Capítulo 5
—¡Corre! ¡Muévete, cabrón! ¿Qué coño haces? ¡Allí, joder!
La voz de Scorpio eclipsaba cualquier sonido cercano.
Sentado en el borde del sofá y en un extremo de este, estaba echado hacia delante. Sujetaba el mando de la Xbox One con fuerza. Había decidido dedicar esa mañana libre a la consola después de una sesión de ejercicio físico. Tendría que haber supuesto una buena forma de liberar tensión, pero ese maldito juego de fútbol estaba consiguiendo enfadarle. No era muy bueno encajando derrotas y un videojuego tampoco sería la excepción. El marcador indicaba tres a dos en contra y no conseguía hacerse con el control del partido. En una de las jugadas, el equipo rival se hizo con el balón y se lanzó al contraataque. Volvieron a marcarle gol. Eso terminó de enervarle. No fue capaz de controlar el impulso, arrojó el mando de la consola contra el sofá. Rebotó y cayó al suelo.
—¡Su puta madre!
La batería se desprendió del mando. La Xbox detuvo la partida por sí misma al no detectar el remoto y lo indicó con un mensaje en la pantalla de televisión.
Annibal no se movió del sitio, tan solo contemplaba la imagen del partido pausado en las cincuenta pulgadas que tenía delante. Debía parar y lo sabía. Jugaba como entretenimiento y no para terminar peor que antes de empezar, pero odiaba que las cosas no salieran como esperaba. Fue notando cómo se iba sosegando a un ritmo lento conforme pasaban los segundos.
—Vaya mierda de juego —se dijo en voz alta.
No sabía si continuar y terminar el partido o apagarlo tal cual sin guardar. Si elegía la primera opción, era posible que su mal humor no terminase ahí. No le gustaba dejar las cosas incompletas una vez empezadas. Cogió el paquete de tabaco situado a escasos centímetros encima del sofá. Sacó un cigarrillo y se lo colocó en los labios con una expresión aún hostil. Después buscó el Zippo a tientas. Cuando fue a cogerlo, escuchó la vibración previa a la melodía de su teléfono móvil, también sobre el sofá.
Un número desconocido.
Por regla general, ya tenía guardados los contactos que le interesaban. Incluso los de los auxiliares de prepago. Nadie tenía por qué llamarle con número desconocido.
Dejó que el teléfono continuase sonando. No tenía intención de contestar. Todavía debatía si seguir jugando o no. Se cortó la llamada. Pero, a los dos segundos, el anónimo volvió a insistir. Con el cigarro recién encendido, miró el teléfono de reojo. Le provocaba una mezcla entre curiosidad y alarma. Los que contactaban con él por ese medio solían intentarlo más tarde si no respondía. Frunció el ceño y cogió el smartphone. Descolgó con desconfianza.
—¿Quién es? —preguntó de malos modos.
—Saludos, Scorpio —se escuchó al otro lado. La actitud era la contraria.
—¿Quién es? —repitió Annibal. Entornó los ojos, defensivo.
—Lo primero, buenos días. Siento llamarle así, de repente. Soy Darío. Darío Gómez. ¿Se acuerda de mí? —Tenía acento hispano.
—¿Qué quieres? —inquirió el norteamericano. Aunque le reconoció una vez le hubo revelado el nombre, las formas de Scorpio no cambiaron. Tenía muchos reparos a la hora de emplear el teléfono.
—Bueno, eh… —comenzó a explicar el hombre, algo cohibido—. Orlando me pidió que le comunicara la intención que tiene de invitarle a pasar unos días acá, en Colombia. En calidad de vacaciones, para que ustedes dos platiquen. Dice que, después de tanto tiempo, es imperdonable que no hayan encontrado el momento de disfrutar de un tiempo de ocio.
—Dile que muchas gracias pero que no tengo intención de salir del país por el momento. Será en otra ocasión —respondió Annibal. Había dejado una pequeña pausa previa para valorar la propuesta.
—Orlando me dijo que diría algo así. Me pidió que le insistiera y que le recordara que usted todavía no ha tenido el placer de visitar Colombia ni de conocer su casa. Que es lo mínimo que puede hacer por usted —insistió el colombiano. Su inglés estaba lejos de ser perfecto, pero al menos se le podía entender sin ninguna dificultad.
—Dile a tu jefe que no voy a montar en ningún avión. Nunca me han gustado los controles de los aeropuertos. Solo lo hago si es estrictamente necesario.
—Pensó en todo. Envió para allá su avión privado por si a usted se le ocurría aceptar la invitación. Hace tres horas que partió.
—¿Viene Orlando? —se interesó Scorpio, sorprendido.
—No, no. Solo el piloto, copiloto y un par de azafatas. Todos contratados por él. Orlando le espera aquí.
Annibal se quedó en silencio, pensando. El colombiano se había tomado muchas molestias en que aceptara la proposición. No tenía por qué desconfiar de él. Llevaba un tiempo haciendo buenos negocios de importación de cocaína pura con ese hombre. Si bien no era la única, resultaba ser la fuente de ingresos más importante. La invitación podría esconder una nueva transacción o simplemente servir para estrechar lazos. Uno no enviaba su avión privado a otro país por nada. Así evitaría las formalidades de un vuelo comercial. Scorpio tampoco tenía otra cosa mejor que hacer esos días. La verdad, le vendría bien olvidarse por unas horas del fatal incidente con dos de sus hombres. Lo que le gustaba menos era que Orlando le había puesto casi en un compromiso. Sin duda, se trataba de una amabilidad muy estudiada.
—Está bien. Dile que iré —terminó aceptando el estadounidense—. Pero el Lobo vendrá conmigo, no habrá discusión al respecto.
—No se preocupe, no hay problema. El jefe creía que, si aceptaba, no querría venir solo. Es comprensible. Como si quiere traerse a todos sus hombres —dijo Darío. Había satisfacción en su voz—. ¿Cuándo podría usted venir, Scorpio?
—En este momento no hay nada que necesite mi atención por aquí. —No dijo toda la verdad, pero no estaba dispuesto a que esas muertes le condicionaran. Mucho menos a que le dejaran en evidencia—. Cuando se pueda. Mañana mismo. Tampoco es cuestión de que la gente que habéis enviado espere sin razón.
—Ellos tienen órdenes de partir incluso esta misma tarde si es necesario.
—¿Esta tarde? —se extrañó Scorpio.
—¿Qué hora es? Las diez de la mañana. Allí también. Sobre las siete partió el avión. Alrededor de la una o una y media deberían aterrizar. Para las tres y media podríamos pedirles que lo tengan listo otra vez. Acostumbran a viajes así, déjenoslo a nosotros. Llegarían al aeropuerto de acá sobre las diez en la noche —propuso Darío.
—¿Y después qué?
—El vuelo será directo, no haremos escala y aterrizaremos en Cartagena de Indias. Nos encargaremos de su traslado desde el aeropuerto a la casa de Orlando, donde aguardaremos su llegada.
—Muy bien. Dile a Orlando que hoy a las tres y media cogeremos ese avión —anunció Annibal. Se dijo que, si tenía la posibilidad de salir antes, por qué no.
—Se pondrá muy contento al saber que ha aceptado —comentó Darío, entusiasmado.
—Ya. Espero que hayáis tomado las precauciones necesarias para hacer esta llamada, no quiero sorpresas de ningún tipo —le advirtió Scorpio. Había vuelto a adoptar un tono más frío sin darse cuenta.
—Yo no veo nada fuera de lo común acá. Un hombre aceptando un viaje al país de su amigo. —Tal y como sonaba, se podía intuir que Darío estaba sonriendo.
—Porque es precisamente eso. No es de la incumbencia de nadie a dónde voy o dejo de ir. Ya me entiendes. Por aquí hay gente que pretende ser mi sombra.
—No vaya a preocuparse por eso. Tuve absoluto cuidado. No está usted hablando con un weon principiante —se defendió Darío. No estaba ofendido, entendía la cautela que siempre debía acompañar a su interlocutor. Lo había aprendido con Orlando.
—Me alegra saberlo.
—Esta tarde deberán reunirse con uno de nuestros hombres a las tres, para asegurarnos el tiempo. Puede ser en la cafetería, por ejemplo. Su nombre es Fernando. No pasa nada si no le reconoce, él sí sabe quién es usted. Les guiará hacia la zona privada del aeropuerto. Viajará con ustedes en el avión, es el copiloto. Las azafatas les ayudarán con los equipajes. Por supuesto, no pasaremos ningún control. Pueden empacar lo que consideren necesario —explicó el colombiano. La segunda intención de la última frase se entendió muy fácilmente—. Aunque debo recordarle que Orlando no permitirá que les falte de nada. Creo que ya no me queda nada más por decirle. No se olviden de sus pasaportes, los que consideren oportunos. De todo lo demás nos encargamos nosotros.
—Bien. Nos vemos esta noche —zanjó Scorpio. Quería colgar. Ya habían usado demasiado la línea.
—Si necesita algo, llame a este mismo número. O, si quiere, hable con Orlando —le recordó Darío.
—Nunca he hablado con tu jefe por teléfono. Él no habla inglés y yo no hablo español. Prefiero usar intérpretes al llegar. Espero no tener que llamarte. Hasta esta noche —insistió Annibal.
—Cuídese, amigo. Estaremos encantados de recibirles.
Fue el norteamericano quien cortó la comunicación. No le hacía mucha gracia el término “amigo” que había empleado Darío, pero no le dio importancia. Aunque él usaba ese término con cuidado, sabía que los latinos tendían a mostrar más cercanía al relacionarse.
Y ahí estaba, con un nuevo e inesperado plan. Nada menos que un viaje a Colombia. Pensó que, de vez en cuando, improvisar no le venía mal. Tendría la oportunidad de visitar el país por primera vez. No se quedaría más de tres o cuatro días. Miró el reloj. Le quedaba algo menos de cinco horas para llegar al aeropuerto y localizar al tal Fernando. Tenía tiempo de sobra, pero debía planificarse bien. Lo primero que haría sería avisar al Lobo. Qué menos.
—Dime. —El Lobo no se hizo esperar para descolgar.
—No tienes nada que hacer esta tarde, ¿no? —comenzó Scorpio. Su forma de hablar era distinta a la conversación anterior.
—No. En principio.
—Bien, pues prepara tus cosas. Nos vamos a Colombia esta tarde.
—¿Qué? ¿Cómo que nos vamos a Colombia?
—A las tres tenemos que estar en el aeropuerto. El vuelo sale a las tres y media.
Annibal le explicó la situación sin revelar nada comprometedor. Él mismo todavía seguía sorprendido por la precipitada decisión.
—Joder. Colombia no es el pueblo de al lado —dijo el Lobo segundos después.
—Ya sabes que no entiendo casi nada de español. Sería gracioso encontrarme allí yo solo —añadió Scorpio, sarcástico—. Además, como mi mano derecha que eres, no voy a ir para allá sin ti. No creo que se trate solo de unas exóticas vacaciones. Demasiadas molestias, incluso para Orlando.
—Yo también creo que puede haber algo más detrás de tanta amabilidad —aseguró el Lobo—. Aunque, bueno, tal vez solo quiera hacerte la pelota.
—¿A mí? ¿A estas alturas? —Annibal se detuvo a pensar. Recordó que no podía usar el teléfono tal y como lo hacía la gente normal. Y ya era la segunda vez aquel día—. Bueno, ya hablaremos de esto después. Si aceptas, claro. —Sabía que las probabilidades de que su amigo se negara eran bajas, pero al menos debía preguntarle.
—No tengo mucha opción, ¿verdad? —rio Rafael—. Voy contigo. No me fío de ti ni un pelo.
A las dos en punto, el Mercedes negro del Lobo ya esperaba fuera de la verja exterior de la casa de Scorpio. Este no se hizo esperar y salió en cuanto le vio fuera. Consigo llevaba una maleta oscura con ruedas. No tenía enormes dimensiones, no le hacía falta. Se aseguró de que dejaba la alarma conectada y de que dejaba bien cerrada la puerta principal. También comprobó que la entrada del garaje permanecía impenetrable. Después, lo mismo con la verja. Guardó el equipaje en el maletero y se sentó en el asiento del copiloto.
—¿Llevas una gorra? —preguntó Annibal. Había dibujado una media sonrisa burlona.
—Muy observador. Creo que ya lo sabes, pero en Colombia hace mucho calor.
—Sí, algo he oído.
El Lobo arrancó y tomó rumbo al aeropuerto. Mientras que Rafael vestía esa gorra oscura y lisa, Scorpio llevaba el cabello corto peinado hacia arriba.
—He avisado a Biaggi y a Schneider de que nos marchábamos. Si alguien quiere decirnos algo, que hable con ellos primero —comentó el Lobo. Los Red Hot Chili Peppers sonaban de fondo desde la radio.
—Has hecho bien.
Durante la mayor parte del trayecto hablaron de asuntos que nada tenían que ver con su dedicación profesional.
Encontraron tráfico, había sido útil salir con antelación. Un accidente estaba causando retenciones y la policía había cortado uno de los carriles. La lentitud se estaba haciendo muy pesada. Cuando llegaron al punto de ambos coches siniestrados, comprobaron que parecía que no había ninguna víctima mortal. El problema radicaba en que muchos de los conductores de otros vehículos ralentizaban al llegar a la altura por mero morbo. A ellos dos les daba igual, solo querían dejar atrás ese tapón para llegar a su destino tan pronto como fuera posible. Una vez rebasado el accidente, la carretera recobró fluidez.
Aparcaron diez minutos antes de la hora acordada. Por supuesto, el Lobo no dejaría el coche en el aparcamiento público, ni siquiera sabiendo que regresarían a los pocos días. Era un modelo apetecible. Un profesional podría ser capaz de saltarse las medidas de seguridad del Mercedes. Así, el dueño accedió al estacionamiento de pago. A cambio de una inflada suma de dinero, allí custodiarían el vehículo hasta que tuviera a bien recogerlo.
Se adentraron en el enorme hall del aeropuerto con sus maletas de ruedas. Abundaba la gente apresurada caminando de aquí para allá, lo que favorecía que los dos hombres pasaran desapercibidos. Annibal no era ningún famoso y no se sentía como tal, pero conocía el tipo de controles en los aeropuertos de Estados Unidos. Demasiado enfermizos para su gusto. No sabía si su cara aparecía en los archivos de esa gente en ese preciso momento, aunque él no estaba haciendo nada malo. Y, desde luego, no estaba en busca y captura. Había aprendido a guardarse las espaldas, se encontraba tranquilo. No obstante, prefería que sus movimientos no se conocieran, incluso cuando estos eran aparentemente inocentes.
—¿Entonces no sabes quién puede ser ese tal Fernando? —preguntó el Lobo. Caminaban en dirección a la cafetería principal.
—No. Bueno, no sé. Puede que le haya visto acompañando a Orlando en algún momento, pero por el nombre no sé quién es —admitió Scorpio. No miraba a su acompañante, tenía la atención puesta en alguien que pudiese dirigirse a ellos. En aquel aeropuerto, todos parecían inmersos en sus cosas. Una perfecta muestra del carácter de la población actual—. Darío me ha dicho que el tipo sí sabría quiénes somos nosotros. Nos llevará hasta el avión, se supone que es el copiloto.
Cuando llegaron a la cafetería, no entraron. Si el tal Fernando de verdad les conocía, no tendría problemas en encontrarles. Además, quedarse allí dentro sin consumir nada resultaría un tanto extraño. Tenían que aparentar normalidad, nunca se sabía quién podría estar mirando.
—Estoy empezando a pensar en si esto ha sido una buena idea —comentó Annibal en voz baja. Se había acercado unos centímetros al Lobo.
—Demasiado tarde para las dudas.
—Ya.
—Annibal, solo han pasado cinco minutos de las tres. Vamos a darle unos cuantos más de cortesía.
Pero más que impaciente, Scorpio se estaba preguntando si había aceptado la propuesta de Orlando demasiado rápido. Había visto en persona a ese hombre no más de tres o cuatro veces desde que negociaban juntos. Todas habían transcurrido bien y habían terminado convirtiéndose en máquinas de hacer dinero. Así había sido casi desde el principio, incluso después del problema que hubo con el imbécil al que tuvo que dejar con vida a petición del propio Orlando. De esto hacía ya cuatro años. Y, pese a que siempre habían empleado un intérprete para comunicarse, se habían entendido bien. Pero la desconfianza formaba parte de la naturaleza de Annibal.
—Buenas tardes, caballeros. Scorpio y el Lobo, si se me permite llamarle así, ¿verdad? —preguntó de repente un hombre que se había situado en frente de ambos.
—Sí —se limitó a responder el primero.
—Disculpen mi demora, estábamos ultimando detalles técnicos del avión y se me echó el tiempo encima —se excusó el colombiano, educado—. Soy Fernando. Darío les habló de mí. —Extendió la mano con cordialidad y los otros dos se la estrecharon—. Me explicó quiénes eran ustedes y dónde tenía que recogerles. Ahora, si no les importa, síganme. El avión no está muy lejos. Cuanto antes lleguemos, antes podrán ponerse cómodos.
Tras una sonrisa amable, se dio la vuelta confiando en que los dos invitados seguirían sus pasos. Y así hicieron. Fernando había demostrado una pronunciación mejor que la de su compatriota Darío. Annibal pensó que no era de extrañar, era copiloto internacional. En cualquier caso, le daba igual.
Les guio durante unos cinco minutos por una zona que se alejaba de la afluencia principal. Pese a que Scorpio prefería no hacerlo, ya había volado otras veces en comercial y en privado. No desde aquel aeropuerto. Cuando llegaron al primer control, Fernando intercambió algunas palabras con el supervisor que les cerraba el paso. Este miró hacia ellos y les pidió los pasaportes. “Víctor Martínez” y “Andrew Morgan” se embarcarían hacia Colombia. No les revisaron los equipajes, pero eso ya se lo había asegurado Darío por teléfono. Si hubieran esperado la cola para cualquier otro vuelo, les habrían detenido de inmediato y llevado a la sala de interrogatorios. Era la típica consecuencia derivada de encontrar armas de fuego en una maleta. A Scorpio no le gustaba saberse sin la protección de al menos una de sus Desert Eagle, incluso cuando sus intenciones no eran violentas. Al Lobo le ocurría algo parecido. Simplemente no se lo podían permitir. Las guardaban en los equipajes para no tentar a la suerte llevándolas encima.
Les permitieron transportar las maletas con ellos en lugar de guardarlas en un compartimento especializado. Apenas habían tenido que andar hasta llegar al avión y habían subido por las escaleras ya preparadas en la pista. La aeronave era un poco más grande de lo que Annibal esperaba. Una vez arriba, había un par de azafatas tras la puerta de entrada. Saludaron a los tres hombres con una amplia sonrisa. Los rasgos latinos de ambas mujeres resultaban atractivos. Las dos lucían cabellos negros recogidos en sendos moños, haciendo juego con los ojos del mismo color. En inglés, guiaron a los norteamericanos a sus respectivos asientos.
El interior del avión era espacioso, lo cual se agradecía. Esto discrepaba con la mayoría de los vuelos, donde todo el mundo tenía que ceder parte de su espacio personal. Aquí las filas tenían dos asientos orientados en diagonal hacia el ancho pasillo que comunicaba con el otro lado, vacío de butacas. Observaron que al final había una mesa perteneciente a lo que parecía ser un mueble bar empotrado en la pared.
Al menos disfrutarían de una buena comodidad durante todas esas horas. Qué menos por parte de su anfitrión.
—Permítanme el equipaje, por favor. Guardaré las maletas en un pequeño compartimento situado al final para el despegue y donde deberán permanecer en el aterrizaje. Mientras tanto, una vez en el aire, les dejaré las llaves para que puedan disponer de ellas cuando gusten —les informó la azafata más alta, risueña pero formal.
—De acuerdo —aceptó el Lobo.
Dejaron que las mujeres hiciesen su trabajo. Ellas no regresaron después, sino que se quedaron en la parte de atrás ocupando sus respectivos asientos. Ahí quedarían hasta que estuvieran volando.
Durante los siguientes minutos, los hombres aprovecharon para aclimatarse después de abrocharse el cinturón.
—Debe de ser la primera vez que te veo con gorra desde que teníamos quince años —comentó Annibal. Le resultaba curioso, incluso gracioso, ver a su amigo de tal guisa.
—¿Tan feo estoy? —bromeó el Lobo.
—Para eso no te hace falta llevarla.
—Qué ingenioso. No me queda tan mal. A ver si opinas lo mismo cuando te dé el sol allí.
—Llevo esto, gracias. —Scorpio señaló las gafas de sol que llevaba puestas. Eran de estilo aviador, marca Ray–Ban. Le gustaba cómo le sentaban.
La voz del comandante se escuchó en ese momento. Les dio la bienvenida una vez más y les indicó las horas aproximadas de vuelo, cosa que ya sabían gracias a la información previa de Darío. Comentó el tiempo atmosférico que se encontrarían durante el trayecto y en el destino. Después les deseó que disfrutaran del viaje.
Los motores del avión se pusieron en marcha. La vibración que empezaron a notar bajo sus pies correspondía al movimiento de avance por la pista que ya podían apreciar por las ventanillas. Se movían despacio, el avión debía colocarse al principio de esa recta de despegue, que para muchos parecía ser infinita. Scorpio permanecía en silencio desde el mismo momento en el que se había escuchado la voz masculina por los altavoces. Estaba más atento a esa maniobra de lo que le habría gustado. El tiempo que transcurrió desde que habían empezado a desplazarse hasta que se prepararon frente a esa kilométrica pista de asfalto, al chico se le hizo eterno. Iban a comenzar la maniobra de despegue, el atronador rugido que la aeronave ya emitía fue el encargado de dar el aviso. El Lobo entonces miró a su amigo, quien sin darse cuenta cerraba fuerte las manos en torno al extremo de los reposabrazos de su asiento.
—¿Estás bien? —preguntó Rafael en voz baja. Sabía de antemano cuál sería la respuesta.
—Sí.
Pero la afirmación de Scorpio no coincidía con la realidad, a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo. No lo estaba haciendo muy bien si el Lobo le había preguntado. También se conocían desde hacía muchos años.
Volar en avión no estaba dentro de las diez cosas favoritas de Annibal. Ni de las cien. No le había mentido a Darío con respecto a que no le gustaban los aviones. Los controles habían funcionado como excusa, pero no había sido del todo sincero. Sin embargo, viajar a Colombia por tierra habría resultado ridículo. Rechazar la invitación por ese motivo tampoco le habría dejado en muy buen lugar. Así que allí estaba, intentando mantener la calma mientras el avión alcanzaba elevadas velocidades en pista.
Era demasiado fácil dejarse asaltar por pensamientos relacionados con accidentes aéreos. El punto de no retorno.
Annibal no era consciente de la intensidad con la que se aferraba a los reposabrazos. Esta se incrementó cuando las ruedas dejaron de hacer contacto con el suelo. El avión comenzó a elevarse. Tuvo sensación de vértigo, pero trató de no perder la tranquilidad. Prefería no reconocer que, sin llegar a la fobia, le daba miedo volar. El motivo principal era la imposibilidad de ser él quien manejase las riendas de lo que ocurría mientras estaban en el aire. Incluso podría encontrarse más seguro pistola en mano en medio de un tiroteo.
El avión continuaba ganando altura. Ascendían muy rápido. Un icono iluminado indicaba que el cinturón de seguridad aún debía permanecer abrochado. Estaban consiguiendo cierta estabilidad en el aire. Scorpio se permitió relajar las manos solo entonces. Se aventuró a mirar por la ventana. La tenía a su derecha, pero el Lobo estaba en medio. El suelo ya quedaba muy lejos. Volvió a poner la vista al frente y apoyó la cabeza en el cómodo sillón. Cerró los ojos durante un instante, ocultos por las gafas de sol.
Pronto, ambos hombres se sumergieron en una conversación amena. Rafael no hizo alusión al malestar que había captado en su amigo.
—Hola de nuevo, caballeros. —Una de las azafatas apareció de repente—. Como les dijimos, aquí tienen las llaves para que puedan acceder a sus pertenencias. Allá al fondo, en el compartimento —recordó—. ¿Desean algo de beber?
—Un whisky —respondió Annibal.
—Otro para mí.
Mientras la azafata se dirigía a atender a las peticiones, Scorpio se desabrochó el cinturón y se levantó. Con las llaves en la mano, fue hacia la cola del avión. Estirar las piernas le venía muy bien, aun cuando no hacía ni media hora que habían despegado. Pisar suelo mientras viajaban por el aire hacía que afrontase mejor la inseguridad. Caminó hasta llegar al compartimento de los equipajes y sacó ambos. Dentro portaban cosas que era mejor que llevaran consigo. Cogió ambas maletas y las acercó a sendos asientos, no sin antes ver algo a por lo que volvería a continuación. Se tomó la libertad de llevarse consigo una caja de una balda diferente.
—¿Y eso? —preguntó el Lobo. Levantó la vista del libro que acababa de sacar de la maleta.
—¿A ti que te parece?
—¿Estás seguro? —dijo Rafael, divertido.
—Muy seguro.
—La última vez te quedaban la mitad de las figuras cuando te hice jaque mate.
—Voy a darte una paliza —se limitó a responder Scorpio. Entornó los ojos y mostró una pequeña sonrisa inclinada a la derecha.
El Lobo se encogió de hombros mientras Annibal habilitaba una mesa plegable que tenían a su disposición. La azafata, que trajo en ese momento los dos vasos de whisky, aguardó a que la mesa estuviese colocada para dejarlos encima. Lo hizo mientras el hombre sacaba el tablero de ajedrez y colocaba las piezas. Después volvió a dejarles solos. Rafael colocó el marcapáginas, cerró el libro y esperó a que todo estuviese listo.
Cuando empezó la partida, a Scorpio no le hizo mucha gracia tener fuera de combate a un peón y un caballo tres movimientos después. Sabía que su amigo era bastante mejor que él. Su reto personal era ganarle, algo que no había conseguido todavía. Annibal jugaba con las negras. El tablero parecía haber adquirido un color más blanco, pues cayeron dos peones más. Conforme iban avanzando los minutos, el más joven parecía remontar al eliminar cuatro blancas, una torre entre ellas. Pero su satisfacción duró poco, pues la siguiente en caer fue la reina oscura. El chico no lo encajó demasiado bien, había previsto unos cuantos movimientos que desarmarían la defensa rival precisamente con la consorte real. Pero había estado tan pendiente del ataque que había descuidado su propia muralla. Sacó del tablero un par de blancas más, pero al final su fortaleza cayó. El Lobo se apoderó de su rey y se hizo con una nueva victoria.
Scorpio se quedó mirando los cuadro claros y oscuros, demasiado molesto como para disimularlo. La única razón por la que no golpeó el tablero fue por guardar las formas. Además, el juego no era suyo. Era la segunda vez aquel día que no era capaz de ganar. Esta partida escocía igual que el encuentro de la Xbox. Conocer la destreza de Rafael no le hacía sentir mejor.
—Y otra más —comentó el Lobo tras beber de su vaso. Hacía un rato que el otro lo había terminado.
—Que te den.
Rafael rio por lo bajo mientras recogía el ajedrez de encima de la mesa. Sabía que su amigo no iba a hacerlo.
Scorpio miró el reloj. Apenas había pasado una hora y media desde que despegaran. Quería bajarse ya. Resopló. Solo se le ocurría una idea que hiciera que el tiempo avanzara más rápido: dormir. Se recostó en el sillón. Las Ray–Ban todavía cubrían sus ojos, filtraban la claridad que les llegaba a través del cristal. Pensó en conectar los auriculares a su móvil y escuchar algo de música, pero le dio tanta pereza que ni se molestó en hacerlo. Cerró los ojos.
Cuando despertó, le costó unos segundos recordar dónde estaba y por qué. Al ubicarse, sintió un pequeño vuelco en el estómago. Frunció el ceño por la luz anaranjada que se colaba por la ventanilla. Giró la cabeza hacia la derecha unos centímetros. El Lobo permanecía en la misma posición, enfrascado en su libro. Consultó la hora por enésima vez. Las siete menos cuarto de la tarde. Calculó que había dormido unas dos horas. Se removió en el asiento. En teoría, debían aterrizar sobre las diez de la noche. No sabía qué hacer hasta entonces. Por supuesto, descartó otra partida de ajedrez. Su humor estaba empeorando a causa de la tensión propiciada por el avión, otra más que posible derrota no ayudaría. Se resignó a buscar algo que le entretuviera en su smartphone.
El reloj marcaba las nueve y cuarto de la noche cuando la misma voz de hombre les informó de que procederían a iniciar el descenso. Annibal no quiso imaginar a qué altura estaban volando como para que la maniobra empezase tres cuartos de hora antes. Pero era una buena noticia. Se abrochó el cinturón del asiento. Las azafatas se llevaron las maletas para guardarlas. Scorpio sintió cómo los nervios reptaban por su pecho y se anclaban en la garganta al notar el tren de aterrizaje activarse bajo sus pies.
Una vez más, cerró los dedos con fuerza en torno a los reposabrazos.
Una vez más, ideas relacionadas con vuelcos y explosiones. Tuvo que luchar contra ellas durante el tiempo que llevó la toma de tierra. Le acompañaron hasta que el avión estuvo detenido casi en su totalidad.
Al pisar el suelo por fin, volvieron a dejarse guiar por Fernando. El cielo era nocturno, al parecer, desde hacía ya un buen rato. Las estrellas no destacarían esa noche porque la luna llena brillaba radiante. Incluso se veía más grande de lo que estaban acostumbrados. El calor también era notorio. Era un bochorno húmedo que aumentaba conforme andaban por la pista de aterrizaje. Pronto hizo que la camiseta negra de Annibal se le fuese quedando pegada al cuerpo tanto por delante como por detrás. No era agradable. El Lobo, por su parte, se había quitado la gorra antes de bajar del avión. La coleta se bastaba por sí misma para darle calor.
La caminata no duró mucho. Subieron a un vehículo pequeño que hacía las veces de autobús. Les transportaría por el resto de la pista hasta el que sería su siguiente destino. Los equipajes iban con ellos. Allí dentro disponían de aire acondicionado, lo que era una bendición. Scorpio miraba por la ventana. Podía leer a lo lejos, en el edificio principal, “Aeropuerto Internacional Rafael Núñez”. Todavía se estaba preguntando qué pintaba él allí, en Cartagena de Indias. Estaba cansado pese a haber permanecido sentado, e incluso dormido, en el avión. Tenía ganas de montar en el coche que habrían preparado para ellos, porque dedujo que habría uno, y llegar de una vez a la casa de Orlando.
Pero pronto se dio cuenta de que había errado en sus suposiciones.
Una avioneta les esperaba en una zona más apartada. La expresión del estadounidense hablaba por sí sola. Otra vez por el aire. Resopló en silencio. El orgullo era la única razón por la que no se quejó.
Fernando fue el encargado de guardar los equipajes en un pequeño espacio a modo de maletero. Scorpio entró primero, después el Lobo. Ambos volvieron a quedar sujetos por los respectivos cinturones de seguridad. Un tal Alfonso pilotaría la avioneta.
Las tierras colombianas empezaron a quedar decenas de metros por debajo.
—Al menos llegaremos antes que por carretera —le comentó el Lobo en voz baja. Fue un comentario únicamente para su amigo. No había pasado por alto que volvía a estar tenso.
Lo único que Annibal hizo fue mirarle durante unos segundos, serio y sin decir nada, para luego regresar la vista hacia la ventana. Si no le gustaba el avión, una avioneta era todavía peor. Le parecía más endeble e insegura. El sudor que le empapaba la camiseta no se debía solo al calor.
Dejaron de ver luces hacía unos cinco minutos. La única iluminación que recibían era la blancura que irradiaba la luna. La oscuridad del suelo no podía ser el mar, puesto que no se apreciaba reflejo alguno. Scorpio pensó que se trataba de selva. Lo confirmó cuando fue capaz de ver la parte de arriba de algunos árboles gracias a esta luz argéntea.
Ahí arriba, las corrientes hacían que de vez en cuando sufrieran pequeñas sacudidas. El más joven de los estadounidenses se dijo que tenía que intentar disfrutar del viaje. Se le haría más corto y ameno si dejaba de pensar cada cinco segundos que podrían acabar estrellados. Se reprimió más de una vez en decirle al piloto que tuviese más cuidado con los giros. Mantuvo la cara de póker.
—Supongo que esta será de las típicas avionetas que hacen piruetas en el aire. —El Lobo se dirigió a Annibal de nuevo. En esta ocasión, las palabras no resultaron tan sutiles como esperaba.
—Efectivamente, señor. Es una avioneta muy capaz y presumo de que mi compañero la sabe manejar a la perfección —intervino Fernando, copiloto una vez más—. Si gustan, comprueben que tienen los cinturones bien abrochados y haremos una pequeña demostrac…
—Haz algún movimiento innecesario con este trasto y lo primero que haré al bajarme será mataros —le interrumpió Scorpio. Sonó grave. Sus frías palabras parecían haber quedado flotando a la velocidad del vuelo. La cabina adquirió el silencio propio de los cementerios, roto por el zumbido que emitía el motor.
Mientras hablaba, Annibal había apartado la mirada del cristal para clavarla en las nucas de los dos ocupantes delanteros. A continuación, volvió a centrarse en la negrura exterior. No había podido controlarse. Las posibles intenciones del piloto habían hecho que olvidara que se encontraban fuera de su territorio. Solo había pensado en que su vida estaba en manos de otros, demasiado valiosa como para que esa gente decidiera jugar a las piruetas. Bastante tenía ya con esperar que ese cacharro aterrizara bien. Se le había acelerado el pulso.
Descendieron sin problemas. Se detuvieron en la pista de tierra de una enorme parcela situada literalmente en medio de la selva. Una casa ostentosa ocupaba el medio, lo habían visto desde el aire, desde donde nacían caminos principales. En los laterales, grandes y abundantes jardines frondosos. Una extensa valla formaba lo que parecía ser la frontera entre la superficie comprada y el terreno salvaje. Cuanto más bajo habían volado, más difícil se había vuelto conocer los límites.
Nada más bajarse de la avioneta, el calor les dio un bofetón húmedo. Por lo menos ahora estaba mitigado gracias a la presencia abundante de árboles y la densa vegetación en general. La propiedad estaba iluminada por farolas de luz amarilla distribuidas a lo largo de los caminos. Annibal vio cómo, a lo lejos, tres hombres se aproximaban hacia ellos. Las manecillas del reloj marcaban casi las once de la noche. El Lobo se colocó a su altura sin decir nada. Ambos ya tenían las maletas consigo.
—Buenas noches, amigos —saludó Darío cuando estuvieron cerca. Sonreía. Junto a él caminaba otro hombre al que no reconocieron. Y, como era de suponer, Orlando.
—Buenas noches —respondió Scorpio. Era de lo poco que conocía en español. Tenía un marcado acento.
El Lobo hizo un ademán con la cabeza a modo de saludo.
—¿Todo bien en el viaje? —continuó Darío.
—Sí, todo bien. Sin problemas.
Scorpio consideraba innecesario hacer mención a la desavenencia ocurrida en la avioneta. Y, menos aún, revelar su problema con los aviones.
Tanto Alfonso como Fernando sintieron alivio al escucharle. Orlando ya les había avisado de que tenían que transportar a unos hombres muy importantes y que no quería ningún fallo.
—Me alegro de que finalmente usted aceptase mi invitación, compadre —intervino Orlando por primera vez. Habló en español y mirando a Annibal, quien no entendió nada excepto la última palabra. Después se dirigió al Lobo—. Y, por supuesto, gracias por venir a usted también. Es todo un honor poder tenerles como invitados acá. No diré “en mi humilde casa” porque tampoco es cuestión de abusar de la falsa modestia. —Rio.
Orlando Suárez era un hombre moreno, tanto de piel como de cabello. Le gustaba ir bien afeitado, creía que era algo necesario para una imagen impecable. Sus ojos negros eran astutos y guardaban una expresión viva. Era de estatura más baja que los dos norteamericanos, apenas llegaba al metro ochenta. Ese hombre se había hecho respetar y su fama en el mundillo había traspasado fronteras. No en vano Scorpio trabajaba con él. El chico se incorporó al negocio bastante después.
—Gracias a ti por la invitación —le contestó el Lobo en el mismo idioma. Habían comenzado a andar hacia la casa.
—¿Cuántos días piensan quedarse? Mi casa está abierta a ustedes todo el tiempo que gusten —les ofreció Orlando.
—Tres o cuatro días como mucho. Tenemos algunos asuntos pendientes y tampoco podemos desatenderlos durante demasiado tiempo.
—Perfecto. Serán suficientes para charlar y pasar un buen rato.
El Lobo le tradujo a Scorpio. Luego Orlando comentó un par de cosas sin importancia. El camino hasta la enorme casa tropical no era muy largo, pero ambos estadounidenses estaban cansados del viaje. Iban despacio. De todos modos, tampoco tenían prisa.
—Iba a decirles que podían gozar de una buena cena en el patio que tengo dentro de la casa. Si hay algo que deseen comer, mis empleados tendrán el gusto de preparárselo —informó Orlando. Ya casi estaban en la puerta principal.
—Te lo agradecemos, pero ahora preferimos descansar. Cenaremos algo rápido y después iremos a dormir. Ha sido un día bastante largo —le rechazó el Lobo. Esperaba que su anfitrión no insistiera. No tenían por costumbre repetir las cosas más veces de las necesarias.
—Vaya. Mis disculpas. Muy grosero por mi parte, debí suponerlo —rectificó el colombiano con una sonrisa.
—No hay problema.
—Las habitaciones de cada uno ya están listas. Instálense allí y mis empleados les llevarán la cena. Además, los dos tendrán un detalle de bienvenida. Pónganse cómodos.
Rafael y Scorpio, tras cruzar el umbral que accedía a la ostentosa vivienda, siguieron a Darío. Este les guio por los pasillos lujosos donde el mármol y la madera pulida abundaban. Una vez más, agradecían que el aire acondicionado paliara aquel sofocante calor. Continuaron en silencio.
Annibal quería acostarse. Estaba cansado, casi agotado. Los momentos tensos en el aire habían agravado la sensación. Incluso se planteó dormir sin cenar nada, pero también se moría de hambre. No diría que no a la hospitalidad del dueño de la mansión.
La primera habitación a la que llegaron fue a la del Lobo. Agradeció al guía con un gesto con la cabeza. Darío les indicó que podían solicitar lo que quisieran para cenar, había una gran variedad de alimentos a su disposición. Scorpio pidió pollo a la plancha y una ensalada fresca. Su amigo prefirió un plato de pasta al gusto del cocinero. El colombiano no tardó en marcharse después de recibir los encargos. Los otros se metieron en sus respectivas habitaciones, situadas cerca pero no pegadas. En esa casa nada quedaba innecesariamente junto.
Cuando Annibal estuvo dentro del cuarto preparado para él, cerró la puerta. Se fijó en que Orlando no escatimaba en detalles. La lámpara del techo contaba con aspas para una buena ventilación sobre la cama. Había una televisión bastante grande colgada en la pared. Rondaría las cincuenta pulgadas, como la suya. Al asomarse al cuarto de baño de la habitación, vio un inmenso plato de ducha en una esquina y un enorme jacuzzi en la otra. La ventana del lavabo conectaba con el exterior, al igual que la amplia terraza del dormitorio. Desde allí podía apreciarse la entrada a la selva. Kilómetros a lo lejos, veía la luna reflejada en el mar gracias a la situación elevada de la casa. La decoración era sencilla pero elegante. Y la cama de matrimonio tenía un tamaño más grande de lo normal, solo con verla podía imaginar lo cómoda que resultaría. No tardaría mucho en comprobarlo.
Activó el enorme ventilador de madera del techo, alcanzó el mando de la televisión y se recostó sobre la colcha mullida. Aún no se cambió de ropa. Le trajeron la cena a los quince minutos.
Seguía despierto una hora después. Mucho se temía que iba a ser una larga noche. Si solo dependiese del cansancio, se habría dormido a los pocos minutos de dejar el plato vacío. Pero ese calor, aun con el aire del ventilador, le resultaba insoportable. Se había dado una ducha de agua fría, pero no era suficiente. Solo vestía unos boxers negros y ni se le había pasado por la cabeza meterse dentro de las sábanas. Mientras esperaba acostumbrarse a la incómoda temperatura, se entretenía con la televisión. No todos los canales servían, tan solo algunos internacionales, ya que no entendía los propios del país. Encontró una película de serie B con la que se podía llegar a distraer. Con suerte, pronto se dejaría vencer por el sueño.
De pronto, cuando ya había entrado en un estado de duermevela, sonaron golpes en la puerta. No eran muy fuertes. Se despertó. Ignorarlos era tentador, pero no le parecía correcto ser descortés en esa situación. Bostezó. Se levantó de la cama con desgana y descorrió el cerrojo. Abrió. No era ninguno de los socios de Orlando, tal y como había imaginado. En su lugar, una mujer de piel morena y de cabello negro, largo y rizado se situaba frente a él. Vestía un minúsculo bikini rosa que apenas ocultaba sus exuberantes encantos latinos. Le miraba desde un color verde oliva mientras mantenía entreabiertos los labios carnosos. Parecía que la parte de arriba de su bikini iba a estallar de un momento a otro. Y, tal vez fuese el cansancio, pero el chico no entendía muy bien qué estaba haciendo esa muchacha allí.
—¿Qué quieres? —preguntó Annibal casi de mala gana. No estaba seguro de si le entendería, pues habló en inglés. No era su problema.
—Buenas noches, señor Scorpio. Me llamo Melanie —se presentó ella. Le contestó en el mismo idioma. Su acento se identificaría a kilómetros—. El señor Orlando me envió con usted. —Los gruesos labios se curvaron en una sugerente sonrisa—. Soy su regalo de bienvenida.
No hizo falta más. Scorpio ató cabos. Joder, debería haberlo hecho desde un principio.
Melanie se sentía como si le hubiese tocado la lotería. Era una de las chicas de Orlando, prefería llamarlo así. Aunque sabía perfectamente que su única ocupación era complacer los deseos del colombiano y sus amigos. Beber, comer, tomar el sol y comprarse caprichos con la fortuna que le pagaban. Pero no le gustaba autodenominarse prostituta. Prefería “señorita de compañía”. Escort. Estaba acostumbrada a hombres más mayores, algunos hasta podrían ser su padre, que pensaban que cuidarse era un término perteneciente a la mitología. Así que ahora, al ver al chico de frente por primera vez, se mordió el labio inferior. Desde luego, pensó, él sí sabía lo que era un gimnasio. Para su deleite, comprobó que la cara acompañaba al conjunto. La sonrisa de la colombiana creció hasta mostrar sus dientes perfectos. Entonces reparó en la cicatriz que cruzaba el ojo izquierdo masculino. El morbo recorrió su exótica figura.
—Así que… ¿puedo pasar? —La voz de Melanie derrochaba sensualidad.
—Pasa.
Scorpio no le iba a decir que no a la dueña de ese cuerpo.
La muchacha no esperaba menos. Le deseaba. Dio un paso al frente. Mientras le miraba, se llevó las manos a la espalda para desabrochar la fina tira de su bikini de triángulo. Se quitó la parte de arriba y dejó que resbalara hacia el suelo. Liberados, sus pechos eran lo que prometían bajo la minúscula tela rosa. Al caminar a su lado, Melanie puso especial atención en rozarle la piel. Annibal la siguió con la mirada. Vio que la prenda inferior era un tanga. Sus glúteos se adivinaban firmes. La colombiana subió a la cama y se tumbó de lado. Separó los labios con lascivia, observándole. Scorpio cerró la puerta despacio. Echó el cerrojo.