Capítulo 20
—No esperaba que me trajeras a un sitio así —admitió Angela una vez estuvo acomodada en la silla. Acarició el tenedor plateado con la mano izquierda mientras que posaba la derecha sobre el inmaculado mantel blanco. Estaba impresionada.
—Alguna vez teníamos que vernos sin alcohol de por medio —respondió él, mirándola a los ojos. Era demasiado fácil sostenerlos.
—Eso es vino. —La joven señaló la ostentosa botella que había encima de la mesa, casi riendo.
Annibal mostró una media sonrisa, esa que la dejaba paralizada durante milésimas de segundo.
Había decidido invitarla a cenar. Se encontraban en el restaurante situado en la última planta de uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Las paredes eran de cristal blindado. Las luces nocturnas brillaban a su alrededor, la mayoría a niveles más bajos. Conformaban un espectáculo de colores. Desde ahí arriba, el resto del mundo parecía demasiado pequeño.
El día anterior, jueves, había terminado llamándola. Para hacerlo, había necesitado tomarse unos minutos en los que había debatido si era una buena idea. Además de una copa. Ella había aceptado nada más escuchar sus intenciones. Así, quedaron en que ese viernes se verían a las ocho y media de la tarde. Scorpio la había pasado a buscar con el coche. Había elegido sacar a la calle el Lamborghini Murciélago. Era negro, haciendo juego con casi todo lo demás. Y, cuando había aparecido por la dirección que le facilitó el día anterior, Angela ya le esperaba en la acera. Con una sorprendente sensación de poder propiciada por las miradas de los transeúntes, la rubia había accedido al asiento del copiloto. Era la primera vez que tenía la oportunidad de montar en un vehículo de tan alta gama. Hasta el sonido del motor le había resultado placentero.
Annibal no le había revelado nada acerca del plan de esa noche de viernes hasta que se hubieron bajado en la puerta del hotel. Una vez allí, el hombre le había entregado las llaves al empleado de turno para que aparcase. El movimiento vertical con el que las puertas se abrían no pasaba desapercibido. ¿Había elegido el Lamborghini para impresionarla? Se dijo que no le hacía falta, tenía otras cualidades no materiales con las que llamar su atención. Sin embargo, había dado un rodeo grande e innecesario por la ciudad. El motivo no había sido su afición por conducir, sino porque ella había manifestado cuánto le gustaba ese coche.
—Espero no haberte desilusionado —comentó Annibal, confiado. Sabía que recibiría una negativa.
—¿Desilusionarme? ¿Estás de broma? —Levantó una ceja sin borrar la sonrisa—. Esto es mucho más de lo que me podría permitir con mi sueldo.
—¿Tan poco te pagan en el Hot Fire?
—Lo que me pagan allí es un complemento. En realidad, soy… Bueno, trabajo en la recepción de una clínica por las mañanas y dos tardes a la semana. No está mal —reconoció ella. Se sintió incómoda, fuera de lugar.
—¿Por qué iba a estar mal? —preguntó Annibal. Vio cómo se mordía el labio inferior.
—Porque mi trabajo no está a la altura de todo esto —admitió ella. Trató de sonar distendida—. De todo lo que tú tienes, en realidad.
—Voy a hacer como si no hubiese escuchado nada.
—¿No te importa? —Angela se estaba recriminando por permitir que la timidez guiara sus palabras. No era la actitud que necesitaba ofrecer.
—Sí, me importa. Vete —soltó Scorpio, serio. Después relajó la expresión—. Me da igual, Angela. —Dejó una pausa—. Además, así tendrás que venir a verme si quieres disfrutar de lo que yo tengo, como tú lo llamas.
La forma en que la miraba puso nerviosa a la chica. No era intimidación, no era inquietud molesta. Lo que Angela sintió fue análogo a si él se hubiera acercado hasta quedarse a apenas centímetros. Empezó a recordar cómo la había besado hacía menos de una semana, la forma en que... Le ardieron las mejillas. Debía detener aquellos pensamientos, se arriesgaba a desconectar de la conversación.
—Sí, no estaría mal. —La nueva sonrisa de la rubia disipó sus inseguridades—. Debe de irte muy bien en tus negocios de alquiler y venta de coches.
—No me puedo quejar.
—Después de lo que he visto, me imagino que serás el jefe o algo así —comentó Angela. Entonces el camarero le trajo el primer plato. Era una ensalada que contenía, entre otras cosas, frutas exóticas.
Annibal no respondió.
Estaba claro que, si pretendía que las cosas no empezaran mal desde un principio, la mentira no era buena aliada. Pero decir “en realidad dirijo una organización de tráfico de cocaína” tampoco suponía una buena carta de presentación. Al menos de momento. El silencio era una mejor alternativa.
Esperó paciente a que el personal le sirviera su plato de pasta acompañado de salsa parmesana. No habló hasta que les dejaron solos otra vez.
—Espero que te guste la cena. No tengo por costumbre hacer este tipo de cosas. Así que, para una vez que lo hago, como no te guste me hundes —bromeó.
—Entonces voy a ser una crítica estricta. —Eligió coger con el tenedor un poco de lechuga con lo que parecía ser piña, ambas bañadas con una salsa acuosa de aroma dulce. Se lo llevó a la boca y lo masticó despacio, disfrutando del festival de sabores. Luego tragó—. En fin. No está mal. —Observó la expresión de su acompañante. No sabía si era de verdad o le estaba siguiendo el juego, pero le resultaba gracioso—. ¡Está muy bueno! —Al final no pudo aguantar la risa—. ¿Ya habías venido aquí?
—Sí, para alguna cena de empresa. —Prefería llamarlo así. Cuando comió de su plato comprobó que estaba a la altura de las expectativas—. Me alegro de que te guste. —Había estado tan pendiente de su reacción que era casi como si hubiera preparado él esa ensalada.
Annibal miró a su izquierda. Allí quedaban los grandes ventanales del restaurante. La mesa estaba situada justo al lado, tal habían sido sus instrucciones a la hora de reservar por teléfono. El conjunto de luces resaltaba la jungla urbana. El chico no era muy amigo de las alturas, pero al menos un edificio se encontraba siempre sujeto al suelo.
Continuaron con sus platos mientras mantenían una conversación amena. Saltaban de unos temas a otros con mucha facilidad.
—… así que estuve a punto de no haber ido a la fiesta —confesó Angela después de limpiarse los labios con la servilleta de tela.
—No me digas eso —se quejó él. Todo habría sido muy diferente si ella nunca se hubiese presentado allí. Ya daba igual, era una posibilidad muerta.
—Pero ya sabes cómo es Deborah. Me insistió tanto que al final no pude resistirme. Además, quería que te conociera. —Recordaba haberle comentado algo así la primera noche que estuvo con él—. Y que conociera a sus amigas. Son simpáticas.
—Creo que ahora se arrepiente de habernos presentado —comentó Scorpio, sonriendo. Después de cómo había reaccionado la última vez, era una certeza.
—Me ha dejado de hablar.
—Como si fuera una cría estúpida.
—Bueno, al menos ha merecido la pena. Terminé conociendo al anfitrión. —La mirada femenina se cargó de significado.
—Supongo que ese anfitrión del que hablas estuvo a la altura.
—Ya lo creo que lo está. —Se llevó la última porción de ensalada a la boca—. Me causó muy buena impresión. Tanta que acabé repitiendo. Si le ves, coméntaselo de mi parte.
—Tranquila, lo haré. Aunque creo que ya lo sabe. —Le divertía seguir aquel juego. Resultaba tan fácil dejar a un lado la tensión a la que estaba tan acostumbrado...
—Eso espero. —Angela sonrió entornando los ojos. Sus largas pestañas destacaron. El maquillaje suave que había elegido para esa noche le otorgaba un encanto especial—. ¿Por qué dices que se arrepiente de habernos presentado? ¿Te ha dicho algo a ti?
—Nada importante. Vino el lunes a mi casa, se puso pesada y terminamos discutiendo.
—¿Fue a tu casa?
No había terminado de preguntar cuando supo que no tendría que haberlo hecho. Ni siquiera había planeado pronunciarla con ese cambio de tono. No pretendía que sonase como un interrogatorio. Había ido a su casa, ¿y qué? No era una sorpresa. Ya le había dicho que se acostaba con Deborah, no debería importarle. Pero sí le importaba. Se guardó la punzada amarga, se la tragó junto con parte del vino tinto de su copa. No fue suficiente para hacerla desaparecer.
—Sí. Tuve que echarla al final —respondió Scorpio. No alcanzó a captar el matiz de la anterior pregunta.
—Bueno, algo habría hecho. —Con la nueva información, Angela fue capaz de dominar un poco mejor el altercado repentino.
—Meterse donde nadie la había llamado, como siempre —protestó el chico. Había terminado el primer plato, como acababa de hacer ella, y el servicio retiró ambos de encima de la mesa.
—Es curioso. No termino de imaginar una discusión contigo.
—Pues no sabes las broncas que puedo llegar a tener —admitió Annibal. De inmediato se dio cuenta de que se le podía malinterpretar con facilidad—. Mi trabajo a veces es muy estresante.
—No sé. —La rubia hizo una pausa—. De todos modos, no es discutir lo que se me ocurre cuando te veo. —Asió la elegante copa de cristal y volvió a beber.
El camarero llegó con los que serían sus segundos platos. Ella había elegido una receta de salmón mientras que él prefirió un entrecot de ternera en su punto sazonado con especias. Para acompañar, dos tarros de cerámica en el centro con diferentes y exquisitas salsas. Por como olían, sin duda debían de ser un regalo para el paladar.
Volvieron a quedarse solos.
—Me tendrás que explicar qué cosas son esas. —Annibal prefería escucharlo de sus labios. Cogió ambos cubiertos y empezó a seccionar el filete humeante. Apenas había que hacer fuerza con el cuchillo, la carne jugosa casi se cortaba sola.
—Creo que no hace falta. —Durante un instante, los ojos oscuros de Angela escudriñaron el interior de los del hombre con la fuerza de un torbellino.
—No pierdes el tiempo.
—Ni tú tampoco.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él. Esas pupilas le habían causado el mismo efecto en la piel que un contacto físico.
—En la fiesta te propusiste que terminase contigo y así fue. En el Hot Fire conseguiste que me sentase en vuestra mesa. Y hoy estoy aquí.
—¿Y te molesta?
—No. Me gusta.
Angela sabía muy bien la dirección que estaba tomando, el camino que estaba eligiendo. No era una niña.
—¿Qué te gusta?
—Tú.
La luz ambiental se reflejó en el líquido color sangre de la copa que la rubia sostenía contra sus labios. Aquel desparpajo atraía a Scorpio. Él solía tener respuestas para todo, pero no en ese momento. No lo había esperado. ¿Qué debía hacer ahora? Le sostuvo la mirada hasta que ella la apartó para concentrarla en el salmón rosado, del que extrajo otra porción. Si él hubiese sido de rubor fácil, su rostro le habría delatado.
—No creo que sea una novedad. Apuesto a que estás acostumbrado a estas cosas —prosiguió Angela. Miró a las luces animadas y parpadeantes del exterior. Seguía sorprendida por su propio arrojo. Pero no podía soltar algo así y fingir que no había ocurrido.
Annibal permanecía en silencio, sin palabras otra vez. ¿Qué respuesta tenía que elegir? Podría decirle que sí, que era habitual que las mujeres se le acercaran. No era mentira. Pensó en que podría contestar que ella era la mujer que más le había interesado desde hacía mucho tiempo. También era verdad. El gran fallo de ese plan fugaz era que no se atrevía a reconocer algo así en voz alta. Se le daba peor que mal.
Suspiró sin hacer ruido.
Para la cantidad de experiencia acumulada con el género femenino, tenía una iniciativa muy pobre cuando se trataba del terreno emocional. No quería abrir la boca y arrepentirse después. Se veía en un callejón sin salida.
—En realidad... —Tenía que decir algo coherente sin exponerse demasiado, pero sin dar pie a pensar que era un estúpido insensible—. Sí, a veces pasa.
Su misión fracasó con estrépito. No se vio capaz de expresarse como quería.
—¿Con qué te la hiciste exactamente?
Angela levantó el dedo de la mano derecha y trazó una línea vertical sobre su ojo derecho, aquel que hacía espejo al izquierdo masculino. Hacía alusión a la cicatriz que tanto seducía su atención. Ya le había preguntado por ella cuando le conoció y la respuesta que entonces había recibido fue escueta. Pero tenía que cambiar de tema. Se sentía ridícula. ¿Qué esperaba? En serio, ¿qué era lo que esperaba? ¿Creía que podría acceder a un trato especial porque se habían besado, porque se había acostado con él? ¡Menuda idiotez! No quería caer tan bajo como todas aquellas que se creían únicas y afortunadas solo porque él les había sonreído una vez.
Luego pensó que la que estaba allí esa noche era ella.
No sabía cómo, pero la conversación parecía haber tomado un sendero complicado para Annibal. Tampoco tenía respuesta para eso. Sí la había, pero no quería compartirla. No quería rememorar aquella escena. No quería.
—Una pelea.
Pese al alcohol de entonces, se acordaba muy bien de que le había respondido eso mismo en la sala de luz azulada. No le había aclarado nada.
Las circunstancias jugaron a su favor: el camarero regresó a por los platos vacíos. Les preguntó que si la comida había sido de su agrado y después les ofreció la carta de postres. A ella se le antojó helado de cacao cubierto de chocolate caliente. Estaba deseando probar aquella capa fundida que se convertiría en crujiente por el contacto frío. Él se decantó por un café solo, no le importaba que fuese de noche.
—En su día dolió bastante —prosiguió el traficante cuando el camarero hubo desaparecido. No solo hablaba del daño físico.
—Me imagino —empatizó Angela. Seguía aturdida por el giro extraño del diálogo—. No te queda mal. Te da un toque más… interesante.
No te haces una idea, pensó Scorpio.
Hablaron algo hasta que llegaron los postres. La nueva conversación consiguió solventar parte de aquella tensión rara. En secreto, ella todavía se sentía algo intimidada. Annibal le hablaba a veces de un modo demasiado cortante. Se esforzaba, pero le resultaba imposible saber qué era lo que le estaba pasando por la mente.
Él notaba el malestar causado por el bloqueo del recuerdo hiriente. Decidió centrarse en ella. Vio cómo sus labios habían quedado pintados por el chocolate en algunas zonas. La imaginación fue más fuerte que él y le situó en frente, besándola, atrapando el dulce sabor. Se limitó a coger la taza vaporosa de café. Apuró la mitad. Desabrochó el primer botón de su camisa blanca. Esa noche no llevaba corbata. El calor incipiente fue abriéndose paso a raíz de unas imágenes mentales que no había pedido. Miró a través del gran ventanal. Tenía el ceño fruncido.
—Angela.
Scorpio experimentó un efecto curioso al escuchar ese nombre con su propia voz. Le hizo verse rematadamente imbécil. Fortificó la barrera invisible de sus facciones. Estaba inquieto. No sabía si era porque ella pudiera reconocer algún síntoma de esa lucha interna o porque su propio intelecto le revelase una verdad que no quería reconocer. Carraspeó antes de proseguir.
—Estaría bien que, cuando terminemos y salgamos, vinieras otra vez a mi casa. —Annibal se sintió idiota hasta el extremo.
—No veía otra forma de acabar la noche. —Angela saboreó despacio los restos de helado que quedaban en su cuchara.
Joder.
Cada actitud atrevida hacía que él tuviera la necesidad de acercarse a ella y quitarle la ropa. Tenía algo, además de ese cuerpo, que desafiaba a su capa de hielo. No era un descubrimiento nuevo, ya lo sabía casi desde el principio. Annibal apoyó el codo izquierdo encima de la mesa y la mano quedó a la altura de los labios. Ocultaba su boca con el dedo índice apenas apoyado.
—Voy al lavabo. No tardo nada —anunció Angela con una sonrisa.
Scorpio vio cómo se levantaba y se alejaba a paso decidido. Tuvo que mirar aquellos pantalones cortos vaqueros de color blanco que destacaban su silueta, no había podido evitarlo. También vestía unas sandalias de color marrón oscuro de tacones altos. Al haberla tenido de frente durante toda la velada, lo único que había quedado a la vista había sido la blusa fina y negra sin mangas.
No era el único que se había fijado en su espalda cubierta por la melena rubia y sedosa. Y más abajo.
Tal y como había asegurado, no se retrasó.
—Voy a pedir la cuenta —informó el chico.
Cuando localizó al camarero, hizo un gesto con la mano para que se acercara. Servicial, el trabajador obedeció. No tardó en traer la factura sobre una bandeja diminuta y plateada. La dejó sobre el mantel. El tamaño del papel era inversamente proporcional a la cantidad a pagar.
Annibal no permitió de ningún modo que Angela contribuyese. Pagó con billetes, no empleaba tarjeta de crédito desde hacía mucho tiempo. Ni siquiera le gustaba ir dejando rastro con un nombre falso. A nadie le importaba lo que hacía, dónde iba o lo que compraba. Cuando trajeron las vueltas, dejó una cantidad generosa de propina.
Fue a levantarse de la silla cuando, de repente, notó una vibración en el bolsillo del pantalón del traje. El teléfono. No había melodía, le parecía de mal gusto que sonara en un lugar como aquel. El hombre torció el gesto aun sin saber quién estaba al otro lado. Cuando lo comprobó, se quedó parado. La vibración era constante. Angela le miraba con expectación, pero él no se daba cuenta. Solo estaba centrado en las letras.
Acercó el pulgar al botón verde de su smartphone, deteniéndolo segundos antes de iniciar la conexión.