Capítulo 7

Quedaban un par de manzanas para llegar a la zona de apartamentos enladrillados. Debía buscar el número doscientos cuarenta y siete. El Lobo se había comprometido con Jay Taylor para ayudarle con un par de cosas antes de asistir a una reunión. La había convocado Scorpio a raíz de los acontecimientos ocurridos a principios de semana. Jay, como miembro de la élite de organización, debía acudir también.

Annibal y Rafael habían llegado de Colombia ese mismo jueves por la noche. Habían partido hacia el aeropuerto tras enterarse de la noticia. Muy a pesar de Orlando, tuvo que organizar preparativos imprevistos para facilitarles el regreso a casa. Durante la vuelta, tanto el vuelo como las noticias habían hecho que Scorpio tuviera un viaje nefasto. Ni siquiera había tenido cuerpo para establecer la reunión al día siguiente, viernes. La había dejado para el sábado.

El Lobo repasaba estos recuerdos a la vez que iba disminuyendo la velocidad del Mercedes. Necesitaba prestar atención a los números de los portales. Doscientos treinta y nueve. La distribución irregular de los edificios no se lo ponía fácil. Era la primera vez que callejeaba por allí. Sabía que en aquel barrio conflictivo la presencia de un coche como aquel no pasaba desapercibida, pero no le preocupaba. No sería la primera vez, en caso de que fuera necesario, que mediría unas cuantas palabras con alguien que quisiera pasarse de la raya. Y, cuando la dialéctica fallaba, bastaba con mostrar su revólver Colt Python para amansar al bocazas en cuestión. No solía llegar a esos extremos.

Doscientos cuarenta y tres. Había gente paseando por la calle, aunque no mucha. La mayoría eran grupos de jóvenes con tales pintas que cualquier madre no querría que fuesen la compañía de sus hijos. Y grafiteros. Y drogadictos. Personas variadas que encajaban con ese cochambroso barrio.

Doscientos cuarenta y cinco. Unos metros más. Se encontró ante sí una ramificación más estrecha de la extraña avenida.

Doscientos cuarenta y siete. Localizó a Jay al lado de una gran furgoneta blanca, donde se esforzaba transportando paquetes. Taylor le había pedido si podía echarle una mano y Rafael había accedido. Aparcó el coche cerca, al cual no perdería de vista, y se acercó a su atareado colega.

—¡Lobo! Gracias por venir, en serio. Estoy hasta los cojones de cargar cajas —anunció Jay. Llevaba en brazos una grande que parecía no pesar mucho. Era un hombre que rebasaba los treinta años por poco. Alto, de pelo corto y negro, ojos azul oscuro. Tenía la frente sudorosa.

—¿Cómo llevas la mudanza? —se interesó Rafael. Echó un vistazo al interior de la furgoneta blanca.

—Por suerte esta ya es la última tanda. Llevo un par de días sin parar. Menos mal que me mudo a una casa y no a un apartamento como este, porque me estaba empezando a faltar sitio.

—Ya era hora. Con todos los respetos, mereces algo más que esto —comentó el Lobo. Asió una caja del suelo para subirla al vehículo.

—Y que lo digas —asintió Jay—. Estaba ahorrando como un cabrón para poder comprarme la casa que quería. Me ha costado un poco más de tiempo del que pensaba, pero al final lo he conseguido. No veo el momento de instalarme allí.

La luz diurna agonizaba y la artificial todavía no hacía acto de presencia. Tenían que forzar un poco la vista para poder ver lo que estaban haciendo.

—Y, como ves, la iluminación por la noche también es una mierda —prosiguió Jay. Era imposible no darse cuenta—. Encienden las farolas cuando les da la gana, normalmente cuando ya está oscuro. No sabes las ganas que tengo de desaparecer de este barrio, en serio.

—¿Vas a arriesgarte a dejar la furgoneta aquí? —preguntó el Lobo. Miró hacia los lados. No eran el objeto de atención de nadie.

—Ni de coña —respondió Taylor—. Iré detrás de tu coche cuando vayamos a casa de Scorpio y aparcaré por allí. Lo último que me quedaba era que me robaran la furgoneta. Llevo bastantes cosas. No me fío de esta gente, incluso conociendo a algunos. Qué va. Ayúdame con esta caja, anda. Es un armario desmontado.

Rafael se colocó al otro extremo de la caja de cartón marrón. Entre ambos la levantaron. Tuvo que hacer un esfuerzo extra, pues a simple vista no parecía que pesara tanto. Pudieron encajarla en el hueco que Taylor había habilitado dentro del vehículo.

—¿En serio te cabía todo en el apartamento?

—Y más que ya tengo en la nueva casa. Las mudanzas son un coñazo.

—¿Te ayudo con eso? —se ofreció el Lobo cuando le vio acercarse a por un nuevo bulto.

—No, no te preocupes. Es la tele, no pesa mucho.

Debían tener cuidado de por dónde pisaban, la falta de luz ya era notable. Jay pudo hacerse con la caja sin problemas. Ambos hombres se preguntaban por qué demonios no se habían encendido ya las farolas. Taylor estaba cubriendo la distancia entre el portal y la furgoneta, casi había llegado al vehículo. De repente se detuvo.

La caja se precipitó contra el suelo. La televisión se rompió en el interior, causando un estruendo.

El Lobo supo qué ocurría. Lo entendió en cuanto vio cómo Jay caía sobre la caja abollada. El cartón comenzó a teñirse de sangre. Al menos tres disparos habían perforado su cuerpo. Uno de ellos a la altura del hueso temporal derecho del cráneo. Silenciador. Durante una milésima de segundo, Rafael dudó en ir a socorrerle. Pero era demasiado tarde. Taylor ya era un cadáver.

El superviviente pegó el cuerpo contra la furgoneta. Acto seguido, escuchó impactos de bala sobre la parte delantera. Se dirigió a la trasera por instinto.

Mierda.

Su corazón latía a dos mil revoluciones por segundo. Se le había secado la garganta. Debía evitar a toda costa perder la vida en aquella emboscada. ¿Era aquello una emboscada? Maldita sea, ni siquiera sabía cuántos tipos eran ni a qué distancia se encontraban. Miró hacia los lados. Tenía que ser práctico. Pensó en meterse en la furgoneta y cerrar las puertas, pero enseguida desechó la idea. Aquello sería su sentencia, la trampa perfecta. No daría ese gusto al hijo de puta que había asesinado a su colega.

Agachado, luchaba por contener la respiración. Debía hacerse invisible, fundirse con las sombras. Había dejado de escuchar los gritos de la gente, que había huido despavorida de los alrededores. Tragó saliva. Tan solo quedaban el asesino y él. O asesinos. Dudaba mucho que estos se conformaran con dejarle escapar si se habían molestado en localizarles. Notaba el sudor frío descendiendo por su espalda.

Bum, bum.

La presión sanguínea le martilleaba en los oídos. Se sabía acorralado. Echó de menos su revólver, guardado en la guantera del coche. Tenía que haberlo cogido, qué gran fallo. Su cuerpo en tensión esperaba el disparo. No sabía por dónde podían atacarle. Las estúpidas farolas eran cómplices de la oscuridad. El Lobo maldijo su desventaja.

Despacio, miró a su izquierda. Buscó el Mercedes. Su mente no rememoraba a Carlo, ni a Ronald, ni a Klein, ni a Clayton. Ni a Jay. Tan solo maquinaba deprisa, muy deprisa, para salvarse a sí mismo. No podía quedarse allí agazapado para siempre. Correr hacia la seguridad parcial de su coche era la única opción válida que le permitiría seguir con vida. Se armó de valor. No podía cometer ningún error y la probabilidad de hacerlo era alta. No quería ser el siguiente nombre de la lista. Cogió aire, lo soltó rápido.

Los segundos siguientes fueron vertiginosos.

Rafael metió la mano en el bolsillo del pantalón vaquero y apretó el botón que desactivó el seguro del vehículo. Las breves intermitencias de los faros revelaron sus intenciones. Como un rayo, abandonó su posición tras la furgoneta. Llegó al Mercedes negro. Rehusó la puerta del copiloto. Tal vez habría sido lo más sensato para colocarse a cubierto, pero eso habría supuesto más dificultad de maniobra una vez dentro. Los cristales no estaban blindados. Escuchó varios proyectiles impactar contra la carrocería. Se estaba salvando de milagro. Debía rodear el coche.

De pronto sintió un dolor agudo y punzante en la parte posterior del brazo izquierdo, a la altura del tríceps. Notó cómo la sangre empezaba a derramarse a través del músculo desgarrado. La manga corta de su camiseta verde oscura no era capaz de absorberla. Hilos escarlatas resbalaban por su brazo, calientes. No podía permitirse prestarle atención al dolor. Un nuevo disparo cayó cerca. No veía muy bien y el silenciador le dificultaba adivinar de dónde procedía la ofensiva. Tenía que llegar a su puerta, tenía que hacerlo ya. Le temblaba el brazo herido. Agarró la manilla con la mano derecha. Solo tenía que entrar, sentarse, atinar a introducir la llave en el contacto y largarse de allí. No pensó en coger el revólver para plantar cara, no creía tener posibilidades de ganar. Lo único que le importaba era que las llaves no resbalaran de sus manos y cayesen al suelo, al lado de los pedales. Logró encender el motor. Respiraba con dificultades por la boca, el dolor del brazo era intenso. Activó las luces.

Al fondo, una silueta negra.

Estaba cubierta por lo que parecían ser prendas de motorista. No pudo verle la cara a causa del casco oscuro. No se detendría a hacer averiguaciones, había visto cómo levantaba el brazo y apuntaba al coche con un arma. Dio marcha atrás, después metió primera y pisó el acelerador casi a fondo. Antes de apartar la vista del atacante, creyó vislumbrar un cabello largo bajo el casco. No supo el color ni la longitud. Tenía que desaparecer de allí cuanto antes.

La suerte le sonrió. Ningún coche se interpuso en su camino. No tenía dudas de que, de haber sido así, se lo habría llevado por delante sin pestañear.

Miraba al frente mientras conducía a una velocidad temeraria. El dolor del brazo izquierdo era insoportable para conducir. Le hizo fallar en varias ocasiones. Por primera vez en mucho tiempo, encontrarse los semáforos en verde era un inconveniente. Tampoco podía esperar a quedarse parado en rojo sin saber de cuántos segundos útiles dispondría. Comprobó que nadie le seguía. Cuando se sintió seguro, detuvo el coche en doble fila a la derecha. Estaba nervioso. Al ir a comprobar su herida, se fijó en que la tapicería de cuero de color crema estaba manchada de sangre. Con la mano derecha agarró el artefacto metálico que aún le atravesaba. Asegurándose de no pincharse ni cortarse, se dispuso a arrancárselo de la carne. Tan solo la idea del dolor que iba a sentir le hacía querer dejarlo tal y como estaba, pero esa solución era peor. No se veía capaz de esperar a recibir ayuda, y cualquier movimiento brusco con el coche podría hacer que se hundiera más. Sentía el pelo de la coleta pegarse a su nuca por el sudor.

Apretó los dientes.

Dio un tirón seco. El metal salió. No pudo reprimir un grito ahogado. No alcanzaba a ver el aspecto de la herida, tan solo la sangre que ahora brotaba indomable. El gran corte palpitaba. Cerró los ojos con fuerza y se inclinó sobre el volante. Apoyó la mano derecha sobre el brazo izquierdo, presionando durante unos segundos.

No podía quedarse allí.

Abrió la guantera del coche con la mano ensangrentada, apartó el arma y cogió un pañuelo de tela oscura. Cerró el compartimento con un golpe brusco y desdobló el pañuelo. Como pudo, lo enrolló alrededor de la herida. Se ayudó de la boca para conseguir un nudo doble. Manchaba de un rojo brillante todo lo que tocaba. Esperaba tener aguante suficiente como para que el dolor y la continua pérdida de sangre no le afectaran demasiado, por lo menos hasta aparcar delante de la casa de Scorpio. Arrancó el coche otra vez.