Capítulo 24
Sábado por la mañana.
Annibal llevaba despierto desde hacía poco más de treinta minutos. Había sacado el Ford Mustang a la calle. Lo aparcó en una plaza libre a unos metros de la puerta de su casa. No lo tendría mucho tiempo allí. Vestía una camiseta negra y lisa de manga corta, vaqueros y deportivas negras. Había guardado las gafas de sol en la guantera del coche, pues todavía era pronto para que los madrugadores rayos despuntaran en el horizonte.
Estaba impaciente.
Decidió esperarles sentado en los dos escalones que llevaban a la puerta principal de la casa. Aspiraba el humo del primer cigarro del día. Ya se adentraban en la recta final del mes de junio, pero hacía algo de fresco por la mañana. La piel de sus brazos se erizó.
A las seis y media en punto aparecía el Mercedes negro del Lobo. No le acompañaba ningún otro coche, con lo que supuso que Sandro Biaggi se encontraría con él. La noche anterior había ofrecido espacio en su garaje para dos coches, pero cómo se organizaran no era su problema. Se puso en pie y facilitó la entrada a través de la primera barrera de su propiedad. El Lobo conocía ese camino casi como la palma de su mano, así que no vaciló a la hora de estacionar el vehículo a buen recaudo dentro del recinto. Annibal se aproximó al garaje para recibirles y comprobar que la puerta quedaba bien cerrada.
—¿Se lo has contado? —le preguntó el jefe a Rafael. Estaban caminando por el ancho espacio habilitado para la entrada de coches. Se dirigían al exterior. No había tiempo que perder.
—No. Pensé que era mejor hacerlo cuando estuviésemos aquí.
—¿Qué hay que contarme? —Biaggi bostezó. Sintió curiosidad.
—Anoche mataron a Larry —escupió Scorpio. Tenía la sensación de que solo hacía cinco minutos que había dejado de hablar con el estirado de Sawyer.
—¿A Greenwich? —repitió el italoamericano. Se atragantó.
—A Greenwich.
Silencio en dirección al Mustang.
Sandro estaba aturdido. Muy serio y ahora bien despierto, había acercado el puño a la altura de sus labios. Aquella situación era ya insostenible. Sabía, por los gestos de sus acompañantes, que pensaban lo mismo. Aún era de noche y solo habían contado con él. Intuía que algo harían al respecto. No preguntó el qué.
—¿Tienes la dirección? —inquirió Annibal a la vez que se abrochaba el cinturón de seguridad. Mientras que su mano izquierda descansaba sobre el volante, con la derecha comprobaba que el espejo retrovisor central reflejaba la imagen correcta.
—Aún no.
El Lobo se acomodó en el asiento delantero libre. Por teléfono no habían podido hablar con libertad, pero Annibal había mencionado “hablar con él”. No le cupo duda de que se refería a hacerle una visita al desgraciado de Austen. Se había tomado la libertad de mover sus hilos.
—Lo único que sé es que vive en Johnson City, a unas tres horas y media de aquí. Pero no te preocupes. Ayer, nada más colgar, me puse en contacto con Dave. A la media hora me encontré con él. Le di el nombre, el apellido y la ciudad para que se encargara de buscar la dirección exacta del tipo. No creo que tenga muchos problemas para hacerse con la información. Sabe lo que hace.
—¿Y cómo coño va a darte la dirección? —preguntó el que iba a ser el conductor. Ya estaba girando las llaves para dar el contacto.
—A mitad de camino nos pararemos a desayunar. Le llamaré desde un prepago.
—De acuerdo —aceptó Annibal. Antes de quitar el freno de mano, introdujo el nombre del pueblo en el GPS para seguir la ruta marcada. Lo detallaría una vez que supiera la calle y el número. No esperaba menos de su amigo. Cuando Rafael hacía algo, lo hacía bien.
—¿A quién buscamos? —preguntó Biaggi, sentado detrás del Lobo. No terminaba de comprender la situación.
—Nelson Austen —contestó Scorpio. Ya habían abandonado el aparcamiento. El coche iba adquiriendo velocidad sobre la amplia calle casi desierta.
—¿El de O’Quinn?
—Sí. Ayer tenía que reunirse con Larry. Y no tenemos constancia de que Nelson apareciera muerto. Algo tendrá que decirnos al respecto —expuso Rafael. Prefería no sacar conclusiones precipitadas, pero él también tenía la impresión de que todo apuntaba a un mismo lugar.
—¿Lo saben los demás? ¿Cómo os enterasteis?
—Solo lo sabemos nosotros tres —afirmó el Lobo.
—Da igual cómo nos hayamos enterado. Eso no cambia los hechos —se apresuró a responder Annibal. No tenía por qué esconder que la policía le había facilitado la información, pero airearlo podría dar lugar a más interrogantes.
Sandro había comenzado su día con demasiados datos para procesar. La muerte de su colega le había saturado la cabeza. No era fácil asimilar que O’Quinn pudiese estar detrás. Recordó aquella reunión, que ahora parecía tan lejana, en la que debatieron el tema. Ese día el Lobo se había librado por poco, y Hans y Larry continuaban con vida. Allí, el propio jefe había descartado la intervención de esa gente en los crímenes. ¿Y si se había equivocado? De reojo miró a Scorpio, quien no apartaba la vista del frente. El amanecer todavía no iluminaba la carretera. Entonces Biaggi pensó que, si el hombre sospechaba que el autor se encontraba tan cerca, se lo estarían llevando los demonios. A él también le sucedía.
Pero Annibal prefería no construir castillos en el aire. Debía acumular sangre fría, toda la que pudiera, en lugar de permitir que se rompiera el dique y liberar toda esa ponzoña que le envenenaba. Le intoxicaba poco a poco desde las primeras muertes. Tendría que valorar los hechos una vez escuchara a Austen, era importante no hacerlo antes. No obstante, no podía ignorar el cúmulo de casualidades que apuntaban con una flecha halógena a ese miserable. La música techno progressive sonaba desde la emisora sintonizada. El conductor se centró en ella para intentar evadirse. No podía dejarse caer en un ciclo de pensamientos sin sentido durante las tres horas y pico que tenían por delante.
De repente, y con los ojos centrados en el asfalto oscuro, rememoró lo acontecido en su cama. El semblante concentrado ocultaba la atmósfera erótica de unas cuantas horas atrás. No era el mejor momento ni lugar para ahondar en ello, pero prefería recordar el placer que recrearse en las emociones negativas. Angela parecía, de algún modo, envolverle en un extraño encantamiento del que no podía escapar. Del que no quería escapar.
Buscó a tientas con la derecha en su pantalón vaquero para sacar el paquete de tabaco. Cogió un cigarro y guardó la cajetilla en la guantera. Bajó la ventanilla de su lado hasta la mitad. Sujetándolo con los labios, prendió el extremo con el mechero del coche.
La primera hora transcurrió tranquila. En la carretera, el flujo de automóviles no era demasiado y les permitía viajar a una alta velocidad constante. Alrededor de las siete y veinte de la mañana, el cielo que ya clareaba desprendía sus primeros rayos por el este. El conductor entonces asió las gafas de sol y se cubrió los ojos con ellas. No hablaban mucho. Tal vez por la naturaleza del viaje o quizá porque todavía era demasiado pronto. Poco a poco comenzaron a surgir temas de conversación entre los tres hombres que hicieron los minutos más llevaderos. Scorpio no quería caer en la monotonía al volante, pues la escasa media hora que había dormido podría jugarle una muy mala pasada. Se ayudaba de la nicotina del tabaco para luchar contra el sueño, que de vez en cuando osaba aparecer.
Transcurrirían otros treinta minutos hasta que decidieran que era un buen momento para pararse a estirar las piernas, desayunar y hacerse con la información prometida. Diez después, encontraron un lugar idóneo. Se toparon con un restaurante de carretera que incluía una gasolinera. El depósito no necesitaba un aporte extra, así que fueron directamente a comer algo. A las ocho de la mañana, los tres tenían hambre. Había algunos coches ya aparcados, no eran los primeros madrugadores que hacían un alto en aquel lugar ese sábado. Por el aspecto exterior, parecía un buen sitio. Entraron.
Era un local más bien amplio, limpio, ordenado, donde primaban el rojo y el plateado. Había una línea fina de pequeños y alargados espejos que quedaban a la altura de la cabeza de los clientes, una vez estos se sentaban. Se acomodaron. Se acercó una camarera. A diferencia de ellos, mostraba una sonrisa amable. Todos coincidieron en el café como bebida: mientras el Lobo y Biaggi lo eligieron con leche, Scorpio lo prefirió solo. Rafael pediría un par de tortitas con sirope de chocolate y nata; Sandro, un donut casero; Annibal, un plato de huevos, beicon y patatas fritas. Los desayunos estuvieron en la mesa en menos de diez minutos. El aspecto, el olor y más tarde el sabor, hicieron que la comida desapareciera en un suspiro. No charlaron, estaban demasiado ocupados masticando.
El primero en levantarse fue el Lobo. Dejó encima de la mesa el dinero correspondiente a su parte, luego se marchó. Entretanto, los otros dos hicieron tiempo con una conversación trivial. Esperaron a que la jovial camarera se acercara a cobrarles. Les despidió con la misma amabilidad. Biaggi abandonó la cafetería y Scorpio lo hizo después, tras visitar los lavabos. Al salir, sus hombres le esperaban cerca del coche. El Lobo todavía guardaba el teléfono desechable en la mano. Sin mediar palabra, se introdujeron en el Mustang.
—Esto ya es otra cosa —comentó Biaggi cuando hubieron tomado de nuevo la carretera. El agradable desayuno le había despejado.
—¿Qué te ha dicho Dave? —quiso saber Annibal. La luz del día revelaba el paisaje. La música de fondo sonaba igual de repetitiva
—Austen vive en la calle Saint Charles, número setenta y cinco.
—Mete los datos en el GPS —le pidió el conductor a Rafael.
—Me ha dado también la dirección de un bar que, por lo visto, está a su nombre. Se llama El Halcón y está casi en la otra punta de Johnson City. Por si acaso —explicó el Lobo.
—¿Y para qué quiere este un bar? —preguntó el jefe con desprecio. Su propia lógica dedujo la respuesta antes de escucharla de boca del copiloto.
—Blanqueo.
El avance de la mañana quedaba patente no solo en el ascenso del sol, sino también en el aumento del tráfico. Por lo menos no se estaban creando retenciones. Aunque nadie les esperaba, querían llegar cuanto antes y esclarecer lo ocurrido. Annibal mantenía la mayor velocidad que podía conforme a las características de la circulación. No era un problema para él sobrepasar los límites. Corrían por el carril izquierdo, adelantando a todos aquellos que encontraban por el camino. El café solo fue útil al principio. Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, el conductor necesitó un nuevo cigarro.
Cuando el navegador anunció que quedaba menos de media hora para entrar en el pueblo en cuestión, empezaron a analizar los detalles. Scorpio decidió que pasaría por delante de El Halcón por curiosidad. Si Austen no se encontraba en casa, sería el primer emplazamiento donde buscarían después. Desconocían cómo iba a desarrollarse el encuentro. Suponían que le harían las preguntas pertinentes al sospechoso y observarían sus reacciones. Los tres hombres contaban con altos niveles de desconfianza y se sentían preparados para buscar cualquier indicio de mentira. Se lo debían a los que habían muerto y a quienes peligraban por mantenerse vivos. Se trataba de ponerle fin a los malditos ataques. Si Nelson tenía la clave para conseguirlo, se la sacarían a la fuerza.
Pasadas las diez menos cinco, el cartel de bienvenida se abrió ante ellos. La temperatura exterior ya era más cálida. Scorpio ahora conducía a una velocidad moderada. Johnson City recogía las vidas de los habitantes entre sus calles. Gente paseando a sus perros, deportistas que corrían por las aceras tranquilas, algunos niños de la mano de sus padres. No había bullicio.
Se desviaron a propósito para pasar al lado de El Halcón. Cerrado.
Continuaron por Corliss Avenue, todo recto. Aquel era un pueblo donde abundaban los jardines. Los vecindarios estaban formados por casas de estilos individuales separadas entre sí. Las distintas clases de árboles otorgaban personalidad a las viviendas, unas más elegantes que otras. Pronto llegaron a una zona donde se encontraron varios recintos de aparcamiento. Según el GPS, ya estaban muy cerca. Debían girar en la siguiente calle a la derecha. Entraron en Saint Charles. Se dieron cuenta de que el número setenta y cinco quedaba en la acera contraria. Mejor así, no buscaban llamar la atención. Aparcaron en frente. El motor quedó en silencio.
Aquella era una estructura sencilla, las habían visto más grandes en su recorrido por Johnson City. De la acera partían unas escaleras con una barandilla metálica en el centro. Un buzón simple de color blanco se situaba al pie de estas. Algunos matorrales y tres o cuatro árboles espigados adornaban el exterior. Un pequeño porche y una gran ventana era lo que se podía ver de la planta baja en la parte frontal de la casa. En la segunda, una cristalera más pequeña. En lo que debía de ser el desván, dentro del tejado en pico, aparecía otra menor aún. Las paredes estaban revestidas por tablones oscuros y barnizados, colocados de forma horizontal.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sandro. Junto con los otros dos, vigilaba el setenta y cinco.
—Ahora esperar —contestó Annibal. Tenía el codo izquierdo sobre la base de la ventanilla bajada. Movía el dedo índice con impaciencia.
—¿Cuánto tiempo esperamos? Si no sale de su casa, deberíamos ir nosotros y llamar a la puerta. Suponiendo que esté —opinó el Lobo.
—Esperaremos —insistió el jefe. No estaba por la labor de dejarse ver tan pronto por esas calles.
Pero ese plan solo era efectivo si conocían la rutina de Austen. No era el caso. Además, Scorpio tenía el inconveniente de que, aunque sabía la identidad del objetivo, nunca le había visto. Tan solo el Lobo recordaba el aspecto de un par de veces anteriores, así que dependían de su buena memoria. Corrían el riesgo de darle un susto a alguien que no correspondía.
El reloj iba reflejando con precisión el paso del tiempo. Los primeros cinco minutos se transformaron en diez, esos diez en quince y esos quince en veinte. No podían permitirse el lujo de distraerse y perder la oportunidad de ver a Austen, si es que llegaba a salir. Aun así, estuvieron hablando para combatir el aburrimiento. Para Scorpio, esto no conseguía ahuyentar el pesado sueño. Apretó los ojos con fuerza e introdujo dos dedos bajo las gafas de sol para frotarlos. La situación empeoraba su estado de ánimo. Estaba cada vez más irritable y lo sabía. El asiento era demasiado cómodo. Se incorporó. Se dijo que solo daría de margen otro cuarto de hora más.
Solo fue necesario un tercio del ultimátum.
La puerta del setenta y cinco, de color blanco bajo el porche, se convirtió en el foco de atención cuando se abrió. La persona que salía por ella era ajena a su nueva popularidad. La distancia que guardaban desde el coche era la suficiente como para no perder ningún detalle que pudiese resultar crucial. Una camisa azul de manga corta era el complemento de los pantalones negros que vestía el tipo.
—Es él —confirmó el Lobo. Disparó la tensión.
Pero no era la vestimenta de Nelson la que destacaba. Tampoco lo hacía su apariencia de sobrepasar los treinta y cinco años. Ni la forma cuadriculada sobre sus facciones. No despertaba el interés su altura media que acompañaba a una complexión delgada. No eran dignas de consideración las llaves que portaba en la mano derecha, ni su andar tranquilo hacia el buzón para recoger el correo.
La atmósfera se enrareció dentro del Mustang. Annibal no podía despegar los ojos del sujeto. Bajo los cristales oscuros de las gafas, estos se habían achicado. Los engranajes de su adormecido cerebro se pusieron a funcionar, despertándole. Una sensación visceral germinó en su estómago y se empezó a propagar por cada centímetro del cuerpo, terminando en la punta de los dedos y dejando tras de sí un rastro abrasador. Era incapaz de detenerlo.
Olvidó que no estaba solo. Se bajó del coche. Cerró con un portazo.
—Pero ¿qué hace? —se alarmó Biaggi. Se acercó a la ventana contraria dentro de la parte trasera del vehículo.
—Mierda —soltó de repente el Lobo. Un par de segundos le habían bastado para atar cabos—. ¡El pelo!
Scorpio solo había podido fijarse en ese simple detalle.
La información que su amigo reveló la noche en la que fue herido acudió a él como una exhalación. Recordaba que había descrito una melena caer por debajo del casco de moto bajo aquella oscuridad que casi le había costado la vida. Caminaba rápido, se dirigía a la puerta. Austen estaba a punto de cruzarla. Annibal no podía pensar con claridad, la falta de sueño y la horrible furia se lo impedían. Era incapaz de ver otra cosa que no fuera la espalda y el cabello castaño claro. Embebido como estaba leyendo el correo, Nelson había empujado la puerta sin mirar hacia atrás. Scorpio no reparó en que sus dos hombres avanzaban varios metros por detrás, tratando de alcanzarle. El recién llegado evitó que la puerta se cerrara, la golpeó con una patada violenta. La madera maciza chocó con la pared en medio de un estruendo. El atacante se metió dentro de la casa. La puerta completó el recorrido de vuelta y se cerró sola. El Lobo y Biaggi quedaron fuera.
Nelson giró sobre sí mismo, asustado. Se encontró de frente con el hombre.
—¡Sal ahora mismo de mi casa! —chilló Austen. A medida que Annibal fue acercándose con pasos enérgicos, el inquilino comprobó que conocía aquella identidad. La cicatriz que cruzaba el ojo izquierdo era demasiado distintiva—. ¡Oh, joder!
Ocurrió demasiado deprisa, el tipo no pudo reaccionar a tiempo. El narcotraficante había descargado el puño sobre su cara. La fuerza del impacto fue brutal. Nelson cayó hacia atrás, derribando un perchero de madera.
—¡Cállate, hijo de puta!
Annibal se agachó en busca de Austen, le agarró por la camisa y le puso en pie con un tirón enérgico. Una vez arriba, volvió a derribarle con otro estacazo. El del pelo largo gritó y el atacante sintió cómo algunos dientes se habían partido bajo sus nudillos.
Scorpio quería más.
Austen intentó incorporarse del parqué, defenderse de aquella agresión atroz. Se vio obligado a arrastrarse, ponerse en pie tan solo le haría perder tiempo. Escupió sangre al suelo. Esta se mezcló con la que manaba de sus orificios nasales. Iba dejando restregones rojos a su paso. Temblaba de miedo. Nelson únicamente consiguió rebasar la entrada al salón, Annibal no le permitió ir más allá. Le agarró del pelo. El herido volvió a gritar, luchando con todas sus fuerzas por escapar del huracán. Pronto se vio de pie una vez más, y una vez más le derribó de un puñetazo. Gimoteó. Ese sonido enfureció a Scorpio, quien notaba torrentes desbocados de adrenalina por sus venas. Volvió a arremeter contra él. La energía que empleaba era salvaje.
Otra parte de la dentadura cedió.
La sangre de ese miserable manchaba las manos y la ropa de Annibal. Le pegó de nuevo. Nelson quedó tumbado en el suelo, consciente del horror. El temblor era visible. Trató de abrir la boca, pero sentía demasiado dolor. Y demasiado miedo. Le atemorizaba su agresor, sabía que no se caracterizaba por la compasión. Scorpio se abalanzó sobre él y empezó a ensañarse. No le ofreció la posibilidad de defensa. Recordaba a cada uno de los suyos que habían caído en aquella cadena de asesinatos. Necesitaba esa venganza.
Un golpe detrás de otro, un crujido detrás de otro. Ruidos fatales que señalaban roturas. La nariz de Austen se había partido hacía un rato. Apenas era capaz de respirar bajo la espantosa agonía. Ya no podía hacerlo por la vía nasal y su salvoconducto, la boca, se estaba inundando de su propia sangre. Boqueaba como pez fuera del agua. Escupió, salpicando a su verdugo. Scorpio le agarró del cuello de la camisa sucia y le estampó la parte de atrás de la cabeza contra el suelo. El frenesí guiaba sus actos, no podía controlarlos. Eran impulsos más poderosos que su humanidad.
El jefe se bajó del tipo aturdido. Cuando se levantó, le cogió por la pegajosa melena. Tirando de ella, le remolcó dentro del salón. Sin miramientos, le alzó por la tela de la camisa sangrienta. Tomó impulso, le arrojó contra las estanterías que adornaban las paredes. Estas se partieron y dejaron caer todo lo que llevaban encima: libros, adornos, numerosos álbumes de música y demás artilugios. Al precipitarse, los objetos cayeron sobre Nelson. Su rostro estaba perdiendo los rasgos identificativos.
Fuera de la casa, el Lobo y Biaggi permanecían inquietos. No habían contado con que habría un cambio de planes tan inesperado. Cuando la puerta se hubo cerrado en sus narices, supieron de inmediato que debían guardar la compostura para no levantar sospechas a su alrededor. Había que tener en cuenta que ya eran más de las diez y media de la mañana, cualquier transeúnte podría pensar que algo no iba bien. Al menos la urbanización era tranquila. Se preguntaron qué debían hacer. Desde luego, quedarse allí fuera esperando sin hacer nada no era una opción viable, y más desde que escucharon estruendos en el interior de la vivienda. Sandro se prestó voluntario para forzar la cerradura. Siempre se le habían dado bien esas cosas. Solo tenían que encontrar algún cachivache que hiciera las veces de ganzúa.
El salón de Austen recogía un espectáculo despiadado. Scorpio estaba fuera de sí. El aspecto físico de ese hombre había funcionado como detonante y, desde ese momento, ya no había sido capaz de detenerse. Le haría pagar por su osadía. Le torturaría en nombre de las humillaciones recibidas. Al parecer, ese desgraciado no era tan listo como pensaba. Se había delatado él solo al reunirse con Greenwich. Annibal volvió a lanzar a Nelson por los aires, haciendo que cayese de espaldas contra uno de los picos de la mesa de madera y cristal. El alarido sonó acuoso. El hombre maltrecho volvió a caer al suelo. Torpe, se colocó de lado para respirar. Tosió en repetidas ocasiones, expulsando sangre en todas ellas.
Para el narcotraficante, aquello no había terminado. Ni mucho menos.
—¿Qué se siente ahora, cabrón?
Annibal fue acercándose despacio. Jadeaba alterado por el esfuerzo físico. Le resbalaban gotas de sudor por ambas sienes. La sangre que le impregnaba las manos, también heridas en los nudillos, se había ido deslizando poco a poco hasta los codos. Su ropa recogía salpicaduras que apenas eran apreciables debido a la oscuridad de los tejidos. Algunas gotas rojas teñían pequeñas zonas en su rostro.
Ver cómo se aproximaba fue desesperante para Austen. Tras los párpados hinchados, a duras penas podía ver sus facciones. Pero percibía el odio, aquella cara era el vivo reflejo. Fue en ese mismo momento en el que se dio cuenta de que el chico que actuaba como un bárbaro no se detendría hasta haberle matado. Deseó con todas sus fuerzas que fuese pronto. La sangre se escurría de los labios de Nelson sin control. Escupió por enésima vez. Expulsó dos piezas dentales. El terror no le permitía darse cuenta de que había mojado sus pantalones.
—N–no s–s–s… —tartamudeó el hombre malherido entre gorgoteos de sus propios fluidos sanguíneos. La falta de dientes trababa la pronunciación.
—¿Todavía tienes ganas de hablar? —gruñó Scorpio conteniéndose y con la mandíbula tensa.
Le propinó una patada en el estómago. El aullido y el posterior sollozo fueron lastimeros. Nelson no podía parar de toser.
Annibal utilizó ese breve espacio de tiempo para descansar. Se llevó la mano derecha a los ojos, que había cerrado fuerte, y después a la frente. En algún momento había perdido las gafas en el recorrido dentro de esa casa. Se manchó aún más el rostro. La ira era extrema. Miró con un desprecio infinito al tipo medio destrozado que, desde el suelo, luchaba por su patética vida. ¿Ya? ¿Así de fácil?
No era suficiente.
Los jadeos agonizantes de Nelson inundaban la escena salvaje.
El jefe miró hacia los lados. Buscaba algo que le ayudara a terminar lo que había empezado. Localizó un utensilio que podría servir. Una idea estaba tomando forma en el interior de su mente enajenada. Scorpio caminó con tranquilidad. No tenía que preocuparse de un ataque por la espalda, ese desdichado rozaba el borde de la inconsciencia. Se aproximó a una de las esquinas del salón destruido. Era sorprendente que esta se mantuviera intacta. Allí se podía observar lo que parecía ser la maqueta de un barco de madera. El tipo de escala solo podía deducirse a simple vista si uno era un experto. Aquella embarcación, como la vida de su dueño, quedaría a medio construir. Annibal cogió unos alicates que acompañaban a otras herramientas dentro de la respectiva caja. Sintió la textura fría y metálica del instrumento. Tomándose su tiempo, regresó al punto inicial.
Nelson abrió los ojos maltratados. Se estremeció al encontrar al hombre de pie frente a él, muy cerca. Prefirió no haber visto lo que llevaba en la mano. El verdugo se agachó, volvió a sentarse sobre él a horcajadas y le miró fijamente. Estiró la mano izquierda hasta la boca entornada del moribundo y metió los dedos para abrirla más. Los restos puntiagudos de los dientes partidos le rasgaron la piel al rozar con ellos. Scorpio le agarró la lengua sin contemplaciones y se la sacó fuera. Austen intentó, sin éxito, cerrar la boca. Dos lágrimas se diluyeron en la sangre de su rostro desfigurado. El narcotraficante no se detuvo a descifrar los sonidos incomprensibles que emitía su víctima. Le acercó la mano derecha, la que portaba los alicates, a la boca. Todavía notaba cómo le herían los trozos afilados que aún quedaban en las encías, pero no sentía dolor. Cuantos menos centímetros separaban la herramienta de la boca, más intentos de resistencia inútil encontraba. Le estiró la lengua todo lo que pudo y la pinzó con los alicates. Procuró una sujeción firme del músculo húmedo.
—A ver si quieres hablar después de esto. —El susurro del agresor fue gélido y desprovisto de emoción alguna. No dejaba de ejercer presión.
Apoyó parte de su peso sobre la frente de Austen con la mano izquierda, manteniendo la cabeza sujeta contra el suelo, y tensó la derecha. Miró al hombre aterrorizado durante unos segundos. Los temblores de la víctima crecieron, asemejándose a espasmos.
Scorpio actuó.
Un tirón enérgico, rápido y seco bastó. Tuvo que emplear bastante fuerza. Sintió las fibras ceder. El berrido que escuchó a continuación consiguió atravesar sus escudos, provocándole un escalofrío de repulsión.
Sandro Biaggi consiguió desvelar el secreto de la cerradura minutos después de que encontrasen dos alambres sueltos de la valla del número setenta y siete. Se introdujeron en la casa, cerrando la puerta con cuidadoso sigilo. No habían avanzado ni dos pasos cuando escucharon el aullido estremecedor. Ambos hombres se miraron, alarmados. Continuaron el camino marcado por los alaridos dementes. No tardaron en encontrar el origen. El Lobo y Biaggi se quedaron en el umbral de la puerta del salón. Veían la espalda de su jefe, sentado encima del autor de esos gritos insoportables. Pero él no se inmutaba. No alcanzaban a ver por qué chillaba.
Un océano de sangre se acumuló dentro de la garganta de Nelson. Se estaba ahogando. Lloraba. Se asfixiaba entre ruidos repugnantes. Berreaba. Tan solo era un guiñapo. Annibal mantenía la fuerza con la que cerraba la mano derecha. Su pecho subía y bajaba mediante una respiración pesada. Lo único que hacía era mirar a Austen. La opacidad de sus pensamientos no le había dejado advertir que sus dos hombres se situaban varios metros por detrás de él.
Los gritos atronadores pronto se convirtieron en lloriqueos quejumbrosos. El muy desgraciado se resistía a morir. Tendría que ayudarle.
—Annibal, tenemos que irnos de aquí —intervino el Lobo. A pesar de que no estaba horrorizado, aquel caos sangriento le daba impresión. Todavía no había visto qué era lo que su superior portaba en la mano derecha.
Scorpio no se sobresaltó. Giró la cabeza para poder mirarles por encima del hombro. El contacto duró un par de segundos. Condujo la mano izquierda hasta la parte de atrás del pantalón vaquero. Empuñó la Desert Eagle. No estaba acostumbrado a utilizar la zurda en el manejo de armas, pero en ese momento carecía de importancia. La sostuvo con naturalidad. Se fue poniendo de pie despacio, ayudado únicamente de las piernas. Una vez arriba, estiró el brazo armado y apuntó a la cabeza del moribundo.
El dolor taladraba al habitante de Johnson City desde el hueco vacío de la lengua. No tenía fuerzas ni para satisfacer a sus pulmones. Notó cómo la consciencia empezaba a esfumarse. Rezaba por su muerte.
Tronó un disparo. El proyectil impactó en la frente. Los ojos del muerto se desenfocaron en medio de aquel aspecto roto.
Annibal devolvió la pistola a su sitio. Luego se quedó inmóvil. Tragó saliva, intentando recuperar la calma. De algún modo fue sencillo. No volvió a mirar el cuerpo. Se dio la vuelta. Caminó hacia sus hombres. En lugar de pararse junto a ellos como ambos esperaban, pasó entre medias. Dejaba un fino reguero de sangre tras de sí. El Lobo y Biaggi le siguieron con la mirada. Repararon en lo que su jefe acarreaba en la mano derecha. Los alicantes sangrientos todavía guardaban entre sus fauces la lengua desgarrada. Las náuseas acudieron veloces a Sandro.
El transcurso de los segundos aumentaba la apatía que se iba acomodando en el interior de Scorpio. Calma. Ya no había prisa. Seguía el camino que le llevaría de vuelta a la puerta exterior. Dadas las circunstancias, era sensato pensar que el disparo podría haberse escuchado fuera, o que parte de su ropa y de la piel al descubierto estaban manchadas de sangre. Iba a llamar la atención de una manera espantosa. Sin embargo, no había sensatez en el chico. Se percató de que no llevaba encima las gafas de sol cuando casi las pisó cerca de la entrada. Se agachó y las cogió con la mano izquierda. Se las puso. Sin inmutarse, salió a la calle.
Un par de personas caminaban por la allí. Sin embargo, andaban tan enfrascados en las pantallas de sus teléfonos que no repararon en él. Pero en la acera de enfrente una mujer de mediana edad le vio. Le miró aterrada y se dio la vuelta, echando a correr todo lo deprisa que sus tacones le permitieron. Annibal no se fijó en nada de esto. Solo tenía ojos para su coche. Cruzó la carretera tras asegurarse de que ningún vehículo le pondría en peligro. Una vez paralelo al Mustang, el cristal tintado del lado del conductor le enseñó su apariencia. Vio que algunos mechones de pelo habían dejado de estar de punta para regresar a su posición original. Ignoró la cantidad de sangre que le cubría. Rebuscó con la zurda las llaves del coche en los bolsillos de sus vaqueros. No las encontraba. Profirió dos insultos. No quería regresar al interior de la casa para buscarlas. No le quedaba más remedio.
Cuando se giró para hacerlo de mala gana, se encontró a Rafael delante de él. Le miraba muy serio mientras le enseñaba las llaves colgando de un dedo. El jefe fue a cogerlas, pero el Lobo las retiró de su alcance. Lo siguiente que hizo fue arrancarle de la mano los alicates. Annibal no se acordaba de que aún los llevaba. Rafael abrió la puerta del asiento trasero y, firme, obligó a su amigo a meterse dentro. Este obedeció sin resistencia. Después, el hombre de la coleta anduvo hasta el cubo de basura más cercano, cogió una bolsa usada cualquiera y la vació. Utilizó ese plástico para guardar los alicates y su contenido dentro. Lo enrolló bien y lo llevó consigo hasta el maletero.
Sandro fue el último en subir al coche. La imagen que había visto dentro de la casa le había revuelto el estómago. Al final no había podido contener las ganas de vomitar. Estaba apoyado en un árbol cercano. Tuvo que retirar los pies para no mancharse los zapatos.
No era la primera vez que el Lobo se ponía al volante del Mustang. Su forma de conducir distaba notablemente de la del dueño. Rafael lo manejaba de un modo menos agresivo.
El viaje de regreso guardaba cierto ambiente fúnebre. De vez en cuando, los dos hombres que ocupaban las plazas delanteras comentaban algo en un volumen no muy alto. Lo recién acontecido, por supuesto, no salió a flote. Les acompañaba la radio, sintonizada en la misma emisora.
—Que sirva de aviso para el resto —sentenció de pronto Scorpio con voz ronca.
No se giraron para mirarle.
Detrás, Annibal se había acomodado en los asientos. Tenía la espalda reclinada sobre la esquina de la puerta trasera derecha, con la pierna izquierda apoyada encima del asiento de cuero y la otra abajo. Su codo izquierdo descansaba en el respaldo y dejaba caer esa misma mano sobre los ojos protegidos por las gafas. Notaba una apacible tranquilidad que le hacía quedarse traspuesto. Estaba agotado.
Resultaba difícil de creer que hubiesen terminando con el problema. Ahora, sin embargo, surgía otro cuya trascendencia aún era desconocida. El muerto pertenecía al grupo de O’Quinn y era posible que no tuviera ni motivos ni agallas para actuar por libre. Quizá tan solo había eliminado la punta del iceberg. Quería pensar que no, que con el cruel asesinato de Austen pondría fin a los ataques. Esperaba no tener que enterarse de que el viejo O’Quinn se encontraba detrás, porque en ese caso no tendría infierno suficiente para huir.
Le dolía la cabeza, no quería pensar en nada más. Ya habría tiempo. Intentó dejar la mente en blanco. Esa era una tarea muy, muy complicada a causa del altercado. El resultado de su obra macabra se paseaba de un lado a otro ante sus ojos cerrados. No sentía culpa. Le había dado a ese hijo de puta lo que se merecía. Tampoco era el primer hombre al que mataba.
Se fue evadiendo de la realidad sin apenas reparar en ello. El sonido familiar del motor, el suave movimiento del coche y el colosal cansancio acumulado acabaron haciéndole presa del sueño. Se quedó dormido mucho antes de llegar a la mitad del recorrido.