Capítulo 16

Después de que el hombre tuviese que marcharse, Angela había esperado un cuarto de hora en la sala de iluminación azulada. Decidió salir al ver que no regresaba. Dejó atrás el sofá que les había acogido en la intimidad. Una cercanía arrolladora. No había querido preguntarle qué era lo que tan urgentemente le reclamaba. A pesar de las altas temperaturas, le había dejado marchar sin más.

Una vez fuera, buscó a las chicas que la habían acompañado desde el comienzo de la noche. Las encontró con relativa facilidad. Para su sorpresa, ninguna había cambiado la forma de comportarse con respecto a ella. Ninguna a excepción de Deborah, que la miraba como si fuese a lanzarse a su yugular en cualquier momento. No podía reprochárselo. No iba a preocuparse por algo tan nimio como el recelo de su amiga. Aunque ya no tenía muy claro si, tras lo ocurrido, podía denominarla como tal. Le había mentido.

Las chicas se estaban mostrando muy interesadas en la historia que había detrás de su ausencia. La voz había corrido como la pólvora y sabían que se había perdido con el dueño de la casa. No daría detalles, a nadie le importaban. Se sentía abrumada ante los recuerdos que rezumaban erotismo. Ahora tan solo parecían un sueño propiciado por el alcohol.

Su lado más sensato le reprochaba que hubiese cedido a los impulsos. Le recordaba que tenía que tener cuidado, aquel no era su ambiente. Sin embargo, el sabor de los labios de Annibal se entrometía en cualquier tipo de tendencia racional. Se descubrió lanzando miradas furtivas a su alrededor, buscándole. Sacudió la cabeza. ¿Acaso tenía quince años?

Alguien la agarró del brazo. Dio un respingo. Notó un cosquilleo en el estómago al comprobar que era él. Ni siquiera hizo caso del murmullo que creció entre las chicas. Sin pronunciar palabra, y con el corazón latiendo a un ritmo que no debía, se dejó guiar a un lugar más apartado. Angela necesitaba beber algo.

Vio que Annibal tenía cara de pocos amigos. O más bien de ninguno.

—¿Estás bien? —preguntó la joven. Se arrepintió al momento. La confianza era muy baja, no creía que fuera a responderle con franqueza. La expresión que veía en él era tan diferente a la del cuarto azul que se preguntó cómo podía tratarse de la misma persona.

—Me ha surgido un imprevisto —le explicó Scorpio. Su voz salió más grave de los normal. La nueva situación no le hacía olvidar lo que habían estado haciendo. Lo que habían estado a punto de hacer. Parecía haber ocurrido hacía siglos.

—Espero que no sea grave —dijo Angela, cautelosa. No sabía qué hacer. Estúpida, se dijo. Las facciones del hombre eran sombrías. ¿Cómo se le había ocurrido decir eso? Se encogió de hombros. No era quién para fingir una complicidad que se había quedado sobre la mesa de cristal frente al sofá.

—No te preocupes, no es nada. —Annibal estaba tan acostumbrado a encubrir sus emociones que la mentira fluyó con naturalidad. Consideró muy egoísta pensar en cómo habría pasado la noche con ella mientras Hans yacía muerto en la planta de arriba. Tenía ganas de mandar todo a la mierda—. Angela. —Alzó la mano derecha hacia ella y la apoyó en su hombro. Notó la suavidad de la piel como si de crueldad se tratase—. Lo de esta noche... estaba siendo muy bueno. —No hablaba en voz alta, no podía. El efecto del alcohol ya no le nublaba la mente, sabía muy bien lo que decía. Aunque no consideraba que hubiese sentimientos de por medio, nunca se le había dado bien expresarse en el ámbito personal. Y, sobre todo, no le gustaban las tareas pendientes—. No quiero dejarlo aquí. Pero hoy no puede ser.

—Entiendo. —Ella sonrió. Sus ojos no acompañaban.

—Lo siento —se disculpó Annibal. Tal justificación era impropia de él, normalmente no se habría molestado. Pero creía que se lo debía. Tal vez. Su mente blasfemó mientras mantenía la imagen externa inalterable.

Silencio.

Música. Conversaciones ininteligibles.

—¿Volveré a verte? —Tan solo había sido un impulso, pero Angela no había sido capaz de reprimirlo.

Annibal no respondió. Una minúscula sonrisa apareció en sus labios. Ella lo consideró suficiente para contestar a la pregunta, al igual que para romper la extraña calma que la envolvía. De pronto descubrió que los ojos oscuros del chico guardaban negrura.

Silencio.

Música. Conversaciones ininteligibles.

Scorpio se dio la vuelta. No tenía ni tiempo ni interés en dedicarle unas palabras de despedida a las chicas que le observaban desde la distancia. Antes de permitirse el lujo de que la sangre hirviera dentro de sus venas, destinó un último pensamiento hacia Angela.

Por supuesto que volvería a verle.

No fue una sorpresa confirmar que la noticia de la muerte de Schneider no había salido de la habitación que guardaba su cadáver. Se esforzaba en mantener un aspecto despreocupado. ¿No se suponía que una fiesta era un evento agradable? Se mostraba seguro de sí mismo. Pero nada más lejos de la realidad.

Su reloj marcaba pocos minutos después de las tres de la madrugada. Cruzó el amplio salón con decisión en su afán de llegar al cuarto de seguridad. Allí permanecían instalados los distintos monitores que recogían las imágenes de las cámaras. Allí guardaba las grabaciones. Durante el trayecto, se había visto obligado a detenerse unos breves segundos. Si le hablaban, tenía que responder. De él dependía que todo continuase como se suponía que debía.

Cuando por fin llegó a su destino, cerró la puerta y echó el cerrojo. No quería interrupciones, no toleraría ninguna clase de estorbo. Rápido, se dispuso a buscar el área que correspondía a la cámara correcta, a la que apuntaba al lugar por donde se accedía a las escaleras. En realidad, no tenía muchas esperanzas de encontrar algo concluyente. Veía mucha gente. Demasiada. Encontrar a alguien en concreto que pudiese parecer sospechoso no sería tarea fácil. Un vistazo rápido no bastaría.

No se planteó mirar las demás cámaras. Ni siquiera sabía lo que estaba buscando.

Nada.

Aparecían muchas personas en la grabación, incluso varias veces. Hallar una aguja en un pajar habría sido más simple. Suspiró. Adelantaba y retrocedía la reproducción a su antojo. Manejar el tiempo no le servía de mucho si no era en la vida real.

No podía olvidar el crimen. Cuando conseguía apartarlo de su mente, enseguida regresaba. Había cerrado esa habitación con llave. Nunca había estado más satisfecho con la instalación de cerraduras en la mayoría de las puertas de su casa. Esto había simplificado la estrategia. Se alegraba de no haber tenido que colocar a Larry Greenwich en la puerta. Habría sido un comportamiento demasiado artificial y sospechoso.

El Lobo, por su parte, se estaba encargando de rastrear cualquier cosa que considerase fuera de lugar. No tenía que preocuparse por los métodos de Rafael. Si alguien sabía hacer bien su trabajo, era él. Más tarde intercambiarían impresiones. Mucho se temía Scorpio que no tendrían nada nuevo que contarse.

Repitió el visionado del vídeo. Permanecía sentado en un sillón negro reclinable, pero no conseguía estar cómodo. Le dio al play. Se dijo que podía mantenerse tranquilo y durante un instante se lo creyó. Pero no podía engañarse a sí mismo. Alguien le seguía los pasos, actuando con eficacia a la hora de dar los suyos. ¿Cómo podía estar tranquilo ante eso? Jamás se había visto envuelto en nada semejante. Y su estilo de vida era peligroso.

Por enésima vez, la pantalla le mostraba un continuo ir y venir de gente. Hombres, mujeres. Conocía a la mayoría. Ningún movimiento delator, nada. Volvió a adelantar las imágenes hasta llegar a lo que podía ser el inicio del período de tiempo exacto, aquel en el que habrían matado a Schneider. Si esa franja horaria no le daba información válida, no tendría forma de saber si de verdad tenía ante sí las imágenes correctas. El brillo del monitor se reflejaba en sus ojos impotentes. Bien podría estar viendo al asesino sin reconocerle.

Rememoró las palabras del Lobo. ¿Por qué no había ido a por él? ¿Qué demonios frenaba a aquel cabrón? Lo único que se le ocurría era que disfrutaba viendo la destrucción de su entorno. ¿Llegaría el día en el que le atacase directamente? Creyó que entonces su muerte ocuparía ciertos titulares en la prensa. ¿Y si en realidad le buscaba a él y, ante tanta gente, había elegido la vía más fácil? Durante el momento del asesinato no había estado accesible precisamente. Y el resto del tiempo no había estado solo. En lugar de disipar dudas, sus nuevas ideas le confundían más.

Le dolía la cabeza. Insistía con la misma secuencia una y otra vez. Se estaba comportando de forma obsesiva. Había llegado a aprenderse de memoria ese tramo concreto. Fuera, la celebración continuaba. Los había que habían comenzado a marcharse. Annibal era ajeno a ello.

Las tres y veinte. Solo habían transcurrido veinte minutos desde que decidiese ponerse con la grabación. Le había parecido una hora. Acercó la mano derecha a la cara y apretó sus párpados con dos dedos. Le escocían los ojos. Sentía pegajoso el interior del cerebro. Profirió un insulto en voz alta.

Golpearon la puerta. Se sobresaltó. Inspiró hondo. Estaba bastante cerca de perder los estribos. Tenía que evitarlo. Había perdido la cuenta de las veces que le había ocurrido esa noche.

—Annibal, abre. Soy yo.

La voz del Lobo le hacía inconfundible. Scorpio se levantó, desatrancó la traba metálica y abrió la puerta. Rafael fue capaz de adivinar el cansancio en el rostro de su amigo. Le pareció que llevaba dos días sin dormir. No dijo nada, tan solo atravesó el umbral y le acompañó hacia los monitores. Annibal había corrido el cerrojo otra vez. El Lobo se hizo con otra silla y se sentó a la derecha.

—¿Y bien? —le apremió el más joven.

—Nada. Nadie parece haberse enterado de lo que ha pasado.

—¿Nadie?

—No.

—Ya.

Otra pérdida de tiempo. Annibal resopló. Le explicó al hombre de la coleta que tampoco él había sacado nada en claro. Se veía como dos tontos jugando a los detectives. Quizá la mejor opción era volver con los invitados que quedaban, aún bastantes, y fingir que todo iba bien. Se sentía agotado. Le dieron ganas de echar de allí a todo el mundo, acostarse y no levantarse en tres días.

Ambos se pusieron en pie y salieron. El propietario de la casa cerró la puerta con llave.

—Scorpio, por fin le encuentro. —La aparición de Thomas Leicester fue inesperada—. Si no fuera porque es su casa, habría pensado que se había escapado a algún otro lugar.

—Estaba distraído. Ya me entiende —mintió. Se había olvidado de ese hombre.

Aquel había sido el típico comentario al que debía seguir un guiño o una sonrisa. Ni lo uno ni lo otro. Luego pensó que no podía permitir que su nuevo socio sospechara algo. Tendría que fingir. Otra vez. Reprimió su malestar.

—Qué cabrón. Le he visto con la rubia. Vaya bombón. No pierde el tiempo, ¿eh? —Thomas tenía la lengua más suelta que en su primera conversación. Los estragos de la bebida.

—Intento aprovecharlo —contestó Annibal, casi sonriendo. Pero no quería hablar de mujeres. No quería hablar de nada. Estaba incómodo. Quería que todo el mundo desapareciera.

—Ya veo. ¿Qué tal es? Esa chica tiene que valer cualquier cantidad que pida —dijo Thomas entre risas.

—No es puta —espetó Scorpio. Su rostro se ensombreció—. Y lo único que usted compartirá conmigo será lo que tenga que ver con el acuerdo firmado.

—Vaya. Lo siento, Annibal. No sabía que se lo tomaría tan mal —se disculpó, cortado. El rubor acudió a sus mejillas al instante. Scorpio asintió. Borracho o no, Leicester sabía que no le convenía tener ninguna clase de problema con ese hombre—. En fin. Solo venía a despedirme. Me marcho. Si no aparezco por casa, mi mujer se va a mosquear mucho. Ya nos veremos. Hablamos a partir del martes. Creo que todos los papeles estarán listos para entonces.

—De acuerdo.

—Hasta luego.

Ambos hombres se estrecharon la mano. Thomas Leicester no quiso alargar la despedida, su socio se había vuelto parco en palabras. Se culpó, había pecado de confianza al hacer alusión a esa chica. Decidió que actuaría como si no hubiese pasado. Esperaba que el otro no continuara molesto en la próxima reunión. De todas formas, era bien sabido que el alcohol afecta a la memoria. A lo mejor tendría la suerte de no acordarse de nada. Y si no, fingiría lo contrario.

Cuando Annibal vio que el ejecutivo desaparecía por la puerta de entrada acompañado de otros hombres, notó alivio. El tipo le caía mejor cuando solo hablaban de negocios.

Sus pasos le movieron por el salón. Vio que el Lobo había empezado a indicar a la gente de forma sutil que aquello estaba terminando. No se tardó mucho en captar la indirecta. Ese tipo de fiestas solían durar más, incluso a veces eran los propios invitados los que ponían la hora de cierre. No esta vez.

Poco a poco, la casa se fue quedando vacía. No debía quedar nadie. Scorpio se sentó en el sofá y su cuerpo lo agradeció de inmediato. Era bueno para la tensión que castigaba su espalda. Metió la mano en el bolsillo del oscuro pantalón para buscar un cigarro. ¿Qué cigarro? El paquete estaba en el interior de la chaqueta del traje, y esta descansaba en el sofá de la sala de luz azulada.

Ni siquiera protestó.

Se preguntó si algo podía ir peor. Se recostó aún más. Imaginó que se levantaba y echaba a patadas a los que quedaban por allí. No. No sería correcto para su imagen. El evento debía acabar como había empezado. Mirando en silencio a los asistentes, se sorprendió buscando un cabello rubio.

Ryan Coleman y el Lobo encontraron a un tipo borracho que, por lo visto, había vomitado en el pasillo de la entrada. Pese a que se trataba de un problema ínfimo, notó corrientes ígneas descender por sus brazos, acumulándose en las manos. Quería pegar a ese tío. Tuvo la necesidad de levantarse, decirles a sus hombres que se encargaba él y asestarle puñetazos hasta que perdiera el conocimiento.

Aquel hombre penoso no tenía la culpa del asesinato de su colega.

Fue entonces cuando sospechó que debía irse a la cama. Quería acabar el día de una vez. O la noche. O lo que fuera aquello. Se tocó la frente. La mente se resentía más que el cuerpo.

Cuando llegó al pie de las escaleras pensó en Schneider. No habían movido el cadáver. Tenían que sacarlo de ahí, pero ¿cómo? Era impensable salir con el cuerpo sin más. Podrían meterlo en el maletero de alguno de sus coches y llevárselo. Descartado. No era lo más inteligente tras una fiesta, algún estúpido policía podría andar por las inmediaciones. Podría ordenar que se detuvieran y, si les pedían abrir el maletero, no habría excusa posible. Tendrían que hacerlo al día siguiente.

Se dio la vuelta, se acercó al Lobo y lo habló con él. Fue iniciativa de Rafael decirle que a las diez de la mañana se presentaría allí. Avisaría a Sandro Biaggi.

Una vez en su dormitorio, Annibal se encerró por dentro. Le confiaba su casa al Lobo, sabía que se aseguraría de que no quedara nadie allí. Nadie excepto Hans.

Empezó a desabrocharse la camisa. Los movimientos de sus dedos trajeron consigo un recuerdo que no acertó a reprimir. Su torso desnudo bajo las manos suaves de Angela. El torso de Schneider con el número trece acuchillado en la piel. La segunda imagen empañó la primera.

Se miró al espejo. Su rostro acusaba las últimas horas. Estaba demasiado cansado como para sostener la mirada de su propio reflejo.

Se metió en la cama. Un torbellino de pensamientos martilleaba su cabeza. Sonidos, olores, sensaciones. Imágenes. Tenía que centrarse en aquellos que no contuvieran muerte. Era difícil. Miraba hacia arriba en la oscuridad. No aguantó mucho tiempo. Los párpados cayeron, pesados como el plomo. La consciencia fue abandonándole poco a poco. Su respiración era tranquila. El rostro de Hans aparecía en su mente una y otra vez, pero Annibal ya no tenía fuerzas suficientes para desterrarle. Una luz azulada lo hizo por él.

A la mañana siguiente, sujetaba la taza humeante por el asa. De un trago apuró casi la mitad. El café caliente bajó por su garganta. Esperaba que le despejara. Eran las diez menos veinte. Estaba sentado en uno de los taburetes altos de la espaciosa cocina y se sentía como si le hubieran dado una paliza. Apenas había dormido cinco horas, durante las cuales se despertó varias veces. Schneider, aún vivo, le había visitado en sueños. Se dijo que no podía tomarse las cosas como lo estaba haciendo. Debía ser más fuerte. Se exigía ser más fuerte. Pero ahí estaba, viéndose obligado a recordar que, debajo de esa enorme e impenetrable muralla, era humano.

No se le estaba dando muy bien ahuyentar los pensamientos recurrentes acerca de lo sucedido. Alguien había tenido que darse cuenta de algo, lo que fuera. Le dolía la cabeza, pero no tenía resaca. Se pasó la mano libre por el pelo despeinado. Todavía lo tenía húmedo de la ducha que se había dado nada más levantarse. Juntó las cejas con la vista puesta en el líquido oscuro que oleaba en la taza. Descartaba a sus hombres como autores de los asesinatos, era algo impensable. ¿Sus nuevos socios, quizá? Suprema idiotez. ¿Po qué querrían poner en peligro el acuerdo y sus propias vidas? Además, empezó a ocurrir antes del trato. Sabía que las apariencias engañaban, pero no veía a Leicester haciendo esa clase de gilipolleces. Solo tenía que acordarse de cómo había reaccionado al increparle por el desafortunado comentario sobre Angela.

Mierda.

Cuanto más vueltas daba, más se perdía. Las conjeturas empezaban a ser absurdas. Meneó la cabeza hacia los lados, como si así pudiera espantar todas esas sandeces. Tenía ganas de volver a la habitación de las pantallas y ver una vez más la grabación. ¿Y si se había dejado algo? Bebió. Cuanto más bajaba la cantidad de café, más subía su rabia. El último sorbo agotó lo que era su desayuno. No pudo contenerse. Estrelló la taza contra la pared.

—¡Hijo de puta!

Decenas de pedazos blancos se desperdigaron por el suelo como pequeñas trampas puntiagudas. Restos de café resbalaban por la zona del impacto. Después del nombre que se había labrado con sus actos, después de todo lo que había conseguido, después de lograr respeto y temor a partes iguales, la gente moría a su alrededor. Quería golpear esa misma pared hasta que le sangraran los nudillos.

—¡Hijo de la grandísima puta!

El sonido del timbre prosiguió al bramido.

Annibal, ataviado con unos pantalones cortos rojos y negros de los Chicago Bulls y una camiseta negra de manga corta, fue descalzo a abrir la verja exterior. A continuación, la puerta de la casa. No se había olvidado de que esperaba visita, aunque esta llegara un cuarto de hora antes. La noche anterior le había comentado al Lobo que podía utilizar el juego de llaves que le había dado hacía tiempo. Era el único que poseía una copia. Dada la peligrosidad de sus actividades, era útil por seguridad. Pero Rafael había preferido llamar al timbre.

El Lobo y Biaggi accedieron a la casa. Los restos de la fiesta todavía decoraban el interior. Lo único que no se veía era el vómito en el pasillo, alguien lo había limpiado. Ya recogería toda aquella porquería después, había cosas más importantes que tratar.

Ninguno de los tres dio los buenos días. No eran buenos para nada.

—Solo él sabe lo de Hans. —El Lobo señaló a Sandro con la cabeza—. Bueno, además de Greenwich. No he querido decírselo a nadie más por el momento. —Los dos seguían al jefe hasta el salón plagado de botellas medio vacías.

—Has hecho bien —contestó Annibal. Se dejó caer al sofá. Por suerte, la gente no lo había manchado. Se tocó el pelo, casi seco. Sus acompañantes se acomodaron en frente, en sendas sillas.

—No puedo creer que le hayan matado —se lamentó Biaggi. El azul de sus ojos se mostraba abatido.

—Yo tampoco —admitió Scorpio. En mi puta casa.

—¿Sigue en la habitación? —preguntó Rafael.

—Sí.

—Había pensado meter mi coche en el garaje para sacarle. He preparado el maletero —explicó el Lobo. Se había levantado antes para cubrir de plástico el maletero de su Mercedes. Así evitaría las posibles manchas y restos orgánicos.

—Me parece bien.

—Así que necesitaré que me abras la puerta luego.

—Vale.

—Annibal, ¿estás bien? —le preguntó Sandro con cautela.

El chico se le quedó mirando. Se le ocurrieron un millón de respuestas y ninguna le valía. Se tocó la frente otra vez y repitió gesto con el pelo.

—Vamos a buscar a Schneider —dijo. Se levantó del sofá.

Ninguno esperaba una respuesta, en realidad.

Los tres hombres subieron las escaleras en silencio. Scorpio se acercó a su cuarto para coger la llave que abriría la habitación cerrada a cal y canto. La había dejado bajo su almohada. Era inverosímil haber dormido con un cadáver al fondo del pasillo. Que fuera de Schneider, irracional.

Annibal introdujo la llave plateada en la cerradura y giró el pomo. El aire del interior les golpeó, viciado. Lo más sensato habría sido dejar la ventana abierta, era junio, pero habían preferido cerrarla y correr las cortinas opacas. Un descuido más habría resultado inaceptable. Ahora acusaban la falta de corriente. No hacía ni doce horas que habían asesinado a Hans, la descomposición debería ser mínima. Sin embargo, un olor corrupto atacó sus fosas nasales. Con la mandíbula tensa, Annibal pulsó el interruptor de la luz. El rubio permanecía invariable. Biaggi se detuvo bruscamente en medio de la habitación, impresionado. Aquellos ojos velados sin vida continuaban fijos en el techo. La boca medio abierta destacaba sobre la tez fantasmagórica. El número sangriento se ocultaba bajo la camisa manchada. La habían cerrado por respeto.

—Joder —murmuró Sandro. Era más duro de lo que había esperado. Acercarse le producía rechazo.

No podían perder más tiempo. Al aproximarse al cuerpo, descubrieron el motivo del hedor. Los pantalones del traje de Hans estaban manchados. La muerte había relajado sus esfínteres. Habrían preferido no tener que presenciar eso.

—Lobo, ve a por el coche. Coge el mando de la puerta de fuera y el del garaje. Están juntos en la entrada —ordenó Annibal. Sonó impersonal. Separó un par de centímetros las cortinas y abrió la ventana de par en par.

—He traído plástico de sobra. ¿Lo subo? —No necesitó especificar para qué.

—No, déjalo. Lo envolveremos con las sábanas y la colcha de la cama. Entre la sangre y… Bueno, han quedado inservibles.

El Lobo salió por la puerta. Los ojos azules de Sandro Biaggi, más oscuros que los del joven asesinado, permanecían igual de abiertos que los cristales que ahora permitían la ventilación.

—¿Cómo es posible? —preguntó el italoamericano.

—Ayúdame con esto.

Scorpio no podía responder a una pregunta cuya respuesta desconocía. Y mataría por conocerla. Literalmente.

Ambos se colocaron al lado del cadáver. Lo más sensato era respirar por la boca, incluso ahora que recibían aire fresco. Annibal levantó la colcha con la intención de envolver a Schneider. Cuando le dejase dentro, harían lo mismo con las sábanas. Era fundamental que quedase lo más oculto posible.

—Lo vamos a tener jodido —anunció Annibal.

Hans yacía bajo la tiranía del rigor mortis. Si bien el cuerpo no mostraba rigidez absoluta, dificultaría sus maniobras. Enrollarlo sería lo de menos, lo complicado residiría en el transporte.

Entre los dos consiguieron cubrirle con la colcha sucia. Las sábanas que colocaron después exhibían ligeros cercos oscuros donde más había calado. Incluso el colchón tenía algunas manchas. No quedaría más remedio que destruirlo.

Esperaron hasta que el Lobo volvió a presentarse allí arriba. Se vieron obligados a atar el conjunto de telas con cinta aislante para no ir perdiéndolo por el camino. Lo aseguraron bien. El Lobo agarró el siniestro paquete por la zona de la cabeza y Sandro lo hizo por los pies. Pesaba mucho, más de lo que esperaban. Tuvieron especiales problemas al bajar las escaleras. Una vez en el piso de abajo, anduvieron por el pasillo que comunicaba con el garaje. Pensaron que la situación no podía ser más desagradable. Cuando llegó el momento de introducirlo en el maletero del Mercedes, se dieron cuenta de que se equivocaban.

—Está demasiado rígido, aquí no entra —comentó Biaggi. No era la primera vez que se deshacía de cadáveres, pero nunca de uno de los suyos. Tenía el cuerpo estragado.

—Tiene que entrar —insistió el Lobo. No había otra manera de sacar a Hans de esa casa sin que les detuvieran en el intento.

—Habrá que intentar doblarle de algún modo —dijo Annibal.

—Es posible que le rompamos algo si hacemos eso —le recordó el dueño del coche.

—Ya no lo va a sentir.

Annibal se arrepintió al momento, la culpa cayó sobre él como una tromba de agua. Pero debían ser prácticos.

Entre los tres intentaron encajar el bulto. Era muy engorroso y tantas capas tampoco ayudaban. Tuvieron que ignorar los chasquidos del interior de las sábanas. El maletero era espacioso y eso fue determinante para que completaran la triste tarea con éxito. Estaban sudando por el calor y el esfuerzo.

—¿Qué vamos a hacer con él? —quiso saber Rafael. Se pasó una mano por la frente, retirándose el pelo que se le había soltado de la coleta—. No podemos darle el final que se merece.

—No, no podemos organizar nada que llame la atención. Lo más efectivo sería tirarle al mar. —Annibal trataba de imaginarse que no hablaban de un amigo—. Pero a estas horas ya no se puede. Donde quiera que vayamos puede que haya alguien mirando. Y me niego a… —Dejó una pausa, tomó aire—. Me niego a descuartizarle. Tampoco pienso enterrarle en medio de un descampado, como si fuese un cualquiera.

—Conozco a un tipo, Bob, que lleva una incineradora. Me debe una, así que nos haría el favor sin rechistar. Es bastante discreto —informó Biaggi. Primero miró el bulto y después a sus dos oyentes—. No sé si hoy domingo…

—¿Tienes su teléfono? —le atajó Scorpio.

—Sí.

—Llámale.

El hombre de ojos azules sacó el smartphone del bolsillo e hizo lo que se le había pedido. Al principio, Bob se mostraba reacio a acudir a su lugar de trabajo en su día de descanso. Utilizaban términos ambiguos durante la conversación. La actitud de Sandro solía ser tranquila, pero sabía cómo hacerse respetar. No necesitó más de un minuto para conseguir el sí. En media hora se encontrarían en la incineradora. Exigió puntualidad. Colgó.

—Habrá que traer las cenizas —dijo el Lobo.

—Le preguntaremos a Erika si quiere tenerlas. Era su novia. —Annibal se encogió de hombros.

—Hans me había dicho que tenía pensado proponerle matrimonio —reveló Sandro. Estaba compungido.

—Joder.

Y aquella fue la última palabra que se escuchó antes de que los otros dos montaran en el coche y desaparecieran de su propiedad.

Solo otra vez, Annibal fue a la cocina. Tenía hambre. Ni siquiera recordaba lo que guardaba en el frigorífico. Cuando lo abrió, vio que no le apetecía nada de lo que había en las baldas. Ni siquiera comprobó las conservas. Pidió una pizza familiar. Guardaría lo que sobrase para la noche, si es que se dejaba algo.

Se sentó en el sofá de cuero blanco. Desde ahí, echó un vistazo al salón silencioso. Tal vez tendría que llamar a alguien para que limpiara y recogiera los restos de la fiesta. No. No lo haría. Prefería que nadie metiese las narices donde no debía. Por esa misma razón, nunca había contratado a nadie que realizara esas labores. Lo haría él mismo y, con suerte, su mente encontraría una tregua. No podía dejarse derrotar en esa guerra psicológica. ¿Era eso lo que buscaba el asesino, hundirle?

Recogió una botella de ginebra del suelo, vacía. Estaba harto, cansado, hastiado de indagar acerca de los motivos. Hechos. Tenía que centrarse en los hechos. Y los hechos eran que ignoraba cuánto quedaba para que el fantasma decidiese convertirle en su próxima víctima.