1. La corrupción en el franquismo

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La corrupción en el franquismo

Las personas de mi generación tenemos una memoria vívida del franquismo. Aunque no sufrimos los momentos más crudos de la posguerra, sí que pudimos comprobar por nosotros mismos la crueldad de un régimen que, consciente de su final, aplicó una represión brutal sobre las facciones más progresistas de la sociedad, aquellas que querían el cambio.

Pero cuando recuerdo aquellos años, el sentimiento que me embarga no es el de rabia o de indignación, sino el de tristeza. Tristeza porque era un país gris y culturalmente atrasado, porque estábamos aislados de los movimientos que en Occidente buscaban ansiosamente nuevas formas de libertad, como el Mayo del 68 o las canciones de los Beatles o los Rolling Stones. Cuando pienso en aquellas tardes de domingo, no puedo dejar de sentir el vacío triste de un régimen de represión y lleno de ideas caducas. La muerte del dictador marcaba el episodio final de la dictadura, y de golpe se abrían perspectivas de futuro para toda una generación que había crecido sin horizontes, sin esperanza y con la tristeza pesada y húmeda de los casi cuarenta años de franquismo.

Un régimen dictatorial de corte fascista de casi cuatro decenios pesa como una losa y deja una profunda impronta en el carácter de la sociedad a la que oprimía. Para entender la España y a los españoles de hoy, es necesario estudiar y analizar su pasado reciente e, inevitablemente, la dictadura de Francisco Franco. Muchas de las dudas que puedan surgir sobre este país comienzan a disiparse estudiando el autoritarismo que marcó casi medio siglo XX. El conservadurismo y la reacción progresista de dos sectores de la nación son reflejo de lo acontecido durante aquellas décadas de represión. Una parte de la sociedad, cómoda en aquel sistema, conformista y feliz, viviendo en el espejismo de la paz y el desarrollo de la incipiente clase media, y, al otro lado, aquellos que ansiaban levantar la voz, soltarse de las cadenas de un Estado en el que los reproches social, jurídico, político y moral eran el mismo y provenían de un ideario de vida impuesto por unos pocos. El franquismo ha dejado huella y sigue marcando nuestra historia y, en cierto modo, nuestro presente, nuestra manera de hacer política, nuestra doble moral, nuestros antagonismos y también nuestra percepción de la corrupción.

No se puede afirmar, sin embargo, que exista un solo factor que explique la corrupción en España. Pero sí que es evidente que el establecimiento de estructuras de poder inamovibles, opacas y anquilosadas, junto con la impunidad de los crímenes cometidos durante la Guerra Civil y la dictadura, han tenido un gran impacto en la configuración de un Estado marcado por la corrupción desde el comienzo; o, si quieren, marcado por el olvido del combate contra la corrupción.

La impunidad de los responsables de los graves crímenes contra la humanidad que se cometieron en España ha tenido unas consecuencias que van mucho más allá del evidente perjuicio individualizado de cada una de las víctimas, en todo caso de extrema gravedad. Dichas consecuencias se extienden a la sociedad en su conjunto, con repercusiones que en el actual contexto de crisis económica se sufren con especial severidad. Quizá por ello, me parecen especialmente perversas las opiniones de aquellos intelectuales y escritores o políticos progresistas (las de quienes quieren redefinir la historia del franquismo ya se asumen en su parcialidad) que, por querer defender la Transición de cualquier crítica, han cerrado toda posibilidad de un análisis objetivo en el que se establezca la realidad de lo acontecido. Agarrarse a toda costa a una supuesta reconciliación, sin considerar todos los factores que pesaron en ese momento de nuestra historia, así como los que intencionadamente se omitieron, es tanto como construir toda la historia bajo el prisma del interés particular o las preferencias de quien lo hace e imponer el olvido o la citada reconciliación por disposición oficial a muchos que, entre otras cosas, no participaron en la misma.

Como afirma Antonio Navalón: «La verdad es que, formalmente, España desde la Transición ha creado un sistema democrático que, en principio, es impecable. Sin embargo, el problema es que los protagonistas de la Transición, mi generación, al atravesar el Jordán de la reconciliación sin sangre, consideraron que se habían ganado el derecho casi sistémico a producir abusos… por el bien del pueblo. Aunque el bien muchas veces consistiera en apropiarse de las cuentas corrientes y la víctima fuera siempre la institucionalización. La corrupción pone de manifiesto lo que parecen olvidar los pueblos, por una parte, y los dirigentes, por otra: los políticos vienen del pueblo al cual traicionan, usando la corrupción como un arma, aunque sea aparente, de desarrollo social… La paradoja de todo esto es que la democracia ha provocado dos situaciones: primera, que la clase política suplante el poder popular; segunda, que cuando los políticos cometen el delito de alta traición, robando al pueblo, éste sigue votándoles».

Gran parte de la sociedad española de hoy nació y vivió bajo la dictadura. Casi cuarenta años de represión, en los que se instauraron a fuego ideas perniciosas acerca de cómo debe funcionar un Gobierno, no sólo entre aquellos que formaron parte de él, sino en el resto de la sociedad. Tiempos en los que se inculcaron conceptos, comportamientos y planteamientos sesgados o claramente equivocados, que además se convirtieron en costumbre. Sin olvidar la imposibilidad de opinar, de expresar ideas distintas de las oficiales o de hablar de temas políticos que no se ajustaran al pensamiento único del Movimiento, a riesgo de sufrir detenciones arbitrarias, torturas y «juicios» del Tribunal de Orden Público, en el que entrabas ya condenado.

Haber vivido bajo ese arquetipo dejó sin duda una huella profunda en la sociedad española, que, una vez formalmente extinguido, heredó un modelo de Estado corrupto. Citando de nuevo a Preston, el legado del franquismo subsiste «en forma de corrupción y crispación»[1]. De ahí la importancia de que este tema hubiera sido resuelto en la Transición. No fue así y pasó a engrosar la nómina de la impunidad, como todo lo relacionado con el régimen franquista. El perdón fue nuevamente para los vencedores en forma de leyes de amnistía para las víctimas de aquél. Quedaba, como dijera Franco, «atado y bien atado» el futuro de España.

En su análisis de los efectos psicológicos de la impunidad, refiriéndose en este caso a Argentina, la psiquiatra Diana R. Kordon decía que la justicia actúa «… como una norma social. Opera para regular los intercambios y las relaciones, las cuales de hecho protege, ya que establece lo que puede y no puede hacerse. La supresión de este nivel conduciría al individuo a una situación de alienación donde se encontraría indefenso y con una sensación de impotencia, sin saber qué hacer, donde todo está admitido, donde no hay discriminación como resultado de la rotura de estándares y valores»[2]. En ese mismo sentido se ha pronunciado otra psicóloga, Judith Zur, en un artículo publicado en Anthropology Today, estableciendo que, en una situación de impunidad, los conceptos de inocencia y culpabilidad pierden su significado[3].

En línea con este razonamiento, podría decirse que la exención de responsabilidad que se ha concedido a ciertos imputados en este país se ha traducido en la configuración de una sociedad con una concepción confusa de lo que es correcto y de lo que no lo es; una sociedad marcada por un cierto «relativismo ético». No hace falta pensar en graves delitos de corrupción; basta con acudir a pequeños detalles del día a día. Trabajar una buena temporada fuera de España, conociendo unas culturas y formas de vivir diferentes, ayuda a percibir de modo más consciente esta picaresca. El contraste con los estadounidenses, por ejemplo, se percibe con suma claridad. El profesor sale del aula en medio de un examen en cualquier universidad estadounidense y ni un solo alumno inclina siquiera ligeramente la cabeza para mirar al compañero. De igual manera, pocos son los que no respetan los límites de velocidad, incluso cuando no hay radares en la zona. Y, como estos patrones, existen otros muchos.

Pero si al quebranto de valores se une la desconfianza que esta impunidad ha provocado en el sistema judicial español, las consecuencias son desastrosas. La falta de respeto es palpable no sólo en la actitud de los autores de los crímenes o sus familiares, sino en la sociedad en general. ¿Dónde queda el principio de prevención general negativa? ¿Dónde la amenaza de sanción que contribuye a disuadir comportamientos delictivos? En el caso español, se encuentran claramente difuminados, y no sin fundamento. Un Estado que ha permitido que crímenes de tal magnitud queden impunes, es percibido como incapaz de exigir el cumplimiento de la ley. De esa opinión son Lucila Edelman y Diana Kordon: «Un problema vinculado a la impunidad tiene que ver con la pérdida de confianza en el Estado en cuanto a la capacidad de hacer justicia y a la certeza de que dicha función será ejercida». La sociedad española en su conjunto, y en especial aquellos sectores que ya han conseguido burlar a la Justicia, ha perdido el respeto por su sistema judicial y no se sienten en absoluto cohibidos por una posible represalia. Estas condiciones convierten a España en un Estado con un gran potencial delictivo y amplias dosis de indulgencia hacia sí mismo, fundamentalmente en el ámbito de la corrupción.

Existen datos que reafirman esta opinión acerca de cómo la impunidad de los crímenes cometidos durante el franquismo ha fomentado la corrupción. Según el mencionado índice de corrupción de Transparencia Internacional[4] para el año 2012, El Salvador y Brasil, dos de los pocos países que aún mantienen en vigor sus leyes de amnistía, aparecen, respectivamente, con una calificación de 38 y 43 puntos sobre 100 (puntuación que corresponde al mínimo nivel de transparencia). Algo de luz tiene que aportar esta «coincidencia» a la raíz de los niveles de corrupción en dichos países.

Durante la dictadura franquista se dieron altísimas cotas de corrupción en las diferentes instituciones, todas ellas sometidas al control último de la estructura vertical diseñada para mantener sumisa y sometida a la sociedad. Esta estructura corrupta se manifestaba no sólo en lo económico, sino también en los ámbitos más dispares (el religioso, el educativo, el sindical, el mediático o el cultural), con una censura ideológica sin fisuras y un modelo económico hecho a la medida de quienes disponían de los medios de producción y controlaban la riqueza, anclada en modelos económicos arcaicos. El sometimiento al control impuesto por la dictadura, con un Poder Judicial sumiso y meramente técnico, hizo imposible la exigencia de responsabilidades en el ámbito político, ya fuera local, provincial o estatal. Los alcaldes y gobernadores franquistas eran omnipotentes en una sociedad falta de cultura política y medios económicos, y con el miedo a la represión en las entrañas. Esta acumulación de poder, tan sólo sometido a la voluntad del líder, fue forjando un sistema, un estilo alternativo de vida bajo la maquinaria de la corrupción, que perduró tras la muerte del dictador. La España de hoy es, en gran medida, heredera de la España de la dictadura.

La economía franquista y la corrupción

LA ECONOMÍA FRANQUISTA Y LA CORRUPCIÓN

Durante el franquismo, la oligarquía dominaba los resortes que permitían generar negocios con la connivencia de la Administración, la cual, de forma más o menos descarada, adjudicó arbitrariamente todo tipo de negocios, bienes, concesiones y otras prebendas que permitieron el despegue de grandes fortunas. La economía se basaba en el concepto de «concesión», y, en un marco de escasez de capital, lo importante era conseguir la asignación de cualquier parcela de negocio: una concesión administrativa (los estancos o las loterías) o los derechos de distribución de petróleo o de cualquier otro producto. Se trató de la instauración del estraperlo y la corrupción, del mercado negro de licencias de exportación e importación, y de los suministros del Estado.

Los grandes estraperlistas españoles comerciaron clandestinamente con todo tipo de productos y amasaron grandes fortunas en una España dominada por el hambre y la necesidad. Entre esos estraperlistas se encontraban ministros, altos responsables políticos y funcionarios; es decir, personas en muchas ocasiones protegidas y amparadas por el propio poder político. Por ejemplo, un informe de la Secretaría General de Falange, recogido en el tomo II-2 de la serie Documentos inéditos para la historia del general Franco, afirmaba: «Hablando de la División Azul, y del ayudante del jefe de la primera región aérea, el señor Gamir dijo que tendría curiosidad de saber lo que para la División se recauda y la cantidad que a ella llega, pues con seguridad son muchos los que a costa de esto se hacen ricos en cosas como ésta y otras peores aún, pues el antiguo gobernador civil de Madrid, Miguel Primo de Rivera, ha hecho gran cantidad de estraperlo y negocios sucios y gracias a eso ha podido montarse una vida de borracheras continuas»[5].

Un aspecto fundamental del estraperlo que corresponde a la corrupción política es el realizado al amparo de la obtención de ventajas por parte de los gobernantes. En su trabajo «Franquismo y corrupción económica», el profesor Carlos Barciela López pone como ejemplo de esa etapa de la España más corrupta casos como los de «el latifundista que conseguía evadir los cupos de entrega forzosa, beneficiarse de la asignación de un cupo de entrega obligatoria inferior a su capacidad productiva o conseguir cupos extraordinarios de abonos, semillas o maquinaria; el industrial que obtenía un cupo sustancioso de materias primas (cuero, lana, cobre, carbón), o un pedido extraordinario del Estado, el intermediario que lograba divisas y licencias para la importación de algún bien»[6].

Las cuestiones vinculadas a la corrupción fueron apareciendo en el día a día como un sistema estructurado. En la España del régimen estaba ligada a la carestía. Disponer de una licencia para importar algún producto muy demandado significaba un enriquecimiento inmediato sin riesgo alguno. Bastaba con tener la influencia política necesaria para convertirse en un «empresario» de éxito. Era enorme la capacidad del franquismo para generar, desarrollar y mantener una corrupción generalizada.

Por encima del «estraperlo de supervivencia», de este negocio del día a día, del que vivían miles de personas, surgió el de alto nivel, en el que la vinculación con el poder era el elemento nuclear. A este respecto resulta interesante referirse a los organismos interventores, que sumieron a España en una corrupción sin precedentes y sin comparación, de una magnitud como en ninguna otra etapa de nuestra historia reciente[7]. Cabe recordar las palabras de Dionisio Ridruejo: «Llegado un cierto momento, la implicación en este sistema, en el que todos resultaban ser corrompidos y corruptores al mismo tiempo, alcanzó una vastedad enorme. Todo el mundo estaba en el ajo, y estar, poder estar en el ajo, era la aspiración de la mayoría de los que el azar o la incapacidad mantenían excluidos. Alcanzar para los más pequeños a vivir, y acumular fortunas para los más grandes, llegó a ser una ocupación tan absorbente que no quedaba espacio para nada más. Es cierto que muchas personas, incluso participantes por necesidad en el gran negocio, vivían irritadas y descontentas. Algunas se disculpaban y disculpaban la inmoralidad general, aduciendo el ejemplo de toda Europa que, a la salida de la guerra, estaba conociendo desórdenes parecidos, con racionamientos impracticables, mercado negro y despiadada especulación con la miseria. Pero no era lo mismo, aparte de que aquellas situaciones no pudieron remediarse, eran visiblemente pasajeras y no era evidente en ellas, como lo era en España, la implicación de las gentes socialmente más responsables, la participación del aparato político y la frecuente facilidad con que hombres que parecían haber luchado por ideales se avenían a venderlos por un plato de lentejas»[8]. Una reflexión dura sobre lo que sucedía en la España del franquismo.

La pretensión del régimen de controlar totalmente, hasta en los aspectos más insignificantes, la producción, el comercio y el consumo de productos, se tradujo en uno de los mayores episodios de desorden y de corrupción de la historia de España. Los estraperlistas y sus socios en el Gobierno y en las instituciones se acostumbraron, durante la época franquista, a un sistema cómodo, fácil, digerible; sobre todo, un sistema en el que no corrían riesgos. Los propios funcionarios de los organismos de intervención, aun los que no eran corruptos, se convirtieron en defensores del sistema intervencionista, porque su carrera profesional se supeditaba a la supervivencia del organismo. Higinio Paris Eguilaz, economista durante la dictadura, señaló: «La ejecución de esta política de control de precios se encomendó a diversos organismos y la burocracia fue creciendo progresivamente. […] El propio aparato interventor fue autoalimentándose y creó una enmarañada red de intereses que le hicieron prácticamente inmune frente a todo intento de alterar la situación»[9].

Fue en este contexto en el que tuvieron lugar dos espectaculares casos de corrupción que merecen un especial análisis, Barcelona Traction y Matesa.

Pero no puedo pasar este capítulo sin mencionar uno de los casos más emblemáticos: el gran fraude perpetrado por el holding inmobiliario Sofico en la Costa del Sol, que afectó a 3000 pequeños ahorradores —no sólo españoles—, atraídos por la campaña publicitaria de la compañía —¿quién no recuerda esa campaña prometiendo beneficios del 12 por ciento anual (muy por encima de lo que ofrecían los bancos)?— y que no obtuvieron el apartamento turístico en el que habían invertido su dinero. La sentencia de la Audiencia Nacional llegó trece años después y sólo fueron condenados, su fundador, Eugenio Peydró Salmerón —que murió pocos días después de la condena— y su hijo, Eugenio Peydró Brillas. Lo más sangrante de este caso, sin embargo, no es la lentitud con que actuó la justicia, sino que, a pesar del elevado número de militares y políticos que formaban parte de los órganos directivos de la compañía, el Tribunal Supremo no autorizó el procesamiento de éstos «al quedar constatado sin lugar a dudas que la dirección y las decisiones ejecutivas de todas las actividades financieras de Sofico las tomaba personal y exclusivamente Peydró Salmerón». La situación privilegiada de los promotores les permitió ejercer un manejo arbitrario del Estado y actuar dentro de la «legalidad» que les proporcionó una impunidad garantizada.

El caso Barcelona Traction

EL CASO BARCELONA TRACTION

¿Todo hombre tiene un precio? ¿Sabes lo que decía don Juan March? Que el que no lo tiene es porque no lo vale.

JOSÉ MARÍA RUIZ-MATEOS

El 12 de septiembre de 1911, Frederick Stark Pearson fundó en Toronto, Canadá, la empresa Barcelona Traction Light & Power Co. Ltd. (BT). Por ello la empresa fue conocida como La Canadiense o La Canadenca. La compañía fue desarrollada por el ingeniero belga-estadounidense Dannie Heineman, director de la sociedad belga Sofina. Se constituyó como un holding que operaba en España a través de una serie de empresas subsidiarias que explotaban servicios de transporte y energía. De entre ellas destacaba Ebro Irrigation & Power Co., propiedad de BT pero registrada en España[10]. Así, las acciones y obligaciones de las filiales de BT pertenecían a ésta, pero sus activos tangibles se encontraban en España. Mientras que una pequeña parte del capital de BT se componía de fondos propios, el grueso de su capital era convertible mediante acciones y obligaciones. La mayoría del control de las acciones de la compañía (aproximadamente un 75 por ciento) lo detentaba Sofina, que participaba en BT a través de una intermediaria, Sidro[11].

El objetivo de la empresa era realizar operaciones de adquisición de la producción eléctrica y de las comunicaciones alrededor de Barcelona para su utilización en el alumbrado público, el suministro doméstico y las aplicaciones típicas de la fuerza motriz asociada, principalmente, al funcionamiento de los tranvías y a la red de ferrocarriles metropolitanos. La entidad adquirió una concesión para obtener energía hidroeléctrica del Ebro y otros ríos, con la finalidad de proveer de electricidad a la ciudad. Se hizo, además, con intereses de otras empresas eléctricas de la zona, de la línea Tramvies de Barcelona y de la Companyia Barcelonesa d’Electricitat en 1923. Con el fin de obtener la energía eléctrica necesaria para suministrar a sus filiales, inició un proyecto de aprovechamiento hidroeléctrico con la construcción de importantes infraestructuras, como el canal de Seròs y las presas de Camarasa y Sant Antoni.

Con la realización de estas inversiones, entre 1914 y 1924, Barcelona Traction comenzó a tener problemas financieros y tuvo que realizar diversas operaciones de reestructuración de su deuda[12]. La situación empeoró con el comienzo de la Guerra Civil. El Comité Central de Control Obrero de Gas y Electricidad de Cataluña se ocupó de la gestión de sus fondos y cuentas bancarias, causando un gran quebranto a la compañía. Tras la guerra, se autorizó el restablecimiento de su órgano de gobierno y de los servicios eléctricos. En 1945 BT intentó llevar a término un convenio de transformación de la deuda en divisas por deuda en pesetas, de una sola vez y con una quita del 50 por ciento. Sin embargo, la empresa no logró obtener la autorización de las autoridades españolas. En este contexto, un grupo de filiales del grupo Juan March, como Fenchurch Candidato Ltd[13], intentó hacerse con el control de la entidad mediante la compra masiva de obligaciones en unas condiciones comparables a las del convenio. Pero las negociaciones entre March y Heineman se truncaron[14].

El 12 de febrero de 1948, algunos de los acreedores de la deuda de BT solicitaron en el Juzgado de Primera Instancia de Reus la declaración de quiebra de la compañía. En cuestión de horas se despidió a la gerencia y a la dirección de la empresa y de las compañías subsidiarias[15]. BT acumulaba una suma de créditos de unos 10 millones de libras esterlinas entre principal e intereses acumulados[16].

Los gobiernos de Canadá, Reino Unido —que se sumó al litigio en apoyo de Canadá debido a que las emisiones de deuda eran en su moneda y había acreedores británicos— y Bélgica iniciaron actuaciones ante los tribunales españoles, pidiendo protección diplomática de sus nacionales con intereses ligados a BT. España creó entonces una comisión internacional de expertos para evaluar la situación. La comisión emitió una declaración conjunta de los gobiernos español, británico y canadiense, favorable a que la Administración española propiciase la salida a subasta pública de la compañía en 1952[17].

En esa subasta hubo un único licitador, Fuerzas Eléctricas de Cataluña S. A. (Fecsa), constituida por Juan March en 1951, que finalmente adquirió los activos de BT por cerca del 5 por ciento de su verdadero valor —aproximadamente medio millón de libras esterlinas— y acordando compensar la deuda. El valor teórico de la compañía se calculaba en 10 millones de libras[18].

Según Pere Ferrer, Juan March se quedó Barcelona Traction por 10 millones de pesetas «cuando la valoración real oscilaba entre los 6000 y los 8000 millones de pesetas». «Como si se tratara de un golpe de Estado, los hombres de March ocuparon manu militari todos los cargos de responsabilidad de la nueva sociedad Fecsa»[19].

Vistos estos hechos, el Gobierno belga presentó, el 23 de septiembre de 1958, una demanda ante la Corte Internacional de Justicia para ejercer la protección diplomática de sus nacionales, personas físicas y jurídicas, accionistas de la sociedad. Las negociaciones comenzadas en 1961 fracasaron, de modo que los belgas decidieron volver a la Corte Internacional[20].

En su fallo del 5 de febrero de 1970, la corte rechazó la demanda belga por quince votos a uno. El tribunal consideró que Bélgica carecía de ius standi, al tener la compañía su sede en Canadá, donde conservaba también su contabilidad y el registro de sus acciones. Asimismo, afirmaba que Barcelona Traction nunca se había visto reducida a una impotencia tal que no pudiera dirigirse a su Estado original, Canadá, para solicitar su protección, y que no existía ninguna regla de derecho internacional que confiriera al Estado de origen de un solo accionista el derecho a dicha protección. Este derecho de protección diplomática para buscar una compensación existe únicamente para el Estado de origen de una compañía[21].

Tras esta resolución, en julio de 1974 el Tribunal Supremo de Ontario ordenó la venta de la empresa y sus activos. En agosto BT sería cancelada de la Bolsa de Londres. Ante la opinión pública nacional, Juan March quedó como uno de los mayores contrabandistas del país, y la prensa extranjera llegó a considerarle «el último pirata del Mediterráneo».

El caso de la Barcelona Traction sentó precedente en el derecho internacional público, estableciendo que el concepto de la protección diplomática en virtud del derecho internacional puede aplicarse por igual tanto a las empresas como a los individuos. También amplió la noción de obligaciones erga omnes (en relación con todo el mundo) en la comunidad internacional. Se pronunció asimismo sobre otras cuestiones, como el agotamiento de los recursos internos, la excepción de denegación de justicia, el desistimiento, la aplicación de figuras como el abuso del derecho y el desvío de poder en el derecho internacional, la interpretación que debe darse al artículo 37 del Estatuto de la CIJ, fundamentalmente, a través de sus votos particulares, así como sobre la forma en que opera la responsabilidad internacional de los estados por actos de sus autoridades judiciales[22].

Toda la operación dirigida por Juan March, y que daría lugar a la adquisición de la BT por aquél en 1951 a través de Fecsa, empezó con la provocación de la quiebra de la empresa, presentada en el juzgado de Reus, y con algunos indicios, según el historiador Pere Ferrer, de soborno al juez. El abordaje por Juan March a BT, desde el comienzo, estuvo amparado por el Gobierno franquista. «March ya hacía tiempo que había echado el ojo en esta compañía, y a partir de 1945 empezó a comprar las primeras obligaciones de la Barcelona Traction, pagándolas a precios reventados». La «estrategia de Franco para facilitar la operación de March» de apropiación de la compañía fue la de la nacionalización, «sólo que en este caso la empresa no se quedaría en manos del Estado, sino del potentado March». Ambos se aferraron al patriotismo español para justificar lo que en realidad fue «una operación de piratería económica»[23].

Otro ejemplo de corrupción en el franquismo, mucho más sonado, podemos encontrarlo en el caso Matesa, cuyo protagonista, Juan Vilá Reyes, presidente del RCD Español en la temporada 1968-1969 y empresario, pasó en total seis años de cárcel y murió en 2007.

El caso Matesa

EL CASO MATESA

La corrupción lleva infinitos disfraces[24].

FRANK HERBERT

Para el pueblo alemán, la victoria ante la selección húngara —selección que no perdía un solo partido desde hacía cuatro años— en la final del Campeonato del Mundo de Fútbol de 1954 fue un renacer tras una larga posguerra. Considerada una de las hazañas más importantes de la historia del deporte, este partido se conoce como «el milagro de Berna», porque la final se jugó en la capital suiza y electrizó a la sociedad alemana como pocos acontecimientos lo han logrado en la historia reciente[25].

Jeno Kalmár, que formó parte del equipo húngaro que jugó dicha final como ayudante del entrenador, aterrizó en España tras la Revolución húngara de 1956. En España, Jeno entrenó al Sevilla y al Granada —que jugó y perdió una final de la Copa del Generalísimo contra el Barcelona— para, en 1967, recalar finalmente en el RCD Español de la mano de un presidente ambicioso, Juan Vilá Reyes que, con el apoyo político de Juan Antonio Samaranch, estaba construyendo un equipo de leyenda. Juan Vilá Reyes consiguió una alineación histórica: José María, Cayetano Ré, Rodilla, Amas y Marcial, conjunto conocido como «la delantera de los delfines», que se convirtió en un hito en la historia del club y que todavía es venerada por todo aficionado españolista que se precie[26].

La figura de Juan Vilá Reyes se encontraba en pleno apogeo: presidente del RCD Español, empresario de éxito, relacionado con el poder, y capaz de aparecer en el programa de moda de la naciente Televisión Española Ésta es su vida[27], dedicado a glosar las vidas de los personajes más populares del momento, como Salvador Dalí, Antonio Mingote, Manuel Santana, Ricardo Zamora o Antoni Tàpies, entre otros.

La familia Vilá formaba parte del sector textil ya antes de la Guerra Civil. Durante la contienda se refugiaron en el extranjero y terminaron abriendo una pequeña empresa en Zarautz que luego trasladaron a Pamplona, donde fundaron Manufacturas Arga. Juan Vilá Reyes obtuvo el título de ingeniero técnico industrial textil y en los años cincuenta fundó Matesa (Maquinaria Textil S. A.)[28], empresa dedicada a la investigación y creación de tecnología textil. Su primer y principal desarrollo fue el telar sin lanzadera Iwer, basado en la patente francesa Ancet-Fayolle[29].

El telar Iwer consiguió un éxito importante en las ferias internacionales en las que se presentó, pero tenía algunos problemas. Su gran competidor era el telar Sulzer, con el que tenía notables diferencias. El telar Sulzer podía trabajar anchos de cuatro metros, mientras que el Iwer sólo llegaba a los 2,40. Además, el telar Iwer requería mucho más mantenimiento. Ambas máquinas conseguían reducir notablemente la plantilla necesaria en las empresas textiles, mejorando la productividad[30].

Matesa se lanzó a una carrera exportadora sin precedentes en la historia económica española. Vilá Reyes abrió filiales en todo el mundo, hasta llegar a la cifra de 74. El Banco de Crédito Industrial otorgaba créditos a Matesa para exportar los telares, las filiales los compraban y estas mismas filiales debían abonarlos al Banco de Crédito. Era un esquema complejo y los precios apenas cubrían los costes; la fábrica de Pamplona no conseguía fabricar los telares con un coste que permitiera obtener unos márgenes aceptables[31].

Sin embargo, Vilá Reyes era considerado un «renovador» cercano al Opus Dei, que había medrado alrededor de la figura de Laureano López Rodó y con los impulsores del New Deal español, pero siempre con la fuerte resistencia de los «tradicionalistas», que no deseaban perder su poder. En este contexto político, Matesa emprendió una huida hacia delante. Los márgenes no eran ni mucho menos los esperados, y fue preciso forzar la máquina e impulsar la producción al máximo. El escaso control existente sobre el Banco Industrial le permitió obtener líneas de crédito, pero las máquinas no se vendían y se almacenaban en las filiales. El dinero se invertía en la expansión enloquecida de la empresa y en las remuneraciones de sus directivos. Hasta agosto de 1969 Matesa había recibido créditos por un valor de 10 000 millones de pesetas[32].

El comportamiento de Matesa empezó a ser un secreto a voces en 1967, momento en el que se imputó a Vilá Reyes en un proceso por fuga de capitales en el Juzgado de Delitos Monetarios. La sentencia estuvo muy lejos de ser ejemplar. Se le multó con 23 millones de pesetas por una fuga declarada de más de 100, y no se le obligaba a devolver el dinero[33]. El sector del Gobierno que apoyaba a Vilá Reyes corrió un tupido velo sobre este asunto y continuó permitiendo la carrera suicida de Matesa, alimentada por los créditos del Banco Industrial. Sólo en el último año de funcionamiento de la sociedad se le inyectaron 3000 millones de pesetas[34].

El 28 de julio de 1969 estalló el caso y Vilá Reyes fue detenido en su domicilio[35]. Su hermano Fernando y su cuñado, Manuel Salvat Dalmau, directivos de la empresa, ingresaron en la cárcel de Carabanchel. Todo se había preparado cuidadosamente para el asalto final. La estrategia de los «azules» (los tradicionalistas), con Manuel Fraga, ministro de Información, y José Solís, ministro secretario general del Movimiento, como cabezas visibles, era clara: descargar la artillería pesada de la prensa del Movimiento contra las huestes de los «tecnócratas».

La revista SP, próxima a Falange, publicó el 9 de agosto de ese año un editorial que rezaba: «El control público de la empresa privada MATESA lleva camino de convertirse en el affaire más sonado de los 30 últimos años, pues sus incidencias económicas y financieras […] bordean las fronteras del escándalo, la ligereza y el fiasco». Los lectores asistieron sorprendidos a una libertad informativa sin precedentes, que no tardó en volverse contra sus instigadores. Así lo insinuaba Nuevo Diario: «El hombre de la calle, espectador mudo y asombrado […] adivina que, en el fondo, se está ventilando una durísima y nada académica lucha por el poder»[36].

El 13 de agosto, Informaciones ofrecería un primer elemento para la dramatización del caso. Comparaba la cantidad prestada con los presupuestos de inversiones de diversos ministerios para 1969. Tal cantidad era semejante, según Informaciones, al presupuesto del Ministerio de Agricultura, y sólo era superada por los de los ministerios de Obras Públicas, Educación y Vivienda. Esta comparación hizo fortuna y fue reproducida por el resto de los diarios[37].

El propio Vilá Reyes denunció posteriormente la «confabulación»: «Así se provoca el mayor escándalo público del franquismo. Todos los medios de comunicación oficiales desencadenaron una intensa campaña […]. Tan sólo en los diarios de Madrid aparecieron, en un mes y referidos a este tema, 44 editoriales, 14 chistes, 371 informaciones —74 en primera página— […]». Uno de los chistes más celebrados lo firmó Chumy Chúmez en el Diario Madrid. Dos caballeros barrigones toman el sol en la playa. Uno dice: «Pues yo, hasta que empiece la Liga, tengo bastante con lo de Matesa…».

En La Vanguardia, se insinuó que el caso Matesa no fue solamente una estafa a gran escala con la colaboración de altos funcionarios de la Administración de Franco relacionados con el Opus Dei, sino que, según la interpretación de Vilá Reyes, Matesa fue diseñada para convertirse en una pieza fundamental en la financiación y el ascenso del político francés François Mitterrand y en parte de un plan para desarrollar una estructura política en España tras el fin del régimen[38]. Por delirante que parezca esta interpretación, Vilá Reyes la mantiene y veinte años más tarde la desarrolló en todo detalle.

La estructura societaria de Matesa en el extranjero se basaba en el modelo de la Hidra, con mil y una cabezas que se crean y se cierran según las necesidades y para permitir el modelo piramidal de estafa y evasión de dinero. Se creó en Luxemburgo la filial Sodetex en 1968, filial que tenía como objetivo la consecución de créditos en eurodólares, usando como garantía las patentes internacionales del telar Iwer. Jean de Broglie, aristócrata francés, colaborador de De Gaulle y fundador junto con Giscard de la Federación de Republicanos Independientes, era el socio de Sodetex y figuraba como presidente de Sodetex en el acta de fundación[39].

Sodetex, ya desde el mismo momento de su fundación, inició la actividad para la que ha sido fundada, las emisiones de eurodólares (solamente en 1968 Sodetex emitió 2248 millones de pesetas en dólares). En 1969 la actividad de Matesa se detuvo en seco cuando se iniciaron las imputaciones a la red empresarial, pero Sodetex continuó su actividad de generación de capital. Pero cuando Matesa inició su caída, Giscard ya había conseguido la cartera de Finanzas tras el apoyo prestado en las elecciones a Pompidou, que consiguió derrotar al otrora invencible De Gaulle[40].

La intervención judicial intentó recuperar los fondos de Sodetex y otras empresas del exterior, pero no lograron un acuerdo con Jean de Broglie hasta 1974, momento en el que se transfirieron unos fondos paupérrimos al Estado español. El resto se esfumó[41].

En 1976 Jean de Broglie fue asesinado en un oscuro caso que el ministro de Justicia francés enunció como «asesinado por gángsteres debido a unas deudas». Sin embargo, la investigación fue errática y no llegó al fondo del asunto, evitando tocar los aspectos más delicados de su biografía. Tres años más tarde, en 1979, el ministro de Trabajo de Giscard d’Estaing, Robert Boulin, se suicidó, justo horas después de declarar su intención de hacer revelaciones de gran alcance y, se supone, algunas concernientes al asesinato y andanzas de De Broglie[42].

Fueron sin duda años complejos para la política francesa y española, y está claro que en toda la historia del entramado societario exterior de Matesa hay aspectos muy oscuros (como en toda trama delictiva). No obstante, el mismo Vilá Reyes impulsó, con veladas acusaciones, la posibilidad de que la red exterior de Matesa se utilizara para el movimiento ilegal de capitales y la financiación de la expansión del Partido Republicano de Giscard[43].

Casi cuarenta años más tarde parece, muy difícil establecer las casi infinitas ramificaciones del entramado pero está claro que el empeño que se tuvo en esclarecer estos oscuros sucesos no fue el necesario para descubrir por completo toda la inmensa estafa de Matesa[44].

Posiblemente, la imagen más paradigmática de la investigación fue cómo se ofrecieron a los procuradores de las Cortes los documentos describiendo la estructura de Matesa en el exterior: atados con una cadena para evitar su sustracción y copia. Triste imagen de un escándalo que se tapó no sólo en España, sino en otros países, y que dejó un reguero de crímenes y suicidios tras de sí. Y es aquí donde se insinúa que la red creada por Sodetex fue una herramienta utilizada por el Partido Republicano de Giscard para su rápido crecimiento[45].

En España, por aquel entonces, el almirante Luis Carrero Blanco, cerebro del régimen, debido al ya inocultable deterioro físico de Franco, no se había pronunciado claramente, pero no tardó en hacerlo. Para Carrero, el asunto Matesa era uno de los «cuatro problemas políticos que si no se resuelven en su conjunto con la debida urgencia» podrían «erosionar seriamente nuestro régimen»[46].

Al inicio del proceso Matesa, era posible observar una guerra entre dos facciones bien definidas: por un lado, Juan Vilá Reyes con su abogado, José María Gil Robles, y por otro el Movimiento, que intentaba llevar a cabo una vendetta entre los tradicionalistas y los reformadores del Opus.

Para Vilá Reyes, el proceso en España acabó con fuertes condenas. En octubre de 1967, el Tribunal Especial de Delitos Monetarios le impuso finalmente una multa de 21 millones de pesetas por un delito de evasión probada de 103,5 millones de pesetas. Además, en mayo de 1970 ese mismo tribunal condenó al empresario —condena que el Tribunal Económico Administrativo confirmaría posteriormente, en 1972— al pago de una multa de 1658 millones de pesetas y a tres años de prisión. Sin embargo, antes incluso de la confirmación de la sentencia, en 1971, Vilá Reyes obtuvo el indulto del mismísimo general Franco, quien le condonó el pago de la multa y le redujo la pena de prisión a una cuarta parte de la inicialmente impuesta. Como se ve, lo del indulto en casos de corrupción es una medida que los dirigentes políticos aplican a los que les defienden o apoyan, algo que se hace sin distinción de ideologías ni países (Clinton, Franco, González, Aznar, Rodríguez Zapatero, Rajoy, Sarkozy, Berlusconi…) hasta la actualidad. El Ministerio Fiscal entabló una querella en la Audiencia Provincial de Madrid el 1 de septiembre.

Más adelante, en mayo de 1975, Vilá Reyes fue condenado por la Audiencia Provincial de Madrid por dos delitos de estafa por un importe de 8933 y 590 millones de pesetas respectivamente, 417 delitos de falsedad en documento mercantil y cuatro de cohecho activo. Esta condena fue confirmada por el Tribunal Supremo en febrero de 1976 y conllevó la friolera de 223 años de prisión y más de 9600 millones de pesetas en concepto de indemnizaciones o multas. Al final, tras sucesivos recursos, Vilá Reyes logró cumplir sólo siete años, siete meses y veinte días en la prisión de Carabanchel[47]. La reducción de penas en aquel momento también era habitual.

En esta sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid fueron imputados los colaboradores más cercanos de Matesa, así como algunos de los empleados del Banco de Crédito Industrial, que concedió créditos a Matesa desde 1964. La empresa llegó a recibir hasta casi una cuarta parte de los recursos anuales de esta entidad financiera, que fue acusada de negligencia o cohecho. A pesar de que el Pleno del Tribunal Supremo decidió procesar a los exministros de Hacienda y de Comercio, Juan José Espinosa y Faustino García-Moncó, y al gobernador del Banco de España, Mariano Navarro Rubio, ninguno de los tres fue condenado; ni tampoco otros altos cargos, como López Rodó, imputados inicialmente gracias a un informe presentado por una comisión de investigación de las Cortes, un hecho excepcional hasta entonces.

La tramitación parlamentaria del caso se inició el 16 de octubre de 1969 con la designación de los treinta miembros de la Comisión Especial de Estudio, Investigación y Propuesta, que sería presidida por el veterano falangista Raimundo Fernández Cuesta. Esta comisión fue nombrada —como todas— por el presidente de las Cortes una vez «oída la Comisión Permanente y de acuerdo con el Gobierno». Su composición reflejaba con bastante fidelidad los grupos de representación «orgánica» en que se dividían las Cortes: la Organización Sindical (ocho miembros) era el grupo más numeroso, seguida del grupo de consejeros nacionales; en cuanto a las simpatías políticas (o «familiares») de los miembros de la comisión, había cierto predominio del sector «azul» cercano a la Secretaría General del Movimiento[48]. Las conclusiones del informe fueron especialmente duras, en la misma línea en que lo fuera el enfrentamiento entre los tecnócratas y los azules, pero concluyó como ya he mencionado, con el indulto concedido por Franco, y Espinosa, García-Moncó y Navarro Rubio tan sólo comparecieron finalmente como testigos. Según sus declaraciones, habían sido invitados a visitar las fábricas de Matesa y sospecharon de las irregularidades entre seis y dos años antes de que el asunto trascendiese.

En cuanto a la empresa, fue embargada en 1969 y continuó sus actividades industriales bajo el control de un administrador judicial hasta marzo de 1983, año en que se subastó por 66 000 pesetas, adjudicándose a una sociedad laboral formada por antiguos empleados. Su antiguo propietario, Vilá Reyes, fue nombrado director general de la nueva entidad.

Éste es un buen ejemplo práctico de la dinámica habitual que seguirían los casos de corrupción. No obstante, sí resulta excepcional el tratamiento que recibió por parte de los medios informativos al amparo de la Ley de Libertad de Prensa. También es interesante reflexionar sobre el hecho de que la corrupción generalizada del primer franquismo[49] tuvo unos efectos dramáticos, perniciosos en el tiempo. Toda España vivió al margen de la ley durante más de una década[50]. Así, la responsabilidad del franquismo en el terreno de la corrupción desbordó la propia vida del régimen. En muchos casos, se produjo una continuidad desde el estraperlo a la nueva corrupción económica propia de la segunda etapa del régimen. Podría afirmarse que se generalizó una conciencia laxa en torno al cumplimiento de algunas normas. Así, la impunidad con la que actuaron sus protagonistas se prolongó en la historia. Ningún político ingresó en prisión por delitos relacionados con la corrupción; no se produjo ninguna dimisión; los indultos cubrieron a los amigos y la impunidad, absoluta o relativa, a la vez que la falta de credibilidad de las sanciones, fue tan evidente que en la Transición no se tuvo ni necesidad de corregirla. Era lo que se hacía y era lo normal. La ejemplaridad del caso Matesa en el ámbito judicial llegó sólo hasta el procesamiento y la acusación de los altos responsables políticos. A continuación, el dictador los indultó a todos con un decreto publicado en el BOE el 1 de octubre de 1971 por el que se otorgaba la medida de gracia, con motivo del trigésimo quinto aniversario de su «exaltación al Poder». Uno de los tipos de pena cubiertos por este decreto eran las pecuniarias «cualquiera que fuese su cuantía», y además se aplicaría la gracia «sin necesidad de que se celebre juicio oral ni, en consecuencia, se dicte sentencia». El 22 de octubre, el Pleno del Tribunal Supremo aplicaba el indulto a lo que constituía la parte «política» de la causa[51]. Como se ve, se protegió a esa parte, adelantando la medida incluso al momento de la sentencia. Las cosas había que hacerlas bien y ni siquiera dejarlas en manos de los jueces.