Capítulo 23

—¿Sí?

Habría sido más adecuado utilizar una palabra menos impersonal. Ya sabía quién era. No había descolgado hasta que se hubo alejado a una zona más apartada, concretamente a la terraza. Su función principal era acoger a los fumadores. Aprovechó para encender un cigarro. Excepto una mujer de mediana edad, allí no había nadie. Mejor. Prefería la compañía de las luces y los ruidos de la urbe nocturna.

Angela le esperaba dentro.

—¡Annibal, hijo! ¿Cómo estás? —le saludó su madre desde el otro lado de la línea, tan alegre como siempre. Le hacía ilusión oír esa voz masculina que echaba tanto de menos.

—Hola mamá —dijo el chico. También le alegraba saber de ella. Siempre que se comunicaban a distancia, lo hacían a través del teléfono móvil. Con ella no era peligroso. Él siempre había rehusado instalar una línea fija en casa. Solo quería conexión a Internet.

—¿Estás ocupado? ¿Te molesto?

—No, no. Qué va. Estaba en una cena, pero ya terminábamos. ¿Ocurre algo?

—No, tranquilo. Solo quería hablar contigo. ¿Es una cena de empresa? ¿Cómo te va con los coches? Desde que te rodeaste de lujos ya no te acuerdas de tu pobre madre —le reprochó Heather. No podía mantener una fachada seria ni siquiera por teléfono. Las suaves carcajadas respaldaron la broma.

El narcotraficante resopló en silencio. No contemplaba la opción de que su madre se enterase de la realidad. Tenía que justificar de alguna manera todo su dinero y posesiones, así que había optado por contarle acerca de las ocupaciones legales que figuraban a su nombre. Y así debía seguir siendo. Bastante mal lo había pasado la mujer durante aquellos dos años en los que él se vio recluido en prisión.

No. No era necesario crearle más preocupaciones.

Sentía lástima por ella cada vez que tenía que seguir adelante con la mentira de una vida que no era la suya. Pero eso era mejor que contarle la verdad. Annibal no sabía cómo reaccionaría ella si se enterase. Tal vez lo entendiera. O tal vez renunciase a volver a hablar con él avergonzada de su hijo. Quizá ya lo sabía y mantenía esa gran farsa porque era lo más adecuado para todos. Al fin y al cabo, le habían nombrado en la prensa un par de veces o tres.

Puta prensa.

Una cosa era mantener el nombre dentro de su propio mundo y otra muy distinta alimentar a esos carroñeros. Nunca estaría dispuesto.

En cualquier caso, esperaba que su madre continuara en la ignorancia. Se trataba de una de las pocas personas cuya opinión era importante para él. Tampoco quería perder al único miembro de su familia que continuaba con vida.

—Mis coches van bien, hay bastantes ventas. —El hombre consideró demasiado complicado hacer un resumen de sus últimos movimientos legales—. Pero la cena no es de empresa. Estoy con unos amigos —mintió.

—Con unos amigos —le reprochó ella—. ¡Ay, Annibal! ¡A ver cuándo sientas la cabeza y me traes a una chica en condiciones!

Heather pensaba que solo se dedicaba a sus negocios y a las fiestas. Con lo poco que le contaba, era la única imagen que podía tener de él. Pero no perdía la esperanza de que su único hijo pensara en el futuro de una vez por todas y le diese nietos de quienes cuidar. A lo mejor así podría paliar la continua falta de su hija pequeña. La mujer no era capaz de establecer una relación entre ambas ideas.

—Vale, mamá.

Annibal quería zanjar el tema. La pareja más estable que había tenido apenas le había durado un año y fue hacía bastante tiempo. Otras habían entrado y salido de su vida en pocos meses. Semanas. No contaba aquellas mujeres con las que solo había mantenido relaciones sexuales. Nunca se había planteado hablar con ella de todo esto, le incomodaba mucho. Igual que en ese momento.

—¿Y tú? ¿Qué tal te va? ¿Todo bien?

—Mejor que nunca, hijo.

—Vaya, me alegro —admitió Annibal, sincero. Creía que, si alguien se merecía ser feliz, esa era su madre—. ¿Y eso? ¿Te ha tocado la lotería?

En cuanto a dinero se refería, no permitía que le faltara de nada. Incluso cuando la mujer trataba de evitarlo. Ella decía que prefería que se lo quedara, que no lo necesitaba. Él siempre fingía no escucharla.

—No, hombre. Sabes que nunca tengo suerte en esas cosas. Tengo buenas noticias —adelantó Heather. Hizo que su tono de voz se deslizara de la alegría al misterio.

—Venga, di. No te hagas de rogar, no te pega —le apremió su hijo. Sonrió al escucharla reír.

—Me caso.

Se escuchó un par de coches tocando el claxon a lo lejos, en algún lugar de la selva de edificios.

La sonrisa desapareció.

De todas las posibles noticias que le podía haber transmitido, esa era la última que esperaba. Fue como si, de repente, hubiese dejado de ser veintidós de junio. La temperatura pareció descender.

—Hijo, ¿estás ahí?

—¿Cuándo?

—Nos han dado fecha para dentro de seis meses. Será en diciembre. Ayer fuimos William y yo a reservar el día —detalló Heather. Su entusiasmo era ajeno al mal cuerpo que había dejado a su oyente.

—¿William? No sabía que estuvieses saliendo con ningún William. De hecho, no sabía que salieses con alguien. —Su voz se endurecía con cada palabra.

—Bueno, llevamos casi siete meses juntos —contó la mujer. Esta vez sí se dio cuenta del cambio—. Al principio no te quería decir nada porque no estaba segura de si iba a funcionar. También porque apenas hablamos. No encontraba la ocasión adecuada.

—¿Siete meses? ¿Solo siete meses y vas a casarte?

—Bueno, nos llevamos bien y nos queremos. ¿Qué más da el tiempo? ¿No te alegras?

—Sí. Me alegro, mamá. —Annibal no era del todo franco, pero debía tragarse sus recelos si no quería estropear aquel momento sin duda tan especial para ella—. Enhorabuena.

Se preguntó si el tipo ese trataría bien a su madre. Apagó los restos del cigarrillo en uno de los ceniceros del amplio balcón. Lo espachurró sin necesidad.

—Me habría gustado decírtelo en persona, pero no sabía cuándo íbamos a poder vernos. Prefería decírtelo con antelación, aunque fuese por teléfono.

—No pasa nada.

—Me gustaría que te acercaras pronto por aquí para que os conocierais. Es un hombre encantador. Te caerá bien. —Su madre había recuperado la tonalidad jovial.

—Seguro que sí.

Pero Annibal lo había descartado. No accedería a esa petición con tanta facilidad. Tendría que dejar un tiempo para asimilar que tendría un futuro padrastro. Ese término hizo chirriar a todas y cada una de sus neuronas. Le produjo repulsión. Cuando formalizaran el matrimonio, para él solo sería el marido de su madre. No hacía falta esperar seis meses para saberlo. Incluso si resultaba ser el hombre más simpático del mundo.

Pospondría la fecha del encuentro cuanto pudiera.

—Ya hablaremos de esto con más detenimiento. Me están esperando.

—Vale, no te preocupes. Cuando puedas venir, avísame. No te quiero molestar si estás ocupado. Dímelo con algo de tiempo para planificar las cosas, ¿de acuerdo? Organizaré una comida para los tres. ¿Qué te parece?

—Sí, es una buena idea. Ya te diré cuándo puedo ir.

—Estupendo. Espero tu llamada entonces. Cuídate, hijo.

—Tú también. Hasta luego.

Sintió alivio al colgar. No le apetecía seguir aparentando que quería acudir a ese evento. Alguna vez se había imaginado que su madre rehacía su vida, pero no era lo mismo encontrárselo en la realidad. La sola idea de hallarse cara a cara con el hombre que ocuparía el lugar de su padre le provocaba rechazo.

Estuvo tentado a encender un nuevo cigarrillo, pero recordó a su acompañante. Además, no entraba en sus planes darle vueltas a la nueva noticia. Sin embargo, sus pensamientos rondaban en torno al trato que Heather estaría recibiendo. Se había mostrado ilusionada y feliz, nada le indicaba que tuviese que preocuparse. Pero lo hacía. Debía deshacerse de esas ideas si no quería que anclaran en algún lugar de su mente y crecieran envenenadas sin fundamento alguno.

Regresó al restaurante. El smartphone ya descansaba en su bolsillo, a diferencia del de Angela, quien tecleaba en la pantalla táctil buscando distracción.

—Siento haber tardado —se disculpó Annibal. Cogió la chaqueta del traje del respaldo de la silla. No se la puso. El Rolex le informaba de que ya eran las diez y veinticinco de la noche.

—No te preocupes.

Angela se levantó. Creyó verle más serio que antes. No preguntó, no pensaba que fuera de su incumbencia.

—Era mi madre —informó él, neutro, como si le hubiese leído el pensamiento.

Caminaron hacia la puerta de salida del restaurante, desde donde accedían al ostentoso pasillo que comunicaba con el ascensor.

—¿No te llevas bien con ella? —se atrevió a preguntarle la rubia. Pulsó el botón cromado del elevador.

—Sí nos llevamos bien. ¿Por qué?

—Bueno, no traías muy buena cara.

Se abrieron las puertas. Accedieron y comenzaron a descender hacia el vestíbulo del hotel. Viajaban solos.

—Ah —dejó escapar Scorpio. ¿Tanto se le notaba? Carraspeó—. Hacía mucho que no hablaba con ella y me extrañó que me llamara, eso es todo.

Angela no insistió. No terminaba de creerle. Todo el mundo tenía sus lances con la familia.

Aquel era un edificio bastante alto, tardarían unos segundos largos en salir de aquel cubículo acristalado. La joven se acercó a Annibal y apoyó la mano en su pecho sobre la camisa blanca.

—Me ha encantado la cena. Muchas gracias por invitarme. —Sonrió. Deslizaba el dedo índice sobre el tejido impoluto.

—Gracias a ti por aceptar la invitación —contestó Annibal. Apoyó la mano en la parte baja de la espalda femenina. La acercó a él. El perfume de la mujer le embriagó.

Ese hombre encontraba siempre la manera de que fuera ella quien iniciara el beso. Juntaron los labios. Una vez más, el fuego anidó en el pecho de Angela. La encendía. Un imán frente a una mina de hierro. Sintió el relieve de la barba naciendo en su piel. Ella alzó la mano libre para acariciarle un lateral de la cara. Él la estrechó más fuerte.

El recorrido del ascensor resultó ser demasiado corto. Se separaron en cuanto el sistema electrónico les anunció que abriría sus puertas en la planta baja. La chica se atusó el cabello y estiró hacia abajo la blusa negra sin mangas. Al mirarla, Annibal percibió cómo su tez de porcelana había adquirido el color del atardecer.

Una vez en el mostrador, el hombre pidió de vuelta el Lamborghini. El mismo chófer que se lo hubo llevado a la llegada se encargó de traerlo hasta la misma puerta. Por supuesto, con el máximo cuidado. Todo eran sonrisas por parte de los recepcionistas, instándoles a volver a visitar las instalaciones cuando gustasen.

Montaron en el vehículo.

Angela aún no se había acostumbrado al lujo de aquel deportivo. El motor aulló cuando Annibal pisó el acelerador. Ella tenía la sensación de que no rodaban por la carretera, sino que se deslizaban por el aire. Miró a los curiosos que contemplaban aquella belleza negra.

—Bueno, ¿cuál es el plan para esta noche? —preguntó Angela una vez hubieron dejado atrás el hotel.

—No me importaría terminar como el otro día —reconoció Scorpio. Miraba al frente y dibujó una media sonrisa.

—¿Tanto te gustó? —Adoraba provocarle.

—¿A ti no?

Annibal se giró unos segundos antes de volver a centrar los ojos en la carretera. Angela notó en silencio la corriente, presente incluso cuando ya no había contacto visual. Un chispazo golpeó el interior de su pecho al recordar lo acontecido entre las sábanas hacía casi una semana. Se mordió el labio inferior.

—Fue increíble.

El hombre, satisfecho, pensó que esa noche tendrían muchas más horas por delante. Quería sentirla otra vez. Aumentó la presión de las manos sobre el volante.

El aire acondicionado ayudaba a mitigar el calor veraniego, no así las repentinas temperaturas internas.

Hablaban. Angela se dio cuenta de que Annibal tenía más sentido del humor del que aparentaba a simple vista, aun cuando no era muy expresivo. Notaba en él algo diferente a lo que encontraba cuando estaban acompañados de más personas. El conductor, por su parte, descubrió que las suaves carcajadas de la mujer de su derecha le provocaban… algo.

Solo se dieron cuenta de que estaban llegando cuando faltaban un par de giros para la calle de la casa de Scorpio. También podían entenderse bastante bien en otros ámbitos distintos al puramente físico. Angela estaba diciéndole algo, pero de pronto se calló. Él se extrañó y la miró.

—Policías —anunció la joven en voz baja.

—¿Qué?

La vista de Annibal regresó a la luna delantera enseguida. Había un coche a unos metros de la alta y oscura verja que rodeaba su propiedad. No se trataba de un vehículo patrulla, sino de uno de apariencia normal con una sirena de luz azul sobre el techo. No emitía ningún sonido, tan solo iluminaba. Reconoció a los tres individuos que habían salido fuera. El rostro del narcotraficante se ensombreció.

El interrogante en la mente de Angela era claro. Frunció el ceño y tragó saliva. Se fijó en cómo Annibal había cambiado. Su nueva expresión consiguió inspirarle algo de temor.

Scorpio aminoró la velocidad del Lamborghini de un modo considerable. Se vio obligado a frenar cuando esos tres policías caminaron hasta interponerse entre la entrada y el vehículo. No pulsó el mando que activaría la abertura de la valla. El hombre soltó un improperio.

Sawyer dio un paso hacia adelante, acercándose al deportivo. Los otros dos le imitaron. Mostró la placa de tal manera que era imposible no verla desde el interior del coche. Al conductor le pareció una acción estúpida. Como si no le conociera. La formalidad de ese hombre le resultaba tan absurda que le ponía nervioso. Impaciente, Annibal apagó el motor y bajó la ventanilla automática de su lado. El calor del exterior contrastó con el aire acondicionado.

—Deténgase, por favor —le ordenó el sargento. Un nuevo paso le dejó tan cerca que, si extendía la mano, podía tocar el brillante capó negro.

—Ya estoy parado —contestó Scorpio de malas maneras. Cada día que pasaba le consideraba más idiota. No podía creer que volviesen allí después de cómo acabaron la última vez.

—Joder —farfulló Roger. Trató de ocultar la impresión ante ese coche.

—Bájese del vehículo —continuó Sawyer. Esperaba colaboración. No tiraría la toalla.

—Annibal, ¿qué ocurre? —preguntó Angela. Estaba inquieta incluso cuando consideraba que no tenía motivos. Desabrochó el cinturón de seguridad y también bajó su ventanilla.

Ninguno de los policías se extrañó de que Scorpio no estuviera solo. Predecible. Pero las miradas se detuvieron en la chica poco tiempo. No estaban allí por ella, ni siquiera la conocían. Lo primero que hizo Roger fue preguntarse si se trataba de su novia o de una de las tantas conquistas que se le atribuían. No quería aceptar ese picotazo de envidia que hirvió a causa del coche y de la mujer. Definitivamente, le detestaba.

—No te preocupes, no es nada —le aseguró Scorpio a la rubia. Se tomó su tiempo y abrió. La puerta se alzó en vertical y se bajó del coche. Se colocó frente al sargento—. ¿Se puede saber qué es esto?

—Cálmese. Venimos para hablar con usted. —Sawyer estaba dispuesto a ser él quien manejara la situación.

—Yo estoy muy tranquilo. —Annibal aborrecía la manía de pedirle calma que ese tipo se había atribuido últimamente—. Sois vosotros los que tenéis que relajaros. Esa obsesión conmigo no puede ser sana. —Entrecerró los ojos.

El sargento no se dejó intimidar.

Entonces Angela también salió. Se situó a su lado. No trató de convencerla para que regresara dentro, iba a presenciar la escena de todas formas.

—¿Me podrías decir qué cojones es tan urgente como para venir a joderme a estas horas? —arremetió Scorpio. Tal hostilidad impactó a su acompañante.

—No se pase de listo, como habitúa a hacer. Yo que usted no malgastaría energías despotricando ahora. Tenemos información. —Wolfgang se propuso estudiar cada una de las reacciones.

—Enhorabuena —se burló Annibal, altanero. No estaba dispuesto a que le estropearan la noche—. Si me disculpáis, me gustaría entrar en mi casa. —Enfatizó el pronombre posesivo.

—Déjese las tonterías para otra ocasión, Scorpio —insistió Sawyer. Apartó la amabilidad para poder encontrar el modo de armarse de paciencia.

—No creo que tengáis nada que pueda interesarme.

—¿Seguro? Me imagino entonces que no sabrá que ha vuelto a ocurrir.

—¿De qué estás hablando?

El movimiento que hizo Sawyer para acercar la mano al interior de su chaqueta puso en tensión al que había formulado la última pregunta. Este se relajó al ver que el policía solo sacó un teléfono móvil. Se lo tendió. Desconfiado, Annibal miró el aparato. Se fijó en el sargento, luego en el móvil otra vez. Roger y Catherine, que se habían aproximado a su superior, presenciaban expectantes la escena. Todos aguantaban la respiración, incluida Angela.

Transcurrirían unos segundos más hasta que Scorpio decidiera cogerlo. Aquella situación anómala, se dijo, no podía traer nada bueno. Agarró el smartphone con cuidado. Scorpio solo tuvo que deslizar el dedo sobre la pantalla táctil para que el fondo negro desapareciera.

Un instante bastó para que el hombre reconociera lo que apareció ante él.

Una sensación de amarga angustia trepó por el estómago de Annibal en dirección a la garganta. Sin embargo, su compostura era la misma que la de una estatua de sal. Una pesada fuerza gravitatoria atraía la trayectoria de sus pupilas hacia el cadáver que se apreciaba en primer plano. Los movimientos sutiles del pulgar hacían que las fotografías se sucedieran una detrás de otra. Lo veía desde planos diferentes. El cuerpo ensangrentado de Greenwich revolvió el suyo. Notó cómo su corazón bombeaba más deprisa. Hizo un gran esfuerzo para no dejarse llevar por la impresión. Para no desatar la cólera. Alzó la cabeza despacio.

—Nos dieron el aviso hace más de una hora. Ha aparecido muerto con un impacto de bala en el pecho. Ya ha visto usted lo que tenía en la cabeza —informó el sargento—. ¿Sabía algo de esto?

—Angela, espérame dentro.

Annibal ya no veía conveniente la presencia de la chica. No estaba dispuesto a involucrarla en aquello. Era demasiado escabroso, además de que implicaría tener que explicar una serie de cosas. Los nubarrones negros regresaron al estado de ánimo del hombre. La seguridad en sí mismo empezó a cojear. Intentó ocultarlo.

—¿No se lo has dicho? ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que la chica se entere? —espetó Roger.

El policía no había podido contenerse, aun a riesgo de poner en peligro las intenciones del sargento. Disfrutaba de ese pequeño momento de gloria.

Scorpio le fulminó con la mirada.

En el rostro de Sawyer anidó una mueca de desaprobación. Lo había considerado fuera de lugar. Parecía que el detective continuaba despreciando la seriedad del asunto. Con los brazos cruzados, Jones cambió el peso de su cuerpo al otro pie, molesta.

Angela miró a Annibal juntando las cejas. Esperaba una respuesta. Las palabras del policía habían dislocado sus pensamientos. Quizá la mejor opción era obedecer y meterse en la casa.

—Ve dentro, por favor. Espérame allí, no tardaré —repitió mientras le entregaba las llaves. Le señaló en voz baja cuáles tenía que utilizar para abrir las diferentes puertas. Ella accedió sin más, abrió la entrada más pequeña de la verja y se dirigió hacia el interior—. No vuelvas a hablarme así. —Alzó el dedo índice a media altura en dirección a Roger. Había esperado a que la chica quedara fuera del alcance de audición.

—¿Quieres intimidarme, Scorpio? —pinchó este. No hizo caso al sentido común.

—No me hace falta.

Annibal deseaba agarrar ese estúpido pescuezo, apretar y retorcérselo hasta acabar su vida. Pero era un policía. Lo que menos necesitaba era más mierda. No dejó traslucir el asesinato que estaba teniendo lugar en su imaginación.

—Ya está bien —intervino Sawyer, impaciente. Tendría que advertir al detective que ese comportamiento bien valía una amonestación. No era el momento—. Scorpio, se lo repetiré una vez más. ¿Sabía algo de este homicidio? ¿Por qué Greenwich se encontraba en el motel HK Empty Road?

—¿Cómo coño quieres que sepa lo que hacía allí? —Sin darse cuenta, había adoptado una actitud defensiva. Le devolvió el teléfono a su dueño.

—No sería de extrañar que usted le enviase.

—¿Con qué fin?

—Eso me lo tendrá que decir usted. —Wolfgang ya contaba con que se encontraría con un muro. A la vista estaba que la única información útil que se llevarían de allí era que el hombre no había sabido nada hasta entonces. Suspiró, cansado—. Mire, creo que le interesa tanto como a nosotros que…

—Sawyer, ahórrate toda esta mierda. Creo que no os quedó lo suficientemente claro el otro día. Dejadme en paz de una puta vez. —Annibal no gritaba. No les daría el gusto de que vieran que la información le había afectado—. Me parece muy bien que investiguéis. Haced vuestro trabajo, para eso os pagan. No tengo ni puta idea de por qué Larry estaba allí hoy. Y, si lo supiera, no iría corriendo a buscarte. —Su irascibilidad iba en aumento, necesitaba perderlos de vista—. Ya me encargaré de buscar por mi cuenta.

—Puede meterse en problemas —le recordó Wolfgang. Tenía la impresión de estar hablando más para un chaval que se iniciaba en la delincuencia que para el jefe de una banda organizada. Se había percatado de la diferencia en la disposición del hombre con respecto al pasado día.

—Y ahí estarás tú para celebrarlo.

El sargento fingió no haberle escuchado. Por supuesto que lo celebraría. Se resignó, seguir intentando razonar era una absoluta pérdida de tiempo, como siempre.

—Usted mismo. Que tenga una buena noche —se despidió Wolfgang. Fue pura educación, le importaba un bledo si era así. Puso rumbo al coche.

—No será gracias a vosotros —masculló Scorpio. Después, dos o tres palabras malsonantes. Sintió las llamaradas de una hoguera en el interior del estómago.

—Algún día se te acabará la suerte y entonces veremos si sigues teniendo tanta soberbia —le atacó Roger cuando estuvo a la altura de la puerta trasera del vehículo. Le había escuchado. Se había esforzado por no escupirle un insulto.

—No creo que lo veas.

Scorpio regresó al Lamborghini negro. No le resultó demasiado fácil contener el ímpetu de asesarle un puñetazo. No sonrió, aun sabiendo que sería una nueva provocación para ese policía. Tenía cosas más importantes que atender.

Una vez apoyado en el respaldo del asiento, cerró la puerta del conductor. Pulsó el botón del pequeño mando de control remoto y la porción de verja preparada para la entrada de coches comenzó a abrirse. Esperó a tener el paso libre. Puso en marcha el motor, aceleró y se metió en su recinto sin mirar si los policías se habían marchado. Le daba exactamente igual. El sensor de la puerta corrediza captó que el vehículo ya la había cruzado y activó el cierre. Pronto quedó sellada. Allí dentro, Annibal se lo tomó con calma. Ir más deprisa no iba a cambiar la realidad. Estacionó el deportivo en el garaje con una única maniobra. Retiró las llaves del contacto y se quedó en silencio, quieto. Lo único que escuchaba era el sonido tenue de la puerta del garaje bajando.

Las imágenes nefastas de aquella pantalla táctil paseaban libres por su cabeza.

Con las manos todavía en el volante, apoyó la frente en ellas. Notó cómo sus nervios despertaban. Ignoraba por qué Sawyer y sus secuaces se habían molestado en ir hasta allí para darle la noticia. ¿Pensaban que debía saberlo? ¿Querían comprobar si ya lo sabía? ¿Seguían con la estúpida idea de que podría ayudarles de la forma que fuera? Ilusos. Si no hubiese sido por ellos, se habría terminado enterando por otro medio.

Estaba encarando el problema por el lado equivocado. Lo único que merecía su atención era la nueva baja. Otro muerto. Otro insulto a la seguridad de su estructura. Había hablado con Greenwich hacía dos malditos días. ¿Cómo habría podido prever que sería el siguiente? ¿Era así como transcurrirían los días, sabiendo que habría una próxima e ineludible muerte sin tener modo alguno de evitarlo? El recuerdo de Schneider se unió. Se dio cuenta de que empezaba a sentir fragilidad en su entorno. En el centro de su pecho crecía una gran impotencia que se expandía a pasos agigantados. ¿Qué coño podía hacer? Hacía tanta fuerza con los dedos sobre el volante que los nudillos ya estaban blanquecinos.

El maldito número trece emitía siniestras carcajadas desde algún lugar que no era capaz de reconocer. Estaba dispuesto a pagar una cantidad ingente de dinero por saber quién era el hijo de puta que se escondía detrás. Los muertos no podían ayudarle a averiguarlo. Le asaltó la oscura idea de que lo único que podía hacer era sentarse mientras todo su alrededor se derrumbaba. Esperar a que llegara su turno. Carecía de pistas que le indicaran un camino a seguir. Cerró los párpados con fuerza y empezó a golpear el volante. El grito se escapó entre sus dientes apretados y duró hasta que sus pulmones pidieron oxígeno. El silencio regresó cuando volvió a apoyar la frente sobre las manos. Respiraba con dificultad. Intentaba recobrar la calma. Complicado.

Los nervios atacaban la mano derecha del chico como si de punzantes y finas agujas se tratasen. La usó para sacar el teléfono móvil del bolsillo del pantalón. Llamó a aquel contacto que sabía que era adecuado. Como siempre.

—Dime —contestó una voz masculina después del cuarto tono. Podían apreciarse ruidos animados de fondo.

—Lobo, necesito hablar contigo.

—Espera un momento. —Este se alejó del foco del sonido para facilitar una mejor conversación. Se dio cuenta al instante de que algo no iba bien. La frase que acababa de escuchar carecía de entonación. El verbo “necesitar” se lo confirmó—. Dime.

—Han asesinado a Greenwich —disparó a bocajarro. El mensaje era simple. No le preocupó darlo por teléfono. Su pequeña paranoia le recordaba que, si alguien ajeno escuchaba esa conversación, no descubriría nada nuevo.

—Joder, Annibal —articuló por fin Rafael después de un instante de pesado silencio interminable. Casi había podido notar el jarro de agua fría derramándose por su cabeza y empapándole el pelo largo—. Joder…

—La policía ha tenido la amabilidad de decírmelo personalmente. —La ironía no conseguía camuflar el impacto.

—¿La policía?

—Sí. Sawyer me estaba esperando en la puerta de mi casa con los otros dos.

Se callaron otra vez. Los segundos transcurrían sin que ninguno interviniera, la conversación se reducía a lo absurdo. La mente de Annibal trabajaba a destajo. Tenía que exigir a sus ideas que se ordenaran con tranquilidad, esa ansiedad no le conducía a ninguna parte.

Entonces, todavía al volante del deslumbrante Lamborghini Murciélago, advirtió de pronto que algunas piezas encajaban. Se atraían unas por otras como si fueran polos opuestos.

—¿Quién era exactamente el tío con el que Larry tenía que reunirse hoy? —Se sentía imbécil por no haber sido capaz de dar con esa asociación antes.

—Es verdad, era hoy. Joder. —El Lobo comprendió por dónde iban los tiros. Hizo memoria. Recordaba que el propio Greenwich había mencionado el plan para esa misma tarde. Había sido una recomendación aceptada por todos el informar de sus movimientos dados los recientes acontecimientos—. Austen. Nelson Austen. Trabaja para O’Quinn.

—Pues me cago en todos sus muertos, porque Sawyer no me ha dicho que hubiese ningún otro cadáver —soltó Scorpio. La policía podría no haberle dicho muchas cosas—. ¿Y si son ellos? ¿Y si es verdad que al final ese hijo de puta está detrás de los asesinatos? —Le repugnó la mera idea.

—No podemos saberlo. Puede que ese no tenga nada que ver —reconoció Rafael, conocedor del aborrecimiento que su interlocutor sentía por ese desgraciado. Pero no había que precipitar las cosas—. Tal vez Nelson también esté muerto. O…

—Sawyer lo habría mencionado.

—No tiene por qué si cree que no está relacionado contigo.

—Si estaba relacionado con Greenwich, lo estaba conmigo. Además, tenía la estrella en la cabeza. Si hubiese habido más muertos, habría hecho la relación. Estoy seguro.

—No lo sé. A lo mejor no fue Austen quien se presentó. Joder, podrían ser un millón de cosas —argumentó el Lobo con la esperanza de apaciguar los ánimos de su amigo. Su indignación era notoria, pero sabía de lo que era capaz Annibal cuando estaba fuera de sí. Temía que tuviera dificultades para controlarse. También era consciente de que seguían en línea.

—Mañana os quiero a Biaggi y a ti a las seis y media de la mañana aquí. Podéis aparcar dentro cuando saque el coche. A las seis y media en punto, Lobo. Habrá que ir a hablar con él.

—¿Cuándo me has visto llegar tarde? —se escudó. Entendió a la perfección el mensaje que se escondía detrás de esas palabras.

—Encárgate tú de avisar a Sandro.

Scorpio colgó sin más.

Tenía la sensación de que la cabeza le iba a estallar. Se frotó despacio la frente con la mano derecha una vez hubo guardado el teléfono en el bolsillo interior de la chaqueta. Se disponía a trazar un plan para el día siguiente cuando, de pronto, el rostro de Angela le asedió.

Mierda.

Se había olvidado de ella por completo.

Sin perder más tiempo, se bajó del coche. Lo cerró. Caminó hasta la puerta que conectaba el garaje con el interior de la casa. No sabía cuánto había transcurrido desde que la chica se había metido allí sola. Le había dicho que no iba a tardar mucho. No iba a hacerse la pregunta de si algo más podía salir diferente a lo planeado, intuía la respuesta. Una vez dentro, empezó a buscarla por los lugares por los que iba pasando. No la encontraba, no escuchaba nada. Se estaba inquietando. Hasta que la vio. No pudo evitar sentir alivio. Angela estaba en el salón, paseando de un lugar a otro. Parecía preocupada. Echaba vistazos rápidos a la ventana. Enseguida se percató de su presencia.

—¡Annibal! —exclamó Angela. Fue hacia él. Cuando llegó a su altura, dudó. No sabía si contaba con el derecho de abrazarle. Al final lo hizo—. ¿Qué ha pasado?

—Tranquila, no ha sido nada —mintió él, por enésima vez. Buscaba convencerse a sí mismo. El abrazo le había sorprendido. No acostumbraba a recibir muestras de cariño sin pretender algo a cambio—. La policía tiene por costumbre tocarme los cojones.

Ella sabía que seguir preguntando no serviría de mucho. Le había llamado la atención cómo los policías no habían sacado a relucir la bravuconería ante las malas formas del chico. Por lo que había entendido, no era la primera vez que se dirigía así a ellos. También sentía curiosidad por saber qué hacían esos agentes allí. Hasta donde había podido presenciar, habían mostrado un teléfono cuyo contenido no había visto pero que había cambiado la actitud de Annibal. Había escuchado que eran imágenes de un cadáver. Y todavía recordaba cómo uno de ellos había dejado caer que ella podría no conocerle. No se arriesgaría a preguntarle al dueño de la casa qué era lo que significaba. Tampoco pediría información acerca de ese muerto.

No sabía qué hacer.

Estaba más pendiente de cómo se mostraba él que del supuesto hombre asesinado. Intuía que Scorpio no era transparente con respecto a sus emociones. Sin embargo, era evidente que no estaba igual que antes del encontronazo. Fue desagradable para ella sentir una dentellada de ansiedad.

—Había escuchado el motor del coche, pero no lo veía fuera. Estaba preocupada —confesó, evitando mirarle. Tenía la cabeza apoyada en su pecho. El sentimiento negativo se resistía a desaparecer.

—No he estado mucho tiempo con ellos. Al rato he pasado al garaje y me he quedado ahí hablando por teléfono, por eso he tardado más.

Odiaba haber visto a Larry en ese estado. Odiaba que la mujer hubiese tenido que asistir al inicio de la inoportuna escena. Pero le abrazaba. Notó que ese pequeño gesto le ayudaba a mantener toda esa rabia dentro de unos límites, evitado el desbordamiento. Sentía las manos finas sobre su espalda, a través de la chaqueta y el blanco tejido de la camisa. Sin pensarlo demasiado, envolvió el cuerpo de Angela, más pequeño, con sus brazos. Se sintió algo mejor.

Permanecieron así unos segundos largos y silenciosos. Habría sido el momento perfecto para cerrar los ojos y dejarse llevar. Por el contrario, la mente de cada uno funcionaba muy rápido y en diferentes direcciones. Se separaron. Cuando Angela por fin miró hacia arriba, encontró una expresión adusta.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó la chica. El volumen no fue muy alto.

—¿Quieres irte? —se extrañó él. Arrugó el ceño.

—No. Pero no tienes buena cara… —titubeó ella—. No sé muy bien lo que ha pasado ahí fuera, pero tal vez quieras estar solo. No quiero molestarte. —Notó un peso creciente entre sus costillas.

—Si me molestaras te lo habría dicho. —Alzó la mano derecha lenta e insegura hacia el bonito rostro. Le acarició la mejilla con el dedo índice. Provocó en Angela una intensa sensación.

—De verdad, yo no quiero...

—Shhhh… —Apoyó el pulgar de la misma mano en sus labios, sellándolos. No quería que se marchara. La noche había tomado un curso desde el cual ya no había retorno, pero ella era la única persona que podía hacerle olvidar que no estaba bien—. Quédate.

El susurro viajó por los oídos de Angela. A continuación, un escalofrío. Cerró los párpados despacio, permitiendo por un momento que ese efecto gobernara su cuerpo. Cuando abrió los ojos otra vez, se encontraron de frente con los suyos. La mujer sentía el peligro de ese contacto, pues no podía dominar la parálisis. Esa dulce parálisis.

Scorpio se dio la vuelta y fue hacia la puerta de entrada para cerrarla a cal y canto. Sin mirarla, puso rumbo a las escaleras y las subió. Esperaba que le siguiera. Así fue. El autocontrol que utilizó para no dejar que los últimos sucesos regresaran a su mente fue implacable. Al llegar a su habitación se desvistió hasta que quedó en ropa interior. En el lavabo terminó de prepararse con intención de meterse en la cama.

Estaba muy cansado.

Ella había entrado hacía unos segundos. Se quedó mirando su cuerpo bajo la iluminación que se colaba por la ventana. No se sorprendió de que no encendiera la luz del dormitorio. Él reparó en que le observaba y le dedicó una sonrisa casi inexistente. Era la primera vez que lo hacía desde la presencia policial. Angela le correspondió mientras sujetaba con elegancia el bajo de la fina camiseta sin mangas, tirando hacia arriba para desprenderse de ella. Se deshizo de sus sandalias de tacón antes de quitarse los pantalones cortos blancos. Ahora estaban en las mismas condiciones.

Scorpio no había sido capaz de mirar hacia otro lado desde que la joven se había despojado de las prendas. Él estaba dentro de las sábanas. Ella hizo lo propio por el lado contrario, aquel situado más cerca de la ventana. Recostándose contra el hombre, le parecía difícil de creer que estuviera allí una vez más. El roce con la cálida piel de Annibal le causó un diminuto vuelco en el corazón. Se acercó más. Él apoyó la mano derecha en el suave hombro de Angela. Sintió los labios carnosos presionar su pecho en un delicado beso. Él maldijo en silencio a todo ser vivo sobre la faz de la Tierra por tener a esa mujer medio desnuda entre sus brazos y no poder disfrutarlo a causa del malestar. Notó cómo crecían unas ganas súbitas de destrozar cosas a golpes. Pero el tacto aterciopelado bajo sus dedos las apaciguó.

—En unas horas me tengo que levantar —le comunicó él. Miró el reloj. Exactamente seis—. Tengo que ocuparme de algo. Cuando vuelva, ya será por la tarde. —Vio que ella abría la boca, pero continuó hablando—. Tú puedes quedarte aquí y levantarte a la hora que quieras. Puedes coger lo que te apetezca para comer.

—¿Seguro? —Aunque mostraba dudas, su inconsciente ya había elegido. Se dio cuenta de que había empezado a fantasear con la idea de despertarse a su lado. Se reprochó con dureza, no tenía que alimentar ninguna ilusión.

—Sí —asintió Scorpio. No temía que Angela pudiera encontrar algo que le pusiera en un compromiso. No cometía ese tipo de fallos.

Se relajó cuando notó la lengua jugueteando justo donde antes había estado besándole. No pudo sino dejarse llevar otra vez bajo su hechizo.

En contra de lo que había pensado, los estímulos que estaba recibiendo le subían el ánimo. Angela sabía que ella tenía el poder y eso le excitaba. Que él experimentara esas sensaciones era tan solo obra suya. Le escuchaba respirar en el silencio de la habitación.

Sin que sus besos cambiaran de lugar, empezó a acariciarle el cuello, la nuca, el pelo. Bajó por los hombros, cruzó otra vez su pecho y recorrió sus costados. Annibal inclinó la cabeza hacia atrás en la mullida almohada. La tensión del cuello atrajo la atención de la mujer, a quien el calor ya estaba atacando. Se inclinó sobre los labios entreabiertos del hombre. Las manos de Annibal se activaron y sujetaron la cintura femenina con firmeza. La idea que había tenido al meterse en la cama había sido la de tratar de conciliar el sueño. Ahora le parecía ridícula. Era imposible dormir sin haber saboreado a esa diosa primero.

Con brusquedad, le arrancó el sujetador y le hizo perder el minúsculo tanga. Notaba cómo la rabia acumulada durante esa noche se estaba transformando progresivamente en pasión desenfrenada. La estrechó todavía más entre sus brazos y hundió el rostro en su cuello. Sentía todas y cada una de sus formas contra su cuerpo. Perdió los dedos entre el sedoso cabello rubio mientras que con la otra mano buscaba sus pechos. El chico continuaba descendiendo. Buscó la calidez entre sus muslos. Cubrió sus labios de besos sedientos.

El contacto se hizo más profundo.

La muchacha suspiró. La exaltación crecía. Se hacía cada vez más grande. Los dedos del hombre fueron los que marcaron el camino a seguir. Angela se retorció de placer. Le resultaba imposible guardar silencio. Annibal se inclinó sobre ella y la miró a los ojos mientras la chica luchaba por mantenerlos abiertos. Rozó la boca de Angela con la lengua mientras los movimientos enérgicos se prolongaban en el tiempo. La rubia cerró las manos en torno a la cascada de sus cabellos. No sabía cuánto tiempo más aguantaría sin perder la razón.

Scorpio durmió media hora esa noche.