Capítulo 37
Domingo, 22 de julio, 6:40 h, DUMBO, Brooklyn.
El viaje a Nueva York empezaba a parecerle un error. Kate estaba resultando ser bastante molesta con dos malas costumbres: interrumpirlo en mitad de la conversación y hacer demasiadas preguntas. Pero las noticias sobre las investigaciones de Carter tal vez le suministraran algunas pistas.
Jake tomó el mando de la televisión y, por costumbre, zapeó por las cadenas hasta llegar al Canal del Tiempo. Uno de los muchos expertos sobre fenómenos climáticos graves, un amigo de la universidad, estaba en pantalla. Jake subió el volumen mientras observaba cómo el ratón de la pantalla trazaba un círculo rodeado de flechas en dirección contraria a las agujas del reloj sobre una mancha roja de tamaño considerable que avanzaba por la Costa Este de Estados Unidos.
—… aumentando rápidamente por la noche tras entrar en la Corriente del Golfo y ha continuado avanzando en dirección norte paralela a la costa. En estos momentos, Simone está a unos ciento setenta kilómetros frente a las costas de Richmond, Virginia. El Centro Nacional de Huracanes la ha elevado de categoría 4 a categoría 5 durante la pasada noche. Los vientos constantes soplan a doscientos kilómetros por hora, y cuenta con un compacto y muy desarrollado muro en torno al ojo de la tormenta, como puede apreciarse en pantalla. ¿Jim?
Dio paso a uno de los presentadores, que miró con expresión seria a cámara.
—Gracias, Paul. Mientras continuamos con nuestra cobertura del huracán Simone, queremos ofrecer nuestras condolencias a las familias de las veintidós personas cuyas muertes han sido atribuidas a la tormenta, y apremiamos a los habitantes de las zonas que puedan ser afectadas para que tomen las precauciones necesarias y busquen refugio. Aunque la tormenta todavía no ha tocado tierra, las bajas zonas costeras desde los cayos de Florida hasta los Outer Banks han sufrido enormes daños por los vientos y las marejadas. Washington, D.C. se encuentra bajo orden de evacuación obligatoria y las organismos de emergencias de la ciudad de Nueva York y Long Island han emitido órdenes de evacuación obligatoria para los habitantes de las Zonas Uno y Dos, y de evacuación voluntaria a los residentes de la Zona Tres y otras áreas costeras. Los habitantes de la costa de Connecticut a Boston deberán prepararse para enfrentarse a intensos vientos, altas mareas y olas que podrían superar los tres metros. Volveremos con más información sobre el huracán Simone.
Jake apretó el botón para silenciar el volumen y observó la imagen de la tormenta que aparecía sobre el logo del canal antes de que comenzaran los anuncios. El incremento era impresionante, pero todavía no estaba fuera de los parámetros de lo normal. Eso no quería decir que fuera normal, pensó con ironía, porque aquellos dementes podían haberla intensificado con sus sucios trucos. No había tenido tiempo para empezar a investigarlo antes de salir de Washington y estaba ansioso por abrir su ordenador allí mismo, pero sabía que eso sólo conduciría a que Kate le hiciese más preguntas. Ya había soportado suficientes en la última media hora. Además, la información no se marcharía a ninguna parte. Tan pronto como encontrara respuestas a sus preguntas y pudiera sacarse a Kate de encima regresaría a Washington, en donde podría bajar todos los datos y echarles una ojeada.
Se desperezó en el sofá de Kate, hizo un poco de zapeo por los canales para buscar más cobertura de la tormenta, y luego cruzó las manos y se dedicó a observar los destrozos.
Vestida pero con el cabello todavía húmedo, Kate había salido de su dormitorio, encontrándose el televisor encendido y a Jake recostado en su sofá, completamente dormido.
«¿Por qué los hombres siempre parecen tan indefensos cuando están dormidos? Incluso cuando son unos cretinos que apenas nos conocen pero, sin embargo, se entrometen en nuestras vidas sin razón aparente».
Haciendo un gesto de frustración y todavía sin saber muy bien cómo actuar ante semejante situación, sacudió su cabeza y se encaminó hacia la cocina para servirse más café. Tras echar una rápida ojeada al reloj, tomó el teléfono. Su padre ya estaría despierto. Tendría que dejar a Jake en alguna parte e ir a casa de sus padres para llevarlos a un refugio. Parecía ridículo. Ella sabía que no dejarían nunca su departamento por voluntad propia, aunque vivían a sólo dos manzanas de la playa. Su padre querría enfrentarse a la tormenta y su madre tomaría su rosario favorito y les pondría escapularios a los dos. Ninguna de las dos cosas sería capaz de desviar los vientos de doscientos kilómetros por hora o las olas de seis metros de altura.
La grave voz procedente del televisor le llamó la atención.
—Y ahora, un avance con las últimas noticias. Conectamos con Oíd Greenwich, Connecticut, en donde el meteorólogo Richard Carlisle fue hallado muerto en su jardín esta mañana…
Convencida de que no había oído bien, Kate movió con fuerza la cabeza, con los ojos fijos en la pantalla.
El rostro de Richard le sonreía desde una foto colocada a la izquierda de la rubia presentadora.
Las palabras que oía no podían ser ciertas.
—… el cuerpo de Carlisle fue descubierto a las dos de la mañana por la policía de Greenwich, que se acercó hasta su casa, alertada por un vecino que se quejaba de los ladridos de un perro. Están tratando la muerte como un homicidio. Carlisle, que vivía solo en la exclusiva zona de playa de Oíd Greenwich, era una respetada figura en la comunidad de meteorólogos y un apreciado personaje televisivo. Tenía sesenta y seis años. Pasamos ahora a otra noticia de última hora, en Oriente Próximo, durante la noche…
La taza de café se le cayó de las manos, haciéndose añicos a sus pies. Casi no se dio cuenta ni del ruido o la sensación, pero con el rabillo del ojo vio a Jake ponerse de pie de un salto desde del sofá en donde había estado durmiendo hasta hacía unos segundos. Al instante, estaba de pie a su lado.
—¿Qué sucede?
Ella se volvió a mirarlo, y aquel movimiento pareció durar una eternidad, hasta que pudo reconocer su rostro.
—Dijo que estaba muerto —murmuró. La áspera y ahogada voz no parecía ser la suya—. ¿No es eso lo que ella dijo?
—¿Quién ha muerto? Creo que deberías sentarte. Ten cuidado. El suelo está cubierto de cristales rotos —dijo Jake con suavidad, tomándola de la mano y llevándola amablemente hacia el sofá.
—No puede estar muerto.
—Aquí.
Ella sintió las manos de Jake sobre sus hombros, empujándola para sentarla, y luego cómo se doblaban sus rodillas y caía sobre los cojines. Lo miró, sintiéndose como si no fuera ella misma, como si el tiempo se hubiera transformado en algo viscoso. Era la misma sensación que la había invadido cuando vio caer las torres. No podía ser cierto.
—¿Por qué dirían que ha muerto? Cambia a otro canal. Quiero oír cuando digan que todo ha sido un lamentable un error.
—¿Quién dijeron que ha muerto? —volvió a preguntarle, con voz amable, mientras se agachaba frente a ella, mirándola a los ojos.
Ella le devolvió su mirada.
—Richard. Dijeron que Richard está muerto. Y que puede que sea un homicidio.
Jake abrió los ojos desmesuradamente y se puso de pie.
—Kate, quédate aquí. Te traeré un poco de agua.
—No tengo sed, Jake. Quiero cambiar de canal —le dijo, alzando la voz a la vez que su corazón comenzaba a latir más aceleradamente—. ¿Dónde está el mando?
Ella observó, a cámara lenta, cómo él agarraba el mando a distancia y cambiaba de canal hasta que llegó a uno de noticias en donde un periodista estaba de pie bajo la lluvia constante frente al cartel de una calle, Ford Lañe, la calle de Richard.
—Sube el volumen.
—… vivía al fondo de esta calle particular. Los vecinos llamaron a la policía a la una menos cuarto de esta madrugada para quejarse de los ladridos del perro de Carlisle, y fue entonces cuando su cuerpo fue descubierto en el jardín, aproximadamente a medio camino entre su casa y un pequeño embarcadero. Los vecinos recuerdan haber visto un coche oscuro entrar en la propiedad de Carlisle a última hora de la tarde, y un vecino informó haber oído voces procedentes de los alrededores de la propiedad de Carlisle. Según la policía, no había indicios de que las puertas hayan sido forzadas y el robo no parece haber sido el móvil. La policía ha informado también que no hay señales de lucha, sugiriendo que tal vez Carlisle conociera a su atacante. Desde Old Greenwich, Connecticut, Brian Mitchell para la CNN Noticias.
El aparato quedó en silencio y muy, muy lentamente, Kate volvió la cabeza para mirar a Jake, como entre brumas. Las lágrimas le ardían en las mejillas y un nudo le atenazaba la garganta.
—Jake…
—Lo siento. —Se arrodilló nuevamente en el suelo junto al sofá y la abrazó, mientras ella comenzaba a temblar. No estaba segura de cuánto tiempo permaneció sentada así, llorando, entre la incredulidad y el vacío de la pérdida.
—Kate —dijo Jake finalmente, susurrando a su oído—. Creo que tendrías que venir conmigo.
Ella se apartó y lo miró, secándose las mejillas con la palma de la mano.
—¿Adónde?
—A Washington —contestó él tras un momento.
—No. —Ella comenzó a apartarse, pero sus manos se cerraron con firmeza sobre sus hombros y la sacudió levemente.
—Kate, escúchame —le dijo, en voz baja y grave—. Hay gente que quiere hablar contigo sobre tu ponencia, sobre Richard y sobre lo que te podría haber dicho.
—No. Él no me dijo nada. Necesito ir a…
—Kate —dijo, autoritario, y ella lo miró fijamente, sintiendo que sus ojos se abrían frente a la intensidad de los suyos—. Kate, préstame atención. Necesitas venir conmigo a Washington. Ahora. Así que no discutas. Nueva York está bajo orden de evacuación voluntaria. Washington está bajo evacuación obligatoria, pero te llevaré hasta allí a pesar de, literalmente, tormentas y huracanes.
—Pero mis padres…
—Deja que otro se ocupe de ellos.
—No hay nadie —replicó, apartándolo con las manos.
—Tiene que haber. Un vecino, alguien.
—No, yo…
—¡Maldita sea, escúchame, Kate! No sé si tu ponencia, la muerte de Richard y esta tormenta están relacionadas, pero si lo están, corres serio peligro. —Se agachó y subió el volumen del televisor, llenando la sala con la información sobre el último pesticida, y luego acercó su boca hasta su oído—. No estoy hablando de los Boy Scouts. Estoy hablando de terroristas. Trabajo para la Agencia Central de Inteligencia. Alguien está actuando en estas tormentas, Kate. Alguien las está creando. Lo sabemos. Sólo que no sabemos quiénes son. Tú has dicho más o menos lo mismo en tu conferencia. La muerte de Richard puede haber sido un hecho violento fortuito, Kate, pero si no lo es, y si existe alguna conexión entre esas tormentas o tu ponencia, podrías ser un objetivo. Así que deja de discutir conmigo y prepara la maleta.
Domingo, 22 de julio, 7:45 h, DUMHO, Brooklyn.
Kate cerró los ojos, sin querer ver todas las luces traseras de los coches que se deslizaban delante de ellos, avanzando a paso de tortuga por el puente por el que habían paseado hacía apenas una hora.
«¿Desde cuándo los neoyorquinos prestan atención a lo que dice el alcalde o algún otro burócrata?».
—Mamá, sé que es temprano y que estás asustada —dijo Kate, con los nervios a punto de estallar, haciendo acopio de su muy escasa paciencia—. Pero esto es serio y tenemos que salir de la ciudad.
—Tu padre no quiere irse.
—No tiene opción —dijo Kate, lenta y enfáticamente—. Tenéis que iros, y ahora mismo, mientras las cosas estén en relativa calma. ¿Ves el viento? Si te parece que es fuerte ahora, dentro de doce horas será mucho peor, y en veinticuatro el agua podría subir hasta el segundo piso. No estoy bromeando, mamá. ¿Me entiendes?
—No me hables como si fuera una niña —se quejó su madre.
—Bueno, deja entonces de actuar como si lo fueras —replicó Kate—. Estoy intentando decirte que no sabemos adónde se dirigirá esta tormenta. Pero si llega a la ciudad, lo cual es muy probable, tú estarías en primera fila para recibirla. ¿Recuerdas las fotos de Nueva Orleans después del Katrina? ¿Qué no podías creer que hubiese gente que se quedara? Bueno, tú serías una de esas personas. Vives a dos manzanas de la playa.
—Tu padre…
—Dile que está loco. Dile que no tiene la botella de oxígeno adecuada para respirar bajo el agua —respondió enojada—. Tienes que subirte al coche y dirigirte a casa de tía Molly en Vermont. Lleva agua, comida y mantas, porque puede que tardéis mucho tiempo en llegar. Mantén tu móvil cargado y el tanque de gasolina lleno durante el viaje, ¿vale?
—¿Vendrás con nosotros? ¿Dónde estás? ¿Vienes para aquí?
Ella contuvo el aliento por un momento, luchando contra las lágrimas que la ahogaban.
—No, yo, eh, tengo que salir de la ciudad por un asunto de negocios.
—¿Un domingo por la mañana? No lo mencionaste la otra noche. ¿Adónde vas?
—Washington. —Cerró los ojos y esperó el grito, que llegó justo al instante.
—¿Washington? ¿D.C.? Katharine, ¿estás loca? Todos se han marchado de Washington, incluso el presidente. ¿Para qué vas hacia allí? ¿Estás sola?
Ella apartó el teléfono de su oído y le echó a Jake, que tenía los ojos fijos en la carretera, una mirada irritada.
—No, no estoy sola. Estoy con alguien del trabajo. El viaje es un asunto repentino. Estaré bien.
Jake la miró y ella hizo un gesto con los ojos.
—Creo que deberías decirle a tu jefe que está loco y venir a Vermont con nosotros.
«Al menos ya se había decidido».
—Estaré bien —repitió Kate con firmeza—. Quiero que salgas de esa casa y te pongas en camino en menos de una hora, ¿entendido? Ve a uno de esos centros de evacuación si te ves forzada a hacerlo, pero aléjate de la playa. Te llamaré dentro una hora, y será mejor que hayas emprendido ya el viaje.
—Veré qué puedo hacer con tu padre.
—Que el señor O'Neal vaya y te ayude y lo amenace con meterlo en el maletero si no quiere marcharse por sus propios medios —respondió con firmeza—. ¿Entendido?
—Le encantará oír algo así. —Hubo una larga y densa pausa al otro lado de la línea—. Katie, ¿has oído lo de Richard?
La voz de su madre era suave y dubitativa, y Kate tragó saliva para deshacerse del nudo en la garganta que intentaba ignorar. Apretó los párpados.
—Sí, lo he oído.
—Lo siento mucho, Katie.
—Gracias, mamá. —Respiró con fuerza y abrió los ojos—. Escucha, te llamo dentro de un rato, ¿vale?
—Bueno.
—Te quiero —concluyó lentamente. Al otro lado de la línea le respondió un silencio.
—Yo también te quiero, Katie. Ten cuidado.
—Lo tendré, mamá. Tú también.
Finalizó la llamada y apoyó la cabeza contra el asiento, cerró los ojos y ni siquiera intentó detener sus lágrimas.
Domingo, 22 de julio, 8:30 h, Distrito Financiero, Nueva York.
Davis Lee se detuvo delante de la puerta abierta de su despacho y miró la inesperada figura de Carter Thompson en él. Su despacho. Apretó los dientes ante aquella intromisión y tosió levemente al entrar.
El condenado de Carter ni siquiera se dio la vuelta hasta transcurridos unos segundos.
—Buenos días. No sueles ser un hombre que dé sorpresas, Carter. Pensé que nuestra reunión era a las nueve —dijo Davis Lee con soltura mientras dejaba su café Starbucks sobre la mesa y se acercaba a estrechar la mano de su jefe. Éste parecía cansado. No sólo cansado. Exhausto. Pero cuando sonrió un brillo extraño apareció en sus ojos que Davis Lee no supo interpretar.
—Buenos días. No te habré hecho madrugar demasiado, ¿verdad?
«Es domingo».
—Por supuesto que no —mintió con una sonrisa mientras se detenía junto a él—. El paisaje es más agradable cuando no llueve. Ya han avisado de la evacuación. No puedo creerlo. La tormenta no se detuvo a destrozar las Carolinas, qué pena.
—Es una gran tormenta y ésta es una ciudad grande —dijo Carter distraído.
Ambos observaron la ciudad gris, bajo la lluvia, en silencio, durante varios minutos. Los relámpagos eran espectaculares, y Davis Lee podía sentir los truenos al estallar y retumbar a su alrededor.
—Y bien, ¿qué es lo que tienes en mente, Carter? ¿Alguna cosa en particular?
—Una de nuestras meteorólogas me envió un trabajo que escribió. Parece que lo presentó en un congreso hace unos días.
Carter permanecía con las manos en los bolsillos de los pantalones, pero Davis Lee se daba cuenta por la inclinación de su cabeza de que el hombre no estaba hablando de un asunto intrascendente. Probablemente estuviera muy furioso.
—Ésa tiene que ser Kate Sherman. Es excelente en su trabajo.
—Su escrito hace que parezca que se equivocó de carrera. Debería haber sido guionista de Expediente X.
«Mierda».
—¿Conocías el trabajo? ¿Lo aprobaste? —continuó Carter. Comenzó a juguetear con las monedas en los bolsillos. Eso no era nunca una buena señal.
—Sabía que estaba escribiendo una ponencia y vi un borrador, pero no conocí la redacción final hasta que tú la recibiste. Nos la envió al mismo tiempo, después de que la aceptaran en el congreso —reconoció Davis Lee—. Nunca pensé que querría aparecer como una tonta. Es inteligente…
—Ella se presentó como nuestra meteoróloga jefe —interrumpió Carter con agudeza—, lo que parece significar que la compañía aprobó el trabajo y sus desaforadas conjeturas. No debería haberlo escrito. No debería haberse publicado. Es una pena que no lo leyeras antes de que comenzara este embrollo. Me sorprende que la prensa no lo haya comentado. Sin duda lo harán. —Carter se volvió a mirarlo con ojos helados—. Despídela. De inmediato.
«Ya tenemos suficientes problemas entre manos». Davis Lee le devolvió la mirada.
—Carter, eso es un tanto exagerado. Si te preocupa que la prensa se interese en su trabajo, ¿qué crees que harán si la despiden por haberlo escrito?
—¿Lo aprobaste por escrito?
Davis Lee separó los pies como para plantarse con firmeza y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Eso es generalmente un asunto formal, Carter. Estoy seguro de que hay algo, algún correo electrónico…
—Deshazte de ello —le dijo secamente—. Que alguien despeje su mesa, borre sus archivos y la elimine del sistema. Y después, despídela, Davis Lee. Hoy.
Las observaciones que había hecho Elle le vinieron a la memoria, cuando miraba a Carter a los ojos.
—Quiero asegurarme de que te entiendo correctamente, Carter. Kate Sherman ha trabajado para nosotros durante más de diez años, pero la despedimos porque piensas que podría haber desacreditado a la compañía por escribir una ponencia que no va a leer nadie, excepto los locos del clima. —Hizo una pausa—. Hay otros modos de resolver esto que no terminan con un juicio y titulares en los periódicos. Mierda, podríamos decirle que tiene que trasladarse a Iowa a trabajar en la sede central. Ella es una chica de Brooklyn. Renunciaría en un santiamén.
Carter no dijo nada, se limitó a seguir mirando por la ventana.
—¿Exactamente de qué tenemos miedo? —preguntó Davis Lee—. Somos una compañía privada con una reputación sólida. No veo cómo un escrito delirante repleto de hipótesis descabelladas y mala ciencia puede perjudicarnos. En todo caso, ella ha convertido su propia vida en un asunto complicado, torpedeando su próximo aumento. Kate no es un gurú demente, Carter, y francamente, no puedo creer que haya hecho esos comentarios. Es terriblemente inteligente y en general cuidadosa hasta la exageración. No quiero perderla. Déjame que hable con ella. Estoy seguro que le quedará todo muy claro.
—Harás lo que ordeno.
La furia hirvió dentro de Davis Lee mientras Carter se mantenía obstinadamente de espaldas a él.
—Muy bien, Carter. La despediré cuando la vea. Pero dejo constancia de que creo que es una mala idea. —Miró su mesa y vio una nota escrita de puño y letra de Elle.
«El hijo de puta está de pésimo humor. Hoy es tan buena oportunidad como cualquier otra».
—Hay otro asunto que es necesario discutir. —Davis Lee volvió a alzar la vista, relajando la voz, más de lo que estaba hacía apenas unos segundos—. Una asistente mía estuvo echando una mirada a tu historial, para preparar tu anuncio a una posible candidatura. Encontró algunas cosas que creo que serían difíciles de explicarle a Bill O'Reilly.
Carter se puso rígido.
—No hay nada en mi historial que necesite explicaciones.
—Por eso hice que ella lo revisara, para asegurarnos. —Hizo una pausa para tomar un sorbo de café que ni necesitaba ni deseaba, y luego colocó con cuidado el vaso de plástico sobre su mesa—. No dije que hubiera encontrado nada malo, sólo algunas cosas que podrían malinterpretarse si alguien tuviera el deseo de hacerlo. ¿Nos sentamos?
Carter ignoró la invitación, por lo que Davis Lee permaneció de pie.
—Ella descubrió dos cosas que podrían ser problemáticas. La primera fue una serie de trabajos que escribiste en la universidad y que fueron citados en algunos libros un tanto estrambóticos sobre el control climático. —Davis Lee se aseguró de mantener una expresión neutra mientras observaba cómo Carter se quedaba rígido—. La otra son unos artículos de constitución de una fundación para… —Revolvió algunos papeles en su escritorio, para crear un efecto, como si estuviera buscando algo—. Algo del medio ambiente. ¿Selvas tropicales? Y algo sobre desiertos. Con base en… ¿era en India? ¿Hay selvas tropicales en India?
Alzó la vista y vio que Carter finalmente se había dado la vuelta para ponerse frente a él. La repentina palidez en el rostro de su jefe lo alarmó, pero también le resultó gratificante.
—Esos artículos de investigación podrían parecerle algo desequilibrados al electorado, creo, así que vamos a tener que pensar en controlar un poco el daño. Tener algo preparado en caso de que tengamos que explicarlos. Pero esa fundación podría parecer algo… ¿caprichoso?
Como había previsto, Carter enrojeció profundamente ante el insulto, y Davis Lee lo interrumpió antes de que pudiera responderle.
—Tal vez no sea la palabra justa. Quiero decir que a lo mejor no tiene mucho eco entre el electorado porque no es un tema que preocupe a los estadounidenses en estos momentos. Tenemos algunos desiertos, pero son atracciones turísticas, y no contamos con selvas tropicales. —Se encogió de hombros—. Estoy pensando que podrían hacer algunas preguntas con respecto a los motivos que te han llevado a concentrar tu energía y recursos fuera del país y no dentro. Quiero decir, Buffet y Gates pueden tirar su dinero en África o en cualquier otro lugar porque no se presentan como candidatos en las elecciones. —Hizo una pausa—. Por otro lado, los esfuerzos filantrópicos de su esposa no ayudaron en mucho a John Kerry, ¿no es cierto? Así que tal vez esto no esté bien.
—Siempre he defendido el medio ambiente y no estoy avergonzado de ello. Y financiaré cualquier causa que crea que valga la pena. —La voz de Carter sonó grave y casi temblorosa por la ira, y tenía los puños apretados junto a su cuerpo cuando se dio media vuelta—. En cuanto a mis escritos de juventud, no puedo evitar que la gente me cite. Y para tu información, los esfuerzos por controlar el clima han tenido lugar desde hace cientos de años. Muchos avances significativos han tenido lugar en las últimas décadas.
«Por todos los demonios».
—Entonces eso bastará para controlar el asunto, supongo. A menos que hayas tenido algo que ver con alguno de esos avances —concluyó con un tono despreocupado en la voz.
Carter se volvió a mirarlo con la furia brillándole en la mirada.
—Sí, eso bastará para controlarlo. Y para que quede claro, no tengo intención de ser cuestionado sobre nada de esto ni por ti en este momento ni por el Congreso más adelante.
Salió del despacho, dejando a Davis Lee mirando incrédulo su retirada y los pequeños restos de hierba embarrada que se desprendían de las suelas de sus zapatos.
«En qué sitio se llena uno los zapatos de barro entre el aeropuerto de Westchester y el centro de Manhattan? ¿Y por qué demonios habría de entrometerse el Congreso?».
Domingo, 22 de julio, 15:00 h, Camp David, Maryland.
Resultaba siempre agradable dirigirse a las montañas y alejarse del pegajoso calor de Washington, pero, cuando llovía, el complejo presidencial parecía más claustrofóbico que el túnel del metro. El sonido de la lluvia cayendo sobre los árboles y el retumbar en los techos y en el suelo era incesante, y después de dos días todos se estaban poniendo de mal humor. Win, que había llegado con sus padres el sábado por la mañana, observaba al principal asesor de seguridad nacional intentar por todos los medios mantener una expresión neutra frente a la furia del presidente.
—Dime una vez más por qué esto nunca llegó al PDB —exigió saber el presidente, haciendo referencia al informe presidencial diario, un sumario de todos los asuntos de seguridad o inteligencia que afectaban a los intereses estadounidenses en todo el mundo—. Tenemos a la cuarta parte de la población en movimiento a causa del Simone ¿y el hecho de que los servicios de inteligencia piensen que la tormenta podría ser un acto terrorista no es lo suficientemente importante para ser mencionado?
—No teníamos nada concreto, señor. Había evidencias convincentes de interferencias en el clima pero…
—¿Tenemos algo en concreto ahora?
Win observó un brillo sudoroso en la frente del consejero.
—La verdad es que no.
—¿Por qué no?
—La evolución de esta tormenta no ha seguido el mismo patrón que las otras, señor presidente, hay un equipo de trabajo dedicado al caso y…
—Quiero un informe cada hora, Tucker. —El presidente concentró su atención en el escritorio y Tucker Wharton huyó de la estancia. Cuando hubo cerrado la puerta, el presidente miró a Win a los ojos—. ¿Sabías algo de esto?
Asintió.
—Estuve en la misma reunión que Tucker.
—¿Y qué piensas?
—Pienso que es una gran oportunidad, y si no estuviera amenazando Nueva York, diría que deberías sacarte algunas fotos en Charleston.
Su padre lo miró fijamente durante un minuto.
—Eres un verdadero cretino, ¿lo sabías? —dijo.
Win reaccionó limitándose a esbozar una sonrisa.
«Aprendí de los mejores».
—¿Dónde está Elle? —preguntó su padre, regresando a la mesa.
—Todavía está en Nueva York. Fui allí el viernes para hablar con ella.
—¿Y?
Win se encogió de hombros y se reclinó contra la ventana.
—Está bien. No está averiguando tanto como esperaba, pero creo que la espoleé un poco. Estoy seguro de que tendrá pronto algo para nosotros.
Su padre lo miró por encima del hombro, con evidente desprecio.
—Han dado órdenes de evacuar la ciudad. ¿Vas a sacarla de allí? Tu madre nos matará a ambos si le pasa algo.
—Sí, lo sé. La niña adorada, la hija que nunca tuvo. —Hizo un gesto con la mirada—. Elle es ya una mujer hecha y derecha y nunca ha tenido tendencia a cometer estupideces. Además el edificio está en una zona alta en el Upper East Side y construido como un tanque. Estará bien.
Su padre se volvió y lo miró de frente, ofreciéndole la misma mirada feroz que hacía que su gabinete se asustara. Por costumbre, Win se resistió a apartar la suya.
—Tú, personalmente, la enviaste allí. Y tú, personalmente, te asegurarás de que nada le suceda. ¿Entiendes? Nunca me gustó esta idea. Ella es una buena chica y la situación la desborda porque tú la metiste en ello. No voy a dejar que sufra porque tú te la quisiste sacar de encima durante un tiempo para poder follarte a esa sucia zorra europea —dijo el presidente—. La próxima vez que te pregunte por ella, espero una respuesta satisfactoria.
Justo entonces entró un asistente.
—Señor, el director del Centro Nacional de Huracanes está al teléfono.
Aburrido con la conversación y agradecido por la interrupción, Win hizo un gesto afirmativo con la cabeza a su padre y abandonó la sala.