Capítulo 6
A las nueve y media de la mañana siguiente ya estaban reunidos en el patio interior de la casa de Orlando. Era muy amplio, con el suelo de baldosas de color negro mate, algunas columnas esculpidas en mármol y una pequeña y elegante fuente emplazada en un lateral. Un jardín que rebosaba verdor bordeaba la estancia y algunas palmeras proporcionaban el toque más exótico. No había techo, el cielo azul se abría ante ellos. También gozaban de un sistema de ventilación que permitía alejar la sensación de haber descendido a los infiernos.
Scorpio y el Lobo estaban sentados alrededor de una refinada mesa de cristal junto con Orlando, Darío y un par de hombres más. Desayunaban tranquilamente, el personal de servicio se había encargado de tener listos los platos para cuando ellos se levantasen. Cereales, fruta, leche, beicon, huevos, chocolate, pan, zumo de naranja, tortitas y demás bollería. Orlando sabía cómo tener a sus invitados entre algodones.
Ese día, Scorpio también vistió informal. El clima sería implacable si se le ocurría ponerse un traje. Llevaba unos vaqueros negros, unas deportivas blancas de marca y una camiseta de algodón fino de ese mismo color. Nunca faltaba su pelo corto acabado en puntas. Repetía gafas de sol.
—Un buen desayuno para empezar bien el día —comentó Orlando en español. Estaba de buen humor. Se frotó las manos.
Hablaron sobre los planes para los próximos días. Podrían visitar la ciudad, ir a la playa de Cartagena de Indias, pasar una mañana en yate en el Mar Caribe… Tenían un amplio abanico de posibilidades frente a ellos. En ocasiones era aburrido para el Lobo tener que traducir a Scorpio lo que el líder colombiano decía. Al fin y al cabo, estaban en Colombia y lo más adecuado era utilizar el idioma del anfitrión. Había sido al revés cuando Orlando visitaba Estados Unidos.
—Bueno, ahora que estamos terminando, podemos comenzar a hablar de cosas más serias —propuso Orlando. Sostenía la taza de café por el asa. Dio un pequeño sorbo sonoro—. Me alegra que finalmente hayan venido, de verdad. Disculpen si se lo repito, pero tratar las cosas cara a cara siempre es lo mejor. Tengo algo que proponerle, Scorpio.
—Me imaginaba que no estaba aquí solo para disfrutar de la magnífica temperatura de Colombia —ironizó Annibal después de que el Lobo le tradujera. Confirmaba así sus sospechas.
—Habría sido mejor hacérselo saber desde un principio, pero el teléfono no es un buen aliado. Y ambos sabemos que usted no es tonto. Permítame hacerle una buena propuesta, amigo —continuó el colombiano en español. Estaba tranquilo. Conocía el temperamento del estadounidense, no se lo tomaba como algo personal. Y le interesaba mantener esa conversación.
—Te escucho —aceptó Scorpio en su idioma. No le parecía cómodo tener que usar intérpretes para todo, creía que ralentizaba el curso del diálogo.
—Lo primero que tengo que decirle es que es un placer negociar con usted. Ya nos conocemos desde hace bastante tiempo. Han pasado muchas cosas. Hace cuatro años, cuando ocurrió todo aquel lío con Kreamer y O’Quinn, no me habría creído que usted y yo acabaríamos haciendo tratos tan suculentos. Yo he conseguido poder y cada vez más producción de mercancía, y usted está haciendo una fortuna inmensa—Rio. Orlando sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos. Ofreció a los demás antes de empezar el suyo—. Lo cual también se traduce en poder. Usted se ha convertido en uno de los hombres más poderosos del negocio en su país. —Hizo una pausa para la traducción—. Y recalco que es un privilegio poder comerciar…
—Orlando, no creo que estés dando este discurso para explicarme algo que ambos sabemos —le interrumpió Annibal. Si hubiese sonreído, tal vez sus palabras no habrían sonado tan abruptas. El tacto nunca había caracterizado al narcotraficante.
—No, por supuesto que no. —Él sí sonrió con despreocupación—. Es que usted es muy impaciente. Y la verdad es que, para mi gusto, tratamos demasiado poco.
—No puedo arriesgarme a comprarte con más frecuencia —reconoció Scorpio tras escuchar al Lobo—. Le doy salida rápido a lo que tengo, pero ya sabes que tampoco es de un día para otro. Además, hay que ser discreto. La policía no tiene motivos para andar detrás de mí en este momento, pero con esos cabrones nunca se sabe.
—Ya le debe de quedar poco de lo que me compró la última vez. ¡No me engañe, Scorpio, que conozco cómo vende usted la coca! —Ser maleducado estaba lejos de las intenciones de Orlando.
—Sabes que no eres mi único proveedor. Tengo más cantidad de la que te compré a ti la última vez. No te ofendas, esto es negocio. —Annibal se encogió de hombros.
—No me ofendo. Cada uno debe mirar por sus intereses. A mí también me compra más gente. Pero no estamos acá para hablar de esos tipos, sino para hablar de usted y de mí. Y del trato que tengo que proponerle. —Hizo el silencio un poco más largo de lo necesario para la interpretación. Le satisfacía crear expectación—. Me gustaría proponerle ser su único proveedor.
Incluso el Lobo tardó en hacerle llegar a su jefe el significado de la frase. La propuesta era atrevida, incluso prepotente. Al escucharlo en inglés, Scorpio sonrió por primera vez esa mañana. Miró hacia abajo. Continuó cuando levantó la vista.
—¿Me estás hablando en serio? —preguntó Annibal, arrogante.
—Tengo sentido del humor, pero no tanto —contestó Orlando tras escuchar a Darío. Se había terminado el café hacía un rato. Tenía las manos cruzadas sobre la mesa de cristal.
—Lo que me pides es complicado. Mis otros socios responden bien y son rentables. ¿Por qué debería considerar mandarles a tomar por culo para que solo tú te lleves los beneficios? —continuó Scorpio.
—Nos lo llevaríamos los dos. Mire, tengo pensado rebajarle doscientos dólares por kilo si firmamos el trato.
—Doscientos dólares… —repitió el norteamericano. Asintió de forma casi imperceptible mientras las comisuras de sus labios se curvaban sutiles hacia abajo. Miró al Lobo.
—Así es, amigo. Me parece un buen trato. No todos están dispuestos a perder dinero solo para poder asentar futuros negocios —insistió Orlando.
—Este tío se piensa que soy gilipollas —le dijo Annibal a Rafael en voz alta. Su enfado crecía por momentos. Había varias cosas que le sacaban de sus casillas, creer que le tomaban el pelo era una de ellas—. ¿Te piensas que soy gilipollas? —Miró a Orlando—. Me traes aquí sin decirme que tu verdadera intención es que deje al resto de mis socios porque crees que eres imprescindible. Y te cachondeas de mí diciéndome que no muchos se rebajan a dejármelo más barato. ¿Y tú qué coño sabes? ¡Me rebajas doscientos putos dólares cuando te pago veinte mil por kilo! ¿Crees que soy nuevo? ¿Crees que me chupo el puto dedo? —El tono estaba bastante cerca de considerarse grito—. Pensaba que sabías quién soy. Me insultas con esta puta mierda. Muy bueno el desayuno. Ahí te quedas.
Dejó bruscamente la taza blanca de café puro de Colombia encima de la mesa. Estaba sin acabar. Se apoyó en los brazos de la silla oscura y se levantó sin pronunciar palabra ante la mirada de los sudamericanos. El Lobo hizo lo mismo, frunciendo los labios en una línea fina mientras levantaba las cejas. Scorpio ya estaba pensando en que tendrían que buscarse la vida para regresar al aeropuerto, estaban en medio de la nada. Le daba igual no volver en el mismo avión privado, compartir espacio con más gente. Le daban igual los controles. No toleraría esa falta de respeto. No era así como se hacían las cosas.
—Vaya genio se gasta usted, amigo —comentó Orlando antes de que el estadounidense pudiese salir del recinto. Usó un correctísimo inglés. No se levantó de la silla, pero se giró para mirar a los que ya se estaban marchando —. Pero no se vayan, hombre. Quédense aquí, que tenemos muchas cosas de las que hablar. ¡No se creerán que mi oferta iba en serio!
Annibal se quedó parado y sin saber qué hacer. Era la primera noticia que tenía de que Orlando no solo entendía su idioma, sino que sabía hablarlo perfectamente. Se dio la vuelta despacio. No tenía muy claro si olvidar la anterior conversación o si debía enfadarse más. Miró al Lobo. Parecía tan sorprendido como él.
—Vengan y siéntense con nosotros —les pidió Orlando. Sonreía. Un gesto con la mano respaldó sus palabras—. Vamos, ¡no se enfaden!
Darío y los demás no despegaban los labios. La indignación de Scorpio se transformó en desconcierto. Resopló en silencio y decidió volver de nuevo a su sitio. Escucharía al colombiano. Le interesaba mucho la que sería, a su juicio, una buena explicación.
—Buena elección, amigo.
—¿Me estás diciendo que llevas cuatro años haciéndome creer que tengo que usar a otros para entenderte? Me estás vacilando, ¿no? —Scorpio encontró la manera de sosegarse. Aun así, podía notarse el recelo al hablar.
—¿Vacilando? ¡De ninguna manera, hombre! Compréndalo, tratamos siempre por medio de terceros y ¿cuándo hemos hablado personalmente? ¿Cuatro o cinco veces desde que nos conocemos? Me gusta guardar las formas. No es nada personal.
—Sí, sí. Me parecen muy bien tus manías, pero no hubiese estado de más mencionarlo. Me habrías evitado el ridículo.
—¿Pero qué ridículo? No piense eso. Será solo una anécd…
—Lo que sea. Dijiste que la proposición de antes era mierda. Pues bien, aquí estoy. No tengo por costumbre que se rían de mí, y menos más de una vez. Si tienes pensado seguir haciendo el capullo, ahórrate las molestias. Tengo muchas cosas que hacer en Estados Unidos —le interrumpió Annibal.
—Muchacho, si no fuera porque es quien es, le mandaría al carajo por esa osadía suya que tiene —respondió Orlando con una mueca.
—Es mutuo. ¿Cuál es el trato?
—No rebajaré doscientos dólares, eso es una mamarrachada. Rebajaré cinco mil por kilo, sin contar los porcentajes —reveló Orlando. Continuaba con las manos cruzadas sobre el cristal.
—Vaya. —Scorpio no pudo sino alzar las cejas—. Una oferta muy, muy generosa. Pero me resulta poco creíble sin pensar que hay algo más detrás. —Se encendió un cigarro.
—Vuelvo a insistirle. Quiero ser su único proveedor. Sé que es mucho pedir, es arriesgado, pero así usted compra más barato y yo me aseguro de tener ventas siempre. Usted vale mucho como comprador me interesa aumentar los negocios.
—Mientras siga contactando contigo, ¿qué más te da que les compre también a otros?
—Nunca es de buen gusto la competencia. Todo lo que se llevan otros, no me lo llevo yo.
—El precio ya es otra cosa, no te voy a engañar. Pero ¿en qué más me beneficia a mí? —quiso saber Annibal. Tenía los ojos entornados mientras fumaba—. Porque yo no puedo estar comprando cocaína continuamente, como comprenderás. Tengo que llevar un equilibrio entre lo que compro y lo que vendo. Demasiado excedente en mi poder es un riesgo que no puedo tomar. No puedo importar cocaína cada poco, no es viable.
—Ahí está la cuestión, amigo. Se trata de ir metiendo la mercancía poquito a poco, sin prisa. Una semana un par de kilos, a la siguiente cuatro, a la siguiente tres, y así. Puede haber alguna semana que no se necesite, otra que haya demanda de más, pero la idea es proveer de forma regular. Yo pienso que es una buena idea que pueda ir disponiendo de coca. Llegará un momento en el que la que entra, sale. No se acumulará. Si no hay merca, no hay delito. Si a la policía le da por meter las narices, no podrán pillarle con grandes cantidades —explicó Orlando. Él también fumaba.
Se abrieron los aspersores del jardín.
Scorpio le dio una calada al cigarro. Se permitió unos segundos para pensar. Lo cierto era que, planteado así, no era una idea tan mala. De hecho, era bastante buena. Expulsó el humo despacio.
—Suena interesante —admitió el chico—. Lo único que no me convence es tener que ignorar al resto de mis contactos. No es así como trabajo.
—Entiendo que no puedo exigirle eso, de acuerdo. Pero sería lo conveniente. Usted piénselo, evalúe qué es lo mejor. Podemos empezar a mover lo nuestro y, si ve que va bien, ya actuará como considere oportuno.
—Estás muy seguro, ¿no?
—Ya me lo dirá más adelante —asintió el colombiano. Esbozó una nueva sonrisa satisfecha.
El norteamericano también sonrió de medio lado ante la aplastante confianza de Orlando.
—¿Entonces qué me dice?
—¿Cómo tienes pensado que se hagan las entregas? Enviar barcos cada semana por el Atlántico sin apenas llevar nada es una pérdida de dinero y una muy buena forma de terminar levantando sospechas. —Annibal ignoró la pregunta anterior.
—No usaríamos la ruta del Atlántico. Elegiríamos el Pacífico, aunque quede algo más lejos. Nadie esperará que entre por allí.
—Sabes que la Costa Oeste no es mía. Por allí no voy a meter mano. Tengo lo que tengo porque sé dónde están los límites. Por el Pacífico no voy a vender nada. No me interesa. —Annibal echó la ceniza sobrante en el recipiente preparado para ello.
—No me sea obcecado, por favor. Abra la mente. Se entra por el puerto de Seattle. Desde allí montaríamos un dispositivo para que, entre sus hombres y los míos, le hagan llegar la mercancía cada poco. Luego usted ya la usa como quiera.
—¿Por Seattle?
—Eso dije.
A Scorpio le gustaba la idea. Era curioso cómo había pasado de querer abandonar el lugar sintiéndose insultado a pensar en aceptar un trato que era más rentable de lo que había parecido en un principio.
Se quedó en silencio, analizando la situación y uniendo conceptos. Entonces empezó a poner en conocimiento de Orlando un hecho que facilitaría, sin haberlo planeado, el incipiente negocio. Hacía un par de meses, Scorpio había comprado una empresa de coches de alquiler. Blanquear dinero había sido el motivo principal, además de para utilizarlos si era necesario para moverse de forma clandestina. Aunque muy mal tendrían que darse las cosas como para que Scorpio montara en uno de esos. Le gustaban demasiado los suyos. El Lamborghini Murciélago, Ford Mustang y Dodge Nitro descansaban en su garaje. La cuestión era que tenía sucursales por todo el país. Más de veinte.
—Es lo que ofrecería para el traslado en el caso de que terminemos llegando a un acuerdo. Los coches podrían transportar la cocaína sin que los clientes lo supieran, lo cual reduciría el riesgo. No irían directamente del origen al destino, sino que habría paradas intermedias. Los conductores también cambiarían al ser alquilados por otras personas que tampoco sabrían lo que llevan —continuó explicando el estadounidense.
—¿Paradas intermedias? —A Orlando le sorprendía gratamente la implicación que veía.
—Sería muy sospechoso que ciertos coches solo siguiesen ciertos recorridos. Si alguna vez alguien investigara, sería muy fácil seguir la pista —respondió Annibal. El plan se desarrollaba conforme iba hablando. La pregunta que surgió en su mente fue que cómo no se les había ocurrido antes a ellos.
—Si la empresa es de usted, si ocurre algo le señalarán como máximo responsable.
—¿Por qué? ¿Acaso tengo yo la culpa de las actividades que los clientes decidan hacer en privado?
—Si la policía les pilla con la droga, ¿qué cree que harán? —insistió el colombiano. No era amigo de los cabos sueltos.
—Detenerles. Interrogarles, tal vez. Pero como no saben nada, no podrán delatar a nadie. Eso no supone ningún problema —resolvió Scorpio, despreocupado—. De todas formas, pararíamos si ocurriera. Cambiaríamos de ruta si es necesario. Al menos un tiempo.
—Es usted implacable, ¿eh? Pagarían inocentes…
—La perfección no existe.
Ambos hombres sonrieron. El buen ambiente se contagió al resto de los ocupantes de la mesa.
—Entonces entrarían por Seattle, ¿no? —insistió Scorpio.
—Sí. Tenemos vía libre en una parte del muelle. Tengo un contacto fiable y puedo asegurarle que no habrá imprevistos ni preguntas.
Annibal asintió despacio y mirando hacia otro lado, cavilando. Maldito Orlando. Al final iba a salirse con la suya. Aunque, si a él no le interesara, ya estaría camino del aeropuerto.
—¿Y si alguna vez necesito un pedido más grande?
—Compadre, usted pida sin problemas y negociaremos. Todo como hasta ahora, con los precios que convengamos para cada ocasión —contestó el colombiano.
—Me gusta la nueva alternativa, pero no voy a cambiar mi estructura entera por un experimento que puede ser complementario. Muevo grandes cantidades, no puedo permitirme quedarme sin mercancía.
—Utilizamos la nueva ruta para que siempre le vaya entrando. ¿Que alguna vez necesita más? No hay problema, hacemos como siempre. Usted decide.
—En principio no les comentaré nada a mis otros socios —advirtió Annibal—. Ya veremos cómo va saliendo esto.
—¿Hay trato?
Scorpio extendió la mano derecha y la estrechó con su proveedor, que sonreía exultante. Para Orlando siempre era un placer comerciar con ese hombre. Pensaba que lo hacían menos de lo que ambos deberían. Por este tipo de cosas llegaba a soportar la actitud arrogante que muchas veces mostraba el norteamericano.
Eran las cinco y media de la tarde y no habían salido de aquella casa en todo el día. Habían acordado acercarse a la ciudad por la noche. Para Orlando no era nada complicado adquirir un pase VIP en cualquier famosa discoteca de la zona. Había bastante que celebrar. De momento, estaban disfrutando de la gran piscina al aire libre dentro de la propiedad del narcotraficante colombiano. Las palmeras rodeaban sus bordes. Las altas temperaturas podían tolerarse mucho mejor en aquel recinto.
Cada uno hacía lo que más le apetecía, no guardaban formalidades.
El Lobo se encontraba sentado en una de las agradables tumbonas. Vestía una camiseta blanca de tela fina, unas bermudas oscuras y unas chanclas, además de la gorra sobre su habitual coleta baja. Se entretenía leyendo el periódico. Orlando permanecía tumbado en la hamaca con un bañador granate, fumando un puro. Darío y otros dos hombres estaban en el interior de la piscina, donde la temperatura del agua era sublime. Allí hablaban con Scorpio. El color de su bañador, que le llegaba justo por encima de las rodillas, era negro. Mantenía sus fieles gafas de sol. Participaban, en inglés, en una animada conversación sobre coches, tema con el que disfrutaban todos los presentes. Al menos los masculinos. Dentro del agua les acompañaban seis chicas. Había otras tres tomando el sol fuera.
Una de las que pasaba el tiempo bronceándose, rubia, la noche anterior se había presentado en el dormitorio de Rafael. Él la había rechazado educadamente. No necesitaba esa clase de “detalle de bienvenida” cuando su mujer le esperaba en casa. Le había dicho a la tal Lucy que, si el rechazo suponía algún problema para ella de cara a Orlando, podía decir que se habían acostado. Al Lobo no le molestaba la presencia de la chica allí, siempre y cuando entendiese que no cambiaría de opinión.
Para su amigo era otra historia. Melanie estaba junto a Annibal dentro de la piscina. Por debajo del agua, una de las manos de la morena jugueteaba en el abdomen del hombre. En esa ocasión, la muchacha había elegido un bikini blanco que contrastaba con su piel aceitunada. Volvía a ser tan pequeño que, si hubiera estado desnuda, la diferencia no habría sido muy grande. Pegaba su cuerpo al de Scorpio. No era su única compañía. Sandra, otra morena despampanante, se situaba otro lado. A ella le daba igual cuántos tipos hubiese allí, disfrutaba exhibiéndose. Esa era la razón principal por la que hacía topless. Los brazos de Annibal descansaban apoyados en el borde de la piscina. Ambas mujeres aprovechaban para permanecer más cerca de él. El estadounidense no podía decir que no le gustaba aquello, pero no quería distraerse y perder el hilo de la conversación. Melanie y Sandra buscaban llamar su atención, no eran nada discretas. Scorpio pensaba que no deberían ser tan impacientes, más adelante estaría con las dos. Y no necesariamente en distintos espacios de tiempo.
—Y habiendo salido al mercado modelos más nuevos, ¿por qué no se compra uno más moderno? —comentó Darío mientras agarraba por la cintura a su acompañante femenina. Era una rubia de bonitas curvas.
—Me gusta el Lamborghini Murciélago —se excusó Annibal.
—Le he echado un ojo al modelo Veneno y parece muy futurista, es una pasada —opinó un tal Miguel. No faltaba la chica a su lado.
—¿Dónde voy yo con eso? —le respondió Scorpio. Veía ese coche demasiado emperifollado, incluso con la pequeña debilidad por esa marca.
—Tiene razón, parece el jodido Batmóvil —intervino otro hombre, Santiago. Arrancó las risas de los presentes.
—El mío funciona de puta madre. No voy a cambiarlo a no ser que no tenga más remedio —dijo Scorpio. Se echó un poco hacia atrás para alcanzar el botellín de cerveza, del cual dio un trago. Fue agradable sentir el cristal frío en los labios.
—¡Qué cabrón! —exclamó Santiago. Él también ganaba mucho dinero, pero no sabía si le saldría rentable comprar un coche como aquel y luego mantenerlo.
Mientras la conversación continuaba en la piscina, algo hizo que el Lobo apartara la vista del periódico. Su teléfono, situado en una pequeña mesa al lado de la tumbona, estaba vibrando.
—Dime, Biaggi —dijo el Lobo tras colocarse el smartphone en la oreja, tranquilo.
—Lobo, ¿te pillo en mal momento? —Sandro ya sabía que ambos estaban en Colombia. Había sido, junto con Schneider, el primero en tener noticia de ello.
—No.
—Verás. Bueno. No he llamado antes porque no tenía toda la información y quería estar seguro, pero…
Bajo la gorra, los ojos de Rafael iban adquiriendo un tono más duro.
Harold Klein, Robert Clayton y muerte en la misma frase.
Sandro le contó que había ocurrido, por lo visto, el martes por la noche. Estaban a jueves. Y los asesinatos de Carlo y Ronald habían tenido lugar el lunes. El Lobo notó cómo se le cerraba el estómago. Ambos sabían que no debían utilizar el teléfono mucho más. Colgaron.
El hombre miró a su jefe, quien continuaba ajeno a todo dentro del agua cristalina. Poco le iba a durar.
—Annibal, ¿podemos hablar un momento? —preguntó el Lobo mientras se acercaba al borde de la piscina.
—¿No puede esperar?
—Me temo que no.
Por la cara que tenía su amigo, Scorpio ya se dio cuenta de que algo sucedía. El chico salió del agua, dejando a sus compañeros de charla y a las dos bonitas colombianas. Estas se hicieron de rogar para liberarle de las cuatro manos.
—Me ha llamado Biaggi —anunció Rafael.
—¿Y?
—Se han cargado a Clayton y Klein.
Scorpio palideció bajo el intenso sol del hemisferio sur.
—No me ha dicho mucho más. Fue el martes por la noche.
La mente de Annibal enseguida hiló con los asesinatos de Carlo y Ronald. Nada le aseguraba que tuviese relación, pero lo sabía. Serio, muy serio, se dio la vuelta y quedó de frente a la piscina. Miraba a algún punto perdido entre los azulejos cian del fondo. El Lobo había tenido el detalle de guardar la privacidad, pero era cuestión de tiempo que los demás reparasen en que algo no iba bien.
Vacaciones, celebraciones, mujeres... Todo eso ya carecía de importancia.