Capítulo 43
Lunes, 23 de julio, 13:35 h., una «casa segura» de la CIA en una zona rural de Virginia del Norte.
Los truenos y la lluvia eran tan fuertes que ni Kate ni Jake oyeron el helicóptero hasta que estuvo prácticamente en el jardín. Cuando advirtieron el ruido, se dirigieron juntos hacia el salón, que servía de centro de operaciones.
—Demonios —dijo Kate a la entrada.
Las mismas palabras cruzaron la mente de Jake. La habitación estaba atestada de militares uniformados de todos los ejércitos. Se estaban secando la lluvia y colgando sus chaquetas empapadas en las escasas perchas que había en la entrada.
Mientras la gente se sentaba a la mesa o se recostaba contra las paredes, la conversación era casi inexistente. Tom se dirigió a la cabecera de la mesa.
—Gracias a todos por venir tan pronto —dijo con su habitual tono neutro y duro a la vez—. Sé que todos han sido informados sobre el P—3 de camuflaje electrónico que explotó minutos después de establecer contacto con la torre de Filadelfia. Hemos confirmado que antes de la explosión emitió una descarga de láser de uno punto cero, cuatro, cero, cinco milímetros de frecuencia de onda, con una duración de quince segundos que fue dirigida hacia la superficie del océano. Todavía no hemos determinado si fue un accidente o un acto deliberado, ni hemos determinado cuál era el objetivo, en caso de que fuera un acto premeditado. Sabemos que el aparato era un avión de investigación propiedad de la Fundación para la Recuperación del Medio Ambiente, dirigida por Carter Thompson como fachada para sus investigaciones sobre control climático. Agentes del FBI han ido a casa de Thompson esta mañana con una orden de registro y para interrogarlo. Minutos después de su llegada, sufrió un ataque cardíaco y un grave accidente cerebral. Todavía está vivo y aparentemente consciente, pero ha sufrido parálisis motriz y es incapaz de hablar. Está en el hospital regional, y los agentes lo están controlando tan de cerca como los médicos. Davis Lee Longstreet, que administraba una de las compañías de Carter y posiblemente estuviera al tanto del trabajo de la fundación, fue hallado en su apartamento de Nueva York hace unas horas. Aparentemente, se suicidó ingiriendo una sobredosis de medicamentos.
Kate no pudo reprimir un grito horrorizado antes de taparse la boca con la mano. Tom hizo una pausa y la miró.
—Mis condolencias, señorita Sherman. —Miró a su alrededor—. Esto nos deja con un huracán de categoría 5 a menos de trescientos kilómetros de la costa de Estados Unidos.
Todos guardaron silencio mientras Tom examinaba sus notas.
—Estamos razonablemente seguros de que ha habido injerencias externas, de carácter humano, en la tormenta, en, al menos, las últimas noventa y seis horas. Éstas han consistido en descargas de energía de uno punto cero, cuatro, cinco milímetros de frecuencia de onda de láser dirigidos al ojo del huracán. Cada uno de los episodios fue seguido de una intensificación de la tormenta. —Se sentó en su silla y miró, con aire indiferente, a todos en la habitación—. Carter Thompson trabajó para la Agencia Central de Inteligencia a fines de los sesenta y principios de los setenta como investigador meteorológico, al igual que Richard Carlisle, que fue asesinado hace aproximadamente unas cuarenta y ocho horas. El proyecto en el que se encontraban trabajando se ocupaba de la creación e intensificación de tormentas huracanadas, y tuvieron éxito al crear o aumentar la intensidad de ocho tifones en el Pacífico durante el verano de 1971, incluyendo dos que excedieron los límites inferiores de una designación de categoría 5. I ras ese éxito, un comité del Congreso los recompensó eliminando los fondos del programa y Carter se quedó sin trabajo. Uno de los miembros de aquel comité era Winslow Benson. Recientes informes de inteligencia indican que Carter Thompson estaba obsesionado con el presidente y que tenía, además, ambiciones presidenciales propias. Basándonos en eso y otros informes, hemos determinado, con una alta probabilidad, que Thompson es responsable de la intensificación de Simone y que el objetivo más probable de la tormenta es la zona noreste, previsiblemente la ciudad de Nueva York, en donde el presidente iba a dar un discurso dentro de tres días. En este momento, todo indica que esta tormenta continuará creciendo y avanzando hacia el noroeste, es decir, hacia Nueva York.
Se frotó concienzudamente la oreja. Aquel gesto provocó un hormigueo en las manos de Jake y estuvo tentado a darle un golpe. Aquel cretino estaba jugando a hacerse el duro.
—Uno de los problemas es que no sabemos cuántos aviones poseía Thompson. Si hay otros aparatos equipados para continuar con esta operación, la tormenta podría volver a intensificarse. Además, las compañías de Carter cuentan con una pequeña constelación de satélites de observación y comunicación en órbitas de baja altitud. Por lo que sabemos, podrían contar con la misma tecnología instalada en uno o más de ellos. No lo sabremos hasta que hablemos con el personal de Hyderabad, que es donde estaba su centro de operaciones.
—¿Cuál es la situación allí?
—Estamos intentando llegar sin ser vistos. Lo último que queremos es que los hindúes pongan sus manos sobre algo antes de que lleguemos nosotros. —Tom deslizó su mirada por la habitación, deteniéndose en cada uno—. El director nacional de Inteligencia quiere tomar la ofensiva en esto, lo que significa que debemos impedir otra intensificación. Creo que todos somos conscientes de que debe ser evitada a toda costa. Aunque el huracán no sobrepasara la categoría 5, si llega a Nueva York, el impacto de Katrina parecerá un día en un parque de atracciones.
—No hay nada superior a la categoría 5 —interrumpió Kate.
Tom apenas la miró.
—Ahora sí. Razón por la que me gustaría considerar algunos escenarios alternativos.
Todos permanecieron en silencio.
—¿Alternativas respecto a qué? —preguntó por fin Kate.
El agente se volvió a mirarla.
—Alternativas a un aumento de intensidad, señorita Sherman. —Luego se dirigió a Jake.
«Fantástico». Jake sintió que su ánimo decaía.
—Doctor Baxter, ¿qué se puede hacer para detener una tormenta como Simone?
—Nada —respondió Jake sin emoción—. Me refiero a que el hombre no puede hacer nada. Se ha intentado en el pasado, como echar aceite vegetal sobre la superficie del océano, o sembrando las tormentas, pero nada ha funcionado. El fenómeno natural que puede disminuir una tormenta es un frente de dirección contraria o un dramático cambio en la temperatura. Por ejemplo, si chocara con una zona de aire o agua fría, podría debilitarse, pero tendría que ser un área enorme. De otro modo, dividiría la tormenta en varias tormentas menores.
Tom se volvió a uno de los oficiales de la Armada.
—¿Podemos hacer algo así? ¿Podemos enfriar parte del océano?
El oficial ni siquiera parpadeó.
—No, señor.
Tom entrecerró los ojos.
—¿Quiere decirme que no pueden, comandante, o le da la impresión a usted de que no podemos? ¿Ha existido algún intento o se ha encargado algún estudio en ese sentido?
—No conozco ni estudios ni intento alguno, y es algo más que una impresión —respondió el comandante, apretando las mandíbulas más que antes—. Y a pesar de que dicha operación fuera una posibilidad teórica, existirían problemas logísticos. No contamos con un navío y una tripulación para sacrificar, colocándola en el camino de la tormenta. Tanto si la operación funciona como si no, sería una misión suicida para todo el personal a bordo. Además, sin haber realizado estudios previos, no sabemos qué refrigerante sería el adecuado. Una vez que ese asunto fuera decidido, tendríamos que asegurarnos de que hubiera una cantidad suficiente disponible para llevar a cabo semejante operación, y después tendríamos que fabricar el equipo para dispersarlo.
Tom se volvió a Jake.
—¿Funcionaría una bomba? ¿Podríamos bombardear la tormenta?
Jake negó con la cabeza.
—La cantidad de energía producida por un huracán de categoría 5 es inmensa. Podría suministrar suficiente energía para mantener la Costa Este iluminada durante un periodo de tiempo muy largo, si pudiéramos almacenarla. Para contrarrestar ese tipo de energía se necesitaría un explosivo atómico enorme, mayor de lo que nunca se haya fabricado, y es probable que no funcionara. Además de las obvias consecuencias para el medio ambiente y las personas.
Todos en la habitación guardaron silencio, y tras unos minutos, Jake se aclaró la garganta. Todos los ojos se posaron en él, y tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse atrás.
—¿Alguna otra cosa que añadir a la discusión? —preguntó Tom.
«Aquí se acaba mi carrera». Jake tragó saliva.
—Tengo una idea que quizás valga la pena intentar.
—Oigámosla —respondió Tom.
—Es un recurso extremo.
—No lo dudo.
Jake lo miró a los ojos.
—Durante años, los láseres fueron utilizados para dispersar la niebla durante los aterrizajes y despegues de los aviones. Hace poco que han dejado de usarse porque los nuevos generadores de calor en las cabinas los han vuelto obsoletos, pero es una tecnología probada. Ciertos láseres pueden generar suficiente calor como para evaporar las nieblas cálidas, que no es otra cosa que vapor de agua, de forma casi instantánea. Y lo que las torres de convección de un huracán absorben es vapor de agua. Si pudiéramos dirigir los láseres al ojo de la tormenta de forma lateral hacia las paredes y a muy baja altitud —próximos al nivel del mar— tal vez conseguiríamos interrumpir y debilitar el ciclo de convección. —Ninguno de los presentes dijo nada ni lo miró a los ojos, excepto Kate y Tom.
—Necesitaríamos muchos láseres —se oyó una voz al otro extremo de la mesa.
—O unos cuantos muy poderosos —rectificó Jake.
Tom lo miró, frunciendo confundido el ceño.
—Si los láseres evaporan el agua, entonces, ¿por qué Thompson utilizó láser para intensificar las tormentas?
—Lo que hizo fue como echar un cubo de gasolina en una hoguera —contestó Jake—. Disparó el láser hacia la parte superior del centro de la tormenta, en donde todo el calor latente en la columna de vapor de agua ya estaba siendo liberado en forma de energía. El golpe de calor de su láser aceleró ese proceso, creando una succión vertical en la columna de aire que ya se elevaba por el ojo. El ciclo de convección se expandió de forma dramática haciendo que la tormenta se volviera más alta, ancha y rápida. Lo que sugiero es que intentemos cortar la circulación en la base de la columna de aire, lo suficiente para desestabilizar la tormenta.
Tom lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Estás pensando en láseres instalado en aviones que volarían atravesando la tormenta, o en barcos?
—No he pensado en ello, la idea se me acaba de ocurrir. Pero ésa es una decisión que escapa a mi área de conocimiento —dijo Jake, encogiéndose de hombros.
Tom miró a un oficial escéptico con el uniforme azul de la Fuerza Aérea.
—¿Qué opina, mayor?
—Un avión no puede atravesar un huracán. Se necesitaría un aparato especial con soportes. Y no tenemos ninguno instalado con láser. Tampoco los tiene la Armada.
—¿Tenemos algo que pueda ser desplegado en esas condiciones? ¿ANT?
El comandante de la Armada parecía incómodo.
—Bueno, señor, los Peregrinos llevan láser, pero todavía están en fase experimental…
—Tendrían que ser lo suficientemente grandes y pesados para operar en el vórtice —interrumpió Jake—. ¿Con qué tipo de motor cuentan?
El oficial lo miró brevemente.
—Tiene un motor de cohete que lo eleva hasta la altitud y velocidad deseadas y luego se desprende. Los soportes se hacen cargo desde ese momento —explicó lentamente, con tono condescendiente.
Con el rabillo del ojo vio que Kate le entregaba un pedazo de papel.
«¿Quieres evaporar un huracán usando LÁSERES? Has leído demasiada ciencia ficción. A propósito, ¿qué son los ANT?».
«Aeronaves No Tripuladas. Aviones robot», escribió y le devolvió el papel.
—¿Qué tipo de láser? ¿De qué alcance? ¿Qué tamaño tienen? —exigió saber Tom.
—Ciento veinte kilos con una velocidad máxima de casi mil kilómetros por hora y un alcance de mil seiscientos kilómetros. Puede permanecer en el aire durante tres horas, pero no funciona tan bien como los otros cuando hay turbulencias.
—¿Y cuáles son los que funcionan?
—Los Depredadores, pero no tienen láser.
—Entonces no perdamos el tiempo con ellos. ¿Qué tipo de láser llevan los Peregrinos? ¿Pueden funcionar de la forma que ha descrito el doctor Baxter?
—Los láseres son infrarrojos, del mismo alcance y frecuencia de onda que los utilizados para intensificar la tormenta. Lo que ha sido sugerido podría estar dentro de su capacidad operativa —dijo fríamente el comandante—. El Peregrino realiza tareas de reconocimiento a distancia. Misiones de búsqueda y destrucción.
—No sea modesto, comandante —replicó Tom—. ¿Pueden esos láseres ocuparse de esta tormenta?
—Los láseres son muy poderosos, señor, con un radio de alcance medio y están diseñados para destruir material u otras sustancias sobrecalentándolos. Han provocado el estallido de tanques blindados en las pruebas de campo.
Jake percibió que Kate se estremecía.
—¿En cuánto tiempo?
—Menos de diez minutos.
Tom se volvió hacia Jake.
—Todo lo que necesitas es algo para producir suficiente calor para evaporar el vapor en la base de la tormenta, ¿verdad?
—Bueno, no demasiado, porque si no estaríamos ayudando a intensificar la tormenta.
—Entonces ¿absorber aire caliente y seco tendría el mismo efecto que absorber aire caliente y húmedo? —preguntó Tom irritado.
—No, un huracán necesita humedad, porque es allí donde se encuentra la energía —intervino Kate.
—Entonces enviamos unos cuantos aviones robot para cargarse la base de la tormenta, secándola. ¿Qué pasa después? —quiso saber Tom.
—En teoría, el centro de la tormenta se desintegraría y se fragmentaría. Pero podría volver a reconstituirse —explicó ella.
Tom se encogió de hombros.
—Entonces la seguiremos atacando hasta asegurarnos que no suceda.
—Me gustaría señalar que si los rayos son dirigidos hacia la atmósfera en vez de a un objetivo sólido…
Tom la interrumpió.
—Una atmósfera tan densa tiene que atenuar de modo significativo el rayo. Y en todo caso, no habrá otras naves al otro lado de la tormenta. ¿Estoy en lo cierto, comandante?
—Sí, señor.
Kate pareció encogerse en su silla. Jake apartó la vista.
—Dígame cuántos Peregrinos tenemos en la Costa Este —exigió Tom.
—Treinta.
Tom enarcó una ceja.
—¿Treinta? ¿Y dónde se encuentran?
—Frente a la costa de Nueva Jersey, en el William J. Clinton.
Jake se enderezó en su silla al oír el nombre del último de los portaaviones de nueva generación y energía nuclear. Era más grande que cualquier otro que estuviese en activo, y con tecnología más avanzada.
Se alzó otra voz.
—El Clinton ha sido enviado mar adentro, señor, por delante de la tormenta.
Tom frunció el ceño.
—¿Cuando fue botado?
—Todavía no está en servicio activo, señor. Ha permanecido allí realizando pruebas de campo de última hora y entrará en activo cuando concluyan. Está previsto que participe en las maniobras de la OTAN en septiembre.
Tom asintió, y luego, girando la cabeza, atravesó a Jake con la mirada.
—¿Qué proximidad tendrían que alcanzar?
Con una creciente sensación de temor, Jake se movió inquieto en su silla.
—¿De dónde?
—De la tormenta —respondió Tom con falsa paciencia.
Jake intentó ocultar la alarma que había aumentado su ritmo cardíaco y que le revolvía el estómago.
—Si los aviones robot tienen un alcance de mil seiscientos kilómetros, entonces supongo que ésa es la distancia…
—No —interrumpió el oficial de la Armada—. La tormenta es de cuatrocientos cincuenta kilómetros de diámetro con vientos de más de doscientos cincuenta kilómetros por hora. Dadas las condiciones, los aviones robot tendrían que ser lanzados mucho más cerca para asegurarnos de que lleguen al ojo del huracán lo más pronto posible. Tendríamos que acercarnos todo lo posible.
—¿Cuánto le llevaría al Clinton alcanzar una posición a distancia adecuada? —preguntó Tom.
El comandante tragó saliva.
—La velocidad máxima es de treinta y cinco nudos. Entre treinta y cuarenta y ocho horas, dependiendo de la dirección y velocidad de la tormenta. Pero, señor, no está oficialmente…
—Gracias a todos. Comandante, intente que el secretario de la Armada haga un hueco para reunirse con el director nacional de Inteligencia esta tarde. —Tom se puso de pie y se dirigió a Jake—. Recojan sus cosas. Los dos. —Sin darles tiempo a protestar, Tom se volvió al resto del grupo sentado a la mesa—. Necesito hacer una llamada. Vuelvo enseguida.
Tom ya había salido hacia la pequeña sala al fondo de la casa en donde la webcam estaba preparada, cuando sus palabras empezaron a causar efecto. Kate se puso de pie y lo siguió, intentando contener el pánico que se reflejaba en su rostro. Su corazón latía mucho más rápido y su respiración era mucho más agitada.
—Espere un minuto.
Él se detuvo y la miró, sin disimular su irritación.
—¿Sí?
—¿Que recoja mis cosas para ir exactamente adónde?
—Quiero que estén en ese portaaviones. Ustedes han sido los artífices de la idea y, por tanto, deben comprobar que se lleve a cabo.
Kate abrió los ojos desmesuradamente. «¿En el portaaviones?».
—Para ser exactos, la idea fue de Jake, no mía —espetó—. Soy meteoróloga. No sé nada sobre láseres. Y yo no…
—Hay gente a bordo que sabe de láseres —cortó Tom secamente—. Usted sabe de tormentas. Y, concretamente, sabe cómo se comportan las tormentas de Thompson.
—Eso no quiere decir que quiera estar en medio de una. En un barco. —Ella lo miró con fijeza—. Soy civil, por si lo ha olvidado. No me puede ordenar que haga esto.
—Ese barco tiene trescientos sesenta metros de eslora, con un desplazamiento de cincuenta toneladas, y es el barco de guerra tecnológicamente más avanzado que se haya construido nunca, señorita Sherman.
—No me importa su tamaño. Será como un corcho en una bañera frente a esa tormenta.
—Ahí es donde entra usted en juego, señorita Sherman. Me ha oído decir que no sabemos todavía si hay otros aviones en el arsenal de Thomson. Si esa tormenta aumenta, toda la Costa Este va a estar hundida en la mierda hasta el cuello. Es posible que usted pueda ayudarnos a evitarlo. Si no puedo apelar a su profesionalidad, tal vez pueda apelar a su patriotismo. Si no me equivoco, usted fue testigo de la caída de las Torres Gemelas. Y personas que usted conocía fueron víctimas del ataque. ¿Algún familiar?
Ella miró sus ojos fríos y muertos, sin aliento, como si hubiera sido golpeada no sólo emocionalmente, sino también físicamente, y asintió con lentitud. Un nudo de furia se le formó en la garganta, impidiéndole hablar, aun cuando hubiera sido capaz de encontrar las palabras.
—No se equivoque, Kate —continuó Tom en voz baja y carente de emoción—. Lo que su jefe ha hecho no es menos que el acto de terrorismo que aquellos hijos de puta cometieron hace seis años. Con la última descarga de láser, Carter Thompson ha permitido saber a todos los enemigos de Estados Unidos que el clima se ha convertido en un arma estratégica. Y les dejó claro a todos que eligió a su propio país como objetivo. Ninguno de esos puntos ha sido discutido. Todo lo que podemos hacer ahora es estropear sus planes, una opción que no tuvimos hace seis años. Y en última instancia, si usted no nos quiere ayudar, no tendrá ni casa ni padres a los que volver. —Hizo una pausa y se mordió el interior de las mejillas durante un instante, y luego volvió a mirarla—. Usted conoce mejor que yo que si esa tormenta vuelve a intensificarse antes de llegar a la masa continental, la destrucción será como la del 11 de septiembre y el Katrina a la vez. Long Island y una gran parte de Brooklyn y Queens ya están bajo el agua, así como gran parte de Lower Manhattan y Staten Island. ¿Hasta dónde quiere que llegue la destrucción tierra adentro, Kate? —Volvió a hacer una pausa—. ¿Es consciente de que la central nuclear de Indian Point, que se encuentra a cincuenta kilómetros de Manhattan fue construida para resistir vientos máximos de doscientos cincuenta kilómetros por hora? ¿Qué pasa si los vientos son más rápidos? Imagínese vientos de doscientos setenta o doscientos ochenta kilómetros por hora llevando partículas altamente radiactivas. ¿Hasta dónde llegarían? ¿Cuánta gente moriría de inmediato? ¿Y a cuántos seguiría matando, y durante cuánto tiempo?
Ella lo miró, luchando contra las lágrimas que ardían detrás de sus párpados.
—¿Y bien, Kate? ¿Debo enviarla a su casa para que se reúna con sus padres? ¿O va a ayudarme a mí y al resto de la gente que hay en esa habitación y en ese barco a detener esa maldita tormenta?
—Es usted un hijo de puta —susurró.
—¿Es eso un sí?
—Sí.
—Bien. Tiene que estar lista en quince minutos.
Jake estaba de pie en la puerta del dormitorio, viendo cómo Kate metía sus cosas en su bolsa con gestos bruscos y secos, como consecuencia de la furia que le había provocado su conversación con el Señor Diplomacia. Cuanto más tiempo permanecía en silencio, más seguro estaba Jake de que, de repente, explotaría. Lo había aprendido tras haber pasado las últimas veinticuatro horas junto a ella.
—¿Y bien? —le preguntó mientras ella cerraba la cremallera de su bolsa y agarraba las asas.
—¿Bien qué? —replicó, con los dientes tan apretados que tenían que dolerle.
—¿Qué te dijo mi marciano favorito que te hizo cambiar de idea? —La dejó pasar primero en dirección al pasillo.
—Una especie de chantaje al viejo estilo. Estoy segura de que leíste el mismo informe que él sobre mí.
—Yo nunca vi ningún informe sobre ti. Sólo le mencioné tu nombre el sábado. ¿Por qué la CIA tendría un informe sobre ti?
—Ésa es una buena pregunta. Pero él parece conocer muchas cosas sobre mí, incluyendo dónde puede tirar a dar. —Le lanzó una mirada y él vio que las lágrimas se deslizaban incontroladas por su rostro.
«Mierda».
—¿Hay algo que pueda hacer?
Ella negó con la cabeza, y luego se pasó una mano por la cara.
—No, a menos que puedas sacarme de aquí y de ese barco.
—Buque —la corrigió automáticamente—. Kate, los portaaviones son monumentales. Por lo que he oído, el Clinton tiene una tripulación de casi ocho mil personas. Créeme, tiene que ser una tormenta enorme antes de que te des cuenta de que se mueve.
—Simone es una tormenta enorme, Jake, por si lo has olvidado. —Se sonó la nariz y comenzó a revolver en su bolso—. Además, ¿cómo sabes tanto de portaaviones?
—Cuando estuve en los marines, me asignaron durante un breve periodo a uno, para realizar investigaciones.
Ella volvió a sonarse la nariz, lo miró, sin estar impresionada en absoluto.
—¿Cómo llegaremos allí?
—En helicóptero.
—Yo no vuelo —dijo ella mientras comenzaba a bajar las escaleras.
Él la siguió.
—Tendrán Dramamine a bordo.
—No dije que me ponía enferma cuando vuelo, sino que yo no vuelo —replicó.
—Bueno, no podemos ir en coche. ¿Por qué no vuelas?
Ella se sonó de nuevo la nariz antes de responder.
—La hora exacta en la que dejé de volar fue poco antes de las nueve de la mañana, el 11 de septiembre de 2001. Tuvo que ver con la imagen de unos aviones que se estrellaban contra unas torres —dijo por encima de su hombro mientras terminaba de bajar las escaleras.
—Dios mío.
—Mi cuñado trabajaba en la Torre Norte. Había llevado a mi sobrina —se llamaba Samantha y tenía seis años— a trabajar con él ese día porque se lo había pedido como regalo de cumpleaños. Mi despacho tiene vistas a las torres. De hecho, desde él podía verse la suya —explicó, con voz ahogada—. ¿Necesito continuar o te vas haciendo una idea?
—Por Dios, Kate. Lo siento. Yo no sabía…
—Bueno, Tom Taylor lo sabe —respondió—. También sabe dónde están mis padres. ¿Qué más sabe, Jake?
—No tengo ni idea —contestó al cabo de un minuto—. Pero quiere que vayamos, Kate.
—Hay muchas otras personas que pueden vigilar Simone en su nombre. ¿Por qué tenemos que ser nosotros? ¿O yo, por lo menos? Yo no trabajo para él.
—Tú y yo somos los únicos que analizamos las tormentas.
—Eso no quiere decir nada, Jake. Esta es diferente. Por un lado, se encuentra sobre el agua. Y es cien veces mayor que cualquier otra cosa que Carter haya hecho.
—Si vuelve a intensificarse…
—Si vuelve a intensificarse, estaremos todos muertos.
Jake hizo una pausa, respiró hondo y decidió romper la ley del silencio. La agarró por los hombros y la hizo que se volviera para mirarla a los ojos.
—Mira, Kate, tú sabes lo que Tom te dijo de Richard y Carter. Ellos hicieron esto hace treinta años. Pero hay más. Lo que voy a decirte es altamente confidencial. Altamente confidencial, ¿entiendes? Yo fui y revisé algunos de los huracanes más grandes o atípicos de los últimos quince años. Estoy casi seguro de que Carter tuvo algo que ver con el huracán Mitch en 1998 y con el Iván en 2004. Y posiblemente con el Katrina y el Wilma en 2005. Ese hombre está loco. —Los ojos enrojecidos de Kate y el rostro surcado por lágrimas dejaron traslucir la impresión que le había causado semejante información—. Y sospecho que Taylor piensa que tú sabes más sobre las tormentas y sobre Carter. Por eso nos quiere allí para la tormenta y, sobre todo, te quiere tener a mano.
—Quieres decir que estoy bajo custodia —dijo, con voz rota—. ¿Por qué a ninguno de vosotros os entra en la cabeza que yo no sé nada más que lo que ya os he contado?