Introducción
Introducción
En el mundo, más de un dólar de cada seis no paga impuestos porque aquellos que los cobran se aseguraron deliberadamente que quedaría oculto para las autoridades fiscales[1].
En España, como en otros países, la lectura del periódico se ha convertido en un ejercicio inquietante. Desde hace ya demasiado tiempo, las noticias tienen un sesgo similar y perturbador; no hay edición escrita —sucede lo mismo en los informativos de televisión o radio— que no nos recuerde la situación de descrédito institucional y la lacra de la corrupción. Un fenómeno que, en época de bonanza, aparenta ser menos pegajoso e incómodo, pero que, en tiempos de crisis como los que atraviesa España desde hace unos años, se torna en una verdadera catástrofe que corre el riesgo de convertirse en el elemento definidor de la calificación moral del país. La devoción que teníamos por leer las noticias de los diarios se ha convertido ahora en un ejercicio obligado para conocer qué nuevo caso de corrupción ha estallado y cuántos cargos públicos han resultado afectados. El vértigo se acentúa hasta límites insoportables cuando se observa que la justicia se ralentiza ante determinados casos de gran calado económico, hasta el punto de convertir lo que era un avance de regeneración en una desidia constante y una falta de celo clamorosa. Sentencias que llegan con lustros de retraso, con imposición de penas irrisorias, sobreseimientos o archivos incomprensibles, connivencias y maridajes inaceptables… Casi nunca pasa nada, y, cuando pasa, siempre hay una especie de «brigada ligera» dispuesta a machacar a quien pone de manifiesto el comportamiento delictivo. La idea mortecina del «nunca se puede» y del «siempre gana quien más tiene o dispone de mejores asesores» se instaura de manera casi automática, y la sensación de frustración y de trampa se acrecienta en los ciudadanos.
Las malas noticias no acaban ahí; si nos asomamos a la sección internacional, aparecen conductas similares en diferentes puntos del planeta. Es posible que haya hasta quien se consuele al pensar que no somos los únicos. Sin embargo, es razón para desesperarse aún más. La corrupción parece estar en todas partes. Nos rodea. Nos satura. Y en ocasiones hasta nos embauca. La prensa, que tampoco se libra del fenómeno, se convierte en una ordenada codificación de actos nocivos presentados en el orden habitual de la publicación: políticas, bancarias, autonomías, local, deportes, etc., cometidos por quienes deberían evitarlos. Es como si se representase una especie de aquelarre en el que sólo el fuego purificador puede acabar con una orgía en la que todo cabe y todo es fango espeso y maloliente.
La corrupción y su tratamiento se han convertido en invitados impertinentes de cualquier debate, tertulia o presentación, en los que, la mayoría de las veces, se dilucidan las razones a gritos estridentes, en los que a nadie le interesa la opinión del contrario, sino arrasarlo sin argumentar las afirmaciones. Y aunque no se perciba igual, invade la vida cotidiana. En una cafetería, un caballero se jacta en voz baja en la mesa contigua de que el camarero le ha cobrado de menos. Sale del bar con una sonrisa de satisfacción y… ¿triunfo? Parece que, en efecto, se siente orgulloso. En ningún caso a su acompañante se le ocurre decirle que eso es incorrecto, porque piensa como él y no en el camarero, que probablemente tendrá que pagar ese desfase. La foto de este cliente no aparecerá mañana en ningún periódico, pero ayudará un poco más a que la picaresca que bondadosamente dibujara El Lazarillo de Tormes se convierta en una forma de vida de una sociedad indiferente y con alto riesgo de podredumbre.
Seguramente habrá mucha gente que no compartirá este criterio e incluso me dirá que soy un exagerado, pero, realmente es aquí donde comienza todo, el inicio de la picaresca y la jactancia por ser el más pillo y listo, aunque el menos honesto. En España, en ciertas épocas, la corrupción no se ha considerado ni tan siquiera algo reprochable, amparada en la impunidad o en la convicción de que el dinero o las influencias lo arreglan todo. De aquellos polvos vienen estos lodos y de estos lodos este fango que hoy, finalmente, lo cubre casi todo. Lo que parecía intocable, o aparentemente lo era, se ha desvelado también permeable a la corrupción. El juez togado militar (febrero 2015) tiene abierta una investigación por presuntos delitos de malversación de caudales públicos, fraude fiscal y falsedad en documento público, entre otros, contra dos coroneles, un comandante, un subteniente y dos sargentos en el acuartelamiento de Getafe. Según el informe pericial, existirían falsos justificantes de pago de IVA, una cuenta bancaria no autorizada, grandes salidas de fondos sin justificar, contratos inflados, concursos amañados, pagos por suministros no recibidos o falsos estudios de asesoría. Por supuesto que también en este caso se constataron las presiones a la primera jueza instructora, que se vio «instada» por el superior a informarle de la investigación —con una investigación disciplinaria abierta—, aunque aquí sí el CGPJ la amparó.
La corrupción, tal y como vamos a descubrir a lo largo de los casos investigados en este libro, aparece como un elemento consustancial a la idiosincrasia de nuestro país. Durante la dictadura que oprimió a España de 1939 a 1975, las corruptelas eran la sal en la cocción de casi cualquier operación económica y se extendían a todos los sectores. Hoy en día no nos sorprende oír que tal comportamiento pudo darse en sectores estratégicos como la energía o la distribución, pero es que las prácticas corruptoras llegaron incluso a lugares tan insospechados como el sector audiovisual o la producción de películas. No es una exageración, y como muestra un ejemplo: el dictador Francisco Franco exigió un pago en efectivo realizado directamente a la organización benéfica de su esposa para autorizar el rodaje de la película de Stanley Kubrick Espartaco[2]. Y mientras esto ocurría, el Lute ingresaba en prisión por robar tres gallinas[3].
Durante la Transición tuvimos la oportunidad de hacer frente a esta realidad, pero en este laureado proceso de «reconciliación» había muchas áreas que transformar o crear: el modelo político, la Constitución, el ejército, las fuerzas de seguridad, el sistema económico… Y algunos temas se quedaron en la cuneta, como sucedió con las víctimas de los crímenes franquistas, o fueron asumidos, como ocurrió con la corrupción, o se optó por el continuismo, como en la Justicia en sus más altas instancias. No fue necesario hacer ningún esfuerzo, la propia dinámica de las cosas lo impuso. No era relevante ni trascendente para lo que importaba: mirar hacia Europa, olvidar lo que incomodaba y, con un consenso muy interesado, avanzar en el nuevo modelo de Estado. Pero las negociaciones disfrazadas con el objetivo de evitar un nuevo conflicto, los acuerdos y los pactos conllevaron numerosos, importantes e irresponsables olvidos, entre ellos el de dotar al país de un marco de convivencia libre de corrupción. Algo tan grave como la sustracción de unos treinta mil niños a sus legítimas familias durante la Guerra Civil española y la posguerra, por razón de la ideología de sus progenitores, en 2010 no pasó de ser para la Sala Segunda del Tribunal Supremo una mera teoría histórica no comprobada (y la de bebés recién nacidos a lo largo de la dictadura y la Transición, que apenas se está investigando ahora), y respecto a la desaparición de más de ciento cincuenta mil víctimas, ni siquiera se permitió la actuación judicial para la investigación penal, la búsqueda de los cuerpos y la reparación a aquéllas. Con ello, se ha otorgado la impunidad absoluta a los responsables de tales delitos contra la humanidad. En definitiva, paz con fondo de olvido e impunidad como marco exculpatorio que permitió a los diseñadores del nuevo régimen democrático dar continuidad a un sistema en el que, sin lugar a dudas, muchos salieron favorecidos.
De este modo, la corrupción sobrevivió a la Transición y su semilla germinó transversalmente en los partidos políticos de todo el espectro ideológico, así como en todos los sectores de la Administración y del sector privado. Todos ellos estaban conformes, al menos tácitamente, con que esto fuera así.
Un elemento clave que puede explicar, en parte, el crecimiento incontrolado de esta contaminación es la insuficiente financiación de los partidos, algo que provocó, por un lado, la búsqueda de fuentes irregulares (corruptas) para suplir la omisión legislativa al respecto, y por otro, y dado que al final los gobiernos están compuestos por políticos, la falta de voluntad de establecer verdaderas medidas anticorrupción y de transparencia para no comprometer las necesidades de fondos de los partidos o las propias y personales de quienes debían tomar decisiones. No se comprende de otra forma que los políticos profesionales no fueran conscientes de lo que estaba ocurriendo. Todos lo sabían y prácticamente todos lo aceptaron, dando por hecho que era necesario. De nuevo se apostó por la oportunidad frente a la ética y la responsabilidad. Y así durante cuarenta años. No sé si hay una casta de políticos, de jueces o de otros actores de la vida pública española, pero, desde luego, ha habido un absoluto abandono de los valores democráticos a la hora de establecer las normas que nuestro país debería haber adoptado, para seguir el ejemplo de aquellos países a los que pretendía emular. Esta especie de círculo vicioso de impunidad, desinterés y aprovechamiento ha degenerado, conscientemente, en una de las mayores crisis políticas que ha sufrido España desde el restablecimiento de la democracia.
Si tuviera que destacar una de las fuentes que dan forma a las múltiples categorías de la corrupción, lo haría sin dudarlo con la urbanística. A través de contratas, licitaciones amañadas en sus condiciones o pliegos correspondientes y adjudicaciones públicas concertadas a cambio de la correspondiente comisión, la corrupción ligada al desarrollo urbanístico ha infectado administraciones, partidos y empresas privadas. El suelo genera enormes y fáciles volúmenes de dinero que permiten operaciones escandalosas y el desvío de fondos a cuentas privadas o partidarias. La burbuja urbanística del cambio de siglo impulsó un boom sin precedentes de la corrupción. Más adelante, la recalificación de suelos y la posterior expansión de la construcción, marca del desarrollo económico español, impulsada por las leyes de liberalización del suelo del Gobierno de Aznar, fueron el caldo de cultivo perfecto para dar rienda suelta a todo tipo de actos ilícitos que llenaron los bolsillos de todos los implicados. Todos sabían que había que «comprar» al alcalde, concejal, diputado o gobernante de turno para conseguir estar en la línea de salida de la adjudicación correspondiente. La extraordinaria dimensión económica de la burbuja escapó a todo lo imaginable y generó una lista de casos de corrupción casi infinita.
Distintos gobernantes han anunciado con seriedad y total seguridad una lucha sin cuartel contra la corrupción, pero, a pesar del anuncio, los casos no han hecho más que multiplicarse. Recuerdo una anécdota que puede ser identificativa de la falta de compromiso de los líderes políticos, o al menos de algunos de ellos, en la lucha contra la corrupción. En las elecciones de 1993 concurrí como independiente en las listas del Partido Socialista por Madrid. En el primer debate de Felipe González con José María Aznar, el presidente del Gobierno no se había preparado el debate, y además sufrió un incidente aéreo cuando volvía de Canarias que le hizo volver al archipiélago y reiniciar la vuelta a la Península. Esa tarde hable con él y le pregunté cómo estaba; me comentó que no había podido preparar la intervención, pero que no tenía problema porque a Aznar le ganaba fácil, ya que éste carecía de discurso. Lo cierto es que el debate le estaba yendo muy mal y no había hablado de nada de lo que le habíamos preparado. Yo estaba en casa, cenando una sopa y viendo el debate, sufriendo con la situación de Felipe, cuando en un momento determinado, casi al final, González le dijo enfáticamente al candidato opositor: «Le he pedido al juez Baltasar Garzón que presida una comisión anticorrupción», para que no hubiera dudas de su compromiso para esclarecer el caso Filesa. Me quedé helado, con la cuchara en la mano y sin reaccionar, al ser ésa la primera noticia que tenía. Cuando el presidente, después del debate, iba camino de La Moncloa, le llamé y le pregunté por qué había dicho aquello, y me confesó que fue un recurso para equilibrar el debate. Yo le dije: «¡Ojo!, Felipe, que después nos van a exigir la comisión». Su respuesta me dejó noqueado: «No te preocupes, las promesas electorales están para no cumplirlas». Finalmente, esa comisión como tal no se creó, aunque sí un simulacro de la misma que no condujo a nada, lo que estuvo en la base de mi renuncia a continuar en el Gobierno en mayo de 1994. (Mi carta de dimisión llevaba fecha de 18 de abril de 1994, un día antes del inicio del debate del estado de la nación). Asimismo, hoy provocan sonrojo las ruedas de prensa sin preguntas del presidente Rajoy pidiendo perdón por confiar en corruptos (corruptos que han estado años bajo sospecha), tras negar o poner la mano en el fuego por esas mismas personas. Matas, Urdangarin, Camps, Granados, Bárcenas, los ERE, etc., son una lista de casos que demuestran que el cáncer de la corrupción está en fase de metástasis, permeándolo casi todo, y que ha sido protegido y apoyado para sostener un equilibrio de partidos que, finalmente, nos ha conducido a una situación límite, frente a la cual esos mismos partidos están tratando de redefinirse y de convencer a los votantes de que ahora sí van de verdad en pro de la regeneración. El problema es que tantas veces se ha producido la misma escena que ya no bastan las palabras, sino que son precisos los hechos tangibles de ese cambio. Y éste comienza con el recambio de las personas y los responsables que han estado participando de ese sistema clientelar y vicario en el ejercicio de la política, y con un cambio profundo de actitud y de visión a favor de una verdadera política transparente y participativa en beneficio del pueblo y no de aprovechamiento y patrimonialización de la misma.
El aluvión de hechos que se están descubriendo evidencia que las reformas producidas no han sido más que pinceladas de un maquillaje barato que cambia superficialmente las cosas para que todo permanezca igual. Las diferentes iniciativas no transmiten sinceridad ni seguridad en los ciudadanos, y ello se debe a que los promotores no se creen lo que legislan y, desde luego, no tienen la intención de aplicarlas. Siempre quedan suficientes resquicios para que la norma se convierta en ineficaz.
Si existe un fenómeno camaleónico y cambiante es el de la corrupción, que evoluciona y se vuelve del color de aquel a quien quiere usar o fagocitar. Así, estuvo en las primeras décadas de la democracia, fundamentalmente ligada a la financiación de los partidos, aunque, por supuesto, algunos de los que participaron en este esfuerzo se lucraron personalmente con los beneficios obtenidos. Hoy, sin embargo, a pesar de que la financiación irregular sigue a la orden del día, parece que los objetivos de las tramas criminales de corrupción actúan como verdaderos cárteles, implicando a sindicatos, saqueando bancos o trucando concursos y colocando a familiares, amigos o personas cercanas en puestos de trabajo que carecen de explicación o sustancia (véanse la mayoría de los consejos, cuyos miembros reciben salarios obscenos a cambio de un más que dudoso trabajo).
La situación no se detiene y evoluciona. En el momento de escribir estas líneas ha salido, como ocurre diariamente, un nuevo escándalo. La Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, dirigida por el juez central de instrucción Eloy Velasco, ha llevado a cabo una macrooperación contra una trama de supuesta corrupción municipal y regional infiltrada en varios ayuntamientos y entidades provinciales y autonómicas de Madrid, Murcia, León y Valencia. Al parecer, entre todos los datos que proporcionó el exempleado del HSBC Hervé Falciani se encontraba el teléfono de Francisco Granados, exvicepresidente de la Comunidad de Madrid y exsecretario general del Partido Popular a nivel provincial. La trama corrupta no sorprende y es la que se viene repitiendo en una mayoría de los casos: el desvío de fondos mediante comisiones por adjudicaciones públicas. Según la Fiscalía Anticorrupción, el valor de las adjudicaciones obtenidas de forma irregular asciende a 250 millones de euros. Mientras escribo ya hay 51 detenidos, entre políticos (PP, PSOE y los independientes de la UDMA), empresarios y funcionarios. Francisco Granados estaría implicado presuntamente como el líder de la supuesta trama que se dedicaba al cobro de comisiones a cambio de favores políticos a varios constructores. Según lo publicado en medios de comunicación, el segundo de Esperanza Aguirre tendría dos cuentas en Suiza. En una de ellas ocultaba sus ganancias en Bolsa —con un saldo de 1,5 millones de euros— y en la otra, compartida con el empresario David Marjaliza —que también tenía la suya propia—, al parecer escondía comisiones. En las referidas cuentas se llegaron a acumular al menos 5,8 millones de euros en total, según las investigaciones. Ambos tenían los depósitos a su nombre, sin testaferros.
Así las cosas, cada vez es más difícil sostener que ésta es una actitud atribuible a unos pocos o que esté revestida de secretismo. Desgraciadamente, la ingente cantidad de casos de corrupción no permite alegar el desconocimiento; muy probablemente, el círculo de conocimiento, sin perjuicio de la vigencia del principio de presunción de inocencia, era bastante amplio en las instituciones afectadas. En este sentido, el uso de las tarjetas opacas, las «tarjetas black», de Caja Madrid/Bankia era conocido por prácticamente todos los responsables de la entidad; como también que prácticas similares se habrían realizado en otras entidades bancarias. Asimismo, era notoria la falta de cualificación en muchos casos, así como los favores políticos para colocar a quienes quedaban fuera del ranking de cargos electorales o administrativos en las cajas de ahorro. Nuevamente, los méritos y la experiencia para el puesto estaban ausentes. También era «normal» la inserción de enchufados y compromisos políticos o sindicales en los consejos de administración de las grandes empresas. Todos cobraban, y una gran mayoría por no hacer nada.
Hoy a los ciudadanos españoles no nos queda sitio para más indignación. Una crisis de la que no somos responsables ha recortado nuestros derechos, ha menguado y en muchos casos aniquilado nuestra calidad de vida, ha ahogado las ilusiones de millones de jóvenes que huyen del país en busca de un trabajo que éste no puede ofrecerles y, en definitiva, ha acabado con el edén que se le prometía a una España democrática que ha sido usada por unos pocos como un patio de monipodio, en aras de un falso patriotismo que ha corrompido hasta la propia idea de país de progreso y sostenibilidad. Cuando se decía «España va bien», no marchaba «tan» bien para todos. Hoy, mientras hacen la cola del paro, los ciudadanos españoles que lo sufren reciben la información de que, según el Gobierno del Partido Popular, ya no se deben preocupar por estar en esa situación, a la vez que un goteo diario de noticias les demuestra que los años de bonanza fueron aprovechados por muchos de nuestros administradores, el Gobierno central, el autonómico o el municipal para saquear al erario público, beneficiándose personalmente en muchos casos y cultivando un sistema podrido con fines ajenos a las necesidades de la ciudadanía.
Y sí, es cierto. De nuevo, estos días asistimos al anuncio de medidas para evitar estas acciones de corrupción, pero ¿serán éstas, una vez más, mero maquillaje para poder seguir aprovechándose de un sistema que, evidentemente, les favorece? Ahora se propone la inclusión de la financiación ilegal de los partidos como delito, algo que llevo años —concretamente desde 1994— pidiendo públicamente. ¿Por qué ha tenido que pasar tanto tiempo para que se ponga seriamente esta medida sobre la mesa? ¿Es una reacción real o un nuevo intento de aparentar que se hace algo frente a la lluvia de escándalos? En mi opinión, las reacciones de los dos grandes partidos políticos de España parecen más un último intento de salvar su posición de poder frente al auge de nuevos partidos que se presentan como una alternativa limpia y ajena al fango en el que hoy en día se mueve el bipartidismo. Las medidas judiciales anunciadas deberían ir dirigidas no a acabar con las macrocausas, sino a paliar la falta de medios que mantienen en suspenso las mismas, a acabar con los retrasos, ahorrando recursos y tácticas dilatorias, a la tipificación de un mayor catálogo de conductas corruptas en el Código Penal o a aumentar los plazos mínimos de prescripción de determinados delitos. Todas estas medidas están en boca de muchos expertos desde hace años y ninguna reforma parece haberlas hecho suyas. La aprobación de leyes específicas contra la corrupción es muy popular, pero, como demuestra el ejemplo de Italia —que luchó durante años contra la corrupción mediante reglamentos y regulaciones—, es poco efectiva. Una mayor regulación conlleva un mayor control y una mayor opacidad por parte de aquellos que, precisamente, manejan los hilos del sistema y aprovechan sus debilidades. No se trata de aprobar un mayor número de leyes, sino de que éstas sean efectivas y garanticen la transparencia y la participación del ciudadano como método básico de control de las decisiones del Gobierno y las Administraciones. Con ello no sólo garantizamos el acorralamiento de las tramas de corrupción, sino también una mayor legitimidad democrática.
Las deudas contraídas por los partidos políticos demuestran que el problema es estructural; una financiación pública poco transparente y unas necesidades insaciables de fondos que imposibilitan cuadrar gastos e ingresos, están en el origen del problema. El caso Bárcenas, la trama Gürtel y el caso Bankia muestran la profundidad de la corrupción en la Administración. Y a pesar de afectar de lleno a nuestros partidos políticos, éstos han sido incapaces de autorregularse o de solucionar legislativamente el problema, y lo peor es que estoy convencido de que una cosa es lo que se dice, otra la que se piensa y una tercera la que se ejecutará para continuar aprovechándose de las zonas oscuras o dudosas que la nueva legislación deje sin cubrir. Las medidas manejadas hasta ahora han sido totalmente cosméticas, como lo es la Ley de Transparencia del PP, que impide la fiscalización pública de muchos estamentos, o bien el mantenimiento de un Tribunal de Cuentas totalmente viciado y cuestionado por el sistema de su composición y el origen de sus componentes.
La falta de medidas preventivas eficaces para evitar la corrupción y la connivencia entre estamentos públicos y privados que se mantiene desde la salida de la dictadura, exige una actitud nueva por parte de toda la sociedad, que ya no puede permanecer ausente. Las actitudes heroicas de quienes en solitario han tratado y tratan de combatir la corrupción, deben ser acompañadas por la participación activa de la sociedad. Hay que conseguir unas normas anticorrupción que eviten las presiones de aquellos que controlan el sistema y que impidan la manipulación de la justicia para apartar a los jueces de las causas que les parecen incómodas.
Y pongo mi propio caso como ejemplo cuando, en un ataque sin precedentes a la independencia judicial y a la libertad de interpretación de las normas que son la esencia de la función judicial, desde la más alta instancia judicial fui condenado por ordenar la interceptación de las comunicaciones de los principales responsables de la trama Gürtel con las personas que les visitaran en prisión, incluidos sus letrados, para evitar la continuidad de la acción delictiva (la cual se comprobó posteriormente que subsistía, y que en el mes de enero de 2015 ha supuesto la primera acusación del Ministerio Fiscal a cientos de años de cárcel para los integrantes de la red), garantizando de forma absoluta el derecho de defensa. No es necesario profundizar demasiado en las actuaciones judiciales para saber que éstas se vienen realizando en otros casos —en el caso de Asunta[4] en la actualidad, en el caso Naseiro en su momento y en el caso de la desaparición de Marta del Castillo en Sevilla—, y en ninguno de ellos, ni tan siquiera en éste para el juez que me sustituyó, han conllevado nunca la condena del juez instructor sino, en su caso, la validación o la anulación de la prueba obtenida ilegalmente o, a lo sumo, el archivo de la causa. Esta historia se repite cuando el 27 de octubre de 2009 ordené la detención de Lluís Prenafeta y Macià Alavedra, ambos vinculados a Convergència Democràtica de Catalunya y Unió Democràtica, del socialista Luis García y el alcalde de Santa Coloma, Bartomeu Muñoz, y de otras cuatro personas por delitos de soborno, corrupción urbanística y blanqueo de capitales. De hecho, cuando el 14 de mayo de 2010 fui suspendido, estaba tomando una declaración de este asunto. El sobreseimiento del caso para algunos imputados fue utilizado para atacar la instrucción judicial; sin embargo, en diciembre de 2014 el fiscal anticorrupción pidió la apertura de juicio oral, con penas de hasta ocho años contra aquellos y otros partícipes de la trama (un total de once personas).
Lo mismo podría decirse del caso Palau, que se detalla más adelante, en el capítulo dedicado a la corrupción en las Comunidades Autónomas[5]. Fèlix Millet y Jordi Montull desviaron cantidades de dinero de la Fundació Orfeó Català-Palau de la Música, a espaldas del patronato, para financiar ilegalmente, según el auto de conclusión de la instrucción e incoación de procedimiento del 12 de julio de 2013, al partido de Artur Mas y Jordi Pujol. Incluso la sede central de CDC en Barcelona fue embargada por la responsabilidad civil del partido. A partir de las piezas derivadas del mismo, el caso Palau podría demostrar que Convergència era receptora del pago de comisiones por obras públicas. En concreto la constructora Ferrovial, a través del Palau, habría pagado comisiones (un total de 5,1 millones de euros) a cambio de la concesión de obras públicas de la Generalitat de Catalunya durante el último Gobierno de Jordi Pujol, como la Ciudad de la Justicia o la inconclusa línea 9 del metro de Barcelona[6]. La causa está aún pendiente de juicio.
Desde luego, el caso español no es el único. Es interesante dirigir la mirada al contexto internacional para comprobarlo. En Brasil la estatal Petrobras pagaba un 3 por ciento de comisiones a los partidos políticos aliados del Partido de los Trabajadores, y se ha demostrado que parte de los costes de la construcción del metro de São Paulo fueron desviados. En México, están en boca de todos las milagrosas herencias que dejaron algunos exsecretarios que, tras una vida dedicada a la función pública, dejaron una fortuna superior a los 3000 millones de dólares. En Estados Unidos el Departamento de Justicia ha llegado a un acuerdo con el hijo del presidente de Guinea Ecuatorial en aras de evitar la celebración de un juicio por la adquisición de bienes con fondos procedentes de la corrupción en el país africano. Teodoro Nguema Obiang Mangue aceptó vender una mansión en California valorada en 33 millones de dólares, un Ferrari y varias esculturas a tamaño natural de Michael Jackson. Los fondos que se obtengan con su venta serán entregados a una organización que deberá utilizarlos en beneficio de la población de Guinea Ecuatorial. Asimismo, tendrá que entregar el millón de dólares en que está valorado el material de colección de Michael Jackson que trasladó fuera de Estados Unidos en 2011, incumpliendo un pacto que habían suscrito el fiscal y sus abogados.
Pero el ejemplo más cercano fue el caso de la petrolera Elf-Aquitaine, en el que el Tribunal Correccional de París condenó a treinta personas por la malversación de 305 millones de euros en la petrolera cuando era el primer grupo industrial de Francia, y a su principal ejecutivo, Loïk Le Floch-Prigent, que había sido nombrado por el presidente François Mitterrand. La sentencia consideró indirectamente perjudicados a «todos los ciudadanos franceses», dada la naturaleza pública de Elf. Además de dictar trece penas de cárcel, repartió entre ellos y los demás inculpados multas por valor de 19 millones de euros y les condenó a pagar más de 100 millones en indemnizaciones a Total, heredera de Elf. Terminaron así ocho años de investigaciones conducidas principalmente por la jueza Eva Joly (hoy diputada en el Parlamento Europeo), que le valieron campañas en su contra y amenazas hasta hacerla renunciar a su puesto de magistrado y «refugiarse» en Noruega, su país natal[7].
En Italia hay que mencionar los casos conocidos como «Mani pulite», instruidos por los magistrados de Milán, dentro de la famosa Tangentópolis de los años noventa, el mayor caso de corrupción que se recuerda desde la época de Al Capone. Este escándalo indignó a la población italiana, que, ante una clase política desprestigiada y hundida, acabó dando el poder al populista Silvio Berlusconi, que tan sólo continuaría con la corrupción rampante en el país. Hace poco, en una insólita audiencia de casi tres horas celebrada en el palacio del Quirinal, el presidente de la República, Giorgio Napolitano, tuvo que responder como testigo a las preguntas de los magistrados de Palermo sobre la llamada «negociación» entre el Estado y la mafia, objeto de un proceso en curso en la capital siciliana, en el que ya hay una decena de imputados entre mafiosos, políticos y representantes de las fuerzas del orden.
En China la lucha contra la corrupción alcanza ya al ejército. El número dos de la Comisión Militar Central entre 2004 y 2012, el general Xu Caihou, ha admitido haber aceptado sobornos. Este hombre, que sólo tenía por encima al presidente Hu Jintao, acaba de confesar que recibía cantidades masivas de dinero. La reacción del Partido Comunista no se ha dejado esperar y ha anunciado medidas para afrontar el problema de los sobornos a los funcionarios públicos, una lacra que se extiende por todo el país. Este caso está siendo uno de los más escandalosos en la campaña contra la corrupción que, desde hace dos años, ha puesto en marcha el presidente Xi Jinping. Según las informaciones que proporciona la prensa, el general recibía sobornos a cambio de promocionar o colocar en puestos clave a aquellos que le pagaban, ya fuera directamente o a través de sus familiares. El diario South China Morning Post maneja la cifra de 4,4 millones de euros, aunque no existen datos oficiales. El general fue interrogado mediante el sistema shuanggui en un lugar desconocido y sin la posibilidad de contar con asesoramiento legal o de comunicarse con su familia[8]. Además, según los documentos del plenario divulgados en octubre de 2014, el sistema judicial está plagado de juicios parciales y magistrados corruptos, y el Partido Comunista pretende abordar la reforma de la judicatura. Se impedirá también, dicen, que se puedan obtener testimonios mediante la tortura. Asimismo, el 22 de enero de 2014 El País hizo pública una investigación con base a la filtración (Chinaleaks) de 2,5 millones de archivos en la que aparecían implicadas miles de personas, entre ellas hasta 153 familiares de dirigentes políticos chinos del más alto nivel, magnates de las finanzas y las empresas y otros políticos, mediante la apertura de cuentas, con sociedades offshore a través de las gestoras Portcullis TrustNet y Commonwealth Trust, en paraísos fiscales, como las Islas Vírgenes. La organización sin ánimo de lucro Global Financial Integrity, un centro de estudios estadounidense, ha calculado que en 2011, último año disponible, salieron ilegalmente de China unos 150 000 millones de dólares, casi un 12 por ciento del PIB español[9].
Pero centrémonos en España y acompáñenme en este viaje, que, sin ser exhaustivo, es lo suficientemente amplio para revisar y ayudar a entender el fenómeno de la corrupción en la sociedad española. He intentado ser fiel a los hechos añadiendo una visión comentada del paso de cada caso por la justicia. Para ello he utilizado las sentencias y autos de cada caso, lectura muy recomendable porque dentro de la prosa jurídica, áspera y repetitiva, se pueden encontrar los hechos, que, con su desnudez y crudeza, reflejan una fotografía de este país nada favorecedora y que difiere de las idílicas imágenes que nuestros políticos intentan dibujarnos bajo la «marca España».
Tras la lectura de estos miles de páginas, áridas y rotundas, abundantes en bajezas, donde la avaricia, la mentira y el engaño han anidado, he sentido dolor, el dolor de Unamuno cuando afirmaba «me duele España».
Estamos hablando de un panorama en el que existen unas 1700 causas abiertas con más de 500 imputados —no más de 20 de ellos en prisión— y con un coste social anual de 40 000 millones de euros, según el estudio hecho público en 2013 por un grupo de investigadores de la Universidad de Las Palmas integrado en el Instituto Universitario de Turismo y Desarrollo Sostenible (Tides[10]).
Definición y delimitación del concepto de «corrupción»
DEFINICIÓN Y DELIMITACIÓN DEL CONCEPTO DE «CORRUPCIÓN»
La corrupción ha recibido muchas definiciones, algunas de corte jurídico, otras más sociológicas, unas terceras dirigidas al orden político. Existen las pensadas para el caso de los funcionarios y, por supuesto, hay también acepciones para describir la corrupción en el sector privado. Todas ellas bien merecen un extenso análisis, pero, en ocasiones, lo mejor es partir del sentido común. Así pues, ¿qué se entiende por «corrupción»?
Según la RAE, la corrupción se define como la «1. f. Acción y efecto de corromper». El término «corromper» conlleva «2. Echar a perder, depravar, dañar, pudrir», y también «3. Sobornar a alguien con dádivas o de otra manera». También facilita la RAE esta otra acepción de «corrupción»: «4. f. Der. En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores».
Por lo general, somos conscientes de que al emplear este término nos referimos a todo aquello que se echa a perder y en ningún caso a que las cosas vayan por buen camino. En suma, a lo que se desvía del interés general en favor del particular.
Toda persona identifica la corrupción con un beneficio indebido. Todos aprendemos aquello que está bien y lo que está mal, y que no se debe tomar aquello que no nos pertenece. La educación más elemental deja semillas en nuestra conciencia. En ocasiones, ocurre también que una ética estricta se desmorona al comprobar la falta de coherencia en quienes deben marcar el camino, y exigen el cumplimiento de aquello que ellos mismos no cumplen.
También observamos que los beneficios no siempre tienen un origen justo. Conseguir una matrícula de honor en matemáticas es un beneficio indiscutible. Si su origen está en el estudio y el esfuerzo será justo. Si, por el contrario, es consecuencia de las cada vez más perfeccionadas artes del plagio y de la copia, ese beneficio pierde su legitimidad y se convertirá en algo injusto. Con estas ideas tan básicas, el joven va configurando en su mente el concepto de las actividades corruptas. Adicionalmente, percibirá que la corrupción aporta un elemento nuevo al referirse a la persona que se deja corromper desde su puesto o su cargo. En este punto la entenderá como el beneficio injusto obtenido por alguien que se aprovecha de una posición especial.
El código ético forjado desde la infancia a base de valores fijados, y transmitidos por los progenitores o en la escuela, va dando paso, de modo paulatino, a una moral más flexible cuando el adolescente advierte que muchos de los que le rodean se comportan de una manera poco ética. El individuo formado comienza a reflexionar sobre la posibilidad de ser «bueno» sin ser «tonto». Es decir, que si no cometes grandes delitos y llevas una vida medianamente normal, no pasa nada por realizar alguna que otra trampa.
En este desarrollo, no aprovechar esas «oportunidades» te hace aparecer como un necio ante los demás, siempre que por su entidad no hagan sonar las alarmas de la conciencia.
Pongamos un ejemplo: un día, una persona se encuentra al llegar a su casa con una avería en las cañerías del baño que la obliga a recurrir a los servicios de un fontanero. Tras un cálculo aproximado, confirma que el desperfecto dará al traste con el ajustado presupuesto del mes. Llega el especialista y resuelve el problema. Se anuncia el precio del arreglo y es en ese momento cuando llega la pregunta que mejor simboliza la tentación: «¿Con o sin IVA?». La pregunta es en esencia tramposa. El cliente no debería verse colocado en esa tesitura. Hace cuentas, se ve algo apurado y, probablemente, termine cediendo a lo que sin duda alguna —no hay que darle vueltas— es corrupción.
Está claro que el remordimiento no le durará mucho tiempo, si es que el mismo llega a asomar. Cualquier esbozo de angustia se convierte si acaso en la preocupación de que le puedan descubrir, pero sabe que no es probable. Argumentará que no se ha enriquecido, que bastante le ha costado ya la reparación, que vaya mala suerte tiene, que siempre le pasa todo a él, que su salario no da para mucho más… Excusas. Aunque no tenga esa percepción, por supuesto que se ha lucrado. Ha obtenido un beneficio injusto. Su cuenta no es más boyante hoy que ayer, pero sí está más holgada de lo que debería. No se benefició haciendo uso de un cargo, pero sí que se aprovechó de la oferta del operario que le dio la opción de contribuir o no con sus impuestos al erario público, como es obligado para todos.
No tiene esta cita el ánimo de estigmatizar al gremio de fontaneros, que, probablemente de una manera injusta, suelen protagonizar estas manidas alusiones, sino de poner sobre la mesa la certeza de que la tentación está a la orden del día, que se excusa con innumerables razones y que todas encajan en ese ideario colectivo que dice que «si todos lo hacen, por qué yo voy a ser menos».
Caben aquí dos reflexiones más. Por un lado, la certeza de que a veces se convierte la vergüenza de la corrupción en un orgullo casi patrio por ser un elemento más de esa «viveza y picaresca mediterránea». Por otro, la ironía de contemplar cómo el «pequeño» corrupto se indigna al ver al «grande» que, desde su posición de poder, multiplica el beneficio injusto del primero de manera proporcional al de la importancia de su posición.
La palabra «picaresca» sube, pues, al podio del consuelo colectivo, que asume con resignación y sarcasmo que la corrupción es algo normal y que está en nuestra condición y cultura. Con la picaresca convivimos portugueses, italianos, griegos, turcos y españoles, entre otros tantos, y forma parte del estereotipo del mediterráneo con el que nos retratan nuestros vecinos del norte. Tenemos tanto en común que bien se podría resumir esta idea con las palabras de Prezzolini, quien en su Codice della vita italiana dice: «Los ciudadanos italianos se dividen en dos categorías: los listos y los tontos», y añade: «[…] si uno paga el billete completo del tren; no entra gratis en el teatro; no tiene un tío commendatore, amigo de su mujer y con influencia en la magistratura, en la instrucción pública, etcétera; no es masón o jesuita; declara al agente de impuestos sus verdaderos ingresos; mantiene la palabra dada incluso a costa de salir perdiendo, etcétera: ése es un tonto»[11].
Esto significa que vivimos en una sociedad que no sólo nos otorga un amplio abanico de excusas y consuelos para enriquecernos injustamente, sino que nos anima a hacerlo. Es más, nos reprocha y se mofa de nosotros si no lo hacemos. La paradoja estriba en que el ciudadano no sólo debe limitarse a ser honesto y recto, sino que para conseguirlo necesita tener una sólida personalidad, la seguridad en sí mismo y la fortaleza anímica que le permitan resistir a la tentación, a la presión, a la risa burlona de aquellos que desean ridiculizarlo.
La segunda y mordaz vertiente es la indignación del «pequeño» corrupto contra el «grande». Aquel que se deja llevar por la que considera una insignificante corruptela pondrá la mano en el fuego por sí mismo asegurando que, de estar en el lugar del político, sindicalista o banquero, no robaría como lo están haciendo ellos. No se trata de comparar la responsabilidad de un ciudadano corriente con la de un alto funcionario que maneja caudales públicos y cuya obligación es velar por el interés común, pero sí que es necesario reflexionar sobre si alguien delinque o se corrompe sólo conforme a sus límites morales o si, más bien, su nivel de corrupción va en función de sus propias posibilidades. El que no paga IVA dice: «¡Hasta aquí hemos llegado!», porque su principio de moralidad tiene una frontera de máximos o quizá porque no le hayan ofrecido el IVA y algo más. La conclusión a la que lleguemos nos conduciría a una cuestión ulterior: ¿son los políticos corruptos un reflejo de la propia sociedad? Si fuera así, habría que luchar contra la corrupción desde la cúspide para frenarla y desde la base para evitar que se reproduzca.
Los tipos de corrupción
LOS TIPOS DE CORRUPCIÓN
En términos más técnicos, podríamos definir la corrupción como aquellos actos que implican, por acción u omisión, la violación de un deber posicional o el incumplimiento de una función específica en un marco de discreción, y con el objetivo de obtener algún tipo de beneficio extraposicional[12]. Esto incluiría tanto la corrupción propia del sector público como la del privado. Es decir, se podría considerar corrupta a una persona si se beneficia injustamente de un hecho o de una omisión valiéndose de su cargo o puesto. Con esta acepción trataríamos de abarcar de manera amplia y general todas esas conductas que podemos considerar corruptas. No obstante, hace falta afinar más, de acuerdo con el tipo de corrupción al que nos refiramos.
La tentación por el lucro indebido es amplia y casi omnipresente; toda persona está «condenada» a corromperse en algún momento, dependiendo de sus posibilidades y sus circunstancias. Es ese contexto y sus características lo que nos conduce a hablar de uno u otro tipo de corrupción. Podemos ir aún más lejos y decir que una cosa es el concepto general de «corrupción» y su percepción por el ciudadano, y otra muy distinta la manera en que la corrupción se define, se penaliza y se persigue desde el punto de vista legal tanto a nivel nacional como internacional. La falta de coherencia que a veces se encuentra entre esos dos niveles supone una enorme fuente de frustración para la ciudadanía, que, sabiendo que alguien es corrupto, no entiende por qué no es castigado.
Al tratar la corrupción a gran escala, es fundamental tomar en consideración la vinculación de este fenómeno con el poder. En este sentido se puede hablar de gobernantes, funcionarios, deportistas, empresarios o políticos corruptos, entre otros. En este supuesto interviene siempre al menos un elemento conductor que será alguien con competencia para tomar decisiones. Éste no está limitado al rango de las autoridades, sino que también puede estar vinculado con otros elementos con un papel social relevante dentro del sistema normativo, sin que ello implique necesariamente la potestad para dictar disposiciones jurídicamente obligatorias.
A priori parece más fácil pensar en policías o gobernantes corruptos. Imaginamos autoridades aceptando o solicitando sobornos, cobrando sobresueldos, otorgando subvenciones y licitaciones a cambio de suculentas comisiones. Pero es necesario ampliar esa fotografía de modo que incluya a otros individuos, como los empresarios que han alcanzado posiciones de responsabilidad y cuyas decisiones también pueden encerrar un amplio margen de disposición hacia actividades corruptas. Se constata por tanto que no existe una sola clase de corrupción, ya que ésta puede ser pública o privada, clásica o moderna, y afectar a instituciones o sectores del Estado o de la Justicia, en sistemas democráticos o en dictaduras. Queda claro que se trata esencialmente de un fenómeno generador de injusticia y desigualdad entre los ciudadanos y, por ende, de desconfianza; ante la falta de respuestas adecuadas por parte de aquellos que tendrían la obligación de perseguir las prácticas corruptas y no lo hacen, se presume la corrupción del sistema[13].
Así pues, la corrupción se convierte en un profundo problema que afecta, en mayor o menor medida, a todas las naciones. Cada Estado, al igual que cada individuo, se ve obligado a lidiar con la corrupción. Algunos con más éxito y otros demostrando un rotundo fracaso. La corrupción responde a un esquema básico común a todos los casos al que después se le añaden las peculiaridades propias de cada uno de ellos. La persona, sea cual sea su posición, cargo o rango, se enfrenta a la tentación de obtener un bien de modo ilícito por hacer o dejar de hacer aquello que le es exigido por su propia posición. El juego de tentaciones y beneficios particulares aumentará su repercusión de acuerdo con el nivel de poder que ostente el corrupto y el alcance que su acción pueda llegar a tener. Ése sería el esqueleto básico de la corrupción: la debilidad humana que se refleja en los cargos públicos y privados dentro de un Estado.
Existe además un contexto propio de cada país, región o ciudad que puede facilitar o limitar la corrupción. Las circunstancias pueden ser de lo más variopintas: la historia, la economía, la cultura, el sistema jurídico o la educación. En Italia, por ejemplo, las estructuras de poder encarnadas por la mafia, especialmente en el sur del país, son un elemento que vigoriza la corrupción. En Estados Unidos, los intereses de las grandes multinacionales, los lobbies o el comercio de armas pueden crear una atmósfera hasta cierto punto incómoda que invite a la corrupción. El vacío de poder en países recién salidos de un conflicto o que lo están sufriendo en ese momento, como Siria o Irak, los convierte en un patio de recreo para aquellos corruptos que deseen enriquecerse velozmente. La religión, ciertas corrientes colectivistas o una cultura de sumisión al poder establecido pueden sentar criterios de impunidad en estados asiáticos en los que el ciudadano prefiere conformarse y abstenerse de denunciar.
La corrupción en España
LA CORRUPCIÓN EN ESPAÑA
¿Y en España? ¿Cuál es el elemento añadido que caracteriza a la corrupción en nuestro país? En los últimos años nos hemos venido preguntando qué pasa en la realidad española, por qué cada vez que leemos la prensa, escuchamos la radio o vemos los informativos aparece una noticia vinculada a actos de corrupción. Un día es un político, otro un funcionario municipal o de un organismo público, y, al siguiente, un prestigioso banquero, un empresario, una actriz o un deportista de élite, y así una retahíla de casos que llevan a reflexionar sobre lo que está aconteciendo.
En España hay corrupción. Ésa es la afirmación básica de la que hemos de partir. La corrupción se hace patente y también se percibe. Así lo demuestran los indicadores del barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), organismo nada sospechoso. Según las encuestas que ha realizado el CIS, en los últimos años «la preocupación por los actos de corrupción» se ha incrementado ostensiblemente entre la ciudadanía española. En octubre de 2014, el porcentaje de españoles que consideraban la corrupción como el principal problema en España era del 42,7 por ciento, el segundo tras el paro. En noviembre había subido al 63,9 por ciento y en diciembre alcanzó un 60 por ciento, siempre en segundo lugar[14].
Otros expertos apuntan en la misma dirección. Transparencia Internacional es una organización no gubernamental especializada en temas vinculados con la lucha contra la corrupción y con la transparencia. Se trata de la coalición global más importante contra esta lacra. Sus estadísticas, estudios y análisis son un referente en cualquier intento de localizar, investigar y comparar los niveles de corrupción en el mundo. El IPC es un índice agregado que recoge la opinión de los expertos sobre la corrupción en el sector público, con una escala de 0 (percepción de altos niveles de corrupción) a 100 (percepción de bajos niveles de corrupción). Según sus informes, España se encuentra en la actualidad en niveles de corrupción muy altos respecto de otros países miembros de la Unión Europea. Sólo entre 2005 y 2009, la corrupción política en España aumentó lo suficiente como para pasar del puesto 23 al 28 en el ranking mundial. En honestidad estamos muy por detrás de Alemania, Bélgica, Reino Unido, Holanda, Finlandia, Dinamarca, Francia y Suecia, entre otros muchos. En 2014 se consolidó otra caída, la del año 2013, en el que España descendió diez puestos. Así pues, empatamos con Israel en el lugar 37. En nuestro ámbito regional, nuestro país ocupaba la posición 19, inmediatamente por debajo de Portugal y Polonia[15].
Se trata, al fin y al cabo, de un juego de percepciones. Los españoles somos conscientes, ahora más que nunca, de que vivimos rodeados de un mar de corrupción que alcanza desde el municipio más pequeño hasta las más altas magistraturas del Estado. En este ejercicio de concienciación han desempeñado una labor primordial los medios de comunicación, que en los últimos años han destapado y se han hecho eco de numerosos escándalos. Las denuncias se multiplican y, con ellas, los casos y las investigaciones. Es difícil seguir de perfil ante este acuciante fenómeno; la paciencia está agotada. La crisis ataca con dureza a las carteras de los contribuyentes, que no están dispuestos a dejar pasar ni un acto de corrupción más por delante de sus narices. Los ciudadanos reaccionan con indignación y rabia ante la impunidad.
La realidad en los países de nuestro entorno no ayuda a calmar los ánimos. Constantemente los medios de comunicación hacen públicos titulares tan contundentes como: «Abandona su cargo el ministro de Defensa alemán por plagiar su tesis doctoral»; «El ministro de Presupuesto francés renuncia por tener una cuenta no declarada en Suiza»; «Ingresa en prisión el exprimer ministro portugués José Sócrates por los presuntos delitos de blanqueo de capitales, corrupción y defraudación fiscal»[16]. Por el contrario, el político español se aferra al derecho fundamental de la presunción de inocencia, confundiendo lo que es la responsabilidad penal con la política, en la que la apariencia de probidad o no equivale a la existencia o inexistencia de la misma.
Desde luego, en España hay elementos característicos que, desde hace siglos, vienen contribuyendo a una caracterización bien definida de la corrupción, partiendo de la cultura regional en la que se enmarca, la idiosincrasia que aporta el Mediterráneo y algunos patrones comunes, como el papel esencial de la familia, de los círculos de amigos y las necesidades sociales, sin olvidar el componente histórico, que nos lleva a poner de presente los acontecimientos vividos desde finales del siglo XIX. La alternancia política de Antonio Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta se basaba por entonces en un caciquismo bien asentado, incluso en el siglo XX hasta la Segunda República. En esa época ya vimos el famoso escándalo del Straperlo, que a su vez dio origen al término «estraperlo» para referirse a todo aquello que se pasa de contrabando o de «tapadillo». La dictadura, con la anquilosada estructura franquista, fomentó todo tipo de corrupciones, y durante los años de la Transición se desperdició la oportunidad de erradicar definitivamente la corrupción.
El modelo de Estado en forma de dictadura es una corrupción política en sí misma. Crea además un escenario propicio para realizar estos actos, porque la opacidad y la nula transparencia los favorecen. Durante nuestra larga dictadura, se abonó un terreno ideal para alimentar ese círculo perverso de procesos de corrupción favorecido por el oscurantismo y la ausencia de rendición de cuentas. En definitiva, a causa de la falta absoluta de transparencia en el funcionamiento de las organizaciones públicas, la corrupción comenzó a echar raíces con la intención de quedarse por muchos años.
Patricio Orellana, administrador público en Chile y exprofesor de la universidad chilena, lo explica así: «La incorporación de la corrupción masiva, practicada por muchos de los políticos y jefes administrativos, ocurre cuando el sistema de control y equilibrios, propios de la separación de poderes, desaparece y es reemplazado por la concentración de todos los poderes en el Ejecutivo»[17]. Se cumple la premisa que lord Acton estableció como principio en la ética pública; a saber, que: el poder dictatorial lleva a la corrupción total: «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre malvados»[18].
Los casi cuarenta años de dictadura han dejado inevitablemente una huella indeleble en todos los ámbitos de la vida pública española. En especial en la corrupción. No podía ser menos, ya que una gran parte de nuestra sociedad nació y vivió bajo su yugo. En esas condiciones, es inevitable que se instauren patrones de pensamiento erróneos acerca de cómo debe funcionar un gobierno, tanto entre quienes forman parte del mismo como en el resto de la sociedad. Durante ocho lustros se inculcaron conceptos muy alejados de los que implica la sociedad del bienestar: el acceso a la información pública, la buena gobernanza, la cohesión social de las comunidades y de los pueblos de nuestro entorno, la protección y el cuidado de los bienes y el respeto a lo público. Nos acostumbramos, en definitiva, a un determinado comportamiento de nuestros dirigentes y, de alguna forma, lo aceptamos.
Todavía hoy tenemos que seguir conviviendo con símbolos y actos que conmemoran y ensalzan la dictadura. En muchos colegios los niños siguen escuchando las excelencias del régimen de Franco para la economía española, las muchas empresas que se fundaron en la época y la cantidad de carreteras, autopistas, presas y pantanos que ordenó construir. Podría decirse que de una dictadura marcada por la corrupción la sociedad española ha heredado un modelo de Estado corrupto, o, cuando menos, propicio para la corrupción. En estos términos, Paul Preston ha sentenciado: «Subsiste el legado del franquismo en forma de corrupción y crispación»[19]. Y también: «El franquismo creó una cultura del robo y del pillaje al enemigo, de que el servicio público era para beneficio privado, que se perpetuó y creó hábitos»[20].
Tras dicho período, nadie nos enseñó que nunca se debería haber pasado por esa situación; nadie la deslegitimó. Por tanto, el franquismo no fue el único responsable del nivel de corrupción que hoy sufre España. Durante la Transición no se tomaron las medidas precisas para acabar con ella o al menos reducirla drásticamente. De ahí que haya que corresponsabilizar a ese período del limbo de impunidad en el que parecemos flotar aún hoy. Estos antecedentes históricos bien podrían dar otra pista en la explicación de las características singulares de la corrupción en España.
En el plano internacional, vivimos en un mundo globalizado en el que las fronteras ya no son obstáculo para los corruptos. En ese escenario es importante reseñar que la criminalidad organizada supone un eje de funcionamiento sobre el que pivota la corrupción. La práctica totalidad de las organizaciones criminales no renunciarán a la práctica de técnicas corruptas si con ello consiguen mejor y mayor eficacia en su actuar delictivo. Más aún cuando se basa en la idea de buscar nuevos espacios de impunidad, gracias a que las «técnicas delictivas» van siempre por delante del desarrollo normativo. De ahí que la cooperación judicial sea un elemento esencial que considerar dentro de las políticas destinadas a combatir la corrupción, más aún en el entorno de los países de la Unión Europea.
Los tentáculos de la corrupción buscan expandirse y asentarse en el tejido económico y social de un país, y pueden ir emponzoñando, como una manzana podrida, todas sus redes de actuación. La creación de políticas de transparencia, facilitar el acceso a la información, fomentar la educación en valores y una verdadera política criminal son elementos que deben ser tenidos en cuenta.
El creciente impacto de la corrupción sobre los sistemas políticos y económicos de las naciones, sobre los derechos fundamentales de las personas, y la imposibilidad de combatirla sin acciones coordinadas de todos los estados que integran la comunidad internacional, han llevado a una serie de organizaciones internacionales a adoptar, en los últimos años, una serie de iniciativas vinculantes para luchar contra la corrupción desde las perspectivas nacional, internacional, privada y pública[21]. Trabajar por una sociedad que funcione bajo parámetros de transparencia y rendición de cuentas es un inicio y un buen cambio de mentalidad. Esta nueva visión permitirá que se allane el camino en la lucha contra la corrupción. El objetivo es trabajar para evitar que se afiance la impunidad.
Los efectos de la corrupción son perniciosos, afectan directamente a las bases sobre las que se asienta la democracia[22]. Atenta contra las obligaciones y deberes constitucionales de objetividad e imparcialidad que deben presidir las relaciones de los gobernantes con sus gobernados. Cercena la confianza del ciudadano en las instituciones democráticas y socava la legitimidad del Estado. Afecta a la distribución del gasto público, porque los recursos destinados a determinados sectores de producción se desvían hacia espacios privados de los funcionarios, los gobernantes corruptos o sus familiares[23]. Por último, la corrupción retrae la inversión extranjera, vulnera el principio de igualdad que recoge la Declaración Universal de los Derechos Humanos y quiebra las relaciones con la Administración Pública[24].
En las líneas que siguen y en los capítulos que conforman este libro, me adentraré en el desarrollo histórico de algunos de los casos más destacados de corrupción a través de delitos como la prevaricación, el tráfico de influencias, la malversación de caudales públicos, el fraude y las exacciones ilegales, el fraude de subvenciones, las negociaciones prohibidas, el cohecho (activo y pasivo) y la corrupción en las transacciones comerciales internacionales, completando la constelación con el nuevo delito de corrupción entre actores privados. En este recorrido, la impunidad, o la casi impunidad, ha sido una constante histórica, y la confrontación de este pernicioso fenómeno se asienta en la voluntad de combatirla y en la participación y la transparencia para vencerla.