12. La corrupción y los medios de comunicación
12
La corrupción y los medios de comunicación
Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante.
RYSZARD KAPUSCINSKI
Esta idea de Kapuscinski no es nueva; ya en 1988 Noam Chomsky y Edward S. Herman plantearon que los medios de comunicación se dedicaban a reflejar la percepción del mundo de los grupos de poder en lugar de a descubrir la verdad[1]. Así, la corrupción en los medios de comunicación no es tanto la aceptación de sobornos, dádivas o actividades ilegales (como en el resto de los sectores), sino más bien falta de independencia y transparencia a la hora de obtener y difundir la información y hacerlo verazmente, su principal responsabilidad. Las relaciones existentes entre los medios y los intereses económicos y políticos no hacen más que oscurecer la transparencia.
La opacidad de las relaciones entre poderes y medios, sumada al sesgo informativo de muchos medios de comunicación, favorecen esa impresión. En la misma línea, el periodista Gervasio Sánchez se lamenta de que los periodistas y los medios hayan dejado de lado la esencia del periodismo en favor de intereses empresariales[2].
La superficialidad, la falta de contrastación de las fuentes, la manipulación, cuando no la falsedad, han anidado en el denominado «periodismo de queroseno», que antepone el fin a los medios o, incluso, fabrica aquél para obtener la rentabilidad empresarial o el poder quemando principios, códigos y todo lo que se oponga a aquel espurio objetivo.
Lo cierto es que en la actualidad los medios se han convertido en empresas cada vez más poderosas y diversificadas, y estas empresas lo que en definitiva buscan, además de las inversiones que tengan —que muchas veces nada tienen que ver con la comunicación—, es vender un producto (lectores, espectadores) a unos clientes, es decir, empresas, a través de los anuncios. Este panorama se complica si tenemos en cuenta la actual situación de crisis económica por la que atraviesan los medios de comunicación (especialmente los escritos).
¿Cómo ser independiente si muchos medios han sido rescatados por bancos? ¿Podemos esperar que estos grupos mediáticos nos cuenten la verdad y sean independientes? La realidad nos demuestra que en el conflicto entre interés corporativo e información, la balanza siempre se inclina en favor del interés empresarial. Es lo que David Randall llamaba «la dictadura de los gerentes frente a los directores» o la «hegemonía de la economía de los medios sobre los deberes informativos de los mismos, es decir, el medio concebido exclusivamente como negocio».
La independencia editorial de cualesquiera intereses políticos, económicos o religiosos no debería anular la ideología de un periódico ni de quienes lo hacen, sino potenciar el sagrado fin de la información razonable y razonada buscando la verdad de forma irrenunciable, y marcando el límite sagrado del interés informativo por encima del publicitario o empresarial. Esa independencia no sólo debe proclamarse, sino que también debe protegerse, y para ello deben proveerse condiciones dignas de remuneración al periodista por su talento, no por la recomendación o el favoritismo, que le pueden hacer venal y parcial. La búsqueda de la verdad y el interés público para, a través de una información de calidad, contribuir a la formación de una sociedad que pueda asumir con mejores herramientas la toma de decisiones y los retos de su destino, son la base ética en la que debe apoyarse el ejercicio del derecho humano a la libertad de expresión e información a través de los medios de comunicación.
De esa forma podrá desarrollar su función con dignidad, eficiencia y libertad, respetando el derecho de los ciudadanos a recibir una información veraz, con separación radical entre lo que es opinión, apoyada siempre en la solidez de los hechos, y la rigurosidad ineludible de la información contrastada y veraz; con honradez profesional, huyendo de acusaciones sin pruebas o que atenten contra el honor o el prestigio de personas e instituciones.
El derecho a la información, como derecho básico en una sociedad moderna, propicia el ejercicio de los demás derechos al facilitar la participación en procesos de decisión y salvaguardar la dignidad humana. Es decir, el periodismo independiente y libre debe contribuir a la conciencia de la sociedad y ser el instrumento de vigilancia del poder para determinar el grado de cumplimiento de los derechos fundamentales y sus estructuras.
Un código ético para un medio de comunicación con el poder potencial que éste despliega, se convierte en el eslabón básico de una empresa de esta naturaleza y nos obliga a tener muy presentes las palabras de Joseph Pulitzer, que muchos medios han olvidado, sobre la responsabilidad del periodista en el ejercicio de la profesión: «Una prensa libre debería luchar siempre por el progreso social, nunca tolerar la injusticia o la corrupción, luchar contra la demagogia de cualquier signo, nunca obedecer a intereses partidistas, oponerse siempre a las clases privilegiadas y a todas las sabandijas de la sociedad, mostrar siempre compasión con los pobres y permanecer siempre fiel a la defensa del bienestar público».
En línea con este pensamiento, resulta incuestionable que los periodistas constituyen uno de los valores fundamentales para la protección de la sociedad y sus derechos. Su labor de denuncia de las arbitrariedades, de los abusos de poder, de los crímenes masivos, de la corrupción, de la vinculación del poder con el narcotráfico; su labor de investigación y auxilio a la justicia, les hacen elemento indispensable para la protección integral de los derechos de los ciudadanos.
«Ética» y «responsabilidad» son conceptos que deben estar presentes en toda iniciativa para ganarse la credibilidad a base de la honestidad profesional, y no del escándalo, potenciando valores básicos en esta sociedad globalizada que nos ha tocado vivir.
Por ello, en palabras de la que fuera alta comisionada para los Derechos Humanos, Mary Robinson, una opinión y una información secuestradas adormecen y evitan conocer el grado de incumplimiento y el respeto de los derechos fundamentales por parte del Estado y sus estructuras; además, constituiría el vehículo idóneo para la impunidad y para la corrupción.
Tradicionalmente, se ha considerado que una de las funciones de la prensa era la de denunciar y dar a conocer los abusos que pudieran cometer los poderes del Estado, y, así, se ensalzaba el papel de la prensa como vigilante del poder. Esta función de control social ha quedado absolutamente en entredicho, y se puede decir que, en la actualidad, el tratamiento de la noticia obedece a una línea editorial, cuando no a un interés partidista.
Un ejemplo claro se recoge en el estudio llevado a cabo por Antón R. Castromil[3], que durante la campaña electoral de las elecciones autonómicas y municipales de 2011 analizó lo publicado por los diarios El Mundo, ABC, El País y Público entre los días 15 de abril y 25 de mayo de 2011, llegando a la conclusión de que los periódicos se habían alineado claramente con un partido político determinado. No resulta sorprendente su conclusión de que El Mundo y ABC apoyaban al PP y atacaban al PSOE, mientras que El País y Público ensalzaban a los socialistas y atacan a los populares.
Otro ejemplo lo tenemos el 9 de febrero con respecto al sueldo del actual presidente. Mientras el diario ABC nos daba el titular «Rajoy gana como presidente un tercio menos que en la oposición», el diario El País destacaba que «Rajoy se subió el sueldo un 27 por ciento en crisis». Dos visiones distintas de un mismo hecho, ambas ciertas, pero que ensalzan un determinado trozo de la realidad y silencian otro, en función de los condicionantes políticos y económicos de los medios que comunican. Una transformación sutil que manipula al lector con el interés por respaldar una determinada línea ideológica.
Ya he mencionado por otra parte, en varias ocasiones, el caso Telecinco, que yo mismo instruí[4]. En él, la fiscalía y la abogacía del Estado consideraron que los acusados, junto con otros, como el expresidente italiano y propietario del grupo empresarial Fininvest, Silvio Berlusconi, presuntamente «elaboraron un entramado jurídico-negocial ficticio» para encubrir «la violación» de la Ley de Televisión Privada y «violar la ley tributaria». No obstante, la sentencia fue absolutoria.
Y, por último, un ejemplo quizá más denigrante de lo que no debe ser un periodismo ético y democrático es el que dio determinado sector de la prensa española en torno a los ataques terroristas del 11 de marzo de 2004. Determinados medios de comunicación no tuvieron escrúpulo en alinearse con una mentira conveniente al Gobierno de José María Aznar. No es mi intención realizar un exhaustivo estudio de lo ocurrido en esos días, pero, como expresa el estudio llevado a cabo en la Universitat Jaume I, los medios de comunicación asumieron la campaña electoral que los partidos no pudieron llevar a cabo a causa del atentado[5].
La conclusión anterior puede parecernos obvia. Ahora bien, ¿qué consecuencias tiene esta adscripción partidista si pasa de ser puntual a una constante? La primera parece clara: los medios dejan de cumplir su función de contar la verdad y de controlar al poder. La segunda es que los ciudadanos tienden a elegir los medios en función de su afinidad ideológica y, por último, que los lectores van a creer lo publicado por «su periódico» y no lo publicado por el «contrario», al que considerarán interesado o tendencioso.
Esto, en materia de corrupción, nos parece especialmente preocupante, pues son los medios los que permiten al ciudadano tener conocimiento de la corrupción y, en definitiva, formarse una opinión. Discernir.
Lo anterior nos lleva a plantearnos si en el tratamiento informativo de la corrupción prima la información rigurosa o el criterio ideológico. A esta pregunta responde Palmira Chavero en su estudio sobre la cobertura mediática del caso Gürtel realizado a lo largo de tres años (2008-2011[6]). Las conclusiones a las que llega hablan por sí solas.
En primer lugar, concluye que El País colocó el caso Gürtel como su segundo tema más importante y que ABC lo desplazó hasta los últimos rangos (el sexto tema de los diez más importantes). En segundo lugar, en cuanto al tratamiento del tema, El País responsabilizó al PP desde el momento en que el caso saltó a la luz, postura que ha mantenido y que comparte con El Periódico de Catalunya. Y en el extremo opuesto se sitúa ABC, que presentó el caso como «una estrategia de Garzón en connivencia con el PSOE para atacar al PP», al que siempre exoneraba de responsabilidad.
Frente a este posicionamiento enfrentado, nos encontramos con el tratamiento del diario El Mundo, que en un principio situó el caso como una campaña «de acoso de Garzón» contra el PP y que a partir de la primavera de 2009, cuando se levantó el secreto del sumario, se fue desvinculando de la teoría conspirativa hasta abandonarla definitivamente a finales de ese mismo año, si bien se limitó a reconocer una responsabilidad parcial del PP valenciano que no afectaba a todo el partido, bajo la idea de que se trata de una actuación corrupta de algunos dirigentes que, como Camps, se habían emborrachado de poder hasta caer en el mesianismo[7].
En definitiva, los medios ofrecieron dos relatos distintos: la prensa conservadora (El Mundo, La Vanguardia) asumió la responsabilidad del PP, pero trató de reducir el daño que le pudiera ocasionar al partido a través de la asociación corrupción/clase política, en la que tienen cabida tanto PSOE como PP, mientras que para la prensa progresista (El País, El Periódico de Catalunya) la corrupción quedó asociada al PP, único y completo responsable.
Junto con lo anterior, una aproximación comparativa entre el caso Gürtel y el caso de los ERE revela las diferencias entre la prensa de distinta tendencia. En este sentido, si El País publicó 66 noticias contrarias al PP a lo largo de todo el proceso Gürtel (entre febrero de 2009 y mayo de 2011), ABC atacó al PSOE hasta en 41 noticias durante un período notablemente inferior (desde finales de 2010 a mayo de 2011).
Se puede pensar que estos datos no son novedosos y que es algo que todos sabemos. Ahora bien, lo grave es la conclusión que se extrae de esta realidad: que, al final, determinado tipo de prensa o, mejor dicho, ciertos medios de comunicación no defienden la transparencia informativa, sino las posiciones de un partido político determinado y los intereses corporativos que detenten en el caso concreto. En estos casos la información pasa a ser un producto de segunda categoría. Los medios de comunicación afectados se convierten en un actor más de la política, en un punto de conexión entre los partidos políticos y sus votantes, en un medio de control del poder que ejercen y en un instrumento más de sus campañas políticas, campañas que se convierten en diarias y no ya por períodos electorales.
Lo anterior se observa, mucho más nítido si cabe, en la televisión y la radio, en las que, en función de los intereses políticos en juego y la mayoría de la que dependan los consejos de los medios públicos, comienza el baile de puestos directivos y subordinados. En casos como el de Canal Nou, han existido condenas pactadas en el caso Gürtel, con campañas financiadas ilícitamente, y sólo después de que fuera evidente el cierre del medio, comenzaron a aflorar las presiones y los comportamientos poco transparentes y manipuladores.
Pero también se han comprobado casos en los que el periodismo ha dejado de ser ese baluarte de protección de los derechos de los ciudadanos y se ha plegado al interés del momento primando el interés político o empresarial. Lo hemos visto en el caso Matas en Baleares, en el que, según el viento político y según el apoyo recibido se informa o se opina de una forma u otra. Asimismo, resulta llamativa la campaña tan obscena que se desarrolló en España durante más de siete años con la denominada «teoría de la conspiración» para sostener, a través de supuestos técnicos o «falsos periodistas de investigación», una teoría delirante que daba por hecha la participación de ETA en los atentados terroristas de Madrid del 11 de marzo de 2004. Maridaje que se escenificó de forma grosera, ante la manipulación consentida, salvo alguna excepción, que rectificó inmediatamente, y la imposición del entonces presidente del Gobierno José María Aznar, y que nos condujo al ridículo internacional. A pesar de las pruebas practicadas en el juicio oral y la sentencia condenatoria proferida, algunos siguieron con una información amalgamada, sesgada y poco rigurosa sobre teorías descabelladas que muchas veces se trufaban con el insulto a los supuestos enemigos y amparados en la «dictadura del micrófono».
No han sido menores los alineamientos de algunos medios con el crimen puro y duro, bien como en el caso del periódico Egin en relación con ETA, cuyos máximos responsables marcaban la línea editorial de un periódico que quedó como un instrumento al servicio de la organización; o bien como el periódico Ya cuando estuvo vinculado al letrado José Emilio Rodríguez Menéndez, paradigma de lo que no debe ser un abogado en ejercicio, y a ciertos individuos relacionados con la investigación de los GAL y los fondos reservados, pasando a ser un instrumento planetario de ataque y descalificación, injurias y calumnias de jueces, fiscales y enemigos políticos.
No debe eludirse tampoco la falta de ética profesional cuando hablamos de los denominados «juicios paralelos» en las causas criminales. Es cierto que el conflicto entre investigación penal e información no está resuelto al confrontarse dos derechos fundamentales relacionados con el ejercicio imparcial y sin interferencias de la justicia y la necesidad de información sobre lo que es noticia para la sociedad. No hemos sido capaces de hallar la vía para satisfacer ambos intereses, perfectamente legítimos. El mal entendimiento del principio de presunción de inocencia y la estigmatización sin matices hacen que las personas que comparecen ante el juez sufran un prejuicio que puede contaminar el ejercicio de la jurisdicción.
Los temas antedichos no entran necesariamente en el ámbito jurídico penal de los delitos relacionados con la corrupción, pero no todos los comportamientos a los que se les puede otorgar el calificativo de «corruptos» tienen que ser delitos tipificados en el Código Penal. Estas conductas son reprochables éticamente, porque niegan la propia esencia del verdadero periodismo y amparan la impunidad.
Libertad de expresión frente a seguridad nacional
LIBERTAD DE EXPRESIÓN FRENTE A SEGURIDAD NACIONAL
Aquellos que sacrifican libertad por seguridad no merecen tener ninguna de las dos.
BENJAMIN FRANKLIN
No se puede concluir este capítulo sin hacer referencia a uno de los conflictos que más polémica ha generado siempre y que está próximo al ámbito de la lucha contra la corrupción y a la práctica de la misma contra periodistas o medios de comunicación incómodos o independientes.
Vivimos en una sociedad globalizada que se rige por las reglas no escritas de la comunicación en red universal. Los mecanismos de comunicación, los instrumentos de difusión y la masividad de las informaciones en la Red han desbordado todas las previsiones, y la utilización de los mismos se ha vuelto indispensable para todos y cada uno de los miembros del género humano. Y al ser esto un hecho notorio, se pone de manifiesto aún más la necesidad de que los estados protejan los derechos más fundamentales de sus ciudadanos.
Pero lo cierto es que algunos estados, a través de sus servicios de inteligencia y agencias de información, han sucumbido a la tentación de colocar el ojo de control y conocimiento no para proteger el secreto de las comunicaciones y la fluidez de éstas, sino para invadir terrenos que claramente suponen una vulneración o limitación de tales derechos, bajo la excusa de que con dicha limitación se protegen otros valores de suma importancia, como la seguridad nacional o de la ciudadanía. El problema se agrava cuando la protección de la seguridad nacional en detrimento de derechos fundamentales propios de una sociedad democrática se extiende más allá de las fronteras del propio Estado que las instaura, bien mediante coaliciones en la lucha en favor de la seguridad de la ciudadanía, también conocida como la «lucha contra el terror», o bien mediante presiones implícitas, de carácter económico o político.
Frente a este tipo de coaliciones y/o presiones, los estados que, además, han suscrito distintos convenios internacionales de protección de los derechos humanos y que, por lo tanto, están vinculados por los mismos, se ven en la tesitura de o incumplir tales obligaciones internacionales o sucumbir a los dictados de otros estados más poderosos y, en tal caso, soportar ataques inaceptables desde un punto de vista jurídico y ético en democracia (por ejemplo, el sufrido por el presidente de Bolivia, Evo Morales, porque los servicios de inteligencia norteamericanos decidieron y varios países europeos aceptaron, violando normas de respeto diplomático, que en el avión presidencial en el que viajaba de Moscú a La Paz iba Edward Snowden).
En la historia reciente se han producido varios ejemplos más, de alcance universal, que han puesto en cuestión que el objetivo de esos estados sea proteger la libertad de expresión y la libre obtención de la información y garantizar el derecho a difundir esa información. Éste es el caso de Wikileaks y Julian Assange.
El fenómeno de los whistleblowers, al que ya me he referido, va anejo a la evolución de la globalización de la información y a los nuevos paradigmas que la Red está consolidando. Normalmente, la información que revelan los whistleblowers es sensible, bien por su contenido o bien porque su acceso está limitado, y por ello algunos gobiernos identifican el término whistleblower con el de «espía». Esto contradice la doctrina de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos cuando afirma que «los denunciantes de irregularidades (whistleblowers) son aquellos individuos que dan a conocer información confidencial o secreta a pesar de que tienen la obligación oficial, o de otra índole, de mantener la confidencialidad o el secreto y que divulgan información sobre violaciones de leyes, casos graves de mala administración de los órganos públicos, una amenaza grave para la salud, la seguridad o el medio ambiente, o una violación de los derechos humanos o del derecho humanitario, y deberán estar protegidos frente a sanciones legales, administrativas o laborales siempre que hayan actuado de “buena fe”».
Siguiendo esta misma línea, en la Declaración Conjunta de 2006, los relatores para la libertad de expresión afirmaron que «no debe atribuirse responsabilidad a los periodistas que publican información clasificada o confidencial cuando no hayan cometido ilícito alguno en obtenerla. Corresponde a las autoridades públicas proteger la información legítimamente confidencial que manejan». Un ejemplo reciente de esto ha sido la decisión del Gobierno estadounidense de utilizar la Ley de Espionaje de 1917 para procesar a quienes han filtrado a la prensa información oficial de carácter sensible o clasificada. Y todo ello pese a que, como señala Chomsky, la razón de clasificar información rara vez es para proteger la seguridad nacional[8]. En esta «guerra contra los whistleblowers» que, bajo la excusa de proteger esa seguridad nacional, ha desencadenado el Gobierno de Estados Unidos, lo que realmente debe plantearse es si el objetivo último que se busca no es tanto proteger al Estado como inmunizarlo del escrutinio de su pueblo, permitiéndole actuar con toda impunidad y limitación de los derechos más elementales de su pueblo.
Los relatores especiales sobre libertad de expresión de la ONU y la OEA, en una declaración conjunta de junio de 2013, afirman tajantemente que bajo ninguna circunstancia los periodistas, integrantes de medios de comunicación o miembros de la sociedad civil que tengan acceso y difundan información reservada sobre este tipo de programas de vigilancia, por considerarla de interés público, pueden ser sometidas a sanciones ulteriores. Por otra parte, una persona vinculada al Estado que, teniendo la obligación legal de mantener confidencialidad sobre cierta información, se limita a divulgar al público aquella que razonablemente considere que evidencia la comisión de violaciones de derechos humanos (whistleblowers), no debe ser objeto de sanciones legales, administrativas o laborales siempre que haya actuado de buena fe, de conformidad con los estándares internacionales sobre la materia. Cualquier intento de imponer sanciones ulteriores contra quienes revelan información reservada debe fundamentarse en leyes previamente establecidas, aplicadas por órganos imparciales e independientes, con garantías plenas de debido proceso, incluyendo el derecho de recurrir el fallo. La imposición de sanciones penales debe ser excepcional, sujeta a límites estrictos de necesidad y proporcionalidad.
El tema de la información «reservada» o «secreta» fue objeto de un pronunciamiento específico por la Corte Interamericana en otro ámbito relacionado con el acceso a la información por los ciudadanos, a saber, la aportación de información sobre violaciones graves de derechos humanos a las autoridades judiciales y administrativas encargadas de adelantar los procesos correspondientes a su esclarecimiento y a la administración de justicia frente a las víctimas. En el caso Myrna Mack Chang contra Guatemala, la Corte Interamericana estableció que el Ministerio de la Defensa Nacional se había negado a proporcionar algunos documentos relacionados con el funcionamiento y la estructura del Estado Mayor Presidencial, necesarios para adelantar la investigación sobre una ejecución extrajudicial. El Ministerio Público y los jueces de la nación habían solicitado reiteradamente dicha información, pero el Ministerio de Defensa Nacional negó la entrega invocando el secreto de Estado regulado por el artículo 30 de la Constitución guatemalteca. Según el criterio de la Corte Interamericana, «en caso de violaciones de derechos humanos, las autoridades estatales no se pueden amparar en mecanismos como el secreto de Estado o la confidencialidad de la información, o en razones de interés público o seguridad nacional, para dejar de aportar la información requerida por las autoridades judiciales o administrativas encargadas de la investigación o proceso pendientes».
El ejemplo más representativo de que Estados Unidos no sigue el criterio internacional de derechos humanos es el caso Bradley (Chelsea) Manning, un(a) soldado que decidió denunciar algunas de las violaciones de derechos humanos e irregularidades cometidas en las guerras de Irak y Afganistán por las autoridades estadounidenses, a las que tuvo acceso. Manning fue juzgado por un tribunal militar por, entre otros cargos, ayudar al enemigo, y fue condenado a 20 de los 22 cargos que se le imputaban, entre ellos el de haber vulnerado la Ley de Espionaje. Aun así, pese a que ha sido condenado a 35 años de prisión, no fue finalmente condenado por el delito más grave de ayudar al enemigo. Y es que lo cierto es que la fiscalía no logró determinar cuál había sido el daño que había causado a la seguridad nacional tras la divulgación de estos documentos[9].
Por el contrario, lo que ha quedado claro es que dichas filtraciones contribuyeron a informar debidamente a la ciudadanía de la existencia de vulneraciones de derechos humanos por parte del Estado. Así queda demostrado en el vídeo, conocido como Collateral Murder, del ataque aéreo estadounidense que causó la muerte de Noor-Eldeen y Chmagh, dos trabajadores de la agencia de comunicación Reuters en Irak. Dicho vídeo, posteriormente difundido por un medio de comunicación, desmontó la versión oficial del Pentágono del incidente[10]. Esta acción quedaría claramente protegida por la legislación internacional en materia de derechos humanos, como resalta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, entre otros, en el caso SundayTimes contra el Reino Unido al afirmar que el artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos (CEDH) garantiza no sólo la libertad de la prensa de informar al público, sino también el derecho del público a estar debidamente informado[11].
El caso Manning resultó además paradigmático por cuanto, en el mismo, el fiscal declaró en el acto de juicio oral no hacer diferencia alguna entre una fuente que suministra información a Wikileaks (un medio de comunicación novedoso por cuanto es una plataforma que recibe y difunde información) o a otro medio de comunicación, como el New York Times. Desde luego, esto tiene su lógica dentro de dicha política irracional, por más que algunos medios más tradicionales se nieguen a admitirlo: en ambos casos se está ejerciendo la libertad de expresión e información. Pues bien, desde el Departamento de Justicia se han tomado muy en serio tales afirmaciones, siendo varios los ejemplos recientes en los que se ha iniciado la persecución criminal. Así, el pasado mayo de 2014, la agencia Associated Press denunció que el Departamento de Justicia había accedido al registro de al menos veinte líneas telefónicas entre abril y mayo de 2012 para averiguar la fuente que filtró actividades antiterroristas del Pentágono en Yemen. Una semana después se supo que el Departamento de Justicia y el FBI accedieron en 2010 a los correos electrónicos de James Rosen, el corresponsal jefe de Fox News en Washington, con el objetivo de conocer la identidad de su fuente sobre un ensayo nuclear que Corea del Norte estaba preparando.
Nos hallamos ante un concepto de seguridad nacional devaluado, que no responde al interés general, sino al particular de quien lo diseña, y que violenta derechos fundamentales de los ciudadanos a la intimidad, a la libertad de expresión, de acceso a la información y distribución de la misma.
Una opinión pública libre e informada es condición esencial para prevenir, perseguir y sancionar la corrupción, y lo mejor que el periodismo puede ofrecer a la democracia es hacer que el poder rinda cuentas, con independencia de los poderes económicos y políticos. Hay más probabilidades de que exista y aumente la corrupción cuando los corruptos tienen menos visibilidad mediática. El conocimiento de los casos de corrupción permite la exigencia de responsabilidades, pero si esa realidad está influenciada por el color de uno u otro partido político, los ciudadanos (que no pueden acceder directamente a dicha realidad) no podrán nunca realizar un control serio de los abusos y las malas prácticas del poder.