Capítulo 28
Arrasar lentamente las pequeñas islas de las Bahamas no provocó una disminución en la intensidad de Simone, y tan pronto como su ojo regresó a aguas cálidas y más profundas, la tormenta volvió a detenerse, haciéndose más voraz cuanto más tiempo pasaba detenida. El calor tropical alimentaba la insaciable maquinara de Simone,tensando su vórtice y aumentando la rotación, lo que a su vez incrementaba la velocidad del viento y disminuía la presión barométrica.
Montañas de agua se abrieron paso por entre el oleaje, que brillaba en la oscuridad previa al amanecer como obsidiana veteada de plata. Al sumarse a la marea alta de la mañana y a la atracción de una luna menguante, el mar embravecido cayó sobre las playas de Florida y sus edificios, hiriendo a unos cuantos estúpidos en busca de emociones fuertes que se encontraban en las costas iluminadas por las estrellas. Las embarcaciones de mercancías y de placer se alejaron sin perder de vista la costa hacia el Norte, recalando en embarcaderos inusuales de los cuales nunca saldrían intactas. Los tejados se abrieron hospitalarios ante el viento, y las ventanas, sin apuntalar, temblaron. Toda superficie que trataba de frenar los movimientos del aire cargado de arena y agua pronto mostró las profundas y oscuras marcas de su inútil resistencia.
Los caminos en dirección al norte a lo largo de los cayos y de tierra firme rebosaron de nuevos escépticos, cuyo fanfarrón coraje pronto sufrió el embate del tiempo. Intentaron encontrar refugio demasiado tarde y, sin embargo, fueron testigos de la total e indiscriminada brutalidad de la naturaleza. Cientos de manos de nudillos apretados se aferraron a los volantes de sus coches, mientras que sus conductores, antes confiados, avanzaban entre la cegadora lluvia y los vientos laterales, luchando por mantener la estabilidad. A pesar de sus esfuerzos y oraciones, sus vehículos resbalaron y giraron por las carreteras inundadas por las lluvias y el agua del mar. Cientos de ojos se desorbitaron horrorizados cuando los vehículos que iban delante, detrás y a sus laterales fueron alzados y girados, algunos sobre otros coches, otros sobre los petriles, y otros sobre ellos, estrellándolos en enormes montañas como de cemento, endurecidas por la tormenta, en su descenso hacia la fracturada e hirviente superficie del estrecho de Florida.
Las poblaciones más alejadas de la línea costera miraban la creciente espiral en sus aparatos de televisión y en las pantallas de sus ordenadores, observando cómo el filo de guadaña rojo giraba enloquecido, sabiendo que lo peor aún no había tenido lugar, rezando para que no tuvieran la oportunidad de experimentarlo, pero cargando, sin embargo, sus coches con sus pertenencias.
A medida que los vientos y el mar se embravecían y fortalecían, la caprichosa Simone giró ligeramente, alejándose de la costa que disminuiría su fuerza. Habiéndose asegurado ahora de cuidados y alimentos constantes, continuó su destructiva y cansina marcha, paralela a la costa, en las aguas costeras profundas, flirteando con la humanidad como tan sólo un desastre inminente puede hacerlo, y destruyendo todo lo que se atreviera a cruzarse en su camino.