Capítulo 14

Annibal no necesitaba un motivo de especial peso para organizar un evento, pero en esta ocasión sí lo tenía: un suculento acuerdo empresarial. El domingo anterior había acordado la compra del treinta por ciento de las acciones de una importante empresa de venta de vehículos de alta gama. La inversión produciría más ingresos. Según un breve estudio previo, no tardaría en recuperar el dinero. Sus beneficios aumentarían como la espuma. El dinero hacía más dinero. Era algo que había que celebrar. Un triunfo más. Y como tal, se merecía una fiesta. El sábado nueve de junio por la noche había sido la fecha elegida.

Si había que hacer honor a la verdad, durante toda la semana anterior apenas había pensado en el acontecimiento. Las muertes habían eclipsado el éxito. Extraño. Y hasta que la preparación de la fiesta no había sido inminente, no había movido un solo dedo por ella. Eso no era bueno. Nada bueno. Sin embargo, el hombre demostraría que nada ni nadie iba a paralizar sus planes. Era una cruzada invisible que no estaba dispuesto a perder.

Era inútil creer que no habría comentarios entre sus filas. No podía culparles. Existía incertidumbre al no saber si habría un siguiente elegido y si le tocaría a uno de ellos. Era complicado lidiar con una situación así, lo hacían lo mejor que podían. Con todo, ninguno se atrevía a llevar la contraria a su jefe o a ignorar sus órdenes. Scorpio creía que esa plomiza sensación de vulnerabilidad terminaría en cuanto supieran quién estaba detrás. Por lo que a él respectaba, le colgaría una diana al culpable sobre la que vaciaría un cargador entero de su Desert Eagle.

Había vuelto a reclamar los servicios de seguridad privada para su casa esa noche. Siete vigilantes en el exterior y tres que se repartirían por el interior, además de las cámaras de seguridad. Activaría las que enfocaban a la planta baja. Allí acudiría más gente de la que estaba acostumbrado a recibir. No podría estar pendiente de todo, así que la presencia de protección le tranquilizaba. Había veces en las que pensaba que se estaba convirtiendo en un paranoico. Se recordaba entonces que debía cuidar lo que era suyo. Eso incluía a los hombres que trabajaban para él. No quería ver muerto a ni uno solo más. Ni uno. Por supuesto que quería seguridad. Necesitaba seguridad. El único contratiempo que estaría dispuesto a tolerar sería el del típico idiota que se pasaba bebiendo y al que había que advertirle que, si vomitaba en su casa, lo limpiaría personalmente.

Annibal permanecía sentado encima de su cama, sobre las sábanas negras. Era su color favorito, habría sido un pecado absoluto no haberse hecho con ellas. Si bien su vida nunca fue de color rosa, había elegido el negro al blanco hacía mucho tiempo.

Escuchaba murmullo en la planta baja. Pasadas las diez y media, sabía que la gente ya estaba empezando a llegar. Acudirían varios de sus hombres, bastantes más de los que se reunieron hacía una semana. También algunos colegas externos al negocio. Deborah estaba invitada, y le había dado libertad para traer a las amigas que ella quisiera. Las chicas siempre suponían un reclamo, pero ese grupo en especial solía ponerle la guinda al pastel. Como era lógico, la representación de la otra parte del acuerdo era imprescindible. Scorpio también les había dado carta blanca para invitaciones por su cuenta.

Él bajaría en un rato, le gustaba tomarse su tiempo. No era el típico anfitrión que esperaba a los invitados bandeja con canapés en mano. ¿Sabrían todos esos lo que estaba ocurriendo a su alrededor? Su mente le volvió a traicionar. Esperaba que las noticias no se hubiesen extendido mucho, consideraba una humillación aquella burla a su organización. Sin embargo, y por mucho que le pesara, no podía controlar la pólvora de la información, los rumores. Confiaba en que nadie fuese tan estúpido como para sacar a relucir el tema. No mostraría debilidad y mucho menos esa noche.

El sonido del gentío se hacía poco a poco más notorio. No había ninguna norma que impidiera acceder a la primera planta, pero estaba terminantemente prohibido entrar a su dormitorio. No había discusión posible. Le daba asco imaginarse a alguien que no fuese él utilizando su cama con fines lúdicos. No lo aceptaba.

Seguramente era el Lobo quien estaba recibiendo a los asistentes y no era cuestión de que ejerciera de criado. Un pensamiento curioso, puesto que él ni siquiera había hecho por cambiarse de ropa. Solo vestía unos pantalones cortos oscuros. Se inclinó hacia delante, apoyó el codo derecho en la pierna y la mano en la frente. Estar rodeado de tanta gente le agobiaba. No era algo que soliese sucederle, pero la situación actual estaba lejos de considerarse normal. Allí arriba, en la soledad que le brindaba su habitación, tuvo que repetirse que no debía dejarse influir. Nunca lo había hecho, ya era tarde para empezar. Unas pocas batallas no determinaban el resultado final de la guerra. Y no estaba dispuesto a perderla.

Caminó por el suelo de madera oscura hacia el armario ancho. Lo abrió. En una de las múltiples perchas divisó el traje que se pondría aquella noche: negro con finísimas líneas claras y verticales. A continuación, descolgó una de sus camisas negras. Alcanzó una corbata del mismo color. Dejó toda esa ropa estirada sobre la cama, cogió el mando del aire acondicionado y lo apagó. No quería congelarse al salir de la ducha.

El lavabo que pertenecía a la habitación era bastante completo. Si esta ya gozaba de un tamaño considerable, el cuarto de baño tampoco escatimaba en proporciones. De mármol blanco, lucía el color opuesto al que predominaba en el dormitorio. Tenía espacio para albergar un armario, una pila amplia sobre la que colgaban tres espejos en la pared, el retrete, un plato de ducha de dimensiones generosas y una decoración minimalista. No se molestó en encender la luz, le bastaba con la que le llegaba desde la habitación. Nadie podría acceder a esta desde fuera, había echado el cerrojo.

Se desvistió y entró al plato de ducha. Cerró la mampara, abrió el agua y esperó a que saliese templada, más bien tirando a caliente. Ardiendo. Si había algo que le relajara, entre otras cosas, era una buena ducha caldeada. Apoyó la mano izquierda en los azulejos inmaculados de la pared y agachó la cabeza. Dejó que las gotas se deslizaran libres por su cuerpo, moldeado por tantos años de entrenamiento. No quería pensar en nada, tan solo disfrutar de aquel placer secreto. No tardó en enjabonarse y lavarse el pelo, tampoco era cuestión de perderse media fiesta. Aun así, pasaron unos largos minutos hasta que decidió cerrar el grifo. Asió una toalla negra. Todavía dentro del plato, se secó la piel por encima y se frotó el pelo. Luego se la colocó alrededor de la cintura. Salió. Se puso frente al espejo y encendió la luz que lo rodeaba.

Miró su reflejo.

Había pensado en afeitarse, pero aquella barba de un par de días no le daba aspecto descuidado. Todo lo contrario. Se ahorró ese tiempo.

Empezó a vestirse. Escuchaba el ruido creciente. En un momento dado pudo distinguir la voz de Deborah. Aguda, femenina, jovial. Desodorante. Se abrochó la camisa. A continuación, la corbata. Regresó al borde de la cama para colocarse los zapatos. Enseguida volvió al baño. Se peinó como de costumbre, con el pelo hacia arriba, de punta. Colonia. Reloj. Durante unos segundos, se debatió entre si ponerse la chaqueta o dejarla allí arriba. Eligió la primera opción: su imagen era muy importante.

Pensó en llevar con él a una de sus gemelas. Cargar con una Desert Eagle, pese a su tamaño, nunca le resultaba incómodo. De hecho, la mayoría de las ocasiones sentía su atuendo incompleto si faltaba. ¿Por qué no llevarla? Notó la familiaridad del arma en la mano. La introdujo entre su espalda y el pantalón del traje. El cinturón hacía que la prenda pudiese soportar mejor el peso y apenas sentía el contacto. Ya estaba acostumbrado. Con la parte trasera de la chaqueta por encima, el bulto era inapreciable. Abandonó la habitación.

No había terminado de bajar las escaleras cuando las primeras personas aparecieron ante sus ojos. El sonido de las voces y los tintineos de copas ya ocupaban la totalidad de lo que percibía. Toda la planta baja estaba habilitada, aunque sabía que la mayoría se concentraría en el salón. Algunos en el jardín. Era imposible que faltara espacio. Una vez abajo y visible, la gente comenzó a saludarle, a darle la mano. Quienes tenían más confianza con él, una palmadita en la espalda. Empezó a charlar con algunos hombres de asuntos banales. Sin darse cuenta, se fue olvidando de la tensión.

—Es lo que pasa cuando uno tiene dinero, que todo es poco para gastarlo —comentaba un hombre llamado Harry Sephard, relacionado con la empresa de coches de alquiler. Se encargaba de las cuentas.

—Es mejor invertirlo. Así no se pierde —apuntó Scorpio.

—Yo tengo algunas acciones de un casino. No es muy grande, pero gracias a eso ya he podido comprarme el Porsche —explicó Bruno Marshall, invitado por la otra parte del acuerdo.

—Llevabas tiempo dando por culo con el jodido Porsche —Peter Chilton rio. Había llegado con Marshall.

Qué bien sentaba participar en un diálogo sin importancia. Suponía un grato soplo de aire fresco. Era así como debía ser.

Entonces llegó un tipo que se calificó a sí mismo como representante de la empresa con la que había firmado el acuerdo. Le comunicó de un modo informal que el directivo principal de la misma iba a llegar en breves momentos. Al parecer, un atasco era el culpable del retraso. Annibal le restó importancia. Había mucha noche por delante. Estaba de buen humor. El representante le dio las gracias, e incluso se quedó unos diez minutos con ellos, pero no tardó en irse a la otra punta del salón tras localizar a una mujer. Scorpio no sabía si el representante, ese tal Zack Collins, la conocía o simplemente había visto que tenía la oportunidad de flirtear. Se encogió de hombros. Como si eso le importara. En resumidas cuentas, para eso estaban allí. Pasarlo bien era una prioridad.

A lo lejos localizó al Lobo hablando con Sandro Biaggi, ambos bebiendo. Se despidió de los otros tipos con la idea de acercarse a ellos dos. Había avanzado uno cuantos metros cuando alguien le cogió del brazo izquierdo, sujetándole. El chico se detuvo al notar el contacto.

—Eh, Annibal. ¿Cómo estás?

La voz de Deborah sonó alegre. Él se situó de frente. La mujer se mostraba muy sugerente. No esperaba menos. Le sonreía traviesa. En su último encuentro, él se había dejado hacer lo que a ella mejor se le daba. Deborah usaba sus armas de tal forma que sabía volver loco a cualquiera. Se lo había demostrado con creces. Esa noche se había engalanado con un vestido rojo tan ajustado que sus curvas resaltaban, casi hipnóticas. Los tirantes finos formaban un escote inflado al que había decorado con purpurina. Sus labios conjuntaban con el carmín.

—Muy bien —contestó él. Ya estaba buscando el paquete de tabaco en el bolsillo interior de la chaqueta del traje. Aún sentía el contacto sobre el brazo—. ¿Qué tal tú? ¿Llegaste hace mucho?

—No podría estar mejor. —Deborah se acercó más. Fue a darle un beso en la boca, pero él se giró. Los labios femeninos se posaron en una de sus mejillas—. Llegamos de las primeras, todavía no había tantísima gente como ahora.

—Espero que hayan venido más amigas tuyas que la otra vez. Algunos de los míos necesitan conocer chicas —comentó Annibal. Intentaba ubicar al grupo que había venido con ella. Conocía de vista a algunas. Pero las únicas mujeres que alcanzaba a ver desde su posición estaban allí para trabajar, y no sirviendo la bebida precisamente.

—Anni, mis amigas no son putas, ¿eh? Que te quede claro —le recriminó con voz suave. Se colocó una mano sobre la cadera y se inclinó hacia delante. Fingía estar molesta. Que la inmensa mayoría de sus amistades fuesen ligeras de cascos no las convertía en prostitutas.

—Oye, deja de llamarme así. No me gusta. No sé cómo hacer que lo entiendas. —Scorpio cogió la barbilla de Deborah con la mano derecha. En la izquierda sostenía el cigarrillo que aún no se había colocado en la boca. Ella sonrió—. Y nadie dijo que tus amigas sean putas. Lo has dicho tú solita. Además, a esas ya me encargo de traerlas yo. No necesitan competencia. Lo que te he dicho es que los hay que quieren conocer chicas por las que no haya que pagar para follar, nada más. No te pongas dramática. —El hombre la soltó con suavidad.

—He traído cinco amigas nuevas. ¿Así está mejor, Annibal? —Enfatizó el nombre, lo que le hizo sonreír al él—. ¿Quieres que las traiga aquí para que les des el visto bueno? —El sarcasmo era una materia que a Deborah no se le daba del todo bien. El tono que había empleado le dio aspecto de una adolescente enfurruñada.

—Será mejor que no. No creo que aprobaran mi examen —respondió el chico, siguiéndole el juego. La indignación interpretada de la morena le pareció divertida, dejó escapar una risa inaudible—. Anda, vete con ellas. Cuando acabe con mis cosas me acerco un rato, si eso. Dime dónde estáis, será más rápido que localizarte por mi cuenta.

—Allí, al lado de la estantería grande, la que está pegada a la puerta —señaló la mujer, acompañándose con el dedo. Le complacía que él dejase abierta la posibilidad de pasar un rato con ella esa noche.

Annibal estiró el cuello para divisar, entre toda aquella gente del salón, el grupo al que Deborah se refería. Siguiendo las instrucciones, por fin las vio. No había reparado antes en ellas. De todas maneras, tal y como le había dicho, no iría todavía. Aún tenía pensado reunirse con el Lobo y Biaggi, y lo único que estaba haciendo Deborah era entretenerle. Fue a decirle algo, pero entonces sus ojos se detuvieron por casualidad en el brillo rubio de un cabello largo. La espalda al aire precedía a un vestido negro que terminaba varios centímetros por encima de las rodillas. Después, unas piernas esbeltas. Ese mismo pelo dorado y liso caía sobre la piel desnuda, simulando una cascada. La piel blanca destacaba sobre la oscura prenda, adornando un rostro sonriente que conversaba de perfil con otra mujer.

—Deborah, no me has presentado a todas tus amigas —comentó Annibal pasados unos segundos. Su atención continuaba a lo lejos. Guardó el cigarro sin estrenar en el bolsillo, suelto.

—Te lo acabo de decir, pero nunca me haces caso —le reprochó ella, aferrándose con las manos a uno de los brazos del chico. La textura del traje le pareció suave al tacto.

—¿Quién es la rubia? —insistió, haciendo caso omiso.

—Annibal, vino a la última fiesta que diste. Es Diana. Te tiraba los trastos y tú la ignorabas. Incluso trató de subirse a tus piernas cuando estabas en el sofá. ¿No te acuerdas? —Ahora ella se puso de puntillas para mirar también a sus amigas, buscando a Diana con la vista.

—Esa no. La otra, la del vestido negro. —Entonó las palabras de tal manera que quedó claro que era demasiado obvio.

—Ah. Es la primera vez que viene. Se llama Angela. La conozco desde hace unos meses, del gimnasio. Me llevo muy bien con ella. Le dije que podía venir, es buena chica. ¿He hecho mal? —explicó Deborah, extrañada. Le veía serio. Se preguntó si tal vez había metido la pata.

—Preséntamela.

Deborah vaciló. Sintió una punzada ácida de celos. Por lo visto, él no sabía quién era y ya le estaba dedicando más atención que a ella. Bufó. Cuando vio que Scorpio empezó a caminar en dirección a su grupo, le siguió y se colocó a su altura. No fue fácil, pues tuvo que ir esquivando gente.

La repentina presencia del hombre provocó que las chicas dejaran sus respectivas conversaciones. Centraron su interés en él. Luego en Deborah. La mayoría de esas mujeres le conocían, claro. El dueño de aquel lugar, el que manejaba todo eso, el que tenía el poder allí. A eso había que sumarle la atracción que su físico les despertaba. Hacía que desearan perderse con él en algún rincón de su lujosa casa. En la cama, a ser posible. Era algo que Annibal sabía. No ignoraba que se lo comían con los ojos, unas con más disimulo que otras. Nada nuevo. Pero no estaba allí para exhibirse.

—Bueno, eh… —comenzó hablando Deborah, algo confusa—. Angela, voy a presentarte a alguien. —En ese momento se hizo con la atención de la rubia. La del resto ya la tenía—. Él es Annibal.

Hizo la presentación sin ningún tipo de miramientos. A pesar de la consternación, anteponía el deseo de él al propio. Las finas agujas de celos volvieron a incrustarse en su estómago como si fuesen jeringuillas. Se le clavaron más profundas al observar que Annibal miraba a Angela en lugar de a ella.

Las demás estaban perplejas por lo directo de la situación. Querían ocupar el lugar de la rubia. ¿Por qué no ellas? Había sido él quien se había acercado y no al revés. Solía ser al revés. Todas las de ese grupo que habían intentado seducir al hombre no habían tenido éxito. Ahora los esquemas se desmenuzaban ante sus ojos.

—Encantado, Angela

Él fue el primero en hablar. La vergüenza era una palabra cuyo significado apenas recordaba. Se acercó a la chica y le extendió la mano. La de ella, más pequeña y de aspecto delicado, estrechó la suya con firmeza. La miraba a los ojos. Eran oscuros, incluso más que los suyos. Tenía que reconocerlo, le había impactado. Por alguna razón, le había impactado.

—Igualmente —contestó Angela, sonriendo. Su voz suave era algo más grave que el tono agudo de su amiga morena.

Annibal analizó cada detalle que vio en ella.

Una piel pálida y lisa hacía delicada su apariencia. Era el lienzo de aquellos ojos marrones oscuros que desprendían magnetismo, custodiados por unas pestañas curvas y abundantes. Las cejas claras se alzaban por el extremo más alejado de la nariz, consiguiendo una mirada penetrante. Tenía una nariz sin imperfecciones, recta y con el tamaño adecuado para su rostro. Por debajo se perfilaban los labios, cuyo grosor se le antojó apetecible. Ahora se curvaban en una sonrisa que mostraba sus dientes blancos y alineados.

La trayectoria de sus ojos continuó bajando por el cuello estilizado. El vestido negro se ajustaba a ella como una segunda piel. Los tirantes de encaje enmarcaban un escote que dejaba al descubierto el contorno de unos pechos redondos y firmes. Sabía que no debía detenerse demasiado allí. Y sus piernas. Esas piernas trazadas con suavidad, tonificadas, eran la antesala de lo que el vestido custodiaba. Unos zapatos negros de tacón alto le adornaban los pies.

Si el pecado tuviera cuerpo, pensó, sin duda sería aquel.

Miró su rostro de nuevo. Tenía que hacerlo. Era preciosa.

La sombra negra en los párpados hacía juego con el lápiz de ojos que delineaba el interior de los mismos. El pigmento de sus labios, rojo oscuro, destacaba como una gota de sangre sobre la nieve.

Le gustaba.

Se preguntó su edad. ¿Acaso importaba? Notó cómo burbujeaba un interés creciente por hablar con ella. Todavía no conocía a ninguna mujer que se hubiese resistido a alguna de sus proposiciones. Empezó a desarrollar un impulso que le llamaba a separarla de aquellas lobas. Una sensación poco habitual, por otra parte. La lógica se convirtió en un obstáculo.

Annibal mantuvo una imagen escarchada, un semblante arduo de mantener al notar esa mirada profundizando en sus propias pupilas.

—Señor Scorpio, el señor Leicester está ya aquí.

Zack Collins le arrancó de aquella singular ilusión. No recordaba haber notado su presencia con antelación, sus sentidos se habían olvidado de avisarle. Lo que habían sido un par de segundos, al chico le había parecido mucho más tiempo. Tiempo que se había quedado corto. Tragó saliva. Temía que sus pensamientos hubiesen quedado demasiado expuestos. Sin embargo, a su alrededor la gente no parecía haberse dado cuenta.

Cuando deshizo el contacto con esos ojos oscuros, concentró los suyos en los de Collins. Eran azules y más grandes. Scorpio asintió con la cabeza. Sin mediar palabra, dio la espalda a sus hasta entonces acompañantes. Se marchó detrás del tipo.

Pese a que Thomas Leicester tenía un porte serio e incluso imponente, tan solo era fachada. Resultaba ser un hombre agradable, educado, que en ese momento también gozaba de buen humor. Constituía la otra parte del trato que había propiciado la fiesta de esa noche.

A Scorpio le caía bien el tipo, se notaba que era un experto. Tenía unas ideas fijas a la hora de hacer negocios y eso era algo que él valoraba mucho. Charlando sobre su nueva condición de socios, ahondaron en varios aspectos que les concernían. Enfatizaron mucho el tema económico. Fue una conversación relativamente larga, al menos les robó media hora del tiempo lúdico. Merecía la pena. Relajados, ambos pensaban que habían tomado la decisión correcta.

Leicester no podía estar más satisfecho. La fama precedía a su asociado, pero no siempre por el lado negativo. Que tenía mucho dinero también era noticia. Y si a él le iba bien, Thomas se vería beneficiado.

Brindaron.

Era la primera copa que Scorpio empezaba. Durante la conversación, lo único que había hecho había sido fumar. El representante de Leicester no había estado presente, así como tampoco nadie por su parte. Cuando terminaron, quedaron en que volverían a encontrarse a lo largo de la noche. Ahora que compartirían empresa, tratar solo de negocios generaría una frialdad que en realidad no existía. A ninguno de los dos le interesaba una formalidad forzada. Se estrecharon la mano y se fue cada uno por su lado.

Annibal se quedó un instante pensando hacia dónde debía ir. Se había dado cuenta de que hacía casi una hora que había pretendido reunirse con el Lobo y Biaggi. Deborah entonces le había entretenido, y después… Después había visto a aquella mujer rubia que había despertado su interés.

Se había quedado con las ganas de hablar con ella. Y no veía a sus dos hombres en el mismo lugar donde les había divisado con anterioridad. Ya no sabía dónde estaban. Entre tanta gente, no tenía muy claro cuánto tiempo tardaría en volver a localizarles. Desistió. Ya les encontraría. Ya encontraría a alguien. Pensó que tampoco era tan mala idea buscar a Deborah, así podría continuar con lo que apenas había empezado.

De repente, le golpeó una sensación inusual. ¿Desde cuándo era él el que tenía que ir detrás de nadie?

Quería hacerse con alguna maldita razón que le explicara por qué ahora estaba posicionado al otro lado. La costumbre hacía que Annibal no recordara que, de hecho, era lo que solía suceder cuando algo interesaba: buscarlo. ¿Qué problema había? Ni que fuese la primera que acaparaba su atención. Había conocido a inmensidad de mujeres, algunas consideradas diosas ante los ojos de muchos. En ocasiones se habían acercado ellas, a veces había sido él. El hecho de que predominara el primer caso era lo que le confundía. La atracción que Angela le había despertado había sido intensa desde el primer momento, acentuada al verla más de cerca. Se le hacía difícil aceptar que aquello tan solo formaba parte de la naturaleza humana más primitiva.

Sus enmarañados pensamientos fugaces no le impidieron percatarse de que estaba parado, solo entre tanta gente. Tenía que moverse de ahí.

Definitivamente buscaría a sus hombres.

Tenía sed, quería otra copa. Miró el reloj que descansaba en su mano izquierda: las doce y diez. Le había parecido que era más tarde. Caminó en dirección al jardín. Allí había una mesa larga donde colocaron numerosas botellas alcohólicas para servirse uno mismo. Se prepararía una mezcla de ron con refresco de cola. Cuando apenas quedaban unos metros para llegar a la puerta de cristal que accedía al jardín, tropezó con algo. Perdió el equilibrio y se inclinó hacia delante, lo que le obligó a apoyar la mano derecha en la pared. Suerte que había estado cerca.

Antes incluso de buscar el motivo del traspié, su cabeza ya trabajaba a toda velocidad en palabras poco agradables. Pero la frase quedó en la punta de la lengua y murió allí, frente al destello rubio.

—¡Oh, lo siento! ¿Estás bien? —se disculpó de inmediato Angela. Había apoyado las manos en el pecho del hombre a modo de reflejo tras el choque. No le había visto.

—Sí, no te preocupes.

Él advirtió que el tono que terminó usando fue drásticamente diferente. Las casualidades existían. Ella, entre tanta gente. Mejor así. Nunca un tropiezo había sido tan afortunado.

—Pero ten cuidado la próxima vez, no me gustaría que todos mis invitados me viesen por los suelos. —Annibal trazó una pequeña sonrisa. No pretendía intimidarla.

—Procuraré hacerlo. —La sonrisa de la joven era algo más tímida, distinta a la que le había ofrecido en la fugaz presentación. Un tenue rubor apareció en sus mejillas.

Se interpuso un silencio roto por la música de fondo. Tan solo la miraba. Pensó que tal vez lo correcto fuese iniciar una conversación. Era lo que él había querido desde el principio, ¿no? Los ojos oscuros de Angela habían ascendido posiciones en su orden de prioridades. Al final el hombre no pudo evitar hablarle.

—¿Te apetece una copa?

—Ya me he servido algunas —contestó Angela, algo insegura. Ni mucho menos estaba borracha, pero sí era cierto que, si continuaba bebiendo, se aceleraría el proceso.

—Ya. Me refiero a una copa conmigo —aclaró Scorpio. Le guiñó un ojo y una nueva sonrisa, hacia un lado, volvió a aparecer en escena.

Angela asintió con la cabeza. La curvatura sensual de sus labios la respaldó. Mucho se temía la chica que, aunque él no le hubiese hecho sentir complicidad mediante el guiño, también le habría seguido.

Annibal encabezó esa fila de dos hacia el cuarto final del pasillo principal. No era tan grande como el salón, pero no se podía calificar como pequeño. Y lo más importante: no encontrarían tanta congestión de gente. Detrás de él, la chica sentía cómo su corazón latía a un ritmo más apresurado de lo normal. Sabía el motivo. Dentro de lo posible, no tardaron mucho en cruzar la masa humana.

Ninguno de los dos se dio cuenta de que Deborah, tras haberles visto por casualidad, les había seguido con la mirada hasta que desaparecieron por la puerta que comunicaba con el pasillo. Los celos volvieron a aferrarse, virulentos, a su pecho y estómago. Esas zarpas venenosas emponzoñaban sus pensamientos. No podía recriminar nada, sabía que no tenía derecho. Al igual que también sabía que podría ocurrir en más ocasiones de las que su autoestima podía reconocer sin ser pisoteada. Odiaba que esa chica le robara el protagonismo. Apretó los labios antes de volver a colocarse la pajita en ellos, desde donde sorbía ginebra. Muy seria, se dijo que no se permitiría derramar ni una sola lágrima, aunque fuera de rabia. Su maquillaje lucía impecable y no estaba dispuesta a cerrarse ninguna puerta. No después de la que él le había cerrado en las narices. Aunque su despecho servía de bien poco, pues estaba segura de que al hombre le importaba un bledo con quién se acostaba cuando no lo hacía con él.

Suspiró fuerte. Nadie la oyó.

Dejó la ginebra en una mesa durante un momento y se colocó el generoso busto con ambas manos. Procuró que la tela roja no cubriese más de lo que debería. Fred Harrison pasó entonces a su lado. Se puso delante de él, dándole la espalda. Se aseguró de quedar bien cerca. Acercó las manos del hombre a sus caderas. Empezó a bailar. Notaba los pantalones de Harrison en su trasero. Por supuesto, Fred no tuvo ninguna objeción al respecto. Deborah se mordió el labio inferior, coloreado con labial rojo de larga duración, luchando por mantener los ojos secos.

Annibal fue el primero en entrar a la estancia. Giró a la izquierda, hacia el fondo de la habitación, para lo cual debían de cruzar unos cuantos metros más. Encontraron algunas personas repartidas en los diversos sofás colocados de forma estratégica. Consumían de la amplia colección de botellas que contenía la coqueta barra. Era probable que también estuviesen haciendo lo propio con alguna que otra sustancia de legalidad cuestionable. La luz era azul y tenue, dotaba al lugar de personalidad propia.

Llegaron a un amplio sofá negro adornado con varios cojines blancos. El hombre prefería ese en concreto, le gustó encontrárselo libre. Sugirió a su acompañante que se acomodara mientras él se acercaba a la barra a por bebidas. Ella le pidió un vodka con limón. Él se serviría otro ron bien cargado.

—Así que esta es la primera vez que te trae Deborah —comenzó diciendo Annibal una vez se hubo sentado con ella. Era evidente que no necesitaba la respuesta. Bebió.

—Sí, me comentó que un amigo suyo daba una fiesta en su casa y me preguntó si quería venir. Al principio tenía mis dudas —admitió ella. Le imitó con su vaso. Debía reconocer que se encontraba mejor allí, en un ambiente más exclusivo. La nueva iluminación y la música diferente eran una fuerte contribución.

—¿Dudas por qué?

—Lo típico. No conocía a nadie, solo a ella. No sé. —Angela se encogió de hombros, pero ahora no sentía timidez.

—Me alegro de que al final te decidieras a venir. —Era directo, podía serlo. Continuaba mirándola a los ojos. Era algo que pertenecía a su manera de ser y resultaba intimidante para algunas personas. Al parecer, no para ella. Esto despertó más su curiosidad—. Si no lo hubieras hecho, la noche no estaría siendo tan interesante.

Obtuvo una sonrisa como respuesta y ella miró hacia otro lado, rompiendo el contacto visual. Los incipientes efectos del alcohol y la luz extravagante empezaban a crear un ambiente en el que dejarse llevar era lo más fácil. Angela cruzó las piernas, elegante, mientras se acomodaba en el sofá. La parte más baja del vestido subió unos centímetros sobre su cuerpo. Annibal no quiso evitar la tentación de fijarse en ello durante unos segundos. Llevó los labios al vaso y, con un trago largo, agotó la mitad del contenido. Ella bebía más despacio.

—Espero que al menos no te estés aburriendo. Yo tendría parte de culpa —continuó Annibal. Los rayos índigos incidían en el rostro femenino, remarcando su belleza.

—¿Tu culpa? ¿Y eso por qué? —La chica rio.

—Soy quien organiza esto. Si te aburres es que no lo estoy haciendo muy bien —contestó él. Le gustaba su espontaneidad.

—Tranquilo, no me estoy aburriendo —dijo Angela. Posó los labios sobre el borde de cristal. Y era verdad. La noche estaba tomando un rumbo intrigante—. Incluso reconozco que Deborah no se equivocaba en lo que me contó. —Miró a su alrededor—. Esta casa es enorme. Me gusta. —Otro torrente de vodka bajó por su garganta. Cerró los ojos durante un momento—. Tampoco mintió sobre el anfitrión.

—Ah, ¿no? —preguntó él, divertido. Interesado. Entornó los ojos. Apoyó el brazo encima del respaldo del sofá. No lo hizo a propósito, pero este quedó a pocos centímetros de ella. Ninguno de los dos reparó en ello—. ¿Y qué es lo que te dijo exactamente?

—Bueno, me dijo que… —Hizo una pausa, la expectación subió. Ese hombre provocaba una sensación en ella más intensa de lo que le habría gustado—. Era un chico atractivo... —Silencio de nuevo, manejaba la situación a su antojo—. Guapo… —Pronunciaba despacio, entre sorbos intercalados. Su vaso casi estaba vacío—. Que es casi imposible no fijarse en él… —Levantó una ceja—. Se nota que le gustas. —Entonó la última frase de forma distinta, rompiendo así la sensualidad que había creado.

A medida que la había estado escuchando, Annibal sentía que debía beber otra vez. Estaba dejándole la garganta casi seca. Acabó con el ron. Los hielos quedaron bailando cuando dejó el vaso encima de la pequeña mesa redonda de cristal que tenían en frente. Esa chica le fascinaba, joder. Se había fijado en sus labios mientras hablaba. Y en cómo el cabello rubio bañaba sus hombros desnudos. Pero la expresión masculina no había cambiado. Era curioso cómo ella había sustituido la aparente timidez por aquella actitud decidida.

—Quizás ahora deberías estar con ella. No soy de esas que van robando los novios a sus amigas. —La mujer terminó la copa y también la dejó sobre la mesa. No tenía que haberse dejado llevar, pensó. Ahora fueron sus ojos los que quedaron entrecerrados.

—¿Cómo? —Scorpio frunció el ceño.

—Me ha dicho que estáis juntos.

Y era verdad. Siempre que le había hablado de él, la morena había repetido una y otra vez, de una forma u otra, que estaba saliendo con él. Angela no había tenido por qué dudar de su palabra. Pero ahora, a juzgar por la reacción del hombre, la información parecía perder fuerza. Le pareció interesante, desde luego.

—Joder. —Annibal retiró la mirada. Ya hablaría unas cuantas cosas con Deborah. Estaba empezando a cansarse de que su fijación por él diese lugar a rumores falsos. Suspiró. Ese tema le aburría demasiado—. Pues no. No estamos juntos.

—¿Por qué debería creerte a ti y no a ella? —preguntó Angela. Pero, por su lenguaje corporal y tono de voz, dedujo que él no mentía. En realidad, era fácil confiar en su palabra. También conocía a Deborah. Sonrió. No pretendía parecer una inquisidora.

—Puedes creer a quien quieras —rio él. Sería una auténtica lástima si al final no conseguía avanzar en esa conversación justo como él quería, pero no insistiría. Él no insistía. Eso sí, si esa mujer espectacular se marchaba sin más, Deborah iba a oírle.

Pero Angela intuía que su amiga no era del todo sincera con ella. A decir verdad, no había visto ni una sola evidencia en toda la noche de que fuesen pareja. Y esas cuestiones éticas habían tomado el camino de arruinar el resto de la noche. Se sorprendió a sí misma al darse cuenta de que no quería que eso ocurriera. Quería continuar conociendo a ese hombre. Y, qué diablos, el vodka era su aliado.

Mientras ella dejaba que los pensamientos volaran libres por su mente confundida, él se levantó para buscar dos nuevas consumiciones.

—Vale, vale. Tú ganas —admitió la rubia cuando su acompañante regresó al sofá. Levantó las manos y le mostró las palmas en señal de rendición.

—Eso creía. —Annibal continuó con el juego, satisfecho.

—Bueno, ¿y a qué te dedicas? —se interesó Angela. Mojó los labios en la copa. Tal vez estuviese un poco más cargada que la anterior. Sabía que debía tener cuidado. El licor podría hacerle actuar de una forma con la que la razón no estaría muy de acuerdo.

—Soy empresario.

El narcotraficante estaba encendiéndose un cigarro. Después bebería también. Al fin y al cabo, la respuesta no llegaba a ser del todo mentira. Una empresa a su cargo y su participación en otra eran la prueba. Ambas legales.

—Eso abarca muchas cosas —protestó ella. No se conformaría con esa contestación. No todos los empresarios tenían esa cantidad de dinero, no era ningún secreto. Desvió la mirada en cuanto Annibal volvió a reír en silencio. Porque, cuando él reía, le gustaba más de lo que quería admitir.

—Coches. Alquiler y venta —aclaró Scorpio. La nicotina reciente ya corría por su organismo. Sus otros negocios debían permanecer en la sombra.

—Suena interesante.

—¿Te gustan los coches?

El chico se había dado cuenta de que, al igual que a él le estaba resultando cada vez más difícil guardar las distancias, tampoco ella se estaba quedando indiferente.

—Prefiero las motos.

Cada detalle de aquel rostro parecía provocarla. Deborah podía haberle mentido en cuanto a su relación con él, pero no acerca de lo que se encontraría al tenerle de frente. Ahora mismo ocupaba el puesto por el que muchas suspiraban, lo sabía. Por supuesto que lo sabía. Era capaz de captar su olor. Tabaco, ron y fragancia masculina. Demasiado agradable para su cordura.

—¿Conduces alguna?

—No. Aún no —respondió Angela. Por el momento no se lo podía permitir.

—Interesante.

—¿El qué?

—No imaginaba que fueras así —admitió el hombre. El impulso volvió a amenazarle con ser más fuerte que él.

—¿Así cómo? —Angela notaba el cristal frío del vaso besándole la mano caliente. Como el resto de su piel.

—Con esos gustos.

—¿Y qué gustos se supone que debería tener? —rio ella. Sin darse cuenta, deslizó la lengua por sus labios. Sintió el sabor del licor transparente coloreado de limón.

Pero él sí se fijó en ese sutil movimiento. El pintalabios rojo apagado no la había abandonado ante la humedad del vodka. Annibal había hablado en serio. Cierto era que casi no la conocía, pero las chicas con las que solía tratar parecían encontrarse a años luz. Estas solo se preocupaban de sus uñas, la cita en la peluquería y comprarse ropa con la mínima cantidad de tela. Pero ella, esa preciosa rubia, no tenía pinta de encajar en el tópico. Era diferente ante sus ojos. Una distinción que le seducía.

Ninguno habló.

Angela no dejaba de sorprenderse. Había sido ridículamente fácil caer en las redes del hombre. Tendría que haber sospechado de aquel magnetismo brutal. Pero allí estaba, sin haberlo podido prever. Bebía en exclusiva con él y no tenía ninguna intención de marcharse.

—¿Qué te pasó? —preguntó la rubia de repente. Tenía que hablar, hacer algo. Lo que quiera que fuese que flotaba en el ambiente se hacía cada vez más grande. Ella estaba señalando con el dedo índice en su propio ojo sin llegar a tocarlo, refiriéndose a la cicatriz que cruzaba el de él. La necesidad de intervenir no ocultaba la curiosidad real.

El recuerdo de su hermana irrumpió sin previo aviso en los pensamientos de Annibal. Sylvia.

Mierda.

—Me metí en una pelea hace unos años —respondió Scorpio. Se encogió de hombros. Había simplificado la realidad hasta casi lo absurdo, pero no tenía la intención de contar nada acerca del verdadero origen de la marca. El pasado le hacía demasiado daño, no iba a recuperarlo. Y menos aquella noche.

—No te veo con pinta de pelearte con nadie —dijo Angela. Difícil de creer que lo que había escuchado era cierto, a juzgar por la imagen impecable que el chico mostraba. Sonrió justo después de que él lo hiciera.

—Las apariencias engañan. —El narcotraficante bebió. Tenía sed otra vez. Y calor. Esa corbata le apretaba desde hacía un rato. La chaqueta desabrochada se estaba convirtiendo en su enemiga.

—Y tanto. ¿Cómo ha podido convertirse un chico que se mete en peleas en un empresario brillante?

Angela se hundió en sus ojos oscuros. Intensos. Parecían desnudarla. En contra de su voluntad, se ruborizó. Trató de esconderlo de inmediato. Le dio un trago al vodka. Cuando envolvió el vaso con los dedos, la pulsera plateada que embellecía su muñeca derecha brilló con destellos azules.

—Te sorprenderías.

Angela intentaba buscar una explicación a esa atracción. Quería una respuesta que le revelara por qué a cada cosa que él hiciera o dijera, notaba un pinchazo de algo en el estómago. Algo que la incitaba a no querer salir por la puerta de ese cuarto.

—No me sorprendo fácilmente.

Entonces se acercó más a él. Siempre podría echarle la culpa al alcohol.

Despacio, estiró el brazo derecho y apoyó la mano sobre la camisa de Annibal, a la altura del pecho. Percibió las formas que existían debajo de la suave tela negra. Bebió otra vez. Tuvo que hacerlo. Cerró los ojos. Su mente se desinhibía.

—Ah, ¿no? —Scorpio la notó a través de la prenda oscura, cómo le había arañado con suavidad con las uñas pintadas de negro brillante. Le mostró una media sonrisa. Casi había sentido un escalofrío. Cada vez le resultaba más difícil contenerse. Se preguntaba por qué aún no se había lanzado hacia ella.

—No.

Y la chica se atrevió a buscar con el dedo índice el hueco que dejaban los primeros botones bajo la corbata. Se encontró con su piel. Algo la presionaba por dentro fuerte, muy fuerte. En su mente tan solo había cabida para maldiciones, pero poco a poco fue acallando esa voz hasta que se encontró con el silencio. El corazón palpitaba en sus oídos. Sintió un leve vértigo.

—Voy a por otro vodka para mí. ¿Quieres que te traiga algo? —preguntó de repente. Se levantó. Sus piernas esbeltas se podían contemplar en toda su longitud. Llamaron la atención de su acompañante, quien pidió más ron.

Annibal observó cómo la joven caminaba hacia la barra. La tela del vestido se adhería a su cuerpo. Andaba con elegancia desde aquellos tacones altos. Contempló su cabello rubio brillante, largo hasta la mitad de la espalda descubierta. Miró lo que había más abajo. Tenía la sensación de que nunca había necesitado un esfuerzo tan grande para evitar dejarse llevar por el deseo. Aunque no sabía muy bien por qué lo estaba frenando. Tal vez solo esperaba al momento más adecuado. Fuera lo que fuese, no le dio muchas más vueltas. Angela volvió enseguida. Dejó las copas encima de la mesa, al lado de los otros vasos de cristal vacíos. Se sentó en la misma posición anterior, solo que algo más retirada.

—Tienes que haberte gastado una pasta en todas esas botellas. —Angela, introdujo una pajita roja dentro del vaso. Bebió después. No había cogido otra para él.

Scorpio observó cómo sus labios se cerraban en torno al fino tubo de plástico flexible. Su imaginación estaba adquiriendo matices peligrosos, se disparaba con cada nuevo sorbo de ron. No quería perder el control, aunque le costaba pensar con claridad. No permitiría que su comportamiento fuera como el de aquellos babosos, de los que conocía a varios. Los mismos que perseguían a una mujer como si del mayor triunfo se tratase. Él no lo necesitaba. Pero la necesitaba a ella.

—Me lo puedo permitir. No me supone mucho esfuerzo. —El hombre no solía presumir de lo que tenía, porque a la vista estaba, pero no había sido él quien había abordado el tema.

Angela encontró divertido el comentario y dejó escapar unas pequeñas carcajadas. Las comisuras de los labios de Annibal se curvaron hacia arriba y se preguntó qué era lo que le había hecho tanta gracia. La chica se fijó en que el rostro masculino cambiaba bastante cuando estaba serio a cuando sonreía. En cualquier caso, lo que no variaba era el grado en que lo encontraba irresistible. Se mordió el labio.

—¿Hay algo que te suponga algún esfuerzo? —Ella sonrió tras sorber por la pajita. Levantó una ceja, retándole a responder. En realidad, disfrutaba de aquella conversación. Disfrutaba de la compañía.

—Pues ahora mismo —comenzó diciendo el hombre; consultó su reloj, continuando con su interpretación—, a la una y cuarto de la noche, se me ocurren varias cosas. —Serio, escondía la que ocupaba el lugar central de su pensamiento.

—Seguro que no tantas.

Angela se inclinó un poco hacia delante. El escote se pronunció. Un nuevo silencio. Bebió antes de colocar el vaso encima de la mesa de cristal. Buscó a tientas en el sofá por su lado izquierdo y asió su bolso. Era pequeño y del mismo color que el vestido y los zapatos.

—Annibal… —Qué extraño le resultó pronunciar aquel nombre. Le pareció algo personal. Sintió un hormigueo ascender por su espalda—. ¿Me puedes decir dónde está el baño? —Una mirada más inocente que las últimas se alojó en sus ojos.

—Según sales de esta sala, por el pasillo por donde hemos venido hay una puerta a la derecha. Pasas y hay otro pasillo más pequeño. Entras y, al fondo a la izquierda, la única puerta que hay allí —le explicó él, ayudándose de algunos gestos con las manos—. No vayas a perderte.

—Tranquilo, no lo haré —le aseguró la chica con una amplia sonrisa. Después se levantó y se dirigió a la salida. No le hacía falta contonearse para que sus andares resultaran sensuales.

Scorpio no fue el único que la miró marcharse.

Solo, el hombre dio un trago largo. Debía empezar a controlarse, ya llevaba encima unas cuantas copas bien cargadas. No le importaba la primera sensación del alcohol, e incluso le gustaba. Pero de ahí a empezar a actuar de formas de las que luego sabía que se arrepentiría, había un paso. Nunca estaba dispuesto a darlo.

Maldijo el momento que Angela había elegido para abandonar la sala. Si hubieran continuado con el juego, la conversación se habría desarrollado no solo con simples palabras. Su pretensión era retomarla cuando volviese. Cierto era que la interrupción había disipado el ambiente, pero creía que no sería muy complicado recuperarlo. Se acordó del contraste de luces y sombras azules sobre el rostro de la chica. Annibal tensó la mandíbula.

No recordaba haberse encaprichado tanto de una mujer como aquella noche. Le desconcertaba. Por un lado, experimentaba una innegable atracción hacia la rubia; por el otro, no terminaba de asimilar las extrañas sensaciones ligadas. Entonces se preguntó si ella en realidad tendría más información acerca de él de la que le había proporcionado. Annibal torció el gesto. Era muy fácil que le llegaran las habladurías en aquel entorno, si es que no las había oído antes. Pero si se guiaba únicamente por Deborah como contacto, lo veía poco probable. Otra cosa no, pero la mujer con la que se acostaba sabía ser discreta. Tal vez le hubiese descrito como “un tío que maneja mucha pasta” o algo así. De cualquier modo, la morena no conocía ni la mitad de todo lo que él podía llegar a abarcar. Así continuaría siendo. Se quedó tranquilo.

Le duró cinco segundos.

Él no era un delincuente cualquiera. En ocasiones su nombre había aparecido en la prensa, por suerte no las suficientes. Y, que él supiera, nunca había formado parte de un titular. A lo mejor sí sabía quién era. Cambió la postura en el sofá, incómodo. Si no lo sabía, bien. Si lo sabía, también.

¿Pero qué le importaba a él? ¿Le importaba que le pudiese importar?

De pronto sintió que la paranoia estaba tomando dimensiones preocupantes. Analizó la situación con frialdad. Se trataba de una chica a la que apenas acababa de conocer, de la cual no sabía nada y con un cuerpo que no tenía nada que envidiar al de muchas que ya habían calentado su cama. ¿Qué la diferenciaba? Para empezar, despertaba en él un deseo demasiado intenso.

Miró el reloj. Hacía unos diez minutos que Angela se había marchado. Teniendo en cuenta la cantidad de gente que había en su casa esa noche, no era de extrañar.

La puerta se abrió. Alguien se adentró en aquel cuarto de luz azul. No pudo evitar que sus ojos corrieran involuntarios al encuentro de esa persona. Se decepcionó.

—¡Hola, Anni!

Al localizarle, Deborah ignoró las emociones envenenadas que le habían atacado al verle marcharse juntos. Tampoco hizo caso a la repetitiva reprimenda que recibía por emplear el diminutivo. Fingía ser la misma de siempre.

—¿Qué tal lo estás pasando? —preguntó la mujer tras sentarse con él en sofá. Claro que sabía lo fantásticamente bien que lo estaba pasando. ¿Qué clase de pregunta era aquella? Una que disimulaba las ganas de gritar, que encubría cuánto le importaba que hubiese elegido a otra. Otra que le había presentado ella.

—Bastante bien.

—Ya veo. —La morena sonrió. En esta ocasión, la forma de los labios no consiguió ocultar la falsedad.

—Has hecho bien trayendo a tu amiga.

—Joder, Annibal, córtate un poco. Me lo dices así, como si nada. —Sus dotes de actriz tenían un límite. Ya no hacía teatro. Estaba dolida de verdad.

—Deborah, ya sabes lo que hay. Siempre te lo he dejado claro. Esto es así. Un día echamos un polvo, otro día tú… —Apareció la sonrisa de medio lado en el rostro de Annibal mientras la miraba fijamente—. Que yo sepa, nunca te juré amor eterno. De hecho, nunca he usado esa palabra en lo que se refiere a ti y a mí.

Estaba cansado, harto de tener que aclararlo un día sí y otro también. No comprendía por qué era tan difícil de entender. Sabía que ella sentía algo más, pero nunca le dio falsas esperanzas. Trataba de no hacer nada que le hiciese crear expectativas erróneas. No servía.

—Tu amiga me gusta. —La expresión que entonces apareció en la cara de la mujer le resultó algo cómica—. Y será mejor que no hagas algo de lo que te puedas arrepentir, que te conozco.

No sería la primera vez que la chica tratase de estropear lo que fuera que empezase con otra mujer. Él siempre la había perdonado, pero el límite de su corta paciencia se estaba desgastando. No toleraría que Deborah intentara controlar la situación una vez más.

—No voy a hacer nada —se defendió, pero lo había pensado—. Pero, si llego a saberlo, te aseguro que no la traigo.

Esconder sus sentimientos ya no formaba parte del plan. No hacía falta confesarlos abiertamente, nunca lo había hecho, pero quizás, solo quizás, así podría ablandar ese corazón que siempre estaba cerrado para ella. Pensó que ya tendría que estar acostumbrada, que la culpa era suya por mantener viva la esperanza. Seguiría conformándose con acostarse con él. No quería perder eso también.

—No seas cría —le reprochó Scorpio, seco. Le resultaba incómodo que la mujer se pusiera sentimental.

—Y tú no seas capullo —contestó Deborah. Tenía la suficiente confianza como para recriminarle ciertas cosas.

—¿A qué viene que vayas contando por ahí que tú y yo estamos saliendo?

—¿Yo? —se sorprendió la mujer. Pero enseguida supo que no debía fingir. ¿Quién si no? Contra todo pronóstico, las mejillas de la atrevida morena adquirieron un rubor inusual. Le vio levantar las cejas y supo que la farsa era absurda—. Bueno, tú y yo nos acostamos. Y como no lo haces con nadie más, supuse que podía…

—Que tú sepas —le interrumpió Annibal, tajante. Tenía razón, en ese momento solo estaba ella, pero debía cortarle las alas. Estaba lejos de considerar el sexo que tenían como algo más.

—Supuse que podía decirlo —prosiguió la morena, finalizando la frase. Hizo como si no le hubiera escuchado. Se sentía estúpida.

—La próxima vez no supongas nada. —Sus palabras eran duras, no guardaban ningún rastro de tacto o comprensión—. Lo que me sorprende es que te hayan creído. Y ya puedes levantarte y salir de aquí. Este sitio no es para ti.

—Puedes hacer lo que quieras.

—No lo dudes.

Deborah sabía que aquella era una guerra que no podía ganar. Sus intentos de quedar por encima solo le harían parecer más tonta de lo que ya se veía. Pensó que ese hombre era un condenado arrogante. A pesar de ello, no podría evitar que su corazón le anhelase. Se levantó y se alisó el vestido rojo demasiado corto. No quiso dedicarle una última mirada, no quería que viese cómo la impotencia acumulaba lágrimas en sus grandes ojos verdes.

Mientras se marchaba con la poca dignidad que le quedaba, Deborah se preguntó qué era lo que Annibal había visto en Angela. Con desprecio pensó que, por mucho envoltorio que tuviese, nunca le haría disfrutar tanto como ella. Se consideraba una fiera en la cama, así que tarde o temprano él la buscaría. O eso quería creer. Era su único consuelo, no podía darle otra cosa. Él no se dejaba. Y ella recibía su negativa como afilados cuchillos. ¿Qué podía hacer? Siempre le quedaría buscar otra persona, otro cuerpo masculino. Aquel con el que pudiese cerrar los ojos e imaginar que se echaba en los brazos del que denominaba “su hombre”. Nadie podía arrebatarle sus fantasías.

Annibal observó cómo la morena se marchaba con su habitual balanceo de caderas. Indiferencia. No creía que le hubiese encontrado por casualidad, la había visto demasiado decidida. La misma determinación que empleaba para difundir estúpidos rumores. No podría mantener la mentira mucho más y supuso que, entre otras cosas, por eso estaba resentida. La conocía desde hacía más tiempo que a algunos de sus hombres. Ya eran muchos años. ¿Llegaba a la década? Pero eso no bastaba para dejar que campase a sus anchas. Los hombres no podían controlarle. Tampoco ella.

¿Dónde estaba Angela?

Se preguntó si no se habría valido de una excusa vulgar para escabullirse de su lado. De ser así, le habrían plantado por primera vez en su vida. O por lo menos de la vida que había construido.

Cerró los ojos. El ron corría por sus venas. Era placentero. La vio aparecer en cuanto los abrió.

Caminaba hacia él con paso firme. Ni un pelo más descolocado que otro. Era consciente de que se había convertido en el foco de atención bajo los rayos azules. Su semblante era serio, casi sin expresión. Hasta que le vio y sonrió.

Scorpio entonces se dio cuenta de que no recordaba la última vez que una mujer le sonreía así. No encontró ningún tipo de fin oculto en esos labios. Una sonrisa sincera. En contra de su voluntad, algo hormigueó por su piel. Entonces él también sonrió, solo que de un modo menos explícito. Angela regresó a su lado. Se colocó el vestido, despacio.

—Me has mentido —soltó Annibal. Ya no sonreía. Había dedicado unos segundos para recorrer con los ojos el delicado rostro de la joven.

—¿Qué? ¿Mentirte?

La pilló desprevenida. No sabía si había hecho algo que le hubiese podido molestar. Milésimas de segundos bastaron para que los pensamientos la bombardearan. No quería que nada saliese mal. Annibal Scorpio le atraía, no podía negarlo.

—Dijiste que no te perderías. Estaba pensando en llamar a un equipo de rescate.

Las dudas de Angela se despejaron.

Los labios masculinos dibujaron otra sonrisa sutil. Era probable que esa noche estuviese sonriendo más que en las últimas semanas. En especial, que en los últimos días. Era muy fácil con el licor bañando sus células. Y con ella delante.

La joven se fijó en los pequeños hoyuelos que se aparecieron durante la breve expresión.

—¡Qué tonto eres! Me habías asustado —protestó Angela. Había fingido ofenderse y le dio un leve empujón en el pecho, echándole unos centímetros hacia detrás. Le escuchó reírse en voz baja—. No me he perdido. —Arqueó una ceja, pero estaba más tranquila—. Había una cola bastante larga, he estado un rato esperando. Debería haberlo previsto.

—Te habría dicho dónde están los demás cuartos de baño.

—Bueno, no me ha importado esperar. Además, así estiraba las piernas y me daba un poco el aire. No sé si lo notarás, pero aquí hace calor. —Comenzó a abanicarse con la mano. No había inocencia. El vodka liberaba sus ataduras. Le miró con fuerte intensidad.

—Eso tiene fácil solución. —Su expresión era igualmente penetrante.

—Tienes que dar ejemplo.

El calor ascendió por el cuello de Annibal y le golpeó en el rostro. La temperatura no solo era alta en el exterior.

Ambos estaban cayendo en la partida de un juego que podría terminar muy bien esa noche. La seguridad que el traficante tenía en sí mismo era férrea. El filamento invisible que unía la oscuridad de ambas pupilas desprendía chispas.

Annibal se incorporó lo justo como para quitarse la chaqueta del traje. Sobraba desde hacía bastante tiempo. La dejó en el respaldo del sofá, estirada. La camisa y la corbata, ambas negras, eran lo único que ahora cubría su torso. Bajo las mismas, se sugerían formas que el ojo no alcanzaba a ver y que, por un momento, ella había tenido la oportunidad de tocar.

La imaginación de Angela se liberó de sus cadenas. Sintió que debía detenerla. Se suponía que todo debía transcurrir más despacio. Pero Annibal lo había asumido hacía un rato. La mujer libraba una cruel batalla en su fuero interno. Luchaba contra el impulso de alargar la mano, tocarle una vez más. No entendía qué era lo que le estaba pasando.

Mentira.

Lo comprendía muy bien, pero no era fácil aceptarlo. Un burbujeo de vértigo ascendió por su garganta. Ese hombre le gustaba mucho. Pero no. Aquello no podía ser. Le acababa de conocer. No era propio de ella. Y, sin embargo, cada segundo la debilitaba más. ¿Cómo iba a haber adivinado, al entrar esa noche en aquella gran casa, que el mismísimo anfitrión iba a hacer añicos sus esquemas? Necesitaba ser fuerte. Debía ser fuerte. Tenía que...

—Parece que ha pasado un ángel —comentó Angela. Quería acallar el hilo de sus pensamientos. Notaba las mejillas calientes. La tensión le resultaba insoportable.

—Y ha decidido quedarse.

Las facciones de Annibal eran impenetrables.

El color rosado fue ganando terreno en el rostro de la rubia. Aquel juego de palabras con su nombre había estado peligrosamente cerca de desarmarla. Los ojos oscuros de Scorpio le quemaban la piel como si de fuego se tratasen. Cayó bajo el influjo de una dulce incomodidad. El control se resbalaba de entre sus dedos cual hebras de agua. Intuía que lo había perdido desde el mismo momento en que había decidido apostar por esas cartas. Había en él algo imprevisto, atrayente. Irresistible. Se mordió el labio inferior, prisionera de aquella trampa.

—¿Por qué haces esto? —Angela no pretendió que la pregunta escapara de sus labios. El raciocinio se había diluido entre las partículas que daban consistencia a los haces azules.

—¿Por qué hago el qué? —Responder con otra pregunta era algo frecuente en Scorpio. Había bajado la voz. Recortó distancia. El perfume de la mujer le llegó con una energía apabullante.

—Esto…

Las cuerdas vocales traicionaron a la rubia. Él se había acercado tanto que temía que pudiese escuchar sus pensamientos. Su corazón bombeaba sangre a la velocidad de la luz. El aroma masculino que le inundó las fosas nasales aflojó la tensión de sus músculos. Quería un remedio ante aquella locura. Era difícil de conseguir cuando el mayor obstáculo era ella misma.

—¿Esto?

La besó.

Fue como si se encontrasen bajo una tormenta eléctrica. Con los labios unidos, aquellos relámpagos invisibles se entrelazaban a sus fibras. El alcohol erotizaba sus mentes, tan ardientes como sus cuerpos. Se sentían flotar.

Annibal no cerró los ojos hasta que vio cómo ella lo hacía primero. Y eso era lo primero que la chica había hecho. Al saborear su boca suave, notó una gran fuerza dentro del pecho. Funcionaba como un imán. Contuvo sus instintos. Le supuso un esfuerzo hercúleo.

Para Angela, la habitación entera giraba en una espiral que empezaba en esa unión. No podía ser solo el vodka. Sentía que empezaría a temblar de un momento a otro. El deseo penetraba su voluntad con garfios candentes. Perdía dominio sobre su propio cuerpo. Sin darse cuenta, contrajo los dedos. Ahora eran puños. Fue un intento muy pobre de no agarrar la camisa negra que tenía en frente.

Él se separó. Pareció una eternidad recogida en el suspiro que ella reprimía. El hombre aún apoyaba las manos sobre los brazos pálidos de la mujer. Encontró brillo en aquellos ojos femeninos de maquillaje ahumado. La sonrisa no existía en el rostro de Annibal. Se había rodeado por una coraza que Angela no podía atravesar.

Ella giró el cuello hacia la derecha, despacio, y miró hacia abajo. No podía, sabía que no podía. Eso no estaba bien.

Deborah.

Ella misma.

Annibal Scorpio.

Al demonio.

El movimiento fue tan rápido que el chico no tuvo ocasión de reaccionar a tiempo. El cuerpo de Angela de pronto estaba unido al suyo. Se había acercado con tal ímpetu que le obligó a apoyar una mano detrás, en el sofá, para no perder el equilibrio. La rubia cerró la mano derecha en torno a la corbata. Le atrajo hacia ella. Agarró su cabello oscuro a la altura de la nuca con la zurda. Hizo que se fundieran sus labios una vez más, abriéndose paso entre ellos con la lengua. Annibal se recostó contra uno de los reposabrazos acolchados. La arrastró con él.

Ninguno de los dos supo que habían despertado el interés de aquellos con quienes compartían sala.

Annibal la estrechó entre sus brazos, todavía era posible sentirla más cerca. La redondez de sus pechos cayó sobre el suyo. La camisa y el vestido resultaban tan molestos... Al igual que el pantalón del traje. La melena lisa de Angela se balanceó y le rozó un lateral de la cara y el cuello. Le erizó la piel. Ambas lenguas batallaban en un pulso húmedo y acompasado. La música ambiental repetitiva guiaba los latidos.

Se fueron quedando solos. Los acompañantes indeseados estaban teniendo la deferencia de abandonar la estancia. Pensaban que no era muy inteligente interrumpir al dueño en su propia casa. Ninguno de los dos escuchó el sonido cuando el último cerró la puerta. Tampoco imaginaron que, como era de esperar, era probable que se convirtieran en el centro de los chismes de los borrachos. Era un diminuto precio a pagar.

Los dedos finos de Angela buscaron los recovecos del nudo de la corbata. Comenzó a desatarlo. Bastante sencillo, demasiado excitante. Él se dejó. Cerró los ojos al sentir los roces en la piel, que continuaron cuando ella se trasladó a los botones de la camisa negra. Uno por uno. Sin pausa. Sin prisa. Mientras liberaba el primero, le atrapó en el interior de sus ojos. La chica captaba el ritmo de la respiración bajo las manos y registraba todo aquel proceso en los mecanismos de su memoria. Era muy consciente de sus acciones. El último botón dejó el torso de Annibal al descubierto. Ella le colocó la mano a la altura del ombligo. Sintió el calor que desprendía. Despacio, la fue subiendo. El rastro delicado que sus dedos dejaban al reptar estremecía al hombre. Parecían serpientes.

Scorpio no podía separar su boca de esos labios. No quería hacerlo. Angela tampoco era capaz de romper el contacto con la piel tersa del abdomen masculino, y perdía la punta de sus dedos por cada surco que encontraba. Se deleitaba con aquel cuerpo. Annibal acariciaba el de la chica con avidez, como si no pudiese abarcar tanto en tan poco tiempo. Exploraba sus piernas suaves, torneadas. Se aventuró por su cintura, en la pronunciada curva. Se abandonaba ante el tacto de sus pechos. No encontró resistencia. Y volvió a bajar los párpados cuando notó a Angela sobre su cuello, besándole, mordiéndole. Entonces él se detuvo, cayendo a su merced. Entreabrió los labios cuando una de esas manos sutiles descendió hasta que se topó con el pantalón. La mandíbula de Annibal quedó en tensión.

La rubia jugueteaba con la cremallera entre sus dedos e intuyó lo que encontraría debajo. Podía sentirlo. Le buscó con los ojos. Él tenía la cabeza hacia atrás y la rigidez marcaba los músculos de su cuello, de su pecho, de su abdomen. Angela recibió una corriente de excitación. Se olvidó de todo lo demás. Tiró de la cremallera hacia abajo. Buscó el botón y, a tientas, lo encontró.

La ensoñación se rompió en pedazos.

Se separaron ante el ruido súbito. Giraron la cabeza hacia la procedencia. ¿Qué demonios había sido eso?

Scorpio vislumbró la puerta abriéndose. Profirió un insulto que se perdió entre las notas musicales demasiado altas. Su carácter le advertía de que estaba a punto de ponerse de muy mal humor. ¿Quién se atrevía a molestarles? A su lado, Angela estaba desconcertada. Rápidamente se colocó un mechón de cabello de trigo detrás de la oreja. Pudieron distinguir una silueta.

—No me jodas, Lobo —exclamó el jefe. Resopló. Cayó en la cuenta de que su camisa estaba abierta y de que probablemente se veía despeinado. Carecía de importancia. Precisaba de una maldita excusa—. ¿Qué coño quieres?

—Te estaba buscando, Annibal.

El Lobo entendía que su presencia no era bienvenida. No le había quedado alternativa. Tan solo miraba a su amigo. No era incumbencia de aquella chica.

—Si te fijas bien, estoy ocupado.

La voz del traficante emergió con tal sequedad que incluso Angela se cohibió. Annibal la miró por el rabillo del ojo y vio que se mantenía ocupada creando tirabuzones rubios entre los dedos. No la culpaba del corte que sin duda debía de estar sintiendo. No era para menos. Si el Lobo hubiese llegado unos minutos más tarde, imposible adivinar cuántos, quizás se hubiese encontrado con algo más embarazoso para todos.

—Es importante. —El Lobo recalcó las palabras. Se mostraba impaciente.

Las facciones de Annibal se endurecieron. Rafael no solía mostrarse impulsivo, al contrario. Supo que no podía eludir el encuentro. Antes de levantarse del sofá, volvió a fijarse en la joven. Casi se disculpó en silencio. Ella le dedicó una sonrisa tímida que maquillaba la incomodidad.

El anfitrión caminó hacia el Lobo, sabía que él no se acercaría. No se molestó en abrocharse la camisa, aunque sí la cremallera del pantalón. Esperaba que terminara rápido, no tenía pensado quedarse a medias.

—Venga, sorpréndeme.

Rafael se acercó al oído de su jefe. Los sucesos se sucedieron uno tras otro. El volumen era bajo. A medida que el hombre avanzaba en su corto relato, el rostro de Scorpio iba perdiendo color y expresión. Un bofetón de realidad hizo que los efectos del alcohol se volatilizaran de su sistema nervioso. Notó como si un pesado bloque de hormigón se precipitara sobre él, machacándole contra el suelo.