobierno.

En esta línea, es también indispensable crear un «control de puertas giratorias», es decir, establecer un período mínimo por el cual excargos públicos no puedan ejercer funciones de lobbista sobre aquellos asuntos que gestionaban desde lo público. En España este tipo de medida ya existe, pero en la práctica no se cumple.

6. El frustrante resultado de las investigaciones: la necesaria mejora de la eficacia de las normas jurídico-penales

6. El frustrante resultado de las investigaciones: la necesaria mejora de la eficacia de las normas jurídico-penales

En el ámbito jurídico-penal, uno de los déficits principales ha sido la defectuosa e incompleta regulación de los delitos relacionados con la corrupción. Por de pronto, la propia inexistencia del delito de corrupción supone un hándicap para la definición contextual de los demás tipos penales. Asimismo, destaca la ausencia de tipificación penal de la financiación ilícita o irregular de los partidos políticos y agrupaciones, así como la propia valoración de las conductas jurídico-penales de aquellos que financian a los mismos. Todos los partidos proponen en este sentido la tipificación del delito de financiación ilegal de los partidos políticos.

Es cierto que resulta inaplazable la inclusión en el Código Penal de los delitos de soborno y de enriquecimiento ilícito, y que se castigue el incremento patrimonial de las autoridades y los funcionarios públicos y de las personas directamente relacionadas con el cargo políticamente expuesto, producido durante el período de su mandato, cuando no puedan justificar la causa de este incremento, así como la inclusión del delito de omisión o falsedad de la contabilidad y el patrimonio social de los partidos políticos y de los cargos públicos, el aumento de las penas y tiempos de prescripción, la revisión de conductas penales ya existentes y las cláusulas de agravación (UPyD, Podemos, PSOE, Grupo Mixto, PP, según los casos). También es imprescindible una profunda modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que otorgue la instrucción penal a los fiscales y que regule eficazmente la protección de los denunciantes y testigos, así como los mecanismos adecuados de investigación que impidan el aprovechamiento tramposo de los mismos para dificultar la investigación. Pero igualmente resulta esencial dotar la lucha contra el fraude fiscal de un mecanismo legal adecuado para garantizar una mayor eficacia, con una policía fiscal en la Agencia Tributaria en la que se integrarían unidades especializadas de la Policía Nacional y de la Guardia Civil, junto con las Unidades Operativas de Vigilancia Aduanera. Todas ellas mantendrían su dependencia orgánica respectiva, bajo la dependencia funcional de la Oficina Nacional Antifraude. Por último, sería deseable el establecimiento de responsabilidad económica subsidiaria para las instituciones financieras cuya colaboración sea precisa para operaciones de blanqueo de capitales y ocultación de bienes y capitales en España o en el extranjero, incluidos los paraísos fiscales, con los recursos procedentes de acciones delictivas como las señaladas en el punto primero[22].

Creo que habría que abogar por la imposibilidad del efecto liberatorio del pago. La actual regulación penal permite eliminar el delito de un contribuyente si regulariza lo defraudado. En 2013 se reformó el Código Penal (artículo 305) y se permite a los evasores de capitales, si satisfacen la deuda y reconocen el daño causado antes de que transcurran dos meses desde el inicio de las actuaciones judiciales, eludir la responsabilidad penal. Esta medida, además de ser de dudosa eficacia, contribuye a instaurar una sensación —cuando no certeza— de impunidad en este tipo de conductas.

Otro problema son las dilaciones en los procesos judiciales, sobre todo si se trata de delitos complejos, que requieren una serie de cálculos previos por parte de la Agencia Tributaria y una instrucción a fondo con criterios de derecho tributario. La agilidad procesal que se pretende a través de la conexidad (PP) puede convertirse en un arma de doble filo que lleve a la chapuza judicial, como el plazo de tres años para la instrucción penal de estos casos. Las causas de las demoras y dilaciones no son del gusto del juez de instrucción, sino que radican en la falta de medios. Una fijación de los plazos puede provocar sobreseimientos y cierres en falso, por lo que habrá que diseñar un proceso en el que se aúnen eficiencia, seguridad jurídica y eficacia procesal, proveyéndose de mecanismos como la Oficina de Gestión y Recuperación de Activos derivados del delito para facilitar la recuperación de los activos mediante la introducción de presunciones y la modificación de la carga de la prueba.

Otro tema especialmente delicado es el referido a la ausencia de normas claras sobre la concesión de indultos. Después de 145 años de vigencia, la ley debe ser modificada. Con carácter general, creo que los delitos de corrupción no deben indultarse y, desde luego, debe ser una decisión fuera de la discrecionalidad del Gobierno. Lo tendrá que aprobar un comité o un organismo especializado en el que se valoren las diferentes opciones, escuchando a todas las partes, incluidos el Gobierno y el tribunal, pero con una serie de requisitos previos que demuestren que el efecto del delito cesó y que se han producido las reparaciones correspondientes.

En cualquier caso, se deben implantar normas jurídico-penales y jurídico-administrativas eficaces. Es decir, normas que, con vocación agotadora del campo de acción, describan adecuadamente las conductas y establezcan las sanciones disciplinarias, penales y económicas que procedan en justa correspondencia con la gravedad del hecho cometido y la trascendencia del mismo para el servicio público. Las propuestas de los diferentes partidos políticos son muy variadas y tanta profusión de normas nos pueden asfixiar, por lo que debe quedar claro que la finalidad debe ser la ausencia de presencia de personas en el ejercicio de la función pública que desmerezcan el sentido de la misma. Los límites podrán ser más o menos laxos, pero no debe quedar ninguna duda de aquella máxima de limpieza y transparencia.

Como ya he afirmado, es conveniente que se establezca un mecanismo que garantice el suministro de informes al Parlamento en los que se describan las actividades de la Administración enfocadas a la lucha contra la corrupción y «en los que se ponga de manifiesto las dificultades con las que se hubieren encontrado en el desarrollo de su labor o los esfuerzos realizados por el poder ejecutivo (sea cual fuere) para obstruir las investigaciones»[23]. De esta manera, el Parlamento tendría un conocimiento dilatado del progreso en materia de corrupción y, a su vez, podría exigir que se removieran los obstáculos que en aquella labor se estuvieran produciendo.

7. La opacidad beneficia la corrupción: prohibición de los paraísos fiscales

7. La opacidad beneficia la corrupción: prohibición de los paraísos fiscales

Carece de sentido que un alto porcentaje del capital mundial se encuentre en países con una política de secreto bancario. Son los denominados, eufemísticamente, «paraísos fiscales». La cuestión es más sangrante si ese capital procede en gran medida de los beneficios ilegales que propicia el tráfico de armas, el tráfico de drogas, el crimen organizado en general y, específicamente, la corrupción. La sola existencia de paraísos fiscales no sólo aprueba sino que incita a la ocultación del dinero; es casi como animar a la comisión de actividades ilegales que merman el resultado de una justicia igualitaria. Es por ello que «la exigencia de una justicia eficaz, eficiente y transparente, hace necesaria la abolición sin concesiones de estos paraísos fiscales y la prohibición de que las corporaciones financieras españolas trabajen con estos paraísos fiscales»[24]. En este sentido van las propuestas de Grupo Mixto, que añade la necesidad del «no reconocimiento» de personalidad jurídica a las sociedades constituidas en paraísos fiscales para intervenir en el tráfico mercantil español.

Desde hace más de diez años, la Unión Europea viene tratando de ponerse de acuerdo en esta materia y no acaba de conseguirlo, probablemente porque son muchos los intereses creados por algunos países miembros. Ello revela que interesa más el negocio que la transparencia, percibiéndose el doble rasero según interese al actor que intervenga.

La propuesta de derogar el secreto bancario y establecer una norma vinculante para todas las entidades financieras establecidas en Europa que obligue a facilitar a las Administraciones Públicas toda la información respecto de sus clientes, cualquiera que sea el país en el que operen directamente o a través de filiales (de Podemos), es una medida de especial interés que iría unida al establecimiento de sanciones por infracciones muy graves para las entidades y jurisdicciones que no colaboren y a la obligatoriedad para todas las empresas multinacionales y sus filiales de rendir cuentas de sus actividades en términos globales y desglosadas por países.

8. Falta de controles y opacidad: la transparencia debe ser la regla en todos los ámbitos, especialmente en la Administración de Justicia

8. Falta de controles y opacidad: la transparencia debe ser la regla en todos los ámbitos, especialmente en la Administración de Justicia

Como hemos podido comprobar a lo largo de esta obra, los diferentes casos han sido una amalgama de iniciativas privadas y públicas, de políticos sin escrúpulos y de delincuentes más o menos profesionales, sofisticados o zafios, por lo que puede decirse que los controles o no han existido o han sido indebidamente omitidos. Resulta urgente poner en práctica medidas proactivas que abran las puertas y las cuentas del Estado en todos sus estamentos a los ciudadanos a través de mecanismos informáticos, de modo que todos sepan qué se está haciendo y cómo se financia el funcionamiento de aquél. Existen medios que ya se han puesto en marcha en otros lugares y que han sido efectivos para rebajar el índice de corrupción.

El Índice de Percepción de la Corrupción 2013 de Transparencia Internacional advierte de que el abuso de poder, los acuerdos clandestinos y el soborno continúan devastando a sociedades en todo el mundo. Más de dos tercios de los 177 países incluidos obtuvieron una puntuación inferior a 50, en una escala de 0 (percepción de altos niveles de corrupción) a 100 (percepción de muy bajos niveles de corrupción).

En este índice, Dinamarca y Nueva Zelanda comparten el primer lugar como los países con un índice más bajo de percepción de la corrupción, con una puntuación de 91, mientras que Afganistán, Corea del Norte y Somalia ostentan los índices más elevados de corrupción. España ocupa un lugar intermedio, el cuadragésimo puesto, con una puntuación de 59. Este informe revela que en España existe la percepción de que la corrupción ha disminuido a lo largo del último año (2012-2013). Discrepo de esta afirmación, pues pienso que actualmente la preocupación real por la corrupción ha aumentado. Según el CIS, sigue siendo el segundo tema de preocupación después del paro.

En el ámbito de la corrupción pública, nuestro país muestra un índice muy bajo respecto a los ciudadanos que han pagado un soborno en el último año, menos de un 5 por ciento. Lo que sí llama la atención es el elevado porcentaje (66 por ciento) de ciudadanos que en nuestro país estiman que las decisiones de las Administraciones Públicas dependen de las relaciones de poder y/o los contactos, lo que nos sitúa a la cola de los países de la OCDE (ocupamos el puesto 24 de un total de 28). En general, y también en nuestro país, los partidos políticos son vistos como la institución más corrupta.

Por su parte, el Global Competitiveness Report 2014-2015, publicado en septiembre de 2014, ratifica lo que vienen mostrando los indicadores del CIS y los informes de Transparencia Internacional. España tiene un grave problema de corrupción. Sigue manteniéndose en el puesto 35 de los 164 países que se analizan en el informe, pero suspendemos en muchos de los aspectos que se estudian. Se trata de un puesto inaceptable dada la supuesta posición de España entre los países líderes y dado su tamaño. Pero es que en cuanto a los índices de «corrupción» nos encontramos en el vergonzoso puesto número 80 de los 164.

España obtiene un 2,2 sobre 7 en el indicador de «confianza de los ciudadanos en los políticos», y en el apartado relativo a «pagos irregulares y sobornos en contratos públicos y licencias» obtenemos un 2,9 sobre 7, otro suspenso. Pero es que suspendemos también en «ética y corrupción», «protección a la propiedad intelectual», «independencia de la Justicia», «despilfarro en el gasto público», «calidad del sistema educativo», «relación entre salarios y productividad», «políticas de contratación y despido» o «retención del talento». Los datos son especialmente preocupantes, y son la muestra de una sociedad y un sistema deficitarios y necesitados de un cambio de actitud profundo y definitivo. Según el Estudio sobre las diferencias regionales de la calidad gubernativa en la Unión Europea del año 2012 a escala nacional, España se sitúa en el puesto número 13 de los 27 estados miembros[25].

La transparencia contribuye a la rendición de cuentas y frena la corrupción, y es clave para que las Administraciones Públicas se sientan escrutadas. Cualquier ciudadano debe tener acceso a todos los contratos públicos, así como a todas las adjudicaciones y todas las actas de reuniones. Cualquier documento que describa el Gobierno local o estatal debe estar a disposición de los ciudadanos, del contribuyente, de aquel que financia el sistema, del dueño al fin y al cabo de todas las instituciones y del dinero público: el pueblo. Todas las fundaciones, partidos u otros organismos que reciben subvenciones públicas deben ser totalmente transparentes. Se debe recuperar la idea del «servicio público» en las Administraciones del Estado, la idea de que cualquier céntimo de euro que salga del contribuyente debe ser respetado, declarado y justificado, siendo las Administraciones simples mediadoras para el bien común, no una caja de ahorros en la que se pueda meter la mano libremente (regulación transparente de los contratos con prohibición de fraccionamiento injustificado de los contratos; regulación de la publicidad institucional, del régimen de subvenciones públicas y de todos los documentos relativos a los procedimientos y decisiones de contratación y de urbanismo; declaración explícita de conflicto de intereses en cada modificación urbanística de todo aquel que participe en el proceso; depósito de declaraciones de bienes de los componentes de la Administración Pública; creación de un registro público de recalificaciones; incorporación en los expedientes urbanísticos de la historia registral de las transacciones que sobre los suelos afectados se hayan realizado en los diez años anteriores; dedicaciones exclusivas; web informativas, etc.)[26].

Sin embargo, la transparencia que se pretende en algunas formaciones políticas nuevas, surgidas de iniciativas ciudadanas, no son las normas habituales de los partidos tradicionales o de las Administraciones, o al menos no lo han sido hasta ahora[27]. Existen demasiados espacios opacos por los que la transparencia se esfuma, pero quizá el caso más grave sea el que se refiere a la Administración de Justicia. Se ve a menudo como el juez o magistrado se relaciona con las partes y con los organismos públicos y privados, y acepta reconocimientos o presentes y remuneraciones por trabajos conciliados de forma más que discutible. Todas estas costumbres, que carecen de regulación, emponzoñan de forma evidente la imparcialidad de los que son administradores y responsables de impartir justicia. Y esto se produce especialmente en sus más altas esferas, lo que es bastante más preocupante. El CGPJ no ha considerado aún entrar a fondo en este problema, «pero cuando lo haga, deberá ser con unos mecanismos que sean validados por la ciudadanía y no por los intereses corporativos de unos o de otros»[28].

Se debería así completar un código ético, ya anunciado por el CGPJ, «con normas que garanticen la transparencia a través de mecanismos de control y participación ciudadana que alejen cualquier duda o sospecha de corrupción»[29]. Además, es necesario defender la absoluta transparencia de todas las actividades de los tribunales, instituciones y sus integrantes, respecto de sus actividades internas y respecto de aquellas que los relacionan con el resto de los poderes e instituciones. Por supuesto, como he manifestado en distintas ocasiones, es necesaria una regulación que prohíba e impida la cooperación, intervención o colaboración de los miembros de la judicatura «en iniciativas con financiación privada y en determinadas iniciativas públicas»[30]. Ello debe ir acompañado «del establecimiento de mecanismos y protocolos de conocimiento público que permitan a los abogados o a los litigantes hacer averiguaciones acerca de las decisiones que les parecen haberse demorado indebidamente»[31].

Uno de los pilares del paquete de medidas debería ser una Ley de Transparencia efectiva, porque la vigente, propuesta y aprobada por el Gobierno de Mariano Rajoy, presenta numerosas lagunas y problemas[32]. En primer lugar, la ley no incluye un concepto de transparencia abierto «por defecto», ya que permite que se pueda denegar el acceso a información pública por muchas causas, como los intereses económicos o la seguridad del Estado, conceptos demasiado amplios y difusos, que pueden tener como resultado un uso arbitrario de la información que se les debe a los ciudadanos, como viene ocurriendo hasta ahora. Es también altamente criticable el silencio administrativo que impone una conducta activa al ciudadano para ejercer su derecho a la información; es decir, si la Administración no responde a su petición, su única oportunidad es acudir a los juzgados contencioso-administrativos, en los que se debe pagar a un abogado y abonar las tasas correspondientes.

La ley prevé, además, sanciones a políticos y funcionarios infractores, por lo que estamos de nuevo ante el mismo y conocido problema: no se trata de la falta de medidas, sino de la falta de su efectiva aplicación. Y la sanción y reparación —nos guste o no— son una parte ineludible para la eficacia de cualquier ley. En todos los casos, el corrupto es conocedor de que su actitud es ilegal, dañina y contaminante, por lo que la mera imposición de medidas sin sanción, como hemos visto hasta ahora, no es efectiva.

Además, el organismo encargado de gestionar las peticiones de acceso, el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, adolece desde su nacimiento de un déficit de independencia, porque lo nombra el Gobierno. En cuanto los periodistas soliciten datos que puedan ser calificados como «peligrosos» para determinados intereses, lo más probable es que se rechacen estas peticiones, y también los recursos que se puedan interponer contra esta decisión.

Asimismo, la publicación del patrimonio de las Administraciones Públicas se ciñe sólo a los bienes inmuebles, y por lo tanto deja fuera la mayor parte del patrimonio de la Administración en concepto de bienes muebles, derechos y demás.

A pesar del Portal de Transparencia, los ciudadanos siguen sin tener acceso a una información completa sobre empresas públicas, instituciones del Estado y órganos reguladores. Insisto en la opacidad del Tribunal de Cuentas, que paradójicamente es el órgano con la misión de controlar las cuentas de los partidos políticos, de los sindicatos y de todo ente de la esfera pública. Es inadmisible el «carácter reservado» de las actas de los consejos de gobierno del Banco de España, que podrían explicarnos, por ejemplo, si hubo o no conciencia en ese órgano de que la salida a bolsa de Bankia constituía un fraude de carácter masivo. O podría hablar de la opacidad sobre los expedientes que investiga la Comisión Nacional del Mercado de Valores, los plazos que maneja o las sanciones que, como ya he dicho, carecen de la entidad suficiente para tener un efecto disuasorio para las empresas que se saltan las normas.

9. Existencia de injerencias y otros intereses que el público ignora: garantía de una total independencia del Poder Judicial

9. Existencia de injerencias y otros intereses que el público ignora: garantía de una total independencia del Poder Judicial

La independencia judicial en el ejercicio de la función jurisdiccional es un principio fundamental para la Administración de Justicia en la totalidad de su concepto y para el correcto funcionamiento del Estado de derecho, y tiene por función asegurar la no injerencia de otros sujetos (poderes del Estado, CGPJ o jueces de instancias superiores) en el desarrollo del trabajo del juzgador, salvo a través de un sistema de control jurisdiccional preestablecido por la ley. Vista así, la independencia judicial es responsabilidad de todos aquellos que influyen en la administración de la justicia, pero sobre todo «debe ser el primer valor que el propio juez defienda»[33]. Esta independencia asegura la imparcialidad del juez, es decir, su autonomía real e inasequible al control de cualquier otro propósito que no sea la impartición de justicia.

Si este compromiso y asunción de responsabilidad no existen, el juez pierde el referente de justicia que se le presume, siendo vulnerable a cualquier tipo de injerencia, a la acción intrusiva de las partes, a la dependencia de cualquier actor interno o externo (sobre todo por parte de aquellos que detentan el poder) con interés en una determinada resolución. Es su responsabilidad legal, ética y propia de su cargo como garante de la justicia; es el juez el que debe garantizar la inviolabilidad de los derechos de los ciudadanos y ciudadanas frente a cualquier otro interés, de forma contundente y sin excepciones ni irregularidades. Su impartición de justicia debe regirse por una interpretación integral, universalista y respetuosa del principio de legalidad.

A pesar de que la independencia esté garantizada en la Constitución y en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, su protección se basa fundamentalmente en sanciones a posteriori y no en mecanismos de prevención que garanticen su efectividad desde el comienzo. Las dudas sobre esa integridad provocan que la ciudadanía deje de creer en la Administración de Justicia. De hecho, según los informes de la Unión Europea, la Justicia española se encuentra entre las consideradas menos independientes de la Unión Europea por parte de empresarios de todos los sectores[34]. Sin perjuicio de las matizaciones que se puedan hacer y del momento en el que se realicen, lo cierto es que «un país sin una justicia independiente, irremediablemente es un país sin valores y por ende está abocado al desastre social y democrático, entronizándose la impunidad en los más diversos sectores»[35].

Y, desde luego, no es de extrañar que esta valoración se produzca después del espectáculo permanente que ofrecen la mayoría de los órganos de la Justicia española en el día a día, más atentos a la promoción y a la colocación política mediante el mercadeo de puestos de relevancia judicial, otorgados, directa o indirectamente, por los partidos políticos en función de sus intereses particulares y para garantizarse así la máxima influencia en sus posiciones y cotas de poder, que al que debería ser el único objetivo de una justicia responsable e independiente, garantizar íntegramente la protección de los derechos de los ciudadanos que acudan en demanda de respuestas de la Justicia.

En este sentido, mis propuestas van encaminadas a una mejora de la independencia del Tribunal Constitucional (TC), del Tribunal Supremo (TS) y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), aunque éste sea un órgano de gobierno y no jurisdiccional. Los miembros del TC y del CGPJ son elegidos por las Cortes, lo que, si no se establecen los correctores adecuados, podría contribuir a secuestrar la independencia judicial que se les debe exigir. Por ejemplo, con demasiada frecuencia el CGPJ se ha negado a dar protección a jueces que han visto amenazada su independencia ante ataques nada convencionales contra la misma. La historia reciente demuestra el anquilosamiento de las altas estructuras de la Administración de Justicia en demasiados casos (los últimos, por ejemplo, negándose a apoyar las críticas al Gobierno por su injerencia en decisiones judiciales relacionadas con el terrorismo de ETA).

Si nos referimos al TS, es aún más grave por cuanto sus miembros, sin perjuicio de las excepciones que existan, parecen sujetos por unos lazos invisibles, pero reales, de arbitrariedad y parcialidad terriblemente previsibles, algo que difícilmente casa bien con la idea de una Administración de Justicia independiente del resto de los poderes del Estado. Pero es que si se realizara una simple investigación de los vínculos que existen entre los miembros del TC y el Poder Ejecutivo, o de aquél con el Legislativo o con otros órdenes o sectores, estoy seguro de que encontraríamos suficientes indicios de contaminación.

En este sentido, las soluciones no son complejas ni requieren una técnica jurídica especial, por lo que si no se han aplicado ha sido por falta de interés. Los candidatos a cubrir una plaza en el TC, como los que optan a cualquier otra plaza del servicio público, tendrían que someterse a un proceso de selección público conforme a criterios de transparencia, mérito y capacidad profesional, por los dos tercios de las dos cámaras legislativas, después de un examen de méritos en el que deberán participar los ciudadanos a través del correspondiente mecanismo o consejo de participación ciudadana; el proceso será público, con sesiones abiertas en las que contesten a las cuestiones planteadas. Los candidatos podrán ser propuestos por la Academia, el Poder Judicial o un volumen de ciudadanos no inferior a cien mil personas mayores de edad, y deberán aportar su declaración patrimonial, que se examinará antes y después del ejercicio de su función.

Como queda constatado tras la lectura de la doctrina jurisprudencial del TS, en sus filas no siempre se encuentran los mejores ni los más solventes, sino los más dúctiles o reaccionarios en un momento determinado. La elección de los magistrados y jueces que lo conforman debería realizarse del mismo modo descrito anteriormente para el caso del TC, y además limitar en el tiempo el ejercicio de los cargos, como ya ocurre en la Corte Penal Internacional (nueve años) o en el mismo TC. La responsabilidad de sus miembros —hoy son sometidos a juicio por una sala del mismo TS— debería quedar regulada de forma que se limite al máximo el corporativismo entre sus miembros y que no ofrezcan dudas la objetividad de los procesos y la ecuanimidad de las decisiones, que a veces están amparadas por la impunidad. Una reflexión sobre el juicio por jurado en estos casos sería muy oportuna.

La forma de elección de los vocales del CGPJ no está exenta de crítica, e incluso de escándalo, debido a la fórmula de selección de los candidatos, en la que no priman los criterios de mérito estricto, sino el vínculo político o la adscripción ideológica en la mayoría de los casos. La distribución de los cargos se hace por lista negociada, acomodación o para que alguien no quede «descolgado». Los favores, la oportunidad o la conveniencia, además del cálculo y los equilibrios para el futuro control, se ponen sobre la mesa al modo en que se procede con el Parlamento, el Gobierno, el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional o el Tribunal de Cuentas. No hay un examen serio, creíble y con escrutinio público. Todo es opacidad y secretismo, quedando marginado el interés del servicio público o de la propia participación ciudadana. Uno se queda con la amarga sensación de que la promiscuidad política es absoluta; no hay ninguna barrera entre los distintos órganos del Estado, por lo que se puede deambular pacíficamente entre uno y otro sin ser compelido en modo alguno. Es notoriamente grave para la credibilidad democrática del órgano que el CGPJ, desde su creación por ley orgánica en 1980, haya sido objeto de desconfianza en cuanto a la elección de sus miembros y haya puesto de manifiesto la convicción de que siempre se procede con el ánimo de controlar a la Justicia a través de su órgano de gobierno. Es decir, exactamente lo contrario de lo que debería ser. En los debates se discute si sus miembros deberían ser elegidos por el Parlamento o bien por los propios jueces. No soy partidario de fórmulas corporativas judiciales para la elección de los vocales del CGPJ, puesto que la independencia del mismo reside en su mayor o menor democratización y en su sometimiento a la vigilancia de aquellos para quienes administra justicia, los ciudadanos.

Es por ello que me parece exigible, conforme a la función y finalidad que representa este órgano y como forma de legitimación constante ante la ciudadanía, que los veinte vocales del CGPJ sean nombrados por los propios ciudadanos. De este modo, el organismo se configuraría como un órgano de gobierno no sólo de y para los jueces, sino para todos los actores y afectados por el servicio de la justicia, adquiriendo competencias ahora atribuidas al Ministerio de Justicia y volviéndose aún más independiente del Poder Ejecutivo.

10. Garantizar una justicia ágil y eficaz

10. Garantizar una justicia ágil y eficaz

Desde luego, tan importante como la independencia del Poder Judicial lo es su efectividad y eficiencia, característica indispensable para la garantía del respeto al debido proceso y la seguridad jurídica núcleo de la garantía del Estado de derecho, e imprescindible para planificar y ejecutar las inversiones de iniciativa privada y el crédito (mercantil y financiero) internacional.

En lo que se refiere a la duración de los procedimientos, «España resuelve los litigios con un año de promedio, superando a países como Francia o Finlandia. Sin embargo, en número de casos pendientes, la cifra es de casi tres por cada 100 habitantes en primera instancia. Sólo registran peores resultados Italia, Croacia, Grecia, Portugal y Eslovaquia»[36].

Con el objetivo de descargar al Poder Judicial, dado que en la mayoría de los casos su lentitud se debe a una sobrecarga de los juzgados, sería conveniente la promoción de medios alternativos de justicia, como la mediación, la conciliación y el arbitraje. Pero es también necesario abordar todas aquellas condiciones que provocan una demora en los procesos y, por tanto, cargan el sistema judicial afectando a su eficacia y rapidez. Habría que penalizar las conductas procesales claramente temerarias y meramente dilatorias, y aumentar el número de jueces, ya que la proporción de jueces por cada mil ciudadanos en España sigue siendo de las más bajas de Europa.

Por supuesto, la adaptación de la Administración (no sólo la de Justicia) a las nuevas tecnologías es vital no sólo para este propósito, sino también para facilitar los contactos entre los tribunales y los ciudadanos y solventar las enormes pérdidas de tiempo material y de recursos humanos que existen. Sería conveniente la creación de una base de datos centralizada que pueda ser consultada por parte de la ciudadanía, lo que además aportaría transparencia en el sistema de justicia. Ello conlleva una necesaria digitalización documental y la elaboración de un registro informático centralizado y conectado con el resto de los poderes judiciales y policiales de los estados miembros de la Unión Europea, respondiendo a la necesidad de una Justicia cada vez más integrada. Se debe, además, garantizar la intercomunicación de las bases de datos judiciales entre tribunales y juzgados, con las reservas que exija el tipo de procedimiento afectado, la comunicación e intercambio de información entre los juzgados de las distintas Comunidades Autónomas, y la instauración de un sistema de transmisión telemática de notificaciones.

Esta adaptación debe realizarse, evidentemente, con una inversión adecuada en recursos (humanos, económicos y de medios), y en estos momentos España se encuentra en el furgón de cola de la UE en este sentido. España dispone de 11 jueces por cada 100 000 habitantes, una cifra que es sensiblemente inferior a la media de la Unión. Si nos fijamos en el presupuesto, España invertía 25 euros por habitante en el año 2012, una cifra muy inferior a la que invertía en 2010, cuando invertía 90 euros por persona. La Administración de Justicia no puede permanecer impasible ante estos cambios; un mismo volumen de trabajo acompañado de menos recursos conduce inevitablemente al sobreesfuerzo, al riesgo y a la falta de calidad en los resultados[37].

11. Responsabilidad judicial

11. Responsabilidad judicial

La responsabilidad añade la convicción en los jueces, conocedores de su relevante posición en la sociedad y del valor de su misión, de la mayor diligencia en su obligación de proteger los derechos de los ciudadanos al aplicar las leyes con la prudencia y equidad que les corresponde. Este concepto implica que los operadores judiciales deberán emplear todos y cada uno de los instrumentos y mecanismos nacionales e internacionales disponibles y, con ellos, garantizar, o al menos procurar, que la agresión o vulneración no se vuelva a repetir. Es decir, la no repetición como meta ideal y posible.

Hoy en día, el ingreso en la función judicial se produce a través de una serie de exámenes en unas oposiciones que garantizan la capacidad memorística del futuro juez. Resulta imposible que la responsabilidad del juez se pueda garantizar mediante ese proceso «objetivo» de selección, pero sí se puede fomentar promocionando el conocimiento de los derechos humanos o del derecho internacional, materias en las que falta incidencia en la preparación del juez. De hecho, la UE denuncia una escasa formación de los jueces españoles en materia de derecho de la UE o en derecho de otros estados miembros, así como en actividades de formación continua. Por tanto, deberían incluirse estas materias en los programas de formación de los nuevos jueces, con especial hincapié en la aplicación práctica de ese derecho en el trabajo corriente del juez y en que, además, esta formación no se abandone a lo largo de la carrera judicial, introduciendo programas de reciclaje para asegurar una aplicación coherente y sólida del derecho y la justicia. En el modelo de examen no sólo debe primar la memorística (sobrevalorada en un contexto en el que la información está al alcance de todos), sino que deben atenderse otras aptitudes (mediante tests psicotécnicos, por ejemplo).

12. Garantía de imparcialidad

12. Garantía de imparcialidad

La imparcialidad es un presupuesto sin el que no puede existir la justicia e implica la inexistencia de cualquier tipo de vínculo entre el juez encargado de impartirla y las partes que la reciben o el objeto del proceso. Debe ser un valor objetivamente constatable que garantice la confianza de las partes y de la sociedad en la labor judicial.

En España existe la sensación (fundada en muchos casos) de que la justicia no es igual para todos, lo que implica necesariamente una falta de fe en la imparcialidad judicial. Como mencionaba anteriormente, en la elección de determinados cargos judiciales influye más la afiliación ideológica del postulante, su actividad con respecto a determinadas corporaciones económicas, políticas o sociales, que su preparación concreta para el cargo que va a desempeñar.

Es cierto que en nuestro país se garantiza constitucionalmente la imparcialidad de los jueces y magistrados, mediante el derecho al debido proceso y la disociación entre la instrucción y el juicio de la causa y la doble instancia mediante la apelación (en algunos casos ésta aún no se ha generalizado, contrariamente a lo que exigen los tratados y convenios y la doctrina de los tribunales de derechos humanos). Además, cada operador de la justicia cuenta con el instrumento legal de la abstención para evitar que sus sentimientos influyan en su rectitud, ecuanimidad y objetividad. En este caso, la ley prevé la abstención como un deber jurídico, y su quebrantamiento es sancionado con la máxima sanción disciplinaria, como falta muy grave. Los afectados en el proceso concreto disponen de la recusación, por la cual se puede solicitar el cese del juez que conoce una causa por existir alguna circunstancia que pone en duda su imparcialidad.

Como podemos observar, la imparcialidad depende en alto grado de la responsabilidad y ética que profesen los jueces. El Consejo Económico y Social de la ONU instó ya en 2006 a los estados a la elaboración de un «código ético» que incluya las normas que deben prevalecer a la hora de cumplir con las exigencias de imparcialidad[38]. El CGPJ ya ha comenzado su redacción. Esperemos que no se quede en una mera declaración de principios.

13. Corrupción y crimen organizado: la necesaria coordinación internacional

13. Corrupción y crimen organizado: la necesaria coordinación internacional

Crimen organizado y corrupción van de la mano. Para el primero, la segunda es el instrumento adecuado para poder penetrar en las estructuras sociales, económicas y políticas, y desarrollar cómodamente sus ilícitas actuaciones dentro de un margen aceptable de impunidad. Véase el caso de la familia Pujol, cuyas presuntas actividades ilícitas se enmarcan a lo largo y ancho del mundo según las investigaciones judiciales y periodísticas que se adelantan en este momento. Y si las actividades delictivas cada vez tienen más desarrollo internacional, porque transnacional es el ámbito de las operaciones financieras o de tráfico ilícito (armas, drogas, blanqueo, etc.) o la «protección legal» de los beneficios que realizan, «resulta obvio que la respuesta que se elabore ha de tener un alcance equivalente al fenómeno que se pretende combatir, que aglutine la respuesta diversa pero global y en una misma dirección de los diferentes estados, conscientes de que nos hallamos frente a un fenómeno que día a día extiende sus tentáculos, aprovechando todas las medidas legales para facilitar el libre comercio, libre circulación de mercancías y de personas y afectando a todo tipo de instituciones con el riesgo de instaurarse en las estructuras de las mismas en forma larvada pero definitiva»[39].

14. Diligencia de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado

14. Diligencia de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado

Toda propuesta para combatir la corrupción debe ir acompañada de la dotación de una capacidad real de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado para que puedan investigar los hechos. Precisamente, una de las mayores dificultades de estos delitos, en comparación con otros, es la obtención de pruebas. La corrupción y el crimen organizado son la profesionalización de la evasión del control del Estado, por lo que la capacidad y la preparación son esenciales a la hora de suplir las carencias que atañen a estas investigaciones. Por supuesto, todo ello debe ir acompañado de una actitud diligente y proactiva de los investigadores, sin que ésta pueda ser coartada por aquellos que precisamente dirigen las tramas corruptivas.

Para la preparación de la policía existen numerosas medidas, pero dada la envergadura del problema, propongo la creación de una o varias brigadas policiales con suficiente preparación para dedicarse exclusivamente a la investigación de la corrupción, dependiendo exclusivamente de los jueces y del Ministerio Fiscal.

15. Sistema de incompatibilidades

15. Sistema de incompatibilidades

El principio regulador del sistema de incompatibilidades actual está expuesto en la ley de 1984 que establece la obligación de los administradores de justicia de «respetar el ejercicio de actividades privadas que puedan impedir o menoscabar el estricto cumplimiento de sus deberes o comprometer su imparcialidad o independencia». La aplicación práctica muestra, sin embargo, serias insuficiencias y carencias, teniendo un alcance muy limitado. No son ajenos a nadie los escándalos que manchan la independencia y respetabilidad de ciertas instituciones públicas y la rampante corrupción materializada en cientos de casos que merman la confianza de la sociedad en la política e incluso en la justicia. Por ello, el sistema de incompatibilidades debe acomodarse a las necesidades actuales, cuando la desconfianza en las formaciones políticas y sus dirigentes se ha convertido en una realidad tan incontestable como preocupante. La clave está en el cambio de paradigma de lo que la política es y debe ser en una democracia.

Para acabar con un sistema tradicionalmente descarado y bien arraigado en España, en el que la cadena de favores ha sido la norma, se deben establecer normas rígidas en las que se especifiquen las incompatibilidades no sólo económicas, sino también familiares, en los casos en los que pueda haber conflicto de intereses, sancionándose de forma radical el nepotismo. En este sentido, ninguno de los partidos políticos incluye medida alguna, tan sólo la misma literatura a la que nos tienen acostumbrados. Es urgente por tanto la creación de un sistema de incompatibilidades concreto, holístico y rígido que incluya a todas las instituciones, pero sobre todo al sistema judicial y al político. Estas medidas, como ya he dicho, deben venir acompañadas de una transparencia radical en la actuación y la formulación de decisiones y en la publicación de los bienes de los afectados y sus familiares inmediatos, mediante una auditoría al principio y al final de los mandatos de los cargos judiciales y políticos. La regulación de los salarios y del sueldo máximo para todo cargo público y de unos baremos determinados en función de la responsabilidad; la eliminación de los complementos; la justificación y regulación transparente de los gastos; la fiscalización de los mismos y de la ejecución de los trabajos a los que se aplican, o la eliminación de los planes de pensiones privados u otras prestaciones otorgadas por el hecho de ser cargo público y que sean pagados con cargo a los presupuestos de cualquier institución pública, como propone el Grupo Mixto del Parlamento, son medidas terapéuticas necesarias, pero insuficientes, para atajar la deriva de la corrupción.

Además, se precisa un cambio radical de mentalidad sobre lo que debe ser el ejercicio de la función pública como servicio para toda la ciudadanía y no como mecanismo de aprovechamiento personal o corporativo. Los criterios de transparencia deben regir en toda la Administración e instituciones públicas, máxime cuando se refieren a relaciones con entidades y corporaciones privadas que puedan tener intereses en el ámbito de competencia de la institución y el cargo afectados. Los regalos, ofrecimientos, deferencias, invitaciones por representación y otros beneficios que se despliegan con fines ajenos a la propia función transparente del organismo afectado, deben ser erradicados. Cualquier obsequio que pase de un valor simbólico debe ser entregado a la institución, después de que pase la debida inspección por el organismo de vigilancia competente.

Algunas propuestas pueden ser muy convenientes. Así, las relacionadas con la regulación de un sistema de dedicación absoluta y de incompatibilidades de todos los altos cargos de gobierno municipales, así como de los miembros de las comisiones provinciales y autonómicas de urbanismo, en relación con las responsabilidades empresariales o profesionales de nivel directivo vinculadas al sector de la construcción y el urbanismo; la creación del Estatuto de los Representantes Locales, en el que se regulen sus derechos y deberes, garantizando que los concejales que se encuentren en la oposición puedan ejercer sus funciones de fiscalización y control de los contratos y adjudicaciones municipales; la extensión del Régimen de Incompatibilidades a los diputados y senadores para dotar de mayor efectividad al marco jurídico vigente en materia de incompatibilidades y conflicto de intereses de miembros del Gobierno, de altos cargos de la Administración y demás cargos públicos, para garantizar la separación entre las actividades privadas y las públicas, y para que ejerzan sus funciones oficiales en régimen de dedicación exclusiva.

De una vez por todas, se ha de conseguir que la función pública quede dignificada y que su ejercicio se asuma como propio, con la dedicación que, como parte de una sociedad, nos corresponde y sin recibir nada a cambio (con independencia de la retribución justa que corresponda). La percepción de cantidades suplementarias por los funcionarios y autoridades a cambio de su presencia o de un conocimiento surgido no tanto de su valía como persona como adquirido en el ejercicio del cargo, no debe ser utilizada en beneficio propio sino del organismo representado. Por ejemplo, en la Corte Penal Internacional cualquier persona que trabaje en ella, desde los jueces y fiscales hasta el último experto, no cobra remuneración alguna por cursos, conferencias, participaciones científicas, etc. Todo lo que por esos conceptos corresponda va al fondo común de la corte y para finalidades propias de la misma. En España, como ya he puesto de manifiesto antes, es vergonzoso ver como bufetes de abogados, fundaciones, sociedades, empresas y lobbies contratan a jueces, fiscales, políticos y altos funcionarios, a los que «compran» con remuneraciones que muchas veces reciben de forma opaca o en especie (vacaciones, viajes de familiares, programas de entretenimiento en congresos pagados por corporaciones interesadas, etc.).

Es decir, mientras todas estas «pequeñas cosas» no se corrijan y se erradiquen, las mentalidades no cambiarán, el aprovechamiento personal y tramposo estará presente, y cualquier medida anticorrupción fracasará.

16. El Ministerio Fiscal: el fiscal investigador y el juez garante del debido proceso

16. El Ministerio Fiscal: el fiscal investigador y el juez garante del debido proceso

«Desde hace décadas, venimos debatiéndonos acerca de cuál deba ser el modelo a seguir en el ejercicio de la acción penal y cuál debe ser el órgano instructor del proceso penal. España es uno de los pocos países que se resiste a perder el modelo inquisitivo, manteniendo al juez de instrucción como el responsable de la investigación penal a la vez que garante de los derechos de los justiciables. Sistemáticamente se ha sostenido que este modelo ofrece muchas más garantías que el que representaría un fiscal investigador»[40].

Las recriminaciones de los que quieren mantener la figura del juez como encargado de la investigación por su independencia e imparcialidad, olvidan que es muy difícil que éste mantenga esa cualidad en un sistema en el que su propia configuración lleva al juez a acabar la instrucción con carácter incriminatorio en la gran mayoría de los casos. Es decir, por su propia seguridad, la tesis inculpatoria es la que triunfará siempre, mientras que las garantías de imparcialidad quedarán bastante maltrechas. Sin embargo, un Ministerio Fiscal verdaderamente autónomo e independiente del Gobierno sería la verdadera garantía para la imparcialidad de una justicia del siglo XXI.

El Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal propone que la instrucción del caso sea competencia del Ministerio Fiscal eliminando esa facultad del juez de instrucción, pero se olvida de resolver aquella falta de independencia, al menos en su cúspide, del Ministerio Fiscal. En este sentido, la misión del fiscal es la promoción de la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales y procurar ante éstos la satisfacción del interés social. Al ser elegido el fiscal general por el Poder Ejecutivo y depender su duración de la del gobierno de turno (cada cuatro años o menos si cesa antes), su independencia e imparcialidad son difícilmente constatables de forma objetiva. Además, siendo el Ministerio Fiscal una institución jerárquica, las decisiones de los fiscales están inevitablemente influidas por las decisiones que tome el fiscal general, que a su vez ha sido elegido por el Poder Ejecutivo. Mecanismos como el Consejo Fiscal, que debe ganar en autonomía e imparcialidad, o la Junta de Fiscales de Sala tienen alcance meramente consultivo, y las posibilidades de oponerse a órdenes ilícitas o controvertibles, jerárquicamente impartidas, por parte de los y las fiscales son escasas y, aunque amparadas por el Estatuto del Ministerio Fiscal, rara vez se utilizan. En esas ocasiones, se trata de actitudes heroicas que llevan a quien las adopta (normalmente los mejores) a la marginación orgánica y funcional, a la presión, la persecución y el «ajuste de cuentas» por no cumplir las órdenes o simplemente por considerárseles díscolos en una estructura oficial jerarquizada, implacable. Todo esto resulta bastante paradójico teniendo en cuenta, como he mencionado en primer lugar, que es precisamente el Ministerio Fiscal el encargado de velar por la legalidad.

El actual ordenamiento jurídico español y los cambios propuestos por el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal ofrecen escasos preceptos que garanticen la absoluta independencia de un ministerio público encargado de dirigir la investigación de procesos judiciales. Es necesaria una armonización entre el proyecto y la actual estructura del Ministerio Fiscal que implique una garantía de independencia e imparcialidad a lo largo de la instrucción de un caso. Urge diseñar un paquete de reformas que ubique la posición de la fiscalía en el contexto judicial y político, quedando ésta plenamente desvinculada del Poder Ejecutivo.

En función de lo expuesto, el cambio necesario se basa en dos ideas principales, la reestructuración de la función y composición del Ministerio Fiscal, pasando éste a asumir la instrucción del proceso judicial y limitando la función del juez a la de garante del debido proceso, y el refuerzo de la independencia y despolitización del Ministerio Fiscal respecto del Poder Ejecutivo.

La designación del fiscal general debe realizarse ante las cámaras legislativas, defendiendo su trayectoria personal y profesional y un programa de actividades, y su nueva función y sus responsabilidades deben regularse mediante un estatuto que garantice la autonomía y la independencia en la adopción de sus decisiones, con un sistema preestablecido de obligaciones, responsabilidades y causas de cese.

17. Una fiscalía especial anticorrupción

17. Una fiscalía especial anticorrupción

Una fiscalía especial contra la corrupción tiene sentido si su actividad está rodeada de todo un elenco de garantías que impidan toda interferencia del Poder Ejecutivo, directa o indirectamente, en las labores que desarrolle. Una forma de intervención, que tendría que estar vetada, puede reflejarse en el hecho de que sea el fiscal general del Estado el que decida qué asuntos ha de tramitar esta fiscalía y cuáles no (como sucede en la actualidad). Sin una auténtica capacidad de obtención y elaboración de información por parte de esta fiscalía y de las unidades policiales independientes que se integren en la misma, difícilmente podrá desarrollar una labor positiva, que en cualquier caso no podrá verse sometida a control negativo posterior. Es decir, que una vez iniciada una investigación, no podrá abortarse, impedirse o prohibirse por orden superior, con lo cual se ejercería una clara independencia hasta el final.

La introducción de este doble mecanismo de investigación independiente (una fiscalía especial con las garantías mencionadas), con autoridad directa y exclusiva sobre las unidades policiales especializadas, sería una medida de tal calado que, muy probablemente, a largo plazo se constituiría en garantía de limpieza, siempre y cuando dispusieran de la correspondiente dotación presupuestaria, que permitiera desarrollar un programa sistemático de métodos de investigación del fenómeno, estableciendo recursos, prioridades y objetivos, que podrían estar distribuidos por sectores, regiones o clases de Administración (central, autonómica, provincial y municipal) y procurar asimismo las garantías de la actuación frente al organismo administrativo sospechoso de corrupción.

18. Oficina Pro Derechos Humanos y Anticorrupción, para combatir el fenómeno de la corrupción y su asociación al crimen organizado desde el respeto a las garantías y los derechos humanos

18. Oficina Pro Derechos Humanos y Anticorrupción, para combatir el fenómeno de la corrupción y su asociación al crimen organizado desde el respeto a las garantías y los derechos humanos

En el combate de la corrupción deviene primordial propiciar mecanismos efectivos para la reinstauración de los valores democráticos de probidad, ética en la gestión pública y confianza de la sociedad en las instituciones públicas aspectos duramente mermados a lo largo de tantos años de corrupción y fango. Además, este combate debe ir acompañado de una mayor efectividad en la persecución del crimen organizado y sus estructuras, garantizando plenamente los derechos humanos y los mecanismos de control que exige el Estado de derecho.

En este sentido, mi propuesta se materializa en la creación de una Oficina Española Pro Derechos Humanos y Anticorrupción, un órgano cuasijudicial con personalidad jurídica propia e independiente, cuya misión sea precisamente la fiscalización de los miembros y actuaciones de la Administración Pública a todos los niveles —nacional, autonómica y local—, así como del Parlamento. El director de la entidad sería elegido por el Parlamento, a propuesta del Gobierno, por un período de nueve años y tendría la obligación de rendir cuentas a una comisión formada por miembros del Senado y el Congreso. Sus miembros estarían sujetos a un estricto sistema de incompatibilidades. La Oficina podría recibir, de parte de cualquier ciudadano, la denuncia del comportamiento, hechos o conductas que puedan estar relacionadas con la corrupción, el crimen organizado y/o la violación de derechos humanos. Esta denuncia sería una obligación —y en consecuencia, la falta de denuncia podría ser sancionada— para todo funcionario o personal público, miembro de las instituciones del Estado, representantes legales y personal de las empresas, fundaciones y otras corporaciones públicas o privadas que tengan relación con el sector público. Para una plena y eficaz realización de sus funciones la Oficina tendría acceso a cualquier información, dato, documento o registro en poder de las organizaciones públicas y personas físicas o jurídicas públicas o privadas afectadas, siempre que tenga relación con la actuación emprendida y que se respeten los derechos respectivos del afectado.

19. Proteger al denunciante, a los testigos y/o al arrepentido

19. Proteger al denunciante, a los testigos y/o al arrepentido

En diversos capítulos de este libro, he sostenido que un buen número de casos de corrupción aparecen porque alguna persona en la cadena de corrupción decide salir de ella, por razones más o menos loables. Los arrepentidos se enfrentan, con la actual legislación en la mano, al ostracismo social, lo cual dificulta la posibilidad de desenmascarar la trama delictiva. Debería, como también se hace con los comportamientos desleales en el ámbito de la competencia de mercado, regularse el estatuto del denunciante, el testigo protegido y el arrepentido para garantizar no sólo la protección, sino también las condiciones y garantías en las que debe producirse el testimonio o la colaboración.

En este sentido, merece especial atención la campaña «Restarting the Future», que está fraguando una plataforma de asociaciones sin ánimo de lucro para la creación de una cultura anticorrupción en Europa, facilitar el descubrimiento de los casos de corrupción y empoderar a la sociedad civil en su lucha. Su nacimiento obedece a la necesidad de superar la circunscripción de la corrupción y la mafia de un problema nacional, de los estados miembros, a un fenómeno internacional y trasladarlo a la verdadera realidad a la que afecta. La asunción de la lacra de la corrupción como un problema de índole europea y mundial pone en evidencia la necesidad de la actuación en el ámbito de la Unión, como primer peldaño internacional, a través de la promulgación de una regulación efectiva en materia de transparencia e integridad, la protección de los delatores de las tramas de corrupción y, sobre todo, la continuidad de las investigaciones en los hechos revelados.

La creación de un intergrupo en el Parlamento, que ha recibido el apoyo del PSOE, de IU, de UPyD y de ICV (es notoria la ausencia del PP), busca la elaboración de una propuesta de redacción de una directiva europea sobre la denuncia de irregularidades, que proteja a aquellos que deciden denunciar la corrupción, y de garantías de investigación de los hechos que se revelen[41]. Sólo cinco de los veintiocho estados miembros (menos de un 20 por ciento) cuentan con una regulación exhaustiva que proteja a los denunciantes de irregularidades. Un 54 por ciento de los estados miembros tienen una regulación parcial, y, finalmente, un tercio de los estados, entre los que se encuentra España, no tiene ningún tipo de regulación o ésta ofrece una protección y garantías muy débiles. Se pretende asimismo la creación de la figura del fiscal europeo que luche contra la corrupción y el crimen organizado y que investigue quiénes son los beneficiarios de las tramas corruptivas. Esta red, en la que se halla FIBGAR, pretende igualmente garantizar el cumplimiento de la legislación vigente sobre el blanqueo de dinero, reforzar las sanciones penales y, por último, promover la definición de los «ecocrímenes» para resolver el problema de los residuos tóxicos conectado a los crímenes medioambientales[42]. Esta nueva iniciativa, similar a las que iniciamos jueces, fiscales, periodistas, políticos y otros profesionales y la sociedad civil en 1994, 1996, 1997 y 2003, debe ser apoyada y desarrollada hasta hacerla una realidad tangible.

20. Aforamientos

20. Aforamientos

El aforamiento indica una desconfianza hacia el Poder Judicial en la que parece que son más fiables determinados jueces nombrados de diferente forma que otros magistrados profesionales. Se debe promover la eliminación de toda clase de aforamientos en favor de una justicia más igualitaria. Sería una medida que no precisaría de reforma constitucional y que facilitaría un trato equitativo entre todos los ciudadanos. En todo caso, en los supuestos referidos a casos de corrupción, de existir indicios de criminalidad, así apreciados por el juez en una resolución motivada y con mención expresa y definida a la posible participación del afectado, debería producirse la suspensión cautelar, que podría ser impugnada y resuelta sin solución de continuidad en el breve tiempo en el que se fije, y ello con independencia de las medidas o disposiciones del código deontológico que adopte el partido o la institución a la que pertenezca el sujeto.

21. Sistema de financiación de los partidos políticos y los sindicatos

21. Sistema de financiación de los partidos políticos y los sindicatos

La corrupción supone un coste para la economía europea de un 1 por ciento de su PIB. En España la corrupción está fundamentalmente ligada a la financiación de los partidos políticos, por lo que no cabe posible argumentación en contra; las cuentas de los partidos políticos y de los sindicatos deben fiscalizarse. Al final, el combate contra la corrupción en los partidos políticos depende de las propias formaciones, de su voluntad a la hora de adoptar códigos éticos internos y de crear órganos internos de control. Es verdad que España firmó en 2003 la recomendación del Comité de Ministros del Consejo de Europa a los estados miembros relativa a las reglas comunes contra la corrupción en el financiamiento de los partidos políticos y las campañas electorales, pero, más allá de esa firma, España no ha hecho nada por aplicar alguna de dichas recomendaciones. La Ley Orgánica 4/2007 de Financiación de Partidos Políticos, que sustituyó a la anterior de 1987, se supone que da cumplimiento a estas recomendaciones. Esta ley se modificó de nuevo en el año 2012 para reducir el importe de las subvenciones que perciben los partidos políticos para ajustarse aparentemente a la recomendación del Consejo de 2003.

La recomendación señala que los estados deben establecer normas específicas para evitar los conflictos de intereses, garantizar la transparencia de las donaciones evitando las que sean secretas y garantizar la independencia de los partidos políticos para su cumplimiento. En suma, que las donaciones a los partidos políticos deben ser siempre públicas, en particular aquellas que excedan de un cierto límite, que debería establecerse por ley. En cuanto a las donaciones realizadas por personas a los partidos políticos, la recomendación establece que estén registradas en los libros y las cuentas de las entidades jurídicas, y que a los accionistas y miembros individuales de dicha persona jurídica se les informe convenientemente de estas donaciones. Además, los estados tomarán las medidas destinadas a limitar, prohibir o regular de forma estricta las donaciones de personas jurídicas que suministren bienes o servicios de cualquier Administración Pública. También habla de hacer pública la lista de donantes, pues la publicación de información es primordial para garantizar la transparencia de los activos de los partidos políticos. Por último, se prohíben expresamente las donaciones por parte de personas jurídico-públicas, incluyendo entidades relacionadas, directa o indirectamente, con los partidos políticos.

En España existen aún numerosas lagunas con respecto a todas estas medidas, pues los contratistas públicos aún pueden canalizar el pago de dádivas a través de asociaciones o fundaciones políticas, que están exentas de la prohibición general, si bien recientemente se han fijado límites, por fin, a la práctica, de todos conocida, de utilizar las fundaciones próximas o «amigas» como vía de financiación ilícita. En este punto, y como el propio Tribunal de Cuentas —sobre el que sigue planeando la duda de su imparcialidad— indica en su resolución de 2013 ya citada en esta obra, el control debe ser efectivo y exhaustivo. Veremos hasta dónde llega ese planteamiento y cómo se compagina con el amago de investigación que ha propuesto el fiscal de dicho tribunal en diciembre de 2014.

La incorporación de la financiación irregular de los partidos políticos como conducta punible en el Código Penal, así como de otras conductas que desembocan en la misma finalidad, que algunos pedíamos ya en 1994, es bienvenida, aunque haya tardado veintiún años en plantearse seriamente. 2015 es año electoral en España, y por tanto la inflación de propuestas políticas nos puede dejar sin aliento por su volumen y «contundencia». Pero, como dice el refrán, «una cosa es predicar y otra dar trigo». Es decir, hasta donde existe una verdadera voluntad de cumplimiento y desarrollo sostenible de estas medidas y propuestas. Si se habla de pactos, ¿por qué, de una vez por todas, no deciden los diferentes partidos firmar un pacto por el que rija absolutamente la transparencia en todos los ámbitos de la función pública, todas las cuentas comprobables y expuestas a los ciudadanos, todas las aportaciones conocidas, todas las licitaciones sin trampa, control ciudadano de la lucha contra la corrupción y otras similares? A pesar de que esto no sucederá, tengo la esperanza de que la sociedad civil y los nuevos movimientos políticos exijan ese cumplimiento, participando de forma proactiva en el combate contra la corrupción y las formas ilícitas de aprovechamiento de lo público, hasta el punto de que los comportamientos irregulares o delictivos queden expuestos. Es obligación de todos nosotros no permitir que ésta sea, de nuevo, una ocasión perdida. No se nos ofrecen tantas posibilidades para erradicar el mal.

22. Responsabilidad de los medios de comunicación

22. Responsabilidad de los medios de comunicación

Como hemos visto a lo largo de este libro, los medios de comunicación desempeñan un papel clave en la denuncia de los casos de corrupción cuando éstos se quieren ocultar o se pretende arrojar un manto de silencio sobre ellos. Tienen la misión primordial de denunciar la inexistencia de voluntad política, la falta de actuación de la justicia, el ocultamiento interesado, la trampa y la mentira que destilan las corporaciones en sus diferentes tratos con las Administraciones e instituciones públicas, o las conveniencias o supuestas razones de Estado que tan sólo buscan la impunidad personal frente a conductas punibles o éticamente reprochables.

Pero no debe olvidarse que los medios de comunicación no pueden ni aun deben sustituir a los mecanismos del Estado en la investigación y persecución de la corrupción o de cualesquiera otros comportamientos ilícitos, y, por ende, no son los que tienen que juzgar y condenar, asumiendo un papel que no les corresponde y sin las garantías que ofrece el Estado de derecho. La acción nociva de los denominados «juicios paralelos», las campañas pagadas o impulsadas por intereses políticos, económicos, o por otras razones, son esencialmente corruptas, y si permean a los medios de comunicación o a algunos de ellos, la democracia se degrada y se destruye. Los intereses corporativos, especialmente en los medios, no pueden estar por encima de los intereses de los derechos de los ciudadanos que garanticen la libertad de expresión, el acceso a una información veraz, la distribución de la misma y el conocimiento de aquellas informaciones sensibles que les afecten como parte de una sociedad libre y democrática.

Por ello, son especialmente graves los intentos de amordazar a la prensa desde el Estado o mediante la creación de normas legales o acciones judiciales que limiten dichos derechos y aquellos otros artificios desarrollados por las corporaciones propietarias de los medios que anteponen el negocio y el interés particular, económico y corporativo frente a cualquier derecho ciudadano a la información. Estas decisiones, que prescinden del derecho y se centran en el negocio, han sido en algunos casos vehículos de oscurantismo y corrupción por interés corporativo, control del mercado de la información, apoyos interesados a determinados comportamientos políticos espurios, ocultamientos, segmentación o manipulación informativa, que no han ayudado a clarificar los hechos vinculados a la corrupción, sino que la han potenciado. Por tanto, medidas que garanticen la transparencia de la financiación en el ámbito de los medios de comunicación, evitando la acumulación de poder o las situaciones monopolísticas, deben ser abordadas para que el equilibrio se mantenga.

Por último, definir el marco en el que el derecho a la información y la libertad de expresión se encuentren con las garantías que deben regir en los procesos penales, es otro de los grandes retos para el futuro, en momentos en los que la comunicación lo es casi todo en las sociedades democráticas.