Capítulo 6

Martes, 10 de julio, 11:30 h, Campbelltown, Iowa.

Si era cierto que el poder era el mayor afrodisíaco, entonces la proximidad al poder tenía un efecto similar. Tener acceso al selecto círculo íntimo del entorno presidencial le había provocado a Davis Lee una seria erección. El hecho de estar dirigiéndose a su propio despacho servía para intensificar la experiencia, puesto que se encontraba dentro del anillo de fuego.

No tuvo que fingir una sonrisa cuando atravesó la falange de agentes del servicio secreto y asistentes presidenciales convocados en torno a la entrada de la sede de Coriolis y de los diferentes controles de seguridad. Al abrir la puerta de su despacho, su sonrisa se hizo aún más pronunciada.

Allí estaba ella, la tranquila, honesta y obviamente sencilla Elle Baker, a quien había atraído de un puesto de poca importancia en la oficina del jefe de personal de la Casa Blanca para convertirla en su asistente principal en proyectos especiales.

Ella había resultado ser la elección perfecta. Lo supo la primera vez que la vio durante una fiesta interminable y perfectamente aburrida organizada por uno de los lobbies de preservación de la vida salvaje. Elle había ido moviéndose próxima a las paredes de la sala, siguiendo a los más sofisticados como una sombra, y riendo sin entender las bromas. Sabiendo que las grandes oportunidades generan gran lealtad, él se había tomado el trabajo de averiguar quién era y de entablar una conversación, y luego había hecho que el Departamento de Recursos Humanos la investigara y le hiciera una oferta, con base en Manhattan, que ella no pudiera rechazar. Todo eso había sido resuelto en menos de diez días.

Ella se había sumado a la plantilla unas cuantas semanas más tarde, armada con varias diplomaturas en estadística e historia, un máster en ciencias archivísticas y una inesperada tenacidad. A pesar de haber vivido y trabajado durante dos años en Washington, Elle todavía llevaba la impronta de una muchacha de pueblo, en un estado sin importancia, ambiciosa pero sin criterio. De acuerdo a lo que Recursos Humanos había podido averiguar, ella había conseguido su puesto en la Casa Blanca siguiendo las viejas normas: se lo había ganado.

No habían surgido contactos con ninguna estructura de poder de importancia en Washington, durante la investigación de rutina. Su nombre no aparecía en ningún blog, ni escandaloso ni de cualquier otro tipo, y su presencia en Internet se limitaba a una tímida página en Facebook que no había sido puesta al día desde que se licenció en la universidad. Una investigación más profunda había revelado que su madre había asistido a la misma universidad que la primera dama y que habían pertenecido a la misma agrupación estudiantil; el padre de Elle era un empedernido y sonoro partidario del partido político equivocado.

El director de personal de Coriolis había dicho entre risas que era más un milagro que un misterio que Elle hubiera sido contratada por la Casa Blanca, y Davis Lee no le había llevado la contraria. Tras sus prácticas como investigadora en la sede central de partido y en un gabinete de estrategia privado, la Casa Blanca había sido el poco habitual paso siguiente, pero dos años en Washington habían generado, obviamente, algún tipo de conexión. Elle no era la mujer de veintiséis años más astuta que Davis Lee había contratado jamás, pero si había sido capaz de lograr algo semejante era lo suficientemente inteligente para hacer lo que necesitaba que le encargara.

Pronto demostró su talento para la investigación, lo que la hizo más que tolerable hasta que su proyecto especial actual —él le había dicho que era una biografía «entre bambalinas» para ser publicada de forma privada, para el sexagésimo quinto cumpleaños de Carter— estuvo terminado. Lo cierto es que no había biografía planeada. Davis Lee consideraba la investigación clandestina que abarcara la historia personal de un individuo una obligación en el mundo de la política corporativa. Carter Thompson era un hábil jugador que no mostraba sus cartas, pero eso no le había impedido esconder algunas en su manga.

—Hola, Elle, me preguntaba cuándo llegarías —le dijo mientras se dirigía a su escritorio.

—He llegado esta mañana. Tammy Jo me fue a buscar al aeropuerto y me trajo hasta aquí hace un rato.

—Buena chica. No te han causado ningún problema, ¿verdad? —le preguntó, inclinando la cabeza en dirección a la entrada del edificio.

—¿El personal de seguridad? —Sacudió la cabeza a la vez que se sonrojaba—. No. Algunos de los agentes me reconocieron de las oficinas de la Casa Blanca, así que me dejaron pasar bastante rápido.

—Bien. Ahora dime qué estás haciendo aquí cuando tendrías que estar fuera, divirtiéndote.

Ella le sonrió abiertamente, y a decir verdad, casi con adoración. Si hubiera sido bonita, no le habría irritado, pero ella era tan insignificante como una verja. Sin maquillar, sin ideas respecto a la moda, sin hacer esfuerzo alguno para mejorar su aspecto… A pesar de todo le guiñó un ojo, y observó cómo ella se daba la vuelta rápidamente.

—¿Está a punto de convertirme en el más feliz de los hombres, señorita Baker?

Acomodándose en una silla detrás de su imponente escritorio de roble, Davis Lee pulsó una tecla en el teclado de su ordenador para encender el monitor, y luego se reclinó y se sacó los mocasines italianos hechos a mano, completamente empapados. «Maldito barro de Iowa».

—Creo que estarás satisfecho, Davis Lee. Pensé que querrías ver esto inmediatamente y no quería dejarlo en cualquier parte. Por eso esperé por ti aquí —respondió suavemente mientras se ponía de pie y le acercaba una carpeta. Estaba marcada con la palabra CONFIDENCIAL en grandes letras azul oscuro, seguida de PARA DA VIS LEE LONGSTREET ÚNICAMENTE escrito a mano con rotulador rojo.

«Qué sutileza».

Tomando aliento, aceptó de sus manos la carpeta, la abrió y echó un vistazo que duró apenas dos segundos antes de dejarla sobre su escritorio. Alzó la mirada hasta encontrar la suya.

—¿Más artículos que escribió? Pensé que ya los habías encontrado todos hacía tiempo.

Ella se dejó caer sin gracia en la silla delante de su mesa.

—Yo también lo creía. Pero éstos no fueron archivados del mismo modo. No son lo que uno consideraría académicos o de revistas científicas. Son de… —Hizo una pausa—. Bueno, fueron citados en algunos libros poco convencionales con los que me tropecé. Sobre conspiraciones climáticas. Control del clima y cosas así.

Él se dio cuenta de que se había quedado sin respiración y se obligó a esbozar una risa fácil para cubrirse, y luego se inclinó hacia delante y tecleó su contraseña.

—Elle, tienes que ser franca conmigo. ¿Qué quieres decir con que «te tropezaste» con antiguos libros sobre teorías conspirativas sobre el clima? Encuentro el hecho de que estuvieras leyendo eso casi más alarmante que las citas que encontraste en ellos. No me digas que eso es lo que haces para divertirte por las noches, porque simplemente no te creo.

—No —respondió ella con una sonrisa algo forzada—. Pero en una de esas áridas monografías que el señor Thompson escribió cuando estaba en el Servicio Nacional de Meteorología en la década de los sesenta, hacía alusión a un tema que yo no había observado antes, así que decidí ver adónde me llevaba.

Apartó la mirada de la pantalla y la posó en el rostro de ella para darle a entender que aquélla no era una conversación a la que pensaba dedicarle demasiado tiempo.

—¿Y te condujo al delirante mundo de los teóricos de la conspiración sobre el clima?

Ella asintió y comenzó a reír.

—Bueno, me dijo que buscara todo lo que pudiera. Pensé que podía dar un toque de color a toda la información estéril que he encontrado hasta ahora. Ya sabe, algo para adornar un poco la biografía. Con lo obtenido hasta el momento, no puedo imaginarme que el que vaya a escribirla cuente con mucho material. Es decir, la mayoría de sus monografías tratan sobre las corrientes en chorro y la física de las nubes.

—Entonces, ¿qué fue lo que encontraste? —le preguntó, volviendo a mirar a la pantalla de su ordenador. Oprimió una tecla y abrió su programa de correo electrónico. Había sesenta y tres mensajes nuevos.

—Trabajos universitarios.

Davis Lee alzó la vista.

—¿Qué has dicho?

—Estaba interesado en el papel de los meteorólogos durante los periodos de guerra. —Se inclinó hacia delante, los ojos brillantes de excitación—. Escribió con respecto a las teorías de manipulación climática a lo largo de la historia. Como en la época de Shakespeare y Napoleón. Y era un gran entusiasta de lo que había sucedido en las ciencias climáticas durante las guerras mundiales. Ya sabes, estrategias sobre la predicción e investigación climática. El sembrado de nubes y…

—Más despacio, Elle, me estás confundiendo.

Ella sonrió, satisfecha de sí misma, y casi pareció bonita.

—Creo que podría haber sido un antiguo hobby, pasión o algo así, Davis Lee. ¿Le has oído alguna vez hablar del asunto?

Él negó con la cabeza, mientras una creciente incomodidad le erizó el pelo de la nuca.

—Entonces creo que hemos encontrado algo, ¿no es así? Quiero decir, no debería ser una gran sorpresa. Su tesis fue un estudio sobre el Servicio Británico de Meteorología y el Día D, y su trabajo de licenciatura se centró en la evolución de patrones climáticos a gran escala. Debe haberlo abandonado como hobby o lo que fuera cuando estaba trabajando en su doctorado, porque su disertación es muy científica y árida, pero…

«¿Había leído ella su disertación?».

—Elle, céntrate en el asunto. ¿Trabajos universitarios?

—Así es. Lo siento. Bueno, esa serie de trabajos me pareció un poco extraña porque, básicamente, en su etapa universitaria escribió diez, y todos parecen variaciones sobre un tema. Y todos fueron escritos en distintos años para distintas asignaturas, incluso para una de literatura inglesa. Hay que forzar un poco el tema para hacer algo así, y creo que uno tiene que estar realmente enamorado del asunto para ser capaz de examinarlo desde tantas perspectivas diferentes.

—¿Y cómo terminaron en esos libros?

Ella se encogió de hombros, manteniendo las manos cruzadas apretadamente sobre su regazo.

—Creo que debe haber pensado que eran buenos, o importantes, o algo similar, porque es probable que se los haya enviado a la gente que lo cita. Quiero decir, es una conjetura mía, pero entonces no tenían ni ordenadores, ni Internet, ni nada —bueno, la red DARPA, pero él no habría tenido acceso a ella—, pero tiene que haberse puesto en contacto con esa gente de alguna manera. ¿De qué otro modo se enterarían de sus trabajos? Él no era más que un estudiante universitario. Así que, si se puso en contacto con ellos, eso significa que tenía mucho interés en el asunto, y que debe de haber pensado que sus trabajos merecían ser examinados. ¿No te parece? —Hizo una breve pausa para tomar aliento—. Quiero decir, ¿por qué otro motivo habría mantenido correspondencia con esa gente?

Las últimas palabras las dijo a toda prisa y su voz se volvió más entrecortada. Si él no la detenía, ella seguiría hablando sin cesar.

—Bueno, dame un segundo. —Alzó una mano mientras miraba el título en la página que había en el extremo superior del montón—. Jugando a ser Dios: La búsqueda del hombre de los medios para controlar el clima.

Davis Lee mantuvo su rostro inexpresivo. «Carter, ¿a qué mierda te estabas dedicando?».

Echó una ojeada al resto de los trabajos.

—El papel de la predicción climática en la resolución de la Guerra de los Cien Años; El tifón Halsey y las pérdidas en el Pacífico por circunstancias climatológicamente inducidas; El papel del electromagnetismo en la mitología y las supersticiones; Los efectos del cambio climático en el comercio y la estructura social durante el siglo XIX; Imágenes climáticas en las tragedias de Shakespeare.

Su corazón dio un brinco. Maldita sea si el nombre de Carter no estaba en la portada de cada trabajo, junto con el nombre del curso, el profesor y la fecha. Daba igual la asignatura que fuera, Carter se las había ingeniado para hablar del tiempo.

«Esto no sonará bien en los programas de radio».

La divulgación de los escándalos estudiantiles no había beneficiado a Bill Clinton, a Joe Biden o a cualquiera que estuviera en el punto de mira público. Pero las suyas habían sido transgresiones más típicas —fumar marihuana o plagiar un trabajo—. El contribuir a las teorías conspirativas que cuestionaban la moralidad o las políticas del gobierno estadounidense estaba en una categoría completamente diferente. Howard, Al, Rush y G. Gordon tendrían con que entretenerse, sin importar el ángulo con que abordaran la discusión. Después los «telecomentaristas» —el neologismo particular de Davis Lee para los comentaristas televisivos— tomarían cartas en el asunto. Cuando eso sucediera, la mierda no sólo salpicaría el ventilador, sino que quedaría pegada en todas partes.

«Eso no va a suceder».

Davis Lee miró a Elle, que estaba radiante.

—¿Cómo conseguiste estos trabajos?

—Contacté con los autores de los libros y les dije lo que estaba haciendo. Estuvieron encantados de ayudarme y me enviaron lo que tenían. Después pedí una copia de las calificaciones del señor Thompson durante sus estudios universitarios en la Universidad de Iowa. —Se encogió de hombros—. Les seguí la pista a los profesores. Algunos todavía siguen dando clases y guardaron esos trabajos. Una parte de ellos me dijeron que lo habían hecho porque estaban seguros de que él estaba destinado a grandes cosas, pero otros admitieron que simplemente lo guardaban todo. Pero ahora que se ha convertido en un hombre tan reconocido, creo que estaban encantados de ser valorados como parte de su historia. Se sentían honrados de que me hubiera puesto en contacto con ellos. Tal vez quieras mencionarlos en la página de agradecimientos.

Sintiéndose un poco agitado, Davis Lee asintió y observó la pantalla de su ordenador para hacer tiempo y ordenar sus ideas. Tenía suficientemente bien calibrado a Carter como para saber que no era el tipo de persona que abandonaba un tema si le parecía importante. Ser durante diez años su mano derecha no le dejaba asomo de duda a ese respecto. ¿Qué era aquello? Considerarlo un hobby le resultaba un poco inocente. Conociendo a Carter como lo conocía, «obsesión» podía ser la palabra adecuada.

Cuando Davis Lee conoció a Carter, Ingeniería Coriolis ya existía desde hacía veinte años y no era nada especial, apenas una gran firma constructora que se ocupaba de la limpieza después de grandes desastres naturales y conseguía sustanciosas ganancias con ello. Él había convencido a Carter para que utilizara su habilidad para las predicciones meteorológicas para entrar en los mercados financieros, en especial, los mercados con más futuro, y por eso Carter lo había integrado en su empresa. Obtener ganancias de los dos extremos de los fenómenos climáticos jamás se le había pasado por la cabeza a Carter hasta que Davis Lee se lo había sugerido, pero a éste se le había ocurrido inmediatamente. Mierda, si uno podía saber qué tormentas iban a eliminar unos cuantos miles de hectáreas de soja o destruir una plataforma petrolífera o un oleoducto antes de que otros lo supieran, se podrían obtener grandes beneficios. Y si uno tenía una empresa que podía ir y limpiar el desastre cuando sucedía —que era lo que Carter ya hacía—, los beneficios podían ser dobles. No tuvo más que señalar este hecho. Desde entonces, habían limpiado con todo tanto en sentido figurado como literalmente hablando.

«Pero si sabías cómo hacer que las cosas sucedieran del modo en que querías…».

—¿Davis Lee?

Parpadeó y volvió a centrar su atención en Elle, que lentamente volvía a encerrarse en su caparazón.

—Lo siento, cariño. Es que estoy un poco asombrado por todo lo que has conseguido. ¿Qué me estabas preguntando?

—Te decía que tal vez quisieras mencionarlos en la página de agradecimientos.

No sabía ni siquiera a qué se estaba refiriendo, pero, aun así, le sonrió.

—Es una gran idea. Tú guarda toda la información, para que no nos equivoquemos. ¿Qué tal si sigues trabajando en esa dirección? Busca todo lo que puedas. Es un material excelente, Elle, excelente. Trata de conseguir los originales cuando puedas, así los podremos tener en nuestros archivos.

Ella se puso de pie, lentamente, captando que él había dado por concluida su charla con ella, pero no estaba todavía lista para irse.

—¿Alguna otra cosa?

—Bueno, sé que esto probablemente no tiene nada que ver con la biografía, pero siento curiosidad. ¿Por qué crees que alguien como Carter se ha interesado tanto en este tipo de, no sé, tema, área de investigación o lo que sea, que lo lleve a profundizar en él en su doctorado e incluso a entrar a trabajar para el Servicio Nacional de Meteorología, estudiando las fluctuaciones en las corrientes en chorro? Quiero decir, ¿no piensas que es algo ajeno a su perfil? Parece… no sé, aburrido.

«Maldita sea si ésa no es la pregunta del millón».

—La vida real, supongo. Para entonces tenía una esposa y dos criaturas, Elle. Y en los sesenta, diría que había más dinero público para dedicarse a la historia del clima o a las teorías conspirativas. —Inclinó su cabeza hacia la puerta, forzando una sonrisa—. Será mejor que te vayas ahora, antes de que se me ocurran otras tareas que encargarte.

Treinta minutos después, Davis Lee se incorporó, adoptando mínimamente su normal apariencia. Sus pies seguían todavía húmedos por haber estado recorriendo el césped embarrado, su trasero estaba entumecido de estar sentado en el sofá durante demasiado tiempo y parte de su cerebro se encontraba absorto en las extrañas noticias que Elle le había traído. Pero el resto de su cerebro estaba plenamente concentrado en la conversación que se estaba desarrollando a escasos metros de distancia.

Si los dos hombres más poderosos de esa sala hubieran sido perros, habrían estado gruñendo e intentando morder el cuello de su oponente, y para separarlos habría hecho falta un gran cubo de agua helada lanzada desde un metro de altura. Los mezquinos canes en cuestión eran su jefe, Carter Thompson y Winslow Benson III, el presidente de los Estados Unidos, y sonreían en vez de morderse, pero el tono de fondo era salvaje. Si lanzara un cubo de agua en dirección a ellos, Davis Lee terminaría de cara al suelo sobre la alfombra, con un par de rodillas apretándole la espalda y una o dos armas apuntando a su cabeza.

El presidente Benson, elegante, rígido, de cabellos canos, se dirigía a Carter con esa mirada sincera de ojos bien abiertos del tipo «siento tu dolor» que le salía tan bien. Era la mirada que funcionaba con las madres de niños en edad escolar cuando les tenía que explicar por qué los recortes en el presupuesto educativo eran necesarios y a los jubilados cuando tenía que socavar aún más lo que quedaba de la Seguridad Social. Le había llevado a ganar las elecciones hacía dos años y medio.

«Maldita sea, la ha elevado a la categoría de arte».

Davis Lee se tragó su sonrisa de admiración antes de que ésta se hiciera visible. Sabía que el cuarto hombre de la sala, el hijo del presidente, Win IV, lo estaba observando mientras pretendía, muy convincentemente, no estar haciéndolo. Win Lite, como a Davis Lee le gustaba llamarlo, era una serpiente oculta en la hierba, mucho más peligrosa todavía que su padre, pero resultaba más evidente que éste y, por eso mismo, nunca llegaría tan lejos.

El presidente Benson se inclinaba hacia delante, asintiendo en los momentos adecuados, con el ceño fruncido por la preocupación, tal como se requería. No es que estuviera engañando a nadie. Davis Lee sabía que el presidente no estaba escuchando porque el tema le interesaba; estaba buscando argumentos para utilizar contra Carter cuando éste se presentara a un cargo público. Era un secreto a voces que Carter estaba considerando presentarse como candidato. Ni el presidente ni nadie en su equipo de consejeros cancerberos estaba seguro para qué puesto, pero Davis Lee podía garantizar que todos esperaban que no fuera al Despacho Oval.

—Ya ha oído antes estos argumentos, señor presidente. —Carter Thompson, sureño, normal y perversamente multimillonario, se encogió de hombros y habló con una voz tan tranquila que sonó, en cierto modo, macabra—. No se trata únicamente de un problema teórico, ni tampoco de un simple recurso de discurso político. Hay hechos que deben ser tomados en cuenta. Ha habido cientos de incidentes serios en la seguridad desde la llegada de la energía atómica. —Esbozó su típica sonrisa amistosa—. Aquí tiene varias plantas vulnerables y anticuadas. Están en zonas críticas para los mercados y centros de población y están listas para tener problemas, ya sean accidentales, naturales o deliberados. No necesitamos otra Three Mile Island, no necesitamos otro 11 de septiembre ni otra Nueva Orleans. Es hora de cerrar esas centrales y reemplazarlas con otros medios diversificados de generación de energía. Medios más seguros y renovables. Lo que quiero de usted es una promesa de que hará que sus consejeros examinen los datos. Así de sencillo.

—Sencillo —repitió el presidente con un predecible y grave movimiento afirmativo de cabeza—. Ya sabes, Carter, que hay algunas personas que podrían pensar que quieres que el gobierno federal rescate a los pequeños granjeros otra vez, pagándoles para que arranquen su maíz y soja y replanten sus campos con molinos de viento y paneles solares. —Su sonrisa era cualquier cosa menos benévola—. ¿Es eso lo que estás solicitando? ¿Otra subvención federal? La mayoría de los votantes creen que los granjeros ya están recibiendo mucho dinero a fondo perdido.

Al lado del presidente, que emanaba por cada uno de sus poros el brillo de la élite de la Costa Este, Carter parecía un granjero regordete salido de una película de serie B, con los hombros caídos y una enmarañada melena gris. Lo único que faltaba era una brizna de hierba entre sus dientes.

Se apoyó sobre sus talones.

—No una subvención, señor presidente. Apoyo del Congreso, bajo la forma de investigación y dinero para invertir en pequeñas empresas cuyos dueños estén dispuestos a dar la espalda a generaciones de orgullosas tradiciones y granjas familiares para ayudar a desligar a esta nación de su peligrosa dependencia del petróleo extranjero y suministrar una alternativa más segura que la energía nuclear —respondió Carter con una voz más adecuada para un confesonario que para una mesa de negociaciones.

El presidente miró a Carter durante un minuto.

—Es conmovedor, Carter. Casi profundo. Asegúrate de utilizarlo cuando estés en campaña. —Su desprecio por Carter y la conversación se habían filtrado, finalmente, en su tono de voz.

Davis Lee quería aplaudir. Todos sabían que el presidente había compartido la cama con las industrias de energía nuclear desde su primera elección a la legislatura del estado de Nueva York. El motivo por el cual Carter lo seguía molestando con ese tema seguía siendo un misterio para la mayoría de la gente, excepto para Davis Lee. Se puso de pie, metió las manos en los bolsillos de sus recién planchados Dockers y apoyó un codo contra una ventana desde la que se veían los verdes maizales, empapados de lluvia. Aquel movimiento llamó la atención de Win Lite y Davis Lee le sonrió. Win le devolvió la sonrisa. Ambos sabían que, en unos años, se estarían enfrentando en solitario, sin Carter ni Benson a su lado.

Davis Lee había realizado algunas investigaciones por su cuenta; sabía que el primer encuentro documentado entre Winslow Walters Benson III, un joven y prometedor senador de Nueva York y Carter Thompson, un moralista pagado de sí mismo, doctor en meteorología por la Universidad de Chicago, tuvo lugar durante los candentes debates presupuestarios para la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica, para la cual Carter había trabajado un breve tiempo tras un largo y poco reseñable periodo en el Servicio de Meteorología.

Incluso antes de la llegada de Elle, Davis Lee no había sido capaz de descubrir nada que indicara que los hombres se hubieran conocido antes de esos debates, pero el tono y el contenido de sus discusiones durante las sesiones no era correcto, haciendo sospechar a Davis Lee que aquélla no era la primera vez que se enfrentaban. Nadie le hablaba a un senador del modo en que lo hacía Carter, y mucho menos en público, a menos que ya lo hubiera hecho antes.

Para cuando ambos hombres habían ascendido lo suficiente para que se considerara su aparición ante el subcomité, Carter había pasado diez años produciendo una lenta pero constante corriente de trabajos sobre temas de escasa importancia social o científica, y hasta donde Davis Lee había sido capaz de discernir, de marginal utilidad. Hasta la fecha, Davis Lee no había encontrado nada que le diera el menor indicio de por qué Carter había sido considerado digno de atención por parte de Benson. O por qué había sido merecedor de las burlas del ahora presidente. Sin embargo, las transcripciones de la primera serie de debates estaban repletas de intercambios agudos que daban credibilidad a los rumores de una larga y profunda animadversión entre los dos hombres.

En los diez años que Davis Lee había pasado junto a Carter, todas las discusiones con el senador, y posteriormente presidente Benson, habían sido iguales que la que se desarrollaba ante él en aquel momento: controladas y retorcidas, pero plagadas de mordaces corrientes subyacentes que se suponía que Davis Lee no percibía y una oscura historia que no entendía.

Las revelaciones del día sobre los primeros intereses de Carter podían ser importantes o no. Su interés en aquellas locuras de mierda había menguado aparentemente cuando comenzó su primer trabajo serio, y, por lo que Davis Lee sabía, nunca había vuelto sobre ello. Si Carter había estado metido en profundidad en aquel asunto, abandonarlo no habría sido muy acorde a su comportamiento, pero conociendo cómo trabajaba aquel hombre, Davis Lee consideró que era posible que, sencillamente, le hubiera faltado tiempo para seguir lidiando con semejante tema.

Desvió su atención del rostro poco llamativo de Carter, que había envejecido y se había vuelto mofletudo en los dos últimos años, al bien conservado y lustroso rostro patricio del presidente. En apariencia, eran dos hombres diametralmente opuestos. Winslow Benson era elegante y refinado, como un perro perdiguero excesivamente caro, al contrario de la rústica sensibilidad de sabueso de Carter. Pero bajo esas apariencias, ambos poseían cerebros, morales y ambiciones que hacían de Maquiavelo un aficionado afeminado y delicado.

—Pero volviendo al tema, que es el dinero, me alegra que entiendas el vocabulario, Carter. —El presidente sonrió—. En realidad, no importa cómo lo describas, porque la palabra «subvención» es la única que nuestros hombres en el Congreso usarán para describir este plan que propones, y eso es lo que le diremos a la prensa. Créeme, «molinos de ondas ambarinas» no funciona como frase televisiva. —El presidente se encogió de hombros despreocupadamente, como si la conversación no fuera de nada más importante que la posibilidad de lluvias al día siguiente. Su holgada camisa de tela vaquera, hecha a mano, pero diseñada para parecer gastada y de confección, se movió al unísono con él—. Aparecerás como un loco. Francamente, Carter, no puedo creer que me hagas perder el tiempo con esto. Después del último apagón en la Costa Este, todo el asunto de los cortes de energía se cayeron de la mesa y nadie lo ha vuelto a mencionar, excepto tú. Nadie quiere hablar de clausurar nada. Sólo quieren asegurarse de que puedan seguir trabajando en un tren con aire acondicionado o un deportivo con un iPod Nano cargado en una mano y un capuchino recién servido en la otra. Ni siquiera los huracanes del Golfo lograron que la gente quisiera cambiar las cosas. Sólo provocó que abrazaran sus televisores de plasma un poco más cuando se iban a cama por las noches. —Sacudió la cabeza, y sonrió fríamente—. Los estadounidenses son unos enormes consumidores de energía, Carter, y no vamos a disculparnos por ello. Yo, personalmente, ansío ver el día en el que una tormenta aplaste una de tus malditas granjas eólicas, y cuando eso suceda, créeme, el mundo estará mirando para averiguar cuánto tardas en volver a conectarte. —Hizo una pausa—. Pero por si todavía no te enteras, Carter, puedo hacer que alguien de mi personal te lo explique.

Nada había cambiado en ambos hombres, ni sus expresiones, ni sus posturas, ni el ritmo de la respiración, pero la tensión en la sala aumentó.

Había un lugar en el que nadie se atrevía a atacar a Carter, y ése era su ego.

A menos, aparentemente, que fueras el presidente de los Estados Unidos.

Davis Lee sintió que le corría un sudor frío por la nuca. Lanzó una mirada a Win, que parecía estar conteniendo una sonrisa.

«Una prueba más de que es un idiota».

—Señor presidente —comenzó lentamente Carter mientras volvía a balancearse sobre sus talones—. Yo he hablado con su personal y con el de la administración anterior. En varias ocasiones. Y créame, esas conversaciones siempre dieron como resultado acciones de algún tipo. Como verá, cuando no impiden activamente nuestro trabajo, los miembros de su personal se dirigen inevitablemente a la Comisión de Energía Nuclear o a otro gabinete conservador para que emprenda un estudio a largo plazo sobre los efectos de alguna cuestión menor u otro asunto irrelevante. Los resultados de esos costosos estudios, tras unos cuantos años de análisis de datos, son siempre ambiguos, y la guerra pública de palabras subsiguiente oscurece la inutilidad del estudio. —Imitando el encogimiento de hombros del presidente, Carter metió sus manos en los bolsillos de sus pantalones, gastados y arrugados, para juguetear con las monedas que deliberadamente había colocado en ellos.

Recuperando su pulso a niveles normales, David Lee se encontró resistiendo la tentación de sonreír mientras observaba un tic muscular en la mejilla del presidente. Ese hombre odiaba los tics. Los odiaba.

—El tema necesita ser llevado al siguiente estadio, señor presidente —continuó lentamente Carter—, y ese estadio es usted. Es así de crítico. Usted necesita prestarle seria atención. Creo que será un asunto importante en la próxima campaña electoral. —Tomó aire, apretando los labios, y luego dejó escapar un suspiro—. De hecho, casi puedo garantizárselo.

Los ojos del presidente se encendieron con peligrosa alegría.

—Eso suena como una amenaza, Carter.

—Vamos, Winslow. Me conoce mejor que eso. No hago amenazas. Tampoco promesas vacías. —Carter hizo una pausa, pero su sonrisa permaneció inalterable—. Como científico, como hombre de negocios y como ciudadano preocupado, le prometí a los grupos dedicados al medio ambiente y a los antinucleares que traería este asunto para que lo considerara personalmente. Lo he hecho porque soy hombre de palabra. Ahora, como votante, como afiliado al partido y como contribuyente importante a las arcas del partido, espero que se me escuche y se me tome en serio. No creo que eso sea irracional. De hecho, creo que es lo menos que puede hacer.

El presidente sonrió aún más ampliamente, con toda la honestidad y sutileza de un jugador profesional de billar en un garito de mala muerte.

—Es que no entiendo tu lógica, Carter. ¿Qué te hace pensar que podría establecer una diferencia? Cerrar una central nuclear apenas mejoraría la situación. Es un largo proceso administrativo y después la planta tiene que ser desmantelada. Eso puede durar años. Luego hay que transportar los cilindros de combustible, quizás atravesando tu precioso cinturón agrícola, para ser almacenados en alguna parte. Y a tu pequeño grupo de frutas y nueces orgánicas con sandalias Birkenstock no le gustaría mucho eso, ¿no te parece? Y piensa en los granjeros. Quiero decir, los granjeros en serio, Carter, los conglomerados agrícola-industriales. A ellos les gusta la energía barata y segura. En abundancia.

—Su lealtad con la industria de energía nuclear es conmovedora, señor presidente, pero se está convirtiendo en poco convincente. Las organizaciones de base están…

—Las organizaciones de base son una pérdida de mi tiempo, Carter —interrumpió irritado el presidente—. Puede que tú seas el gran hombre de vanguardia, pero la gente que te sigue ni siquiera aparece en las pantallas del radar. Sólo creen que aparecen. Gilipollas cabezas huecas. Son como un enjambre de mosquitos, Carter. Irritantes, pero demasiado pequeños para tener importancia alguna. Tus amigos comedores de cereales pueden no darse cuenta de que los días de conseguir cambios sociales mientras cenan tofu orgánico y casero han pasado, pero tal como tú has señalado, eres hombre de negocios. Sabes cómo son las cosas. Sabes que el número de gente que se esposa a las verjas, se manifiesta o se queja en blogs de progresistas amanerados nunca llegará a igualar el número de dólares que la industria energética gasta en tranquilizar al resto del país de que siempre tendrán bombillas que no titilen. —Se detuvo y se rió—. Mierda, Carter, estoy esperando que me preguntes por mi conciencia, o si duermo bien por las noches, para luego saber a ciencia cierta hasta qué punto has enloquecido. —El presidente extendió una mano para desabrocharse una manga y comenzó a remangársela—. Si vas a continuar en el juego, Carter, termina con esa mierda de corazón doliente y hazte cargo. En caso contrario, apártate del maldito camino. —El presidente Benson dio media vuelta, dando por terminada la conversación con Carter.

Carter ni se movió. Davis Lee no pudo detectar ni siquiera un brillo en sus ojos, aunque su sed de sangre seguramente era mucha. Él no era hombre que aceptara ser dejado de lado por nadie.

—¿Que me aparte del camino de quién, Winslow? —preguntó con calma.

—Del mío.

Carter no tuvo tiempo de responder porque un asistente llamó a la puerta y luego asomó su cabeza en la habitación.

—Señor presidente, es hora de marcharnos. Señor Thompson, señor Longstreet, los agentes querrían que ustedes bajaran primero. El presidente subirá con ustedes al escenario en unos momentos. —La sonriente cortesía del asistente rayaba en el servilismo.

—Gracias por reservar algo de su tiempo para hablar conmigo, señor presidente —dijo Carter con una breve inclinación de cabeza, luego salió de la sala con su habitual sonrisa familiar en su rostro.

—Gracias, señor presidente —repitió Davis Lee, estrechándole la mano, para seguir a su jefe. Sonrió a la encantadora muchacha que se cruzó en su camino. Era rubia, inteligente o con buenos contactos, o tal vez ambas cosas.

Era una pena que la Casa Blanca se hubiera vuelto tan correcta.