2. La corrupción en la Transición
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La corrupción en la Transición
La Transición española constituye un punto y seguido de la historia de España y nunca fue una solución final como algunos malévolamente pretenden.
LEOPOLDO CALVO SOTELO
La muerte del dictador permitió una acelerada evolución del régimen político español para lograr una cierta equiparación con el entorno europeo contemporáneo. De golpe, los que vivimos la densa y pegajosa pesadilla del régimen franquista nos encontramos con una pizarra en blanco y con una mezcla de sentimientos; por un lado, optimismo ante el cambio que se avecinaba, y por otro temor, porque el cambio podía ser peligroso y las fuerzas involucionistas todavía conservaban mucha fuerza, como se demostraría.
Crisis como los asesinatos de Montejurra en mayo de 1976, la muerte de varios estudiantes a manos de extremistas y de la propia policía en manifestaciones y protestas, o la matanza de Atocha en 1977, en que murieron cinco abogados laboralistas y fueron heridos cuatro más a manos de la extrema derecha, se encargaron de hacernos comprender claramente el tipo de enemigos a los que nos enfrentábamos todos los españoles que deseábamos la democracia.
Pero, para muchos de los que estábamos en la universidad, el momento era tan ilusionante como difícil y había que salir adelante, cada uno en el espacio que le correspondía. Desde la distancia que otorgan cuarenta años de vida política posterior, debo decir que sin duda fuimos poco ambiciosos. El miedo a perder la oportunidad atenazó nuestras mentes y afrontamos la Transición derrotados por la dictadura, cuando en realidad el régimen franquista estaba dando sus últimas bocanadas. En el primer referéndum, por la reforma política, el 15 de diciembre de 1976, fui de los que, como toda la oposición, hice campaña por la abstención activa (voto en blanco) en Sevilla; quería la ruptura con el régimen franquista y no una transición pactada.
Se suele entender por Transición española el período histórico que abarca el proceso mediante el cual España dejó atrás el régimen de Franco y pasó a regirse por la Constitución de 1978. Se trata de una definición hecha a posteriori y que, por tanto, señala claramente un punto de partida (el régimen franquista) y un destino final, el Estado social, democrático y de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, como define el artículo primero de la Constitución.
Esto significa que la forma de gobierno será democrática, que la soberanía residirá en el pueblo y que éste tendrá acceso a la vida política y decidirá sobre su propio destino. El concepto social alude a la proactividad del Estado para construir un sistema en el que las desigualdades y carencias entre los ciudadanos sean mitigadas hasta su eventual extinción. Ahora bien, al hablar de Estado de derecho se encumbra a éste como tercer pilar o principio rector de la construcción jurídica de la nación, lo cual merece alguna reflexión. Los conceptos de «Estado de derecho», «imperio de la ley» o el anglosajón «rule of law», hacen alusión al principio según el cual todos los ciudadanos, instituciones y poderes del Estado están sometidos a una idea superior de derecho que debe ser respetada. Es el pilar de la lucha contra la impunidad, la abolición de la arbitrariedad y la confianza en la Justicia.
Esta época de la historia de España (la Transición) que comienza el 20 de noviembre de 1975, con la muerte del dictador, y cuya fecha final depende de diferentes criterios (1978, con la aprobación de la Carta Magna para algunos; 1982, con las elecciones generales que cambiaron el signo político del Ejecutivo para otros), fue un tiempo de triunfos democráticos, de intensos y profundos logros. Se asentaron los cimientos de una sociedad relativamente democrática. Se tendieron puentes, se compartieron posturas y se popularizó el respeto por encima del odio. Fue, sin duda, una obra de ingeniería política cuyos artífices, vivos y muertos, recibieron o reciben los méritos. Se conocen bien las virtudes de unos años en ocasiones contemplados con cierta nostalgia, con la esperanza de que las fuerzas políticas puedan dar, de nuevo, ejemplo de diálogo democrático. Pero también hubo zonas oscuras y olvidos reprochables. La búsqueda de la reconciliación y la construcción de un nuevo sistema democrático no es suficiente para aceptar que ese nuevo régimen se pueda sustentar sobre decenas de miles de cadáveres y desaparecidos, sin que ninguno de los tres poderes del Estado haga nada por remediarlo, ni entonces ni una vez consolidada la democracia.
En lo que a corrupción se refiere, durante la Transición faltó un punto y aparte que sí existió a nivel político y militar tras el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 (aunque no hubo condena contra los banqueros y financieros involucrados, es decir, no se persiguió a los intereses económicos que sustentaron el ataque al pueblo español).
Si quedaron impunes los grandes crímenes contra la humanidad del franquismo, ¿cómo no iba a suceder lo mismo con la corrupción y con los crímenes económicos que, al amparo de aquel régimen, se cometieron para consolidar el mismo? El interés preponderante, hasta obsesivo, en ese momento era entrar en Europa y sus instituciones; todo lo demás era secundario. No se produjo una rendición de cuentas. La promulgación de una Ley de Amnistía se utilizó como precario bálsamo que produjo el efecto contrario al pretendido; las heridas no se cerraron.
No hubo tampoco un planteamiento serio que permitiera un cambio económico y político con respecto a la corrupción. Como consecuencia, se vivió una sensación generalizada de falta de temor, agente dinamizador de la impunidad, que llevaba necesariamente a la convicción de que todo lo relacionado con este ámbito estaba amortizado y no era reprochable. Además, sin constancia del mal intrínseco que la corrupción conlleva y, por tanto, sin la conciencia de que es necesario combatirla.
Hasta tal punto quedó sin resolver esta situación que, cuando el Partido Socialista Obrero Español llegó al poder en las elecciones generales de 1982, no sólo no luchó contra la corrupción, sino que muchos de sus cuadros y dirigentes acabaron cayendo de lleno en ella. El PSOE dispuso de doce años para iniciar la limpieza pública del franquismo y de la Transición e incumplió esa obligación. Las iniciativas de lucha contra la corrupción provinieron a impulsos de los jueces y en casos muy contados. Ésta es, aunque cueste asimilarlo, una responsabilidad histórica que contribuyó al descrédito de la política en España; sólo a golpe de escándalo y casi con fórceps se consiguió en 1994-1995 que se impulsaran las primeras medidas legislativas contra la corrupción. Puede afirmarse que no existían mecanismos adecuados para luchar contra la corrupción, pero tampoco se buscaron. Por segunda vez se perdía la ocasión de acabar con el sistema heredado, intrínsecamente corrupto.
El caso Fidecaya
EL CASO FIDECAYA
No existe nada tan sagrado que el dinero no pueda violar; nada tan fuerte que el dinero no pueda expugnar[1].
CICERÓN
Uno de los casos de corrupción más sonados de la Transición fue el caso Fidecaya. Sus siglas responden a Entidad Financiera de Capitalización y Ahorro S. A., y se trataba de una importante entidad de ahorro particular creada en 1952.
El escándalo se desató en 1981, cuando se hicieron cada vez más evidentes las presuntas irregularidades que auguraban la quiebra de la entidad, con el consiguiente temor de los entonces más de 240 000 pequeños depositantes de perder toda su inversión. La entidad en la que tantos confiaban fue descapitalizándose a través de una serie de operaciones con visos de fraude que se iniciaron en diciembre de 1978[2]. Fidecaya contaba en aquellos días con unas 350 oficinas que daban trabajo a 600 personas y 5400 delegados a comisión. El caso apuntaba a la comisión de varios delitos: estafa, falsedad en documento mercantil y privado y tentativa de apropiación indebida.
Cuatro procesados protagonizaban las sospechas de estafa: Miguel Soriano Carrasco, propietario de Fidecaya entre 1968 y 1971 y luego entre 1978 y 1981; Juan Aldaz Isanta, inspector general de seguros que, tras llevar a cabo una inspección, actuó como administrador de la sociedad (que aún era propiedad de Miguel Soriano); Manuel Grau Villa, testaferro de José María Ruiz-Mateos, que llegó a poseer hasta el 48 por ciento de las acciones de Fidecaya, y Edmundo Alfaro, el último propietario de la entidad.
En la quiebra provocada de Fidecaya destaca la venta del 98,57 por ciento de las acciones a Miguel Soriano en 1978. La maniobra llevada a cabo podría resumirse en que la venta de las acciones de la entidad se costeó con la tesorería de la sociedad vendida, es decir, que Fidecaya pagó su propia compra. La maniobra dio comienzo en el consejo de administración del 14 de diciembre de 1978 al introducirse en el orden del día la oferta de compra. El precio de venta se estableció en 2283 millones de pesetas. Lo lógico hubiese sido que Soriano ingresara o avalara esa cantidad, pero el mecanismo fue otro. Fidecaya otorgó un crédito de unos 350 millones de pesetas a Soriano y cuatro créditos de unos 500 millones a otros cuatro individuos abiertamente insolventes. Adicionalmente, se presentó una única garantía: una finca, Puente Largo, cuyo valor en ningún caso superaba los 200 millones de pesetas. Al ejecutar la garantía y cancelar los créditos, se produjo un perjuicio de 1800 millones de pesetas en las arcas de Fidecaya y se mermaron irremediablemente las garantías de los cedulistas.
Esos préstamos dieron lugar a un heterogéneo reparto de la participación de la compra, hecha efectiva mediante letras. La división de la propiedad quedó así: Fidecaya con un 2 por ciento; Mapa con el 18 por ciento, y finalmente un 20 por ciento para cada una de las siguientes empresas: Infra, Guitard, Viviendas del Vallés y Clusa. El último paso de Soriano consistió en sustituir la garantía del préstamo de 2383 millones de pesetas por el endoso de aquellas letras a Fidecaya. Simultáneamente, emitió préstamos a sus filiales para hacer frente al pago de las letras registrando cantidades superiores al importe original.
En definitiva, Soriano diseñó un puzle de operaciones mediante las que financiaba la compra de Fidecaya con préstamos de la misma sociedad, divididos en cinco entidades, garantizados con una finca cuyo valor era notablemente inferior al precio de compra y que se efectuaba mediante letras que, a su vez, se endosaban a la propia Fidecaya.
Otra fase de la trama fraudulenta fue la del posterior traspaso de Fidecaya a Edmundo Alfaro, el último propietario de la firma. Dicha operación se realizó de manera paralela a la compraventa de la empresa Gráficas Cosol por las mismas partes. En el contrato por el que se adquiría Fidecaya no había mención a Gráficas Cosol, pero un contrato paralelo condicionaba una operación a la otra, valorando Cosol en 850 millones de pesetas. La razón de ligar estas adquisiciones bien podría explicarse por el hecho de que la Dirección General de Seguros no permitía la compraventa de las acciones de la entidad por más de una peseta por acción.
Gráficas Cosol era una empresa que había sido embargada por el Banco Coca, el cual vendió dicha empresa a Miguel Soriano. Cosol sufrió una crisis entre los años 1977 y 1979 por la que perdió hasta 108 millones de pesetas. Miguel Soriano decidió vender la empresa de manera simultánea a Fidecaya.
Alfaro se comprometió a pagar 250 millones de pesetas en el momento del traspaso y a respaldar el resto con letras de cambio que entregó a Soriano. Esas letras de cambio habían sido emitidas por la empresa Cemasa, cuyo accionista mayoritario era Alfaro, y aceptadas por el propio Alfaro en nombre de Fidecaya.
Cuando se destapó el entramado, el pánico cundió entre los depositantes y el Gobierno tomó partido en su favor. Así pues, el 4 de septiembre de 1981 el Consejo de Ministros aprobó la liquidación forzosa de Fidecaya, que fue publicada al día siguiente en el Boletín Oficial del Estado. Se vieron afectadas alrededor de 250 000 personas por valor de unos 100 millones de euros depositados, de los que el Gobierno se hizo cargo en una cuarta parte. El Gobierno procedió a la constitución de una comisión que analizara los mecanismos posibles para devolver las inversiones a sus titulares, contactando con otras entidades financieras e inmobiliarias que pudieran interesarse por los activos de Fidecaya.
El proceso judicial, por su lado, no estuvo exento de polémica. El primer juez de instrucción del caso, Francisco Castro, emitió dos autos, uno el 13 de abril de 1982 y el otro el 31 de diciembre de 1984. En ellos se procesaba a los propietarios de Fidecaya, al inspector general de seguros y al testaferro de Ruiz-Mateos, Manuel Grau.
A principios de 1984, el juez Ricardo Varón[3], que en aquel momento sustituía a Francisco Castro como juez titular del Juzgado Central de Instrucción n.º 5 de la Audiencia Nacional, revocó el procesamiento de Vicente Edmundo Alfaro y rebajó la fianza de Miguel Soriano. Según el juez, no había indicios de delito en la adquisición de Fidecaya por parte de Alfaro. El paréntesis que representó el juez Varón en el caso Fidecaya resultó breve y llamativo. Sólo fue cuestión de tiempo que Alfaro fuera nuevamente procesado. La fiscal encargada del asunto, Carmen Tagle, presentó nuevas medidas contra él al considerar improcedente la revocación de su procesamiento[4].
En 1988 la Sección Segunda de lo Penal de la Audiencia Nacional me encargó a mí como juez que continuara con el proceso y con el procesamiento de Vicente Edmundo Alfaro, a lo que di cumplimiento, aunque posteriormente, para mi sorpresa e indignación, el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eladio Escusol, solicitó el sobreseimiento de la causa con el argumento de que técnicamente no podía acusar. Sin embargo, los elementos probatorios eran abundantes y probablemente habrían sido suficientes para el juicio, pero, al no existir ninguna otra parte personada en la causa y no acusar el fiscal, la causa no podía seguir. El entonces fiscal general del Estado, Javier Moscoso, se remitió a las palabras de su subordinado, según el cual técnicamente no podía armar la necesaria acusación ya que sólo el Estado español podía reconocerse como perjudicado en la causa al haber respondido por las deudas de Fidecaya, y aquél no se hallaba personado en el proceso[5]. Lo llamativo del caso es que se inició en 1982 a instancias del Ejecutivo, con una querella del Ministerio Fiscal, y siete años después se pidió el archivo por el fiscal, después de que el propio Estado hubiera asumido el pago de la deuda.
Reflexiones sobre la corrupción en la Transición
REFLEXIONES SOBRE LA CORRUPCIÓN EN LA TRANSICIÓN
¿Fue un proceso ejemplar el de la Transición o esa afirmación forma parte del mito? No fue una época fácil, pero es necesario poner de manifiesto la oportunidad que se perdió, la de juzgar el funcionamiento de un país que, durante casi cuarenta años, vivió bajo el manto de la dictadura, la corrupción, el oscurantismo y la opacidad. Podría haber sido un buen momento para analizar, juzgar y condenar los errores del pasado y desenmascarar a los corruptos, a los que vieron a España como un botín de guerra, como su «coto privado», donde el dinero de todos se utilizaba como propio y donde primaba definitivamente el interés particular.
«La impunidad no sólo corrompe a la sociedad sino que también trata de socializar la perversa idea de que todo está permitido y que nada puede ocurrirle al opresor, lo que facilita que se reinstauren comportamientos y actitudes intrínsecamente corruptos en todos los rincones del poder, que aceptan una “democracia a tiempo parcial” con tal de permanecer en el ejercicio del mismo»[6].
¿Era el momento de haber tomado las medidas necesarias para depurar un sistema corrupto por naturaleza? Probablemente eso hubiera sido lo más acertado, como también lo hubiera sido hacerlo en los primeros años después de aprobada la Constitución. Sin embargo, una vez más se antepusieron otras prioridades o intereses. España no atendió, en ese momento histórico, cuestiones que resultaban básicas para la consolidación de un sistema democrático, porque se pensó que podía peligrar lo conseguido. Cedimos demasiado al franquismo y a quienes aparentemente se hicieron el harakiri, como se suele decir. Pero en realidad no hubo tal suicidio voluntario. Muy al contrario, los medios de producción, las fortunas más importantes, las entidades financieras, los bancos y en general todo aquello que podía producir recursos efectivos quedaron en las mismas manos que los poseían, y, por ende, también todos los mecanismos de corrupción quedaron a su disposición y perfectamente operativos. Realmente, la democracia no inventó la corrupción, ni los nuevos representantes eran más deshonestos que los que abandonaron la escena pública a partir de 1977 para invadir la privada, sino que sencillamente se zambulló en el fango preexistente; sólo cambiaron algunos de los actores, que aprendieron pronto cómo era un sistema que ahora debía cubrir un nuevo frente, el de la financiación de los partidos políticos. A partir de 1982, se tomaron algunas medidas de intervención, pero pronto se vería que tampoco iban a resolver el problema de la corrupción. Incluso podría decirse que, en algunos casos, a finales de la década de los ochenta la situación empeoró e incluso se trató de legitimar ciertos comportamientos en aras de otros fines más trascendentales relacionados con la forma de combatir el terrorismo a costa del erario público, con los fondos reservados que tanto darían que hablar en la década siguiente.
El oscurantismo que caracterizó a la Transición española tiene poco que ver con lo sucedido en otros países. Por ejemplo Portugal, donde la Revolución de los claveles consiguió acabar con la dictadura salazarista en abril de 1974 y dar paso a una verdadera transición en la que se rindieron cuentas desde los diferentes ámbitos e instituciones. En otros casos, como los de Slobodan Milosevic, expresidente de la Federación Yugoslava, François Duvalier en Haití, Anastasio Somoza en Nicaragua, Manuel Antonio Noriega en Panamá, Augusto Pinochet en Chile, las Juntas Militares en Argentina, o Alberto Fujimori en Perú, más pronto o más tarde se exigieron responsabilidades. En el caso español, en cambio, es como si no hubiera pasado absolutamente nada. Después de casi cuarenta años de dictadura, de nula transparencia en el funcionamiento de las instituciones públicas, de una corrupción sistemática, ningún responsable político fue procesado, y, si alguno hubo, ninguno fue condenado. Cualquiera diría que el régimen franquista fue de lo más puro e inmaculado, y así ha sido y sigue reconocido con el mausoleo del Valle de los Caídos, que ofende de forma evidente y grosera a quienes todavía no han sido reparados como víctimas.
En lo que respecta a la redistribución de la riqueza, durante la Transición española no se experimentó ningún cambio. Las élites económicas conservaron su patrimonio, adquirido durante los años del régimen, sin que, en muchos casos, hubiera constancia de cómo lo obtuvieron. Se legitimó de ese modo la falta de transparencia y la ausencia de rendición de cuentas. Las grandes fortunas amasadas durante el franquismo, la Transición e incluso en los primeros años de la democracia se mantuvieron tranquilas, alejadas de todo peligro; capitales y empresas que fueron levantadas en muchos casos sobre el expolio de los «vencidos» (el botín de guerra) o gracias al trabajo esclavo de los prisioneros pertenecientes al ejército que intentó defender al Gobierno legítimo contra el golpe militar.
Aparentemente, hubo perfecta sincronía entre la corrupción política y las oligarquías financieras, asumiéndose como algo normal la evasión de capitales, el fraude fiscal, la explotación laboral y las desigualdades sociales en sanidad y educación, y permitiendo la aparición del fenómeno de la burbuja inmobiliaria y el poco o nulo interés de legisladores y políticos por la defensa de los derechos humanos en el escenario nacional e internacional.
En atención a lo anterior, opino que los análisis que tradicionalmente se han hecho de la Transición pecan de triunfalismo y han sobrevalorado las bondades de la misma, obviando la ausencia total de rendición de cuentas y, como resultado, la normalización de las actitudes corruptas, además de haber instaurado un sistema formal de división de poderes, pero con un intervencionismo más que evidente por parte del Ejecutivo en detrimento de los otros dos poderes del Estado.
Como pone de manifiesto José Vidal Beneyto, la corrupción en nuestro país, a causa de las condiciones especiales de nuestro acceso a la democracia, ha tenido una andadura muy particular, que algunos han calificado como «transición intransitiva». Es decir, la transformación democrática del régimen franquista consistió en la metamorfosis del llamado Movimiento Nacional, hábil transfiguración del falangismo operada bajo la inspiración directa del general Franco, en monarquía parlamentaria, pero manteniendo, a cambio de instaurar la figura del rey Juan Carlos I, la totalidad del imperio social del franquismo, acompañado de la falsificación de los grandes referentes del período, que no fueron la ruptura ni aun la reforma, que no existieron, sino la simple autotransformación del régimen impuesto, en el marco de la dictadura, por quienes tenían el poder y la legitimación para hacerlo[7].