9. La corrupción en la Iglesia
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La corrupción en la Iglesia
Los gobiernos que quieren mantenerse incorruptos han de preocuparse, en primer término, de mantener incorruptas las ceremonias religiosas y venerarlas incesantemente.
MAQUIAVELO
La corrupción es algo socialmente reprochable. Incluso aquel que la practica suele caer en la hipocresía de apuntar con el dedo al resto de los corruptos, ocultando bajo siete llaves su propia corrupción. Ese reproche es eminentemente social además de jurídico. Supone la ruptura de las reglas cívicas más básicas. En el plano legal, como hemos visto hasta ahora, el legislador nacional e internacional ha intentado con mayor o menor éxito subsumir las acciones corruptas más dañinas en la ley para castigarlas, desarrollar un tipo legal, una acción reprochable con su respectiva consecuencia o castigo intentando ser aséptica, científica y técnica. En la aplicación de la ley no debe hallarse venganza ni pasión. Tanto mal haces a la comunidad, tanto habrás de pagar. En las religiones existe, sin embargo, un elemento suplementario, la moral religiosa.
Existen diferencias importantes entre la moral religiosa y la legalidad. La norma jurídica está diseñada para que un poder coercitivo persiga el delito e imponga y ejecute un castigo. Sin perjuicio de que la conducta perseguida por la ley también tenga su propio reproche moral, en el plano religioso el daño tendrá que depurarse ante Dios. Si la ley es el reflejo de la sociedad y su moralidad particular, se podría decir que todo lo que es ilegal suele ser también inmoral, pero no todo lo inmoral para un colectivo es necesariamente ilegal. Existen actitudes que el Estado no se detendrá a perseguir. Son aquellos actos que según las distintas confesiones dañan nuestra alma y ofenden a Dios. Pero mientras dicha ofensa no dañe a la sociedad en su conjunto, el legislador suele pasarlas por alto, por entender que pertenecen a la conciencia y la vida privada de cada individuo.
Aquellos que hablan en nombre de la religión predican la moral, aunque a veces ellos mismos practican una doble moral. Es por ello por lo que la corrupción cometida por el religioso parece ser doblemente reprochable. Por un lado, en términos jurídicos o sociales laicos. Pero, por otro, en términos morales y religiosos. Es decir, al corrupto se le señalará con el dedo por corrupto. No obstante, al corrupto y religioso se le señalará además por hipócrita. Porque no hace lo que dice ni dice lo que piensa. El cinismo del predicador parece imperdonable para sus seguidores precisamente por el componente moral de sus enseñanzas. El individuo ateo corrupto ha de responder ante el Estado, el creyente lo hará también ante Dios, y el predicador… ése se someterá al juicio de los anteriores además de al de sus propios seguidores.
Como decía, la moralidad está en todas las religiones y casi toda moral habla de corrupción. Aquí la corrupción no es delito sino pecado, y se depura de muchas maneras: en un confesionario ante un sacerdote para los católicos, en meditación y oración individual pidiendo perdón y expresando la intención de enmienda entre judíos y musulmanes, o haciendo algo bueno para equilibrar el karma para budistas e hinduistas. Está reconocido en el judaísmo, el cristianismo, el islam, el budismo, el hinduismo…, probablemente en toda confesión que incorpore su propia definición del bien y del mal.
Los textos sagrados del judaísmo, de los que tanto beben los cristianos, contienen versículos explícitos que condenan la corrupción. El libro del Deuteronomio, en el capítulo 16, verso 19, exhorta: «No tuerzas el derecho; no hagas acepción de personas, ni tomes soborno; porque el soborno ciega los ojos de los sabios, y pervierte las palabras de los justos»[1]. Adicionalmente, la ley mosaica, en su séptimo mandamiento, declara: «No robarás». El rabino que cometa soborno se enfrentará entonces a la ley, a Yahvé, pero también a la comunidad judía que, desilusionada, verá cómo un líder moral yerra contradiciendo las enseñanzas que predica.
El islam aglutina una larguísima lista de preceptos que el buen musulmán habrá de seguir. Se ordenan en dos grandes libros, el Corán y la Sunna. El Corán es la palabra misma de Dios sin interferencia humana más que la aséptica transmisión del arcángel Gabriel a Mahoma y de este último al mundo. La Sunna tiene una naturaleza distinta; es una compilación de dichos y hechos del Profeta. Está compuesta por los llamados «hadiz», y los propios estudiosos admiten que su fiabilidad depende de cada caso. El Corán, repartido en suras y aleyas, llega a decir: «No os devoréis la hacienda injustamente unos a otros. No sobornéis con ella a los jueces para devorar una parte de la hacienda ajena injusta y deliberadamente»[2]. En el mismo capítulo indica: «Pero, apenas te vuelve la espalda, se esfuerza por corromper en el país y destruir las cosechas y el ganado. Alá no ama la corrupción»[3]. La repetición de preceptos anticorrupción no acaba ahí; más adelante, en otro capítulo, aclara: «Entre las generaciones que os precedieron, ¿por qué no hubo gentes virtuosas que se opusieran a la corrupción en la Tierra, salvo unos pocos que Nosotros salvamos, mientras que los impíos persistían en el lujo en que vivían y se hacían culpables?»[4]. Estos preceptos seleccionados revelan que Alá detesta la corrupción, se condenan la prevaricación y el soborno, y hasta se habla del elemento económico, del lujo y de lo superfluo.
El hinduismo ha sido interpretado por los occidentales como una religión con elementos que facilitan la corrupción. Diseña una sociedad de castas en la que cada individuo, por nacimiento, tiene un lugar en la comunidad del que no podrá escapar si no es por la muerte y su eventual reencarnación. Los actos buenos y malos tendrán su castigo y recompensa en la siguiente vida, pero, mientras estemos en ésta, cada uno tendrá su lugar con privilegios o desventajas. Un contexto social tan encorsetado y en el que la impunidad está tan respaldada por la resignación religiosa de ser bueno, sumiso y esperar a la vida siguiente, parece ser un escenario idóneo para la corrupción. No en vano, India, el mayor país hinduista, ocupa la nonagésima cuarta posición del ranking mundial de percepción de corrupción de 2013 publicado por Transparencia Internacional[5].
Sin embargo, esta realidad presagiaba un profundo cambio con la aparición en la escena política de Arvind Kejriwal y su partido Aam Aadmi Party (AAP), que se podría traducir como «Partido del Hombre Común». Su formación política es el resultado de un movimiento ciudadano que nació a finales de 2011 en repulsa de la corrupción, los abusos y los vicios de la clase dirigente india. El 28 de diciembre de 2013 se convirtió en el gobernador de Delhi tras obtener 28 de los 70 escaños en las elecciones. No fue el partido más votado, ya que el conservador Bharatiya Janata Party le sacó cuatro escaños de ventaja, pero con la ayuda como bisagra del histórico Partido del Congreso alcanzó el poder con un claro objetivo, luchar contra la corrupción. Los analistas explican que una de las claves de su triunfo se basa en haber sido capaz de establecer puntos de contacto con quienes se sienten repelidos por los grandes partidos tradicionales, atravesando barreras tan profundamente arraigadas en India como son la religión, las castas y las clases sociales[6].
Desafortunadamente, la política es compleja y 49 días después Kejriwal se vio obligado a dimitir al no lograr que se aprobase una ley anticorrupción en la asamblea. La lucha contra la corrupción era su propuesta estrella[7]. Un fracaso así le pasó factura. Aunque la conclusión de este impulso pueda ser desalentadora, es en realidad una fuente de energía que demuestra cómo algunas posiciones que se muestran inalcanzables no son del todo imposibles.
En el contexto europeo, por muy cosmopolita que puedan ser las grandes capitales del Viejo Continente, el resto de las religiones permanecen cubiertas por un halo de exotismo. La Iglesia católica representa especialmente el referente moral de muchos europeos del Mediterráneo. Una institución milenaria no puede pasar por la historia sin haber caído en fracasos, incongruencias y cinismos. El creyente y el ateo han visto durante siglos a la Iglesia predicar con la letra y la palabra, pero no siempre con los hechos. Independientemente de los casos de pureza, entrega y altruismo de misioneros, párrocos y creyentes practicantes, la Iglesia católica tiene que soportar la pesada losa que supone la contradicción del que no hace ni piensa lo que dice.
Los lectores de medio mundo se escandalizaron al leer titulares de prensa denunciando abusos sexuales en iglesias de Estados Unidos, América Latina y Europa, grandes reformas palaciegas en Alemania, intrigas en el seno de la curia en Roma, presuntos blanqueos de capitales en la banca vaticana, antiguas relaciones con la mafia y, a nivel local, en España, la aparición de astronómicas cantidades de dinero en manos de una tal Gescartera. Una institución sustentada sobre los cimientos de un discurso moral, de grandes exigencias y de condena rotunda del pecado, termina siendo examinada por una sociedad que rechaza ser juzgada sin antes fiscalizar al propio juzgador. Los medios de comunicación y la opinión pública no agacharon la cabeza. Exigen una conducta impecable por parte de aquel que señala con el dedo. Desean ver un anuncio del Evangelio basado más en los hechos o testimonios de amor y menos en las condenas. El pecado, como he dicho antes, no es de persecución legal, aunque pueda ser algo habitual. Pertenece al terreno de la conciencia y la moral. Quien condene el pecado no puede ser pillado pecando.
«Con frecuencia noto que se identifica corrupción con pecado. En realidad, no es tan así. Situación de pecado y estado de corrupción son dos realidades distintas, aunque íntimamente entrelazadas entre sí». Son las palabras que Jorge Mario Bergoglio, actual papa Francisco, escribía en el libro Corrupción y pecado (Publicaciones Claretianas, 2013). Continuaba así: «Nos hará bien volver a decirnos unos a otros: ¡pecador sí, corrupto no!, y decirlo con miedo, no sea que aceptemos el estado de corrupción como un pecado más. Pecador, sí». El Papa pretendía disociar nuestra naturaleza humana como pecadores de la de los hombres que han convertido el pecado de la corrupción en su verdadera condición de vida. Para él, todo ser humano yerra porque desde su origen no hay nadie que sea perfecto. Todos somos pecadores y nos anima a admitirlo. También nos empuja a renunciar a estar corrompidos o a ser corruptos. Podremos cometer errores, pero jamás se debería admitir que nuestra naturaleza es de por sí corrupta.
Los analistas y medios de comunicación han atribuido en tiempo récord grandes hazañas a un nuevo Papa que parece haber reformulado la actitud que desde hace siglos llevaba manteniendo la Iglesia católica. Algunos dicen que predica el amor y el perdón ante la audiencia y que limpia el auditorio por dentro, empezando por los que salen al atril. Es un inmenso reto reconducir una institución que cuenta en su historia con algunas etapas especialmente oscuras sobre las bases de la condena a la corrupción que en la propia Biblia viene contemplada.
Pero la corrupción en el seno de la Iglesia sigue siendo una amarga realidad. Los inmensos caudales que maneja y la cercanía con ciertas áreas de poder en algunos países la mantienen rodeada de la tentación que pone a prueba a todo hombre. Pero no sólo se debe hablar de corrupción en temas económicos, sino también de los casos de corrupción de menores (los abusos sexuales) que están escandalizando al mundo y, por supuesto, a España, y en los que el papa Francisco tiene una difícil tarea por delante. Y, además, en lo que se refiere a las finanzas, algunas de las decisiones del papa Francisco, están siendo claves en este sentido. Recientemente, el 20 de febrero de 2015, en su homilía de los viernes, dijo con total claridad y contundencia: «Quien va a misa todos los domingos, comulga, da limosnas, o incluso envía un cheque para ayudar a la Iglesia, pero luego paga mal, o lo hace en negro, sin depositar la contribución para que [las personas] tengan acceso a la sanidad, a la jubilación, está usando a Dios para encubrir la injusticia; y eso es un pecado gravísimo». O: «La cuaresma no es no comer carne y hacer cualquier cosita, y después hacer crecer el egoísmo, la explotación del prójimo, ignorar a los pobres; no es buen cristiano aquel que no hace justicia con las personas que dependen de él».
El caso Gescartera
EL CASO GESCARTERA
La corrupción es como una bola de nieve, una vez que echa a rodar se hace cada vez más grande.
CHARLES CALEB COLTON
En España, uno de los escándalos de corrupción financiera más sonados de la primera década del siglo XXI salpicó también a la Iglesia. Por supuesto, me refiero al caso Gescartera. Si bien es cierto que no se trataba en puridad de un caso de corrupción en el seno de la jerarquía eclesiástica, dejó en evidencia el poderío económico de la institución, su viveza a la hora de especular con el capital y un presunto acceso a información privilegiada.
La entidad Gescartera Dinero, Sociedad Gestora de Carteras S. A. se presentaba como una sociedad que prestaba servicios de asesoramiento y gestión en múltiples materias, entre ellas la jurídica, laboral, fiscal, económica, financiera, contable y de administración de fincas. En su origen, fue constituida por Antonio Camacho Friaza, su padre y otros dos socios como sociedad de valores el 5 de mayo de 1992, y así constaba en la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV). En 2001, sin embargo, se convirtió en una agencia de valores. En un principio, Antonio Camacho poseía 1050 de las 1500 acciones que componían el capital social. Fue designado consejero delegado y su padre, presidente del consejo de administración. Con el tiempo se procedió a una serie de ampliaciones de capital en la entidad, en las que Antonio Camacho siempre mantuvo su posición de accionista mayoritario.
Desde su creación, Gescartera estaba, tal y como indica la ley, bajo la supervisión de la CNMV, que desde 1993 hasta 2001 llevó a cabo hasta cinco actuaciones de inspección. Desde el principio se encontraron anomalías que fueron levantando sospechas cada vez más sólidas. En la penúltima inspección, realizada en 1998, se desvelaron una serie de irregularidades: un desfase patrimonial y una falta de liquidez evidenciada por la incoherencia entre el saldo ascendiente de casi 5700 millones de pesetas y el que efectivamente se registraba en ese momento en la cuenta, 1200 millones pesetas; el uso de cuentas globales de gestión de patrimonio de clientes, cuando el patrimonio entregado por cada cliente debe depositarse en una cuenta de valores individual con poder de disposición por parte de la agencia de valores y cuyo titular ha de ser el cliente, permitiéndole saber en cualquier momento el estado real de su inversión; la detección de disposiciones en efectivo a través de talones bancarios cobrados en caja sin justificación aparente, etc., todo ello acompañado de una actitud obstruccionista a la investigación por parte de Gescartera[8].
Las dudas sobre la liquidez real de la entidad y la posible lesión al patrimonio de los clientes se fueron haciendo más profundas tras un incidente con el Arzobispado de Valladolid, que evidenció la falta de control e individualización de las cuentas al demostrarse la complejidad de reconocer la existencia de 1000 millones de pesetas que el Arzobispado había depositado y que no estaban contabilizados, y que además habían sido devueltos subrepticiamente ante la intensidad de la supervisión sobre la entidad[9].
En abril de 2001, la quinta actuación inspectora terminó con la intervención de la empresa y el consiguiente cese de las actividades de Gescartera Dinero Agencia de Valores, que ya no era una sociedad de valores, tras comprobar la documentación bancaria que arrojaba la imagen real de la entidad[10].
La relación de Gescartera con sus clientes venía recogida en el llamado «Contrato de gestión de carteras», cuyo objeto dotaba de extensas facultades a la entidad sobre la inversión de sus clientes, que no se limitaban a la mera administración sino que abarcaban verdaderos actos de disposición. Las cláusulas de este contrato no fueron más que una pantalla sobre la que aparentar una actividad ilícita incompatible con el apoderamiento dinerario y de los títulos-valores que se ejecutaron en la entidad[11].
Entre las funciones de la agencia estaba la captación de personas dispuestas a invertir su capital. El éxito de Gescartera a la hora de acumular clientes sólo se explica por el buen posicionamiento social de sus directivos, que contaban con una nutrida red de contactos, especialmente Antonio Camacho, que sabía relacionarse con políticos, financieros, cargos militares e incluso obispos. Todo parecía ir sobre ruedas hasta que se descubrió que el dinero que debía ser diligentemente invertido iba quedando paulatinamente mutilado mediante pagos por comisiones y por la custodia de aquellas hipotéticas operaciones en el mercado bursátil[12]. A lo largo de la sentencia se establecieron los hechos probados por los que se reconoce a la entidad como una simple fachada para llevar a efecto, de manera sistemática, premeditada y persistente, el desapoderamiento de los capitales y valores invertidos por los clientes. Se señalaba además a Antonio Camacho Friaza como el núcleo de la ideación y principal mentor de la actividad de desapoderamiento y desvío de fondos, que resultó en un agujero de 50 millones de euros[13].
La lista de afectados rondó las cuatro mil personas. No obstante, fue un grupo de grandes inversores el que propició la especial cobertura mediática. Así, se suelen citar la Mutualidad de la Policía, la Fundación ONCE —que era titular de un 10 por ciento de Gescartera—, la Asociación de Huérfanos de la Guardia Civil y hasta un total de treinta órdenes religiosas que desembolsaron 1885 millones de aquellas pesetas en inversiones. Que estas cifras salieran a la luz cayó como un jarro de agua fría sobre la Iglesia española. Muchos de sus organismos destinados a la realización de obras de caridad quedaron en evidencia al participar en el juego de la especulación de los mercados, la bolsa y la inversión. Parecía que estábamos reviviendo aquel pasaje del Evangelio en el que Jesús, enfurecido, arrojaba fuera del templo a los mercaderes, sólo que ahora los mercaderes eran los propios representantes de la Iglesia. Una Iglesia que llevaba tiempo enfrentándose a las críticas más o menos simplistas por el oro, el arte y el patrimonio histórico del Vaticano. Ahora tenía que dar la cara por el origen, el destino y el porqué de unas cifras tan astronómicas.
Desde el primer momento, a ojos de la opinión pública, la Iglesia no recibió el mismo trato que el resto de los afectados. Sin haber caído a priori en ninguna actividad delictiva, sí que parecía poco ético amasar esa cantidad de dinero para reinvertirlo una y otra vez. Una Iglesia que predica la pobreza y la caridad queda en entredicho al desvelarse su fortuna y el uso que se le da a la misma. El Arzobispado de Valladolid exigía al juzgado ser tratado como un afectado más, obviamente en la fijación de la indemnización[14]. No era el único cliente adscrito a la Iglesia. Habría que añadir las diócesis-obispados de Palencia y Astorga, además de varias órdenes religiosas. Sin embargo, la posición del Arzobispado de Valladolid se convirtió en la más compleja debido a su ecónomo, Enrique Peralta. El clérigo, que administraba los bienes de la diócesis bajo la autoridad del obispo, estaba en el punto de mira de todos por su arrojo al invertir en Gescartera pero, sobre todo, por lanzarse a retirar todo el capital posible ya en 1999. Las presunciones se dirigían a un posible acceso a información privilegiada que le hubiera dado a entender el peligro que corría el patrimonio de la diócesis tras el sistemático desapoderamiento. El letrado del Arzobispado de Valladolid aseguró entonces que la actitud de Enrique Peralta era la normal de un ciudadano asustado al ver que la CNMV emprendía actuaciones sobre Gescartera, incluso un par de años antes de su intervención[15]. En febrero de 2003, tan sólo cuatro meses después de la llegada a la diócesis de Valladolid del nuevo arzobispo, Braulio Rodríguez, el ecónomo Enrique Peralta fue relevado por su presunta información privilegiada en el caso Gescartera[16].
El 26 de marzo de 2008 se hizo pública la sentencia de la Audiencia Nacional que a través de 592 folios dirimió el asunto Gescartera. Con este veredicto se condenó a varios acusados, entre ellos a Antonio Camacho, apoderado y máximo accionista de Gescartera, reconocido como la mente pensante del fraude. Camacho recibió una pena de once años por apropiación indebida y falsedad documental; tres años y medio para Pilar Jiménez-Reyna; diez años y medio para José María Ruiz de la Serna; nueve años para Aníbal Sardón; seis años y medio para Francisco Javier Sierra de la Flor y tres años de cárcel para dos empleados de La Caixa, José Alfonso Castro Mayoral y Miguel Carlos Prats. Tuvo además repercusiones políticas, al detonar la apertura de una comisión parlamentaria de investigación y la ulterior dimisión de Pilar Valiente, presidenta de la CNMV y de Enrique Jiménez-Reyna, secretario de Estado de Hacienda y hermano de la presidenta de Gescartera, que, habiendo sido exculpado en el proceso penal, renunció a su cargo cuando se conoció que, antes de que se produjera la intervención de Gescartera, contactó con Camacho a solicitud de su propia hermana[17].
El Banco Vaticano
EL BANCO VATICANO
En la actualidad, son otros los casos y otro el talante de las autoridades eclesiásticas. Es el asunto de los constantes rumores y escándalos de corrupción en el Banco Vaticano, cuyo nombre oficial es Instituto para las Obras de Religión.
El 28 de junio de 2013, monseñor Nunzio Scarano fue detenido por orden de la fiscalía de Roma. Se le acusaba de los delitos de corrupción y fraude. Las sospechas se fueron concretando en el presunto diseño de un mecanismo de blanqueo de capitales por el que se simulaban generosas cantidades de dinero como donaciones para los pobres. Las responsabilidades y obligaciones de Scarano se circunscribían a la contabilidad por la que se administraban los bienes del Vaticano. Las sospechas que indujeron a la fiscalía a tomar tan polémica y mediática decisión se relacionan con la presunta entrada en el país de varios millones de euros procedentes de Suiza, y cuya pertenencia y origen no eran del todo transparentes. Tan sólo tres días después, Paolo Cipriani y Massimo Tulli, director y subdirector respectivamente del Banco Vaticano, o Instituto para las Obras de Religión, tomaron la decisión de renunciar a sus cargos. En este contexto, el recién elegido papa Francisco procedió a crear una comisión con el objetivo de investigar el asunto y conocer la situación jurídica y las actividades del Banco Vaticano, que se veía cada vez más mellado tras años de sospechas y acusaciones en torno a un supuesto blanqueo de capitales[18]. En octubre de 2013 se publicó por vez primera un balance anual, el del año 2012, que anunciaba un beneficio neto de 88,6 millones de euros, de los que 54,7 pasaron a engrosar las arcas de la Iglesia. Ese mismo mes, y continuando en la dirección de la lucha contra la corrupción, el papa Francisco dio el visto bueno a una ley que tiene por finalidad asegurar la transparencia del Banco Vaticano, cuyas finanzas serán además auditadas por Ernst & Young. Finalmente, el papa Francisco instauró dos organismos nuevos, una Secretaría y un Consejo para la Economía, para vigorizar el control de las finanzas en lo que parece ser una firme lucha contra la corrupción[19].
Las instituciones religiosas, sea cual sea su confesión, se enfrentan al fin y al cabo a las mismas tentaciones que el resto de los mortales. Lo que resulta imperdonable es la notoria hipocresía por la que se condena a unos y se hace la vista gorda con otros. Hay mucho por hacer y arreglar en este ámbito, y agrada ver cómo comienzan a salir a la luz figuras que reclaman esa nueva dirección. No obstante, mientras la religión pase por las manos de los hombres, será muy difícil imaginarse una confesión inmaculada y libre de toda corrupción.