Capítulo 2

31 de mayo, 16:57 h, costa este de Barbados.

—¿Te has saltado todas mis clases? —Richard Carlisle— meteorólogo en una importante cadena televisiva, profesor emérito del Departamento de Meteorología de Cornell y un sureño de modales en general mesurados, ya en el ocaso de su madurez— miró a su antiguo estudiante con abierta incredulidad. Se hubiera reído si su seguridad no estuviera en juego.

Echándole una ligera mirada, Richard señaló con brazo extendido al panel de cristal detrás de él. La ventana enmarcaba el infinito espacio del océano Atlántico, desde los escarpados y aserrados acantilados que caían a sus pies, sobre un horizonte casi completamente oscurecido por un amenazador cielo de media tarde. Gruesas capas de nubes cumulonimbus mamma semejaban siniestras y ondulantes cubiertas de plástico que se extendían sobre las aguas.

—En caso de que ese semestre te lo hayas pasado durmiendo, Denny, lo que ahí aparece fermentando es lo que se denomina una tormenta tropical. La velocidad media de los vientos es de noventa kilómetros por hora con rachas de hasta ciento veinte. ¿Significa eso algo para ti? —Hizo una pausa—. Permíteme que te refresque la memoria. Una persona no puede permanecer de pie ante nada más rápido que eso. ¿Y tú quieres que yo salga, allí —a una terraza— y haga una crónica? ¿Estás completamente loco?

Hubiera preferido decir algo más contundente, pero había demasiados camareros yendo y viniendo por el comedor del último piso de uno de los hoteles con vistas al mar más lujosos de Barbados, en la víspera de la temporada de huracanes. La isla, en el extremo este del Caribe y posiblemente la primera que sentiría los efectos de la estación, estaba enfrentándose a la incipiente temporada de tormentas con el típico estilo caribeño, esto es, encogiéndose de hombros.

Denny Buxton, de veinticuatro años, antiguo alumno de Richard y, en aquel momento, asistente de producción, esbozó la sonrisa idiota de quien ha visto de la vida apenas lo suficiente para no percatarse de que no ha visto nada.

—Vamos, tío. La gente del canal del tiempo lo hace. Joder, Jim Cantore está ahora en una playa, con el culo lleno de arena de aquí hasta la semana que viene. —Denny hizo una pausa—. Vale, ¿qué tal si te atamos? He visto que tienen por allí uno de esos ganchos que usan para atar las tiendas.

Richard continuó mirándolo, con expresión de incredulidad. Aquel joven era un idiota. Desgraciadamente, también tenía razón. La audiencia aumentaba cuando hacía mal tiempo, y hacer alguna locura nunca venía mal.

La estúpida sonrisa de Denny no desapareció, sino que, al contrario, se hizo más amplia.

—Quieres hacerlo. Diablos, hombre. No puedo creerlo. Vas a hacerlo. —Riendo, Denny intercambió una fuerte palmada con su cámara, que no era ni mucho mayor, ni tampoco mucho más sensato.

Richard miró por encima de su hombro hacia la pared acristalada y hacia la oscura y brillante masa de nubes cumulonimbus que se extendía en la lejanía. Las lisas nubes pileus se habían estabilizado, tal como el último informe del radar había indicado que sucedería, y la tormenta flotaba sobre el océano, amenazando con tocar tierra en cualquier momento con un torbellino de viento y lluvia cálida.

La tormenta sería rápida y feroz, y desaparecería, posiblemente, en una hora. No era muy peligrosa, pasaría por la costa, molestaría a los habitantes y asustaría mucho a los turistas, empapando a los más osados, o a los más necios, es decir, a aquellos que decidieran permanecer a la intemperie. Cuando cesara la lluvia, la isla volvería a su húmeda quietud, y el tiempo se convertiría en un suntuoso telón de fondo de la estación veraniega.

—Vamos. Demos una vuelta. Salimos en treinta minutos. —Denny y el cámara abrieron la puerta y salieron.

Richard tomó aliento resignadamente y los siguió hacia la terraza.

—Haremos el avance desde aquí. Si se pone muy feo, volvemos a entrar —gritó Denny, tratando de hacerse oír sobre ulular del viento.

—Una decisión que sólo un imbécil podría tomar —gruñó Richard por lo bajo.

Denny lo miró entrecerrando los ojos y movió los labios para preguntar «¿Qué?».

Richard sonrió cortante.

—He dicho: «Buena idea».

Denny asintió.

—Colócate allí —le gritó, señalando hacia una zona abierta que no ofrecía protección contra los elementos—. De ese modo, si te derriba el viento, no caerás por encima de la barandilla.

Sacudiendo la cabeza, Richard se dirigió a su puesto y se enfrentó al viento mientras Denny señalaba los segundos que faltaban con sus dedos. Cuando el último de los dedos del productor se cerró sobre su palma, Richard ofreció su sonrisa televisiva.

—Hola, América, desde el no muy soleado Caribe. La víspera del día de inicio oficial de la temporada de huracanes ya nos estamos preparando para un encuentro muy próximo con la segunda tormenta con nombre en lo que va del año. En lo que ya se prevé será una notable temporada de huracanes, les suministraremos un panorama aéreo de la tormenta tropical Barney desde la costa de la hermosa… —Dejó de hablar cuando vio que Denny abría los ojos como platos y se quedaba boquiabierto.

Micrófono en mano, Richard volvió la cabeza. Sintió que sus entrañas se retorcían al ver que las hinchadas y amenazadoras nubes explotaban sobre el océano con la infernal fuerza de una detonación en medio del aire. Furiosos retazos de nube se expandían en todas direcciones y las oscuras y agitadas aguas del mar estallaban en una enloquecida superficie hirviente, lanzando espuma y estrellándose de forma estruendosa contra los repentinamente pequeños acantilados y la playa que se encontraba a sus pies, a unos ciento cincuenta metros.

Más rápido de lo que su mente pudo asimilar, la cortina de viento golpeó a Richard, derribándolo al suelo y lanzándolo de cabeza contra el murete de piedra que rodeaba la terraza. Mientras perdía el conocimiento, recordó la última vez, la única vez, que había visto algo parecido a esas nubes.

En los mares del sur de China, en 1971.

Esas tormentas no habían sido agradables.

Tampoco habían sido naturales.