Capítulo 26

31 de mayo, 16:57 h, costa este de Barbados.

Las aguas que rodeaban las costas de las pequeñas islas eran más cálidas que las que la tormenta había usado para alimentarse, y la seducción resultó ser irresistible. Simone se había desplazado en un largo y elegante arco hacia la isla más septentrional de la cadena de las Bahamas; sus habitantes comenzaron a notar los efectos mucho antes de su llegada.

La caída en la presión de aire proporcionó una curiosa euforia a los preparativos, mientras las ventanas eran selladas y los objetos al aire libre asegurados. Los animales se refugiaron en sus madrigueras y nidos y los pájaros volaron, bordeando los vientos que aumentaban su fuerza. Los animales domésticos se acobardaban y aterrorizaban, con sus instintos embotados mientras dueños se ocupaban en cosas más importantes.

Las lluvias habían comenzado casi al amanecer, y las playas y dunas ya estaban siendo barridas en varios lugares desde el interior de la isla, y aplastadas en otros por el intenso oleaje marino. La hierba se ondulaba al paso del ululante viento y las palmeras se sacudían como mareadas, hasta que alguna perdía por completo el equilibrio y caía con estrépito. Libres para arrastrarse o para volar, los árboles se movían sin rumbo por el suelo y sin respetar objetos más grandes, más pesados o más seguros. Las puertas de cristal y los perros vagabundos no eran obstáculo para la fuerza de arrastre que llevaban consigo.

El caos se intensificó cuando empezó a extenderse la prematura y aterradora oscuridad, y la tormenta, con toda su furia, trajo consigo la oscuridad de la medianoche cuando la caída del sol debería haber tenido lugar, e introdujo los aullantes vientos del infierno en aquel delicado paraíso. Sopló desde el mar con toda la fuerza de su vórtice curvado a sus espaldas, arrancando, desgarrando, desenterrándolo todo, imparable. La arena de la playa se convirtió en minúsculos misiles que atravesaban las prístinas superficies, dañando la piel, arrancando el color y la vida de todo lo que encontraba a su paso.

Como una máquina gigantesca, los oscuros vientos rugían sobre el terreno llano, adueñándose de los tejados, en donde tejas, pizarras o revestimientos de alquitrán, con sus secretos bordes aerodinámicos capturados por el impulso de la tormenta, eran catapultados hacia el aire; a veces, cayendo para estrellarse sobre los caminos u otros tejados; otras, dando saltos en la oscuridad, deteniéndose tan sólo cuando chocaban con cualquier objeto que bloqueara su camino.

En sus casas recién descabezadas, la gente se ocultaba bajo los muebles, en los marcos de las puertas y en los armarios, temerosos de la lluvia que los golpeaba desde lo alto y de las corrosivas aguas que brotaban por debajo de las puertas y a través de grietas en las paredes que ya no eran estables. Llorando y pidiendo piedad y una ayuda que nunca llegaría, observaron cómo sus pertenencias se desintegraban y su existencia se derrumbaba ante la furia de la tormenta que les arrebataba el futuro, reemplazando la ansiada tranquilidad con vacío y violencia, barro y lágrimas.

Como si estuvieran alimentados por gigantescos fuelles, los vientos crecieron, elevando los mares. En el aire, el agua se estrelló contra cualquier obstáculo, animado e inanimado. Cayendo sobre la tierra, se deslizó con furia sobre ella. Los más afortunados fueron arrastrados entre las aberturas y quedaron magullados pero vivos y a flote. Otros murieron atrapados en donde habían creído estar seguros.

Sin haber abatido su furia, Simone continuó avanzando y buscando nuevas aguas para satisfacer su insaciable apetito.