Epílogo
12 de mayo, 2008,14:35 h., Midtown, Nueva York.
De un salto, Kate se apartó de la ventana y apartó los ojos del panorama.
«Lo que queda».
Se dirigió hacia la larga mesa en el medio de una sala de conferencias vacía y tomó un montoncito de notas antes de volver a mirar hacia las ventanas. El cielo de finales de primavera era de un gris sucio, similar a su humor.
Ella estaba en el piso veintidós de un típico rascacielos de Midtown, con vistas al Sur, en dirección hacia lo que había sido el Distrito Financiero. Cuando los efectos de la inundación provocada por Simone hubieron desaparecido y el barro y los escombros más urgentes fueran retirados, dio comienzo una demolición en gran escala. Los edificios que no se habían derrumbado habían quedado atrapados en esqueletos de andamios y, en Navidad, las grúas habían reemplazado a las torres de oficinas en el horizonte.
«Mi ciudad».
No había orgullo en aquel pensamiento, sólo furia y un triste vacío. Cerró los ojos un momento y luego se apartó con decisión de las ventanas.
Los turistas y los comentaristas televisivos —la mayoría de los cuales no hubieran podido distinguir la Quinta Avenida de la Avenida Flatbush— habían comenzado a decir con un tono de orgullo que Midtown era el nuevo Downtown, y cada vez que oía eso le entraban ganas de estrangular a alguien. La verdadera tragedia es que era cierto. Ya estaban a mediados de mayo y el extremo sur de Manhattan era todavía un pueblo fantasma tal y como había sido diez meses antes, cuando la tormenta concluyó. Muchos habitantes y empresas habían huido; pocos habían regresado.
El resto del país —del mundo— se había sentido horrorizado frente a los daños. El mismo presidente Benson había llegado tan pronto como las aguas comenzaron a bajar. Una fotografía reproducida con frecuencia lo mostraba solo, de pie, en las ruinas de Liberty Island, con las manos delante de su rostro, su cabeza y hombros caídos con la cruda elocuencia del dolor, y más allá, la Estatua de la Libertad tumbada de lado, con su rostro bañado por un embarrado y tóxico río Hudson.
Mucha gente se había visto afectada, muchas ciudades y pueblos a lo largo de la Costa Este habían sido devastados por la tormenta, de modo que Nueva York se había quedado sola para enterrar a sus muertos y limpiar sus calles. Los apenados habitantes se habían consolado mutuamente tratando de autoconvencerse de que cuando hubieran terminado los funerales, cuando se limpiara el barro, la vida volvería. Los barrios, los negocios, las multitudes; la actitud y el ritmo de vida. Todo eso tenía que volver; aquello era, después de todo, Nueva York. Pero no había sucedido. Ni el ciudadano bravucón con su típica indiferencia, ni la voluntad de reconstruir habían reaparecido. La ciudad permanecía debilitada, sus habitantes confundidos y descorazonados.
Kate había sido una de las afortunadas. No había podido entrar en su apartamento durante semanas después de la tormenta, mientras la comunidad decidía si demolerlo o no, pero su estatus como testigo clave del gobierno le había garantizado una habitación en un hotel en las afueras de la ciudad, comida y dinero para gastos, lo cual era bueno, puesto que no tenía adónde ir. La casa de sus padres había desaparecido; la playa Gerristen era nuevamente una planicie embarrada como lo había sido hacía unos cientos de años. Sus padres habían decidido marcharse a Arizona.
Tampoco había trabajo. Coriolis agonizaba, y Wall Street ya no era ni un símbolo ni una meta. Devastada por dos catástrofes en seis años, la mayoría de los bancos y empresas de inversiones se habían trasladado de forma permanente. A Kate poco le importaba. Mientras algunos la llamaban patriota, Wall Street la consideraba una paria. Cuando su nombre aparecía mencionado, venía acompañado de maldiciones.
Ella no se había mantenido precisamente ocupada desde la tormenta. Los primeros meses después de Simone los había pasado en interminables entrevistas con abogados gubernamentales, y después, en declaraciones para las cuales era llamada por abogados que representaban a diferentes intereses, que iban desde su antigua empresa hasta la Casa Blanca. En su tiempo libre, asistía a funerales.
Finalmente, cuando casi todo eso hubo concluido, le habían ofrecido un trabajo.
Un trabajo. Uno. Y ella lo había aceptado.
—Eh, llevo buscándote veinte minutos.
Kate giró la cabeza al oír la voz de Jake.
—¿Ya has llegado?
—Obviamente. ¿Y qué quieres decir con «ya»? Estoy aquí desde hace una hora.
Hizo un gesto a modo de disculpa.
—Lo siento.
Él se encogió de hombros y sonrió.
—Trabajar para la Agencia quiere decir que nunca tienes que pedir perdón. ¿Estás lista?
Ella se obligó a sonreír.
—Déjame guardar estas carpetas y estoy lista.
—¿Impaciente?
No hacía falta mirarlo a los ojos.
—No.
—¿Nerviosa?
—No.
—¿Entonces qué?
Ahora lo miró.
—No estoy segura de querer que me utilicen como terapia de shock —murmuró mientras pasaba a su lado por el corredor que conducía a su cubículo en la oficina de la CIA en Nueva York. Hacía tres meses que estaba en la Agencia. Todo parecía irreal.
«No. Surrealista».
—Ese tipo mató a un montón de gente, Kate, y casi te mata a ti y a mí. Sólo porque sea…
—Lo sé. Lo sé, Jake. Carter Thompson es un maníaco. Pero también es un hombre viejo y sufrió un ataque cerebral. Ha pasado de ser un autoproclamado amo del universo a un vegetal. Me permito sentir algo de pena por él. Eso se llama ser humano —replicó.
Él pasó su mano por su brazo y la detuvo.
—Es un criminal, Kate. Un asesino en serie que apenas puede comunicarse y que no quiere cooperar.
—Mató a un buen amigo mío con sus propias manos, Jake. No me he olvidado de eso. Nunca lo haré. ¿Pero por qué tendría que cooperar? ¿Qué pueden hacerle? Lo han estado interrogando durante meses. Si no quiere parpadear para responder a una pregunta, cierra los ojos y se queda dormido. ¿Qué va a hacer el gobierno? ¿Encerrarlo en la cárcel por no cooperar? Ya está allí. Su cuerpo es su cárcel.
Los ojos de Jake eran tan ardientes como ella sabía que eran los suyos.
—Él responde cuando oye mencionar tu nombre. Por eso estamos aquí.
—Eso me han dicho. ¿Se supone que tengo que alegrarme de que le suba la tensión arterial a alguien que ha sufrido un ataque cerebral? —preguntó. Luego dejó escapar un suspiro y relajó sus hombros—. Mira, estoy cansada de todo esto. Muy, muy asqueada de todo. Quiero volver a estudiar el clima. A realizar análisis forenses. Para eso me contrataron, no para participar en un macabro show para que Carter Thompson revele qué es lo que queda de su cerebro. —Se sintió complacida más que irritada cuando el Blackberry de Jake comenzó a sonar, y lo dejó en la sala de conferencias mientras se dirigía a su cubículo a guardar los archivos y recoger sus pertenencias.
Diez minutos más tarde, con la gabardina sobre el brazo, el maletín con el ordenador colgando de su hombro y el equipaje de mano a sus pies, Kate se asomó por la puerta de la sala de conferencias, esperando a que Jake se diera la vuelta y la viera. Cuando terminó la llamada y la miró, la expresión de su rostro era una mezcla curiosa de alivio e irritación. Había un atisbo de sonrisa, lo que hizo que ella frunciera el ceño.
—¿Qué ocurre?
—Carter ha muerto.
Por un momento, lo único que Kate pudo hacer fue parpadear. Había tenido que asumir tantas muertes en los últimos meses que no sentía emoción alguna. Su primer pensamiento fue que ahora no tendría que salir de la ciudad.
—¿Qué ha sucedido? —Entró en la habitación, dejó caer su gabardina en el respaldo de una silla y colocó el maletín sobre la mesa.
—Hace alrededor de una hora, su esposa fue a verlo. Con un par de tijeras que había ocultado de alguna manera cortó todos los tubos que quedaban a su alcance. Sólo había llegado a cortar unos cuantos cuando la descubrieron, pero creo que alguien la agarró por detrás y ella aferró un cable y… —frunció el ceño—. Cortó lo suficiente del aislamiento hasta llegar a la electricidad.
Kate volvió a parpadear.
—¿Entonces está muerta? ¿Y él también?
—Asados. Literalmente. Un agente del FBI y una enfermera también resultaron gravemente heridos.
Ambos permanecieron quietos durante un minuto, con la mirada perdida.
—Creía que el lugar estaba vigilado más férreamente que las puertas del infierno. ¿Cómo pudo entrar con unas tijeras? —preguntó Kate, pero inmediatamente alzó las manos—. No me respondas, aunque puedas. No me importa. Está muerto.
Pasó un minuto, y Jake se aclaró la garganta.
—¿Y ahora qué?
Kate dudó.
—¿Se ha cancelado nuestro viaje?
—Sí.
Sus miradas se cruzaron.
—¿Qué te parece si vamos a comer? —preguntó ella con lentitud.
—Tendrán que traernos la comida.
Ambos se quedaron petrificados cuando oyeron una voz familiar por detrás de la puerta al abrirse. Un momento más tarde, apareció el rostro lampiño y serio de Tom Taylor. Ni ella ni Jake dijeron una palabra mientras Tom entraba y cerraba la puerta a su paso.
Al mirarlos, sus ojos fueron tan inexpresivos como siempre.
—¿Qué? ¿Han pasado varios meses y no os alegráis de verme?
—Has acertado. —Kate intentó sonreír pero no pudo.
Ignorando su comentario, Tom depositó su maletín sobre la mesa, se sentó y sacó el ordenador.
—Sentaos. El asunto es ecoterrorismo, concretamente contaminación. Más específicamente la deliberada contaminación de los océanos, la mutación genética de ciertas especies. Lo que necesito de vosotros dos es un curso acelerado en convección termosalina. —Miró a Kate—. Yo pago la comida. Sugiero que no pidamos sushi.