Capítulo 14

Viernes, 13 de julio, 2:00 h, Greenwich, Connecticut.

Richard apartó la cabeza de los números brillantes del reloj que había sobre su mesilla y continuó mirando al techo.

«Las dos de la mañana».

La lluvia había comenzado con suavidad pero se había vuelto más intensa mientras llevaba a Kate a la estación. El silencio entre ambos había sido casi tan denso como el aire. La camaradería y buen humor que siempre caracterizaba sus cenas mensuales habían sido oscurecidos por el tema de conversación. Incluso ahora, varias horas después, no podía sacudirse la sombra que la determinación de ella había echado sobre él.

La tenacidad nunca había sido una característica que pudiera asociar al carácter de Kate, lo cual convertía su obstinado rechazo a abandonar esa línea de investigación en algo mucho más curioso. Tenía la sensación de que se había aferrado a esas tormentas para evitar otras de tipo humano en el barrio de Gerritsen Beach en Brooklyn. Y eso quería decir que ella no iba a abandonar su investigación ni tan rápido ni tan fácilmente. Cuando uno se enfrenta con una realidad desagradable, la especulación es siempre un refugio confortable.

Dejó escapar un pesado suspiro. Kate era inteligente. No le había costado mucho alcanzar algunas conclusiones interesantes, pero no podía ver cómo esas mismas conclusiones podían convertirse en un fogonazo, porque a pesar de su inteligencia y su audacia de Brooklyn, Kate era una ingenua. Kate no descansaría hasta encontrar una teoría que pudiera verificar y con la que se sintiera cómoda. Desgraciadamente, había mucha gente allí fuera a quienes no les importaba mucho nada de eso. Los chiflados conspirativos de los bares de ciberlandia se apoderarían de esas preguntas, quizás válidas y las convertirían en armas que podían hacer mucho daño a la carrera y credibilidad de Kate. Si había un atisbo de escándalo que pudiera señalar de alguna forma a la persona que le pagaba el sueldo, Carter Thompson, Kate perdería su trabajo. Carter Thompson no era un hombre que tolerara a tontos o que soportara que lo tomaran por idiota.

Apartando la colcha, Richard se levantó de su cama y caminó descalzo por la casa oscura hacia el porche cerrado, cruzando el comedor. O lo que alguna vez fue el comedor. Ahora la mesa servía como almacén temporal para cosas que acabarían luego en otra parte de la casa.

No se molestó en cerrar la puerta a su paso. El aire fresco refrescaría la casa.

Después de dejar a Kate en la estación, entró en Internet y buscó las tormentas que la obsesionaban para verificar lo que ella le había dicho con respecto a la normalidad de los parámetros. Tenía que admitir que, basándose en lo que él había descubierto, ella estaba en lo cierto. Las tormentas eran de lo más normal, y eso lo dejaba aún más intranquilo. No lo admitiría ante Kate, pero desde la debacle en Barbados, se había estado preguntando lo mismo.

«Eso».

Respiró hondo, sin querer pensar en ello.

A escala global, la violencia de las tormentas, en general, había aumentado en los últimos años, sembrando el suelo ya fértil de la mente de los observadores de fenómenos climáticos con teorías viejas y nuevas. Esa noche, en poco más de una hora en Internet, había leído trabajos que directamente vinculaban el incremento en intensidad con el calentamiento global, otros insistían en que se debía a la actividad solar inusualmente fuerte, e incluso había otros que lo asociaban a las variaciones geomagnéticas que resultaban de las minúsculas variaciones gravitacionales en el espacio exterior. Y ésas eran sólo algunas de las hipótesis que pululaban por los alrededores de las instituciones científicas.

Si tenía en cuenta las teorías presentadas por los chiflados del mundo científico, la lista se volvía exponencialmente más larga y delirante. Había advertencias sobre el bombardeo con descargas electromagnéticas desde satélites soviéticos ultra secretos aún en órbita y sobre las fuerzas armadas de los Estados Unidos lanzando ondas de alta frecuencia hacia la ionosfera en un esfuerzo por controlar, a escala global, la mente de las personas. Y después estaban las fuentes dudosas que insistían en que organismos de siglas extrañas, militares, de inteligencia e industriales estaban involucrados. Las teorías más aceptadas describían frecuencias radiales especiales utilizadas para crear focos de presión estacionarios artificiales en las corrientes en chorro, para provocar inundaciones, sequías y una devastación económica general o, por el contrario, un clima excelente para maximizar el placer y los beneficios. El clima sereno durante la primera parte del verano y su repentino cambio hacía una semana había proporcionado leña a esa discusión, más allá de toda razón.

Se frotó los ojos. Muchas —la mayoría— de las teorías eran tomadas muy en serio y defendidas con pasión, y no sólo por los chiflados del mundo. No hacía mucho, dos famosos científicos de la comunidad meteorológica habían sido invitados a una importante conferencia industrial para debatir las causas del incremento en la intensidad de los huracanes en el Atlántico en los últimos años. Lo que se suponía iba a ser un sincero y cándido debate sobre los efectos de la influencia humana en el calentamiento global contra una tendencia cíclica en la climatología terrestre había sido cancelado en una inesperada y acalorada subida de tono de las discusiones. Y eso teniendo en cuenta que había involucrado a científicos serios y serenos.

Richard miró hacia el pequeño jardín bañado por la luz de la luna en medio de los frondosos árboles en los límites de su propiedad mientras dos palabras que lo perturbaban continuaban reverberando en su mente como el ritmo incesante de una canción machacona y pegadiza. «Carter Thompson».

Cuando se conocieron, hacía cuarenta años, como reclutas elegidos para un programa de investigación climática de la CIA, Richard supo de inmediato que Carter tenía la capacidad y la ambición necesarias para conseguir lo que se propusiera. Tenía una tenacidad que Richard jamás había visto, y había sido un infatigable director de equipo, tomando a título personal cada triunfo o fracaso. Con un profundo, y casi místico, respeto por la naturaleza, Carter había abrazado los objetivos del programa con tanta intensidad que el resto del equipo lo había observado asombrado.

Once de los mejores investigadores meteorológicos con los que el gobierno podía contratar habían trabajado en aquel agobiante, reducido y oscuro laboratorio informático en Langsley para crear el arma más poderosa, una que no pudiera rastrearse, que no pudiera detenerse y potencialmente menos letal, pero increíblemente más efectiva que las armas convencionales e incluso que las nuevas armas «no convencionales» que se estaban desarrollando en esos años. Habían estado trabajando en el control de la fuerza y la violencia del clima.

Su misión era hacer uso de la relativamente escasa investigación sobre el clima y retorcerla, extenderla y reformularla para crear la mejor «fuerza multiplicadora» de la Guerra Fría. Otros investigadores que trabajaban en el mismo programa se ocupaban del sembrado de nubes y otros experimentos para provocar lluvia que estaban siendo desarrollados desde hacía más de una década, pero al equipo de Carter le habían encargado crear clima. Construir tormentas e incrementarlas. Aprender no sólo a rastrearlas, sino a dirigirlas. Y a detenerlas.

Con el espectro del éxito ruso pisándoles los talones, contaban con la libertad de seguir cualquier teoría descabellada, cualquier locura, y lo habían hecho a un ritmo enloquecedor, a veces olvidándose de dormir, comer o volver a casa mientras trabajaban para convertir hipótesis en refinados modelos de ordenador y para llevar esos modelos teóricos a la práctica.

Habían estado muy cerca de tener éxito.

La operación Popeye había conseguido hacer llover sobre la ruta de Ho Chi Minh durante buena parte de los últimos años, cuando el público, ya harto de la guerra, había descubierto su existencia gracias a una filtración de la información. La presión en el Pentágono para responder a las preguntas sobre la investigación climatológica se había intensificado, así como la presión sobre el equipo de Carter para obtener resultados positivos. Habían estado realizando cálculos con todos los datos a su alcance para perfeccionar el mecanismo para crear un tifón, y Carter había convencido a los militares que dirigiendo hacia un blanco una secuencia de disparos con láser de alta intensidad a la célula embrionaria de una tormenta y a la superficie del océano que la rodeaba, producirían el calor necesario para acelerar el ciclo de convección y desarrollar una tormenta. Con pasión casi evangélica, Carter había asegurado a los oficiales de alta graduación de la Agencia que su equipo podría crear una tormenta ciclónica de un tamaño e intensidad que podrían manipular a voluntad. Finalmente, a fines del verano de 1971, habían recibido órdenes de llevar sus ideas de laboratorio al océano Pacífico.

No hizo falta que se lo repitieran dos veces. Para llevar a cabo lo que aún no sabían sería su única prueba de campo, junto a Carter se subieron a un transporte militar en Maryland. Setenta y dos horas más tarde, tras recorrer el país de un extremo a otro, llegaron a una base aérea de los Estados Unidos, cuyo nombre nunca supieron. Después de uno o dos días agotadores en los que pusieron a punto los detalles y prepararon a las tripulaciones, Richard y el equipamiento monitorizado de superficie había sido transportado en un helicóptero Huey de cabina abierta hasta un barco que los esperaba para llevarlos a la zona de pruebas en el mar del sur de China. La zona de impacto no era nada más que una coordenada específica elegida por la buena disponibilidad de predicción atmosférica y por la posibilidad de que pudiera suministrar las condiciones necesarias. Además, estaba lo suficiente alejada en mitad del océano como para que nadie pudiera ver nada, y si, por casualidad, alguien veía algo, no lo entenderían.

Él era un joven y escuálido científico de la CIA sin experiencia en combate ni en el mar. No contaba con mucho más que sus costumbres sureñas para mantenerse a bordo de aquel barco, rodeado de una mezcla de silenciosos observadores de la Agencia y un grupo inquieto e irritado de condecorados oficiales expertos en el campo de batalla, representando a todos los sectores de las fuerzas armadas. Todos esperaban en cubierta, impacientes, la aparición de Carter en el horizonte, en un avión de carga Hércules C-130 especialmente modificado que llevaba la enorme maquinaria que generaría el láser, el cual, en aquellos años, era una tecnología con la que muy poca gente había trabajado o comprendía, dentro o fuera de las fuerzas armadas.

Había sido un día casi tan perfecto como deseaban para hacer la prueba. Las nubes eran escasas y de gran altura, unos cirros que no interferirían con nada y unos cúmulos de media altura, las nubes en forma de bola de algodón que todos los niños en edad escolar aprenden a dibujar. Eran las típicas y ordinarias nubes que se forman todos los días sobre el océano como resultado del sol tropical brillando sobre las cálidas aguas. Se deslizaban por el aire relativamente estable a lo largo del día y se desvanecían por la noche, para volver a reaparecer al día siguiente.

Hasta que él y Carter se habían apoderado de ellas.

Cuando el Hércules que transportaba a Carter y al láser apareció por fin en el horizonte, Richard invitó a los observadores a dirigirse al puente. Su sugerencia fue recibida con miradas pétreas, pero pronto se desentendió de los militares para preparar su equipo. Tras una breve y clara conversación por radio, identificaron el grupo de nubes que haría de blanco, mientras él miraba al avión elevarse lentamente sobre el cielo dolorosamente azul, dirigiéndose hacia la zona de impacto.

Una única y abrasadora descarga del láser, de sólo unos segundos de duración, partió del equipamiento que colgaba bajo el vientre del avión, recalentando el aire y transformándolo junto a las pintorescas nubes en una creciente y explosiva deflagración que dejó asombrados a los hombres que se encontraban de pie detrás de él. Relámpagos y tormentas sacudieron el aire mientras arremolinados y caóticos vientos los sacudían con gruesas y cálidas gotas de lluvia que dolían como aguijonazos de furiosas abejas, diluyendo los almidonados pliegues de una docena de uniformes.

Veinte minutos más tarde, la tormenta había concluido, el cielo estaba despejado, y el avión que transportaba a Carter era un punto en el horizonte, y la mayoría de los oficiales que rodeaban a Richard habían recuperado la voz.

Permanecieron con Carter en la zona durante un mes, jugando enloquecidos con la naturaleza como si fueran un par de dioses, ocupados en crear la temporada de tifones más activa de la que se habían tenido datos en el Pacífico —un récord que nunca fue superado—. Cuando regresaron al país un mes más tarde, el sureste asiático había sido asolado por siete tifones en un lapso de cinco semanas, incluyendo dos que habían alcanzado vientos constantes de doscientos kilómetros por hora.

De acuerdo con todos los registros, su trabajo había sido más que un éxito. Había sido una obra maestra, y los comentarios estuvieron a punto de embriagarlos como cánticos de victoria.

Pero luego, en lo que había sido uno de los giros más crueles del destino, el día en el que la última tormenta se disipó sobre China después de haber asolado Taiwán con fuerza mortífera, el senador Clairborne Pell, director del subcomité senatorial sobre océanos y medio ambiente internacional, a causa de la incesante presión de la opinión pública, comenzó a exigir al Pentágono que presentara toda la información existente sobre los programas de manipulación climática.

Cuando él y Carter volvieron a sus despachos, ya no eran héroes, excepto para sus compañeros de equipo. Todo el programa había sido desmantelado.

Enfurecido más allá de lo prudente o aconsejable, Carter protestó primero en Langley y luego, durante las audiencias secretas en Capitol Hill. Explicó con convicción que los soviéticos eran maestros en copiar lo que los Estados Unidos habían conseguido y que el éxito obtenido por su equipo sería finalmente reproducido tras el telón de acero. Si Estados Unidos no controlaba el clima, los soviéticos lo harían, argumentó, y quien controlara el clima, controlaría el mundo.

Cuanto más apasionados eran los argumentos de Carter, más desapasionado fue el rechazo, encontrándose con una férrea oposición entre los miembros de la jerarquía de la Agencia y las frías y despreciativas sonrisas de los congresistas, incluyendo el hombre que ahora ocupaba el Despacho Oval, Winslow Benson.

Richard y el resto del equipo dejaron a Carter a solas con su ira, aceptando, finalmente que hubiera sido imposible, por no mencionar peligroso, para el Congreso, ignorar las protestas públicas. La indignación suscitada cuando el temerario periodista del Washington Post, Jack Anderson, había dado la primicia sobre la operación Popeye en marzo de ese año todavía no se había acallado, de modo que los operadores políticos estaban esperando a que se tranquilizaran las cosas; aunque fuera a regañadientes, el Congreso había tenido que prestar atención.

El control del clima, le había dicho al equipo de Carter, era un tema demasiado candente y hacía pensar en escenarios de ciencia ficción. Las partidas presupuestarias secretas destinadas a la investigación climática fueron recortadas en favor del avance de la investigación sobre tecnología nuclear, cosa que pocos votantes entendían, pero que la mayoría aceptaba porque eran capaces de establecer la relación entre el poder nuclear y el triunfal horror del bombardeo a Japón.

El equipo había sido disuelto sin ceremonias, y a la mayoría se les pidió que pasaran seis meses en sus puestos «ocultos» en la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), antes de volver a la vida civil. Casi todos regresaron discretamente a su vida anterior, tan pronto como les fue posible. Al igual que Richard, muchos se reincorporaron a la universidad. Ninguno de ellos se dedicó a la investigación, puesto que tenían prohibido trabajar en cualquier cosa vinculada con el trabajo llevado a cabo en la Agencia.

Sólo Carter había permanecido con la NOAA durante más de un año, buscando, y cuando era necesario, enfrentándose a los subcomités financieros. Richard sabía que lo que le animaba a continuar luchando no era ni la política ni siquiera los principios, sino la vanidad. El arrogante senador por Nueva York, Winslow Benson, que había sido uno de los miembros del equipo que había eliminado el programa, era también un miembro del comité que financiaba al NOAA. A nadie de nuestro grupo le había caído bien el senador Benson, con su actitud altiva y su acento tipo William F. Buckley; sin embargo, la mayoría de ellos había intentado ignorar su condescendencia.

Pero no fue el caso de Carter.

Carter se había tomado el rechazo de sus argumentos por parte del senador como una afrenta personal. Años más tarde, cuando la silenciosa alianza del senador con la emergente industria nuclear se hizo pública tras el desastre nuclear de Three Mile Island, Carter llegó a lo que Richard consideraba que había sido su punto de inflexión.

Enfurecido, Carter había comentado el accidente de un modo semejante a cómo hablaría un hombre de haber sido testigo de la violación de su esposa. Las coléricas diatribas de Carter habían sido tan perturbadoras que Richard había evitado cualquier contacto con él, pero sabía que, a partir de ese momento, Winslow Benson sería para Carter la personificación de la traición del gobierno y la perfidia medioambiental. Que aquel hombre ocupara ahora la Casa Blanca tenía que estar martirizando el ya sangrante sentido de la justicia de Carter.

Richard notó un morro frío contra su nuca, distrayéndole de sus reflexiones. Mientras abría la puerta mosquitera para dejar salir a Finn al jardín, una amarga certeza se introdujo en su cabeza.

Carter siempre había tenido la imaginación, la capacidad y el empuje para ayudar al equipo a alcanzar sus objetivos. Tras el colapso de su carrera científica, Carter había utilizado esa misma imaginación y energía para crear no una sino dos compañías altamente rentables, y su patrimonio alcanzaba ahora una cifra que se medía en miles de millones de dólares.

Lo que significaba que durante la última década o algo más había contado con los medios y la oportunidad para continuar sus investigaciones.

«¿Pero había algún motivo importante para animar a Carter a retomar la investigación en donde la habían abandonado?».

Esa pregunta sin respuesta le produjo un helado escalofrío por la espalda. Sería tan sencillo —o, en realidad, tan consolador— decir que la mera ambición habría motivado a Carter a dedicarse a algo tan espeluznante, pero él nunca se había sentido atraído por el dinero. Incluso ahora, los medios seguían maravillados por su sencilla forma de vivir, teniendo en cuenta su inmensa fortuna. Pero la nauseabunda realidad era que la personalidad de Carter lo hubiera impulsado sólo por dos motivos: poder o venganza. Con Winslow Benson calibrando la posibilidad de presentarse a la reelección y Carter sentado sobre miles de millones de dólares disponibles en sus campos de maíz en Iowa, cualquiera de los dos motivos —o ambos— podían aplicarse.

Mientras abría la puerta para dejar entrar a Finn de su paseo antes de amanecer, Richard alzó la vista hacia el cielo oscuro y sin nubes. Otro hermoso día estaba a punto de nacer.

Y eso hizo que otro escalofrío le recorriera la espalda.