Capítulo 47
Lunes, 23 de julio, 23:45 h, océano Atlántico, a bordo del buque William J. Clinton.
Mientras transcurría la noche, los rostros cambiaban ocasionalmente a medida que alguno abandonaba la sala y otro entraba, pero la tensión nunca disminuía y las conversaciones nerviosas nunca aumentaban de volumen. La mayoría de las miradas estaban concentradas en las tres pantallas planas que ocupaban la más grande de las paredes. Kate parpadeó ante la imagen de radar de la tormenta en la pantalla que tenía delante de ella. Era hipnótica en su homogeneidad y lentitud, tal vez porque lo blanco oscurecía todo lo que sería habitualmente visible sobre el mapa. El perfil de la Costa Este de Estados Unidos y Canadá, las Bermudas y gran parte del Caribe aparecían dibujados sobre la cubierta de nubes.
Ella siempre había considerado que la majestuosidad de las tormentas cuando aparecían en las pantallas de radar encerraba una especie de extraña magia. Los blancos retazos en los extremos de la tormenta le parecían tan delicados, ocultando la fuerza mortal que los impulsaba y el horrible daño que causaban. Las imágenes de satélite infrarrojas, sin embargo, nunca ocultaban la furia de una tormenta.
El filo serrado de color naranja cálido, con su centro rojo y sus flamígeros bordes amarillos, giraban en dirección contraria a las agujas del reloj, como una aterradora rueda de Catherine.
El verde cubría la mayor parte del resto de la pantalla. Desde el Caribe hasta Boston, desde el este de las Bermudas hasta el valle de Ohio, las pixeladas bandas de lluvia cambiaban ligeramente mientras las observaba. Kate sabía que estaba viendo en tiempo real, lo mejor que la tecnología podía ofrecer, pero, sin embargo, tenía la sensación de verlo todo a cámara lenta. Estaba tentada a acelerarlo y llegar a su natural conclusión. Excepto que, en este caso, la natural conclusión es lo que intentaban evitar, porque significaba la muerte para, posiblemente, cientos de miles de personas, tal vez millones, si la tormenta destruía Indian Point.
Se concentró entonces en la pantalla del medio, con imágenes de una cámara montada en el vientre de un cazador de huracanes P—3 de la Fuerza Aérea, que daba vueltas a varios miles de metros sobre el nivel del mar en el ojo del huracán. La superficie del mar era brillante, un revuelto y espumoso agujero azul veteado de blanco. Los datos que continuaban llegando desde las sondas robóticas, pequeños sensores lanzados por la tripulación en la tormenta, eran desalentadores.
Los números parpadearon al recibir los datos de la última sonda.
—Maldición —dijo Jake. No gritó. Su voz, en realidad, era tranquila, pero el silencio en la sala era tan denso que casi resonó como un aullido.
—Dios mío —susurró Kate. Su garganta se cerró inconscientemente al sentir el abrazo del miedo.
La presión barométrica había caído a 883 milibares, apenas una marca por encima de la presión a nivel del mar más baja nunca medida, y los vientos en los muros circundantes al ojo de la tormenta habían alcanzado los doscientos ochenta kilómetros por hora. La temperatura del agua debajo del ojo era de alrededor de los 30°. Demasiado cálido para el medio del Atlántico. Demasiado cálido incluso para la Corriente del Golfo. Era combustible para un infierno que ya estaba fuera de control.
—Baxter. Sherman. —La voz de la capitán no reflejaba emoción alguna y eso parecía conferirle más autoridad. Se giraron hacia ella, que estaba de pie junto a una de las consolas, con su rostro serio pero impasible—. Llegó la hora del rock and roll.
Comenzó a dar órdenes con aquella voz estremecedoramente tranquila, y el nivel de actividad en la sala se intensificó cuando el personal, siguiendo un orden jerárquico, empezó a repetir las órdenes y los hombres y mujeres situados ante las consolas y monitores de la sala comenzaron a distribuir la información.
Kate estaba totalmente atónita mirando la tercera pantalla. Estaba dividida en dos imágenes casi idénticas. Se trataba de las imágenes de los dos ANT, los aviones de combate automatizados, que estaban siendo preparadas y esperaban en sus tubos de despegue. Ella había averiguado que serían tripulados por «pilotos de control de mandos» desde una base naval en California.
Se dio una orden y Kate oyó un sordo rugido mientras observaba un destello en la pantalla y después todo se volvía brumoso. Un instante después, no vio nada salvo el cielo. Un cielo sucio, gris, tormentoso. Después, las imágenes en la pantalla cambiaron. La vista de la derecha procedía del aparato teledirigido. La vista de la izquierda era una imagen infrarroja desde un satélite militar. Kate notó que alguien se movía a sus espaldas, hasta que se dio cuenta de que se trataba de la capitán.
—Se dispara con un cohete —informó—. Éste lo lleva hasta la velocidad y altura de crucero, lo conduce durante un trecho y luego lo suelta.
—Entonces, cómo…
La pregunta de Kate fue interrumpida cuando las imágenes de satélite comenzaron a cambiar con rapidez. Ella observó como casi un tercio del cuerpo del avión caía en un lento arco. Abrió los ojos con sorpresa cuando vio que las largas y estrechas alas se desplegaban lentamente a los lados. Otras alas más cortas aparecieron en un extremo del aparato junto a un motor de hélice, que se desplegó ya girando.
—Ahora funciona con energía propia. —Kate miró a la capitán, que le dedicó una fugaz sonrisa—. Creo que podríamos decir que es poesía en movimiento. Tiene casi nueve metros de largo, con alas que miden casi quince metros y transporta doscientos veinte kilos de equipo electrónico, incluyendo el láser, el combustible y el equipo de propagación. —Sacudió la cabeza—. No tengo ni idea de cómo alguien lo puede hacer funcionar, pero, maldita sea, espero que sepan lo qué están haciendo —dijo, y luego volvió hacia una de las consolas.
La pantalla dividida volvió a cambiar, y Kate observó otro despegue.
No sabía cuánto tiempo había pasado allí. La turbulencia sacudía las cámaras y la mareaba, pero las imágenes de los aviones quitaban el aliento cuando pasaban de la visión del radar que atravesaba las nubes a imágenes de alta definición a todo color, al infrarrojo, y luego volvían a comenzar la secuencia. Desde dos mil quinientos metros de altura, el mar era una agitación espumosa, blanco con vetas oscuras que desaparecían casi tan pronto como aparecían. A pesar de estar a más de doscientas cincuenta millas del ojo del huracán, los aparatos pronto se introdujeron en los frentes lluviosos de la tormenta.
—Altitud de descenso.
Como si hubiera hablado el mismísimo Dios, la voz que se oyó por los altavoces no expresaba emoción alguna mientras anunciaba las nuevas coordenadas. Al instante, Kate escuchó la orden de disparar el láser y una línea brillante irrumpió en la pantalla mostrando la imagen infrarroja. El segundo avión disparó un minuto más tarde y ambas pantallas fueron iluminadas con las potentes descargas lumínicas que brillaban entre las bandas de lluvia que giraban, dividiendo en dos el ojo del huracán.
—Mierda —murmuró Jake en voz lo suficientemente alta como para que Kate lo oyera; ella apartó, entonces, la vista de las imágenes de los aparatos y miró la imagen desde arriba, desde el cazador de huracanes, y a todos los números que parpadeaban a su lado.
—¿Qué ocurre? ¿El centro no se está calentando, verdad?
—No. No pasa nada. Absolutamente nada, maldita sea —respondió Jake tenso—. Todo está estable.
—Mierda —dijo también ella, con un pánico sordo instalándose en su ya revuelto estómago—. ¿Podemos seguir disparando? Han pasado sólo unos minutos. Finalmente tendrá que funcionar.
Jake la miró a los ojos.
—No, Kate, no es así. Tenemos dos delgados rayos de calor que pasan a través del centro de una tormenta de casi mil kilómetros de diámetro. Si funciona, será un milagro.
—Pero tiene que funcionar —dijo ella, sin que le gustara la nota de desesperación de su propia voz, pero incapaz de controlarla.
—Probaremos con dos aeronaves más. Después de eso, tendremos que abortar la misión y ponernos a cubierto. —La voz de la capitán cortó la discusión como un bisturí. Ambos se volvieron a mirarla—. Podemos permanecer otros veinte minutos, pero si nada ha cambiado, hemos de apartarnos de su paso. —Se volvió hacia el oficial a su izquierda y dio las órdenes para desplegar dos ANT adicionales. En la pantalla, los láseres ya en el aire seguían disparando en medio de la tormenta.
—Jake —murmuró Kate, intentando controlar su agitación mientras observaba los números que aparecían por encima de las imágenes del P-3—. Jake, las variables están cambiando. Mira. Creo que está comenzando.
«Ya era hora». Jake giró la cabeza, perforando la pantalla con su mirada. Y en verdad, la humedad relativa había disminuido un .03. Miró a la capitán.
—¿Cuándo pueden lanzar esos aparatos?
—Están siendo colocados en los tubos en este momento —dijo.
—Fantástico. —Volvió su mirada a las pantallas, sin confiar del todo en lo que veía.
Los números del P-3 estaban estables y permanecerían así hasta que volvieran a lanzar otra sonda, pero las borrosas figuras de los sensores menos sensibles de los aviones teledirigidos mostraban una reducción del uno por ciento de la humedad relativa mientras pasaban por las áreas que las descargas del láser acababan de barrer.
Mientras las aeronaves se aproximaban al ojo de Simone, la tensión en la sala creció como la marea de una tormenta. La turbulencia era enorme y las imágenes borrosas y casi irreconocibles. Los rayos se arqueaban salvajemente, mientras los pilotos en California luchaban para mantener el curso y la altitud estables.
—Si uno de esos rayos impacta en uno de los aviones, estamos jodidos —murmuró Jake.
Alrededor de un segundo después, el marcado acento de la voz del piloto del cazador de huracanes se escuchó por los altavoces.
—Supongo que no les importará apagar esos láseres mientras salimos —sugirió.
—Cesen el fuego mientras sacamos a los muchachos —ordenó secamente el oficial principal a cargo del armamento. Casi al instante, los rayos de los aparatos teledirigidos desaparecieron de la pantalla.
Un claro agradecimiento salió de los altavoces.
—¿Qué está pasando, Jake? —quiso saber la capitán tras un tenso segundo de silencio mientras todos observaban, y parecían sentir, a los aviones rebotando como pelotas de baloncesto.
—El muro del ojo, las bandas de viento al lado del ojo, está girando a una velocidad constante de doscientos ochenta kilómetros por hora. Las paredes del ojo son siempre los vientos más fuertes del huracán —respondió rápidamente Kate—. Se forman por la circulación más estrecha de la célula de la tormenta y son las más críticas para mantener activa la tormenta. Una vez que los aviones las crucen y entren en el ojo habrá un cese brusco de la intensidad. La velocidad del viento se reducirá en unos dos tercios. Después tendrán que cruzar el ojo hacia el otro lado.
—Entre la presión del aire y las diferencias de velocidad del viento, los aparatos caerán como piedras —la voz de Joanna era grave y baja—. O se romperán al pasar.
—Tendrán que efectuarse algunas correcciones admitió Kate mientras el primer avión atravesaba el muro de viento y lluvia hacia un cielo tan brillante que varios de los presentes en la sala se sorprendieron. Aunque podía haber sido resultado de la instantánea caída de trescientos metros que había sufrido el aparato antes de volver a elevarse. Se introdujo por el lado opuesto del ojo justo cuando entraba el segundo avión.
Segundos después, la segunda aeronave intentó penetrar la pared opuesta del ojo. Golpeando contra los vientos en un ángulo errado, se giró y se partió, explotando más violentamente que una bomba de tamaño mediano, gracias a la presión peligrosamente baja. Las esquirlas y el combustible fueron succionados por los muros del ojo y comenzaron a expandirse y a ascender en una hélice letal. Incluso un pequeño fragmento podía cortar el cuerpo metálico de un avión como un cuchillo caliente un trozo de mantequilla.
Dando las gracias por la aventura, el piloto del P—3 se elevó tanto y con tanta velocidad como le fue posible, lanzando una última sonda antes de salir del ojo.
—Bueno, creo que podemos decir con seguridad que estamos jodidos —dijo Joanna mientras el comandante de los pilotos daba la orden de que no se dispararan las nuevas aeronaves teledirigidas. Todos en la sala sabían que a partir de ese momento, los únicos datos que recibirían serían los que transmitieran los satélites y las boyas de profundidad. El reconocimiento de los cazadores de huracanes había concluido.
El oficial de armamento dio la orden de continuar con el rayo mientras la primera aeronave se movía hacia los vientos más fuertes, al frente de la tormenta. Joanna miró a Kate.
—¿Hay alguna posibilidad de que podamos traer al pajarito de vuelta?
—Si se lo puede hacer girar una vez que esté fuera de la banda externa, y acceder a otra altura, tal vez podríamos hacerlo. Los restos de la nave que explotó se elevarán y estarán en la parte superior de la tormenta, así que ir a menor altura no supondrá un riesgo, al menos de momento. Sería más efectivo que los láseres trabajaran a una menor altura, pero cuanto más abajo, peor es la turbulencia. —Kate se encogió de hombros—. A esta altura, no creo que nada pueda hacer daño.
—¿Qué supone otra aeronave de ocho millones de dólares, verdad? —fue la seca respuesta mientras la capitán Smith se volvía a sus oficiales.
Jake concentró su atención en la imagen de satélite y en la enorme superficie blanca y giratoria que cubría la pantalla.
Martes, 24 de julio, 12:15 h, una «casa segura» de la CIA en una zona rural de Virginia del Norte.
Las noticias del portaaviones no eran buenas. La atmósfera en la casa era bastante opresiva, en más de un sentido. El aire acondicionado había sido apagado hacía veinticuatro horas; el generador era utilizado exclusivamente para los ordenadores y los equipos de comunicación. La tensión era asfixiante. Casi era preferible salir a la tormenta en busca de algo de aire fresco y soledad, aunque pudiera significar la muerte. Y eso fue exactamente lo que hizo Tom Taylor.
La puerta no había sido todavía cerrada a sus espaldas cuando vio la llama de un fósforo, atravesando la oscuridad a su izquierda.
—Mierda.
La voz de la mujer fue el eco de sus propios pensamientos.
Puesto que Kate estaba a bordo del portaaviones y Candy estaba dentro, eso significaba que su acompañante era la franca y poco agradable coronel Brannigan.
—Yo también la saludo —dijo secamente.
—Créalo o no, ese comentario no iba dirigido a usted —fue la respuesta igualmente cortante—. Es mi último cigarrillo y una gota de lluvia acaba de caer sobre él.
—De todos modos no debería fumar.
Su silencio, demasiado elocuente, estaba cargado de una furia que ella se abstuvo de utilizar.
—Lo dejé durante ocho años pero volví a fumar después de conocerlo a usted. Tengo la sensación de que, en caso de que me vaya a morir en los próximos días, no será por uno de éstos.
Encendió otro fósforo, seguido, segundos después, por la primera bocanada con olor a tabaco, y segundos después, un suave suspiro, casi erótico, con el trasfondo de la noche oscura, el aullido viento y las fuertes lluvias.
Se quedaron allí de pie, en incómodo silencio durante unos momentos.
—¿Cómo está Carter? —preguntó ella.
—Le ha dado un ataque.
—Sí, ya me he enterado. ¿Ha muerto?
—No. Está consciente pero no coopera.
La mujer, irritada, soltó una bocanada de humo.
—¿Qué quiere decir eso?
El maldito imbécil permanecía en silencio.
El se volvió para mirarla.
—Quiere decir que cuando le hicimos preguntas para determinar su capacidad mental, respondió adecuadamente, parpadeando, pero cuando los agentes del FBI comenzaron a preguntarle sobre la fundación, el avión y las tormentas, simplemente cerró los ojos.
—Tal vez se quedó dormido.
—No se quedó dormido. Está negándose a cooperar —respondió Tom, sin inflexión en la voz.
Durante algunos minutos más, el silencio volvió a reinar entre ellos mientras permanecían de pie uno junto al otro bajo el pequeño alero de la puerta trasera.
—¿Se da cuenta, verdad, de que usted tiene por lo menos tanta culpa como él por lo que está pasando ahora?
Él giró la cabeza para mirarla a los ojos, que estaban encendidos con claro desprecio. Era una mirada que estaba acostumbrado a recibir, así que no le molestó. Pero sí sus palabras.
—¿Perdón?
—He dicho que usted comparte la culpa por Simone. Usted jugó estúpidamente con la corriente en chorro a causa del mismo complejo de Dios que llevó a Carter Thompson a hacer hervir las aguas del océano.
Sintió que se apretaban sus mandíbulas mientras la ira lo atravesaba, pero no respondió hasta que se pudo controlar.
—A veces las cosas tienen que empeorar mucho antes de que mejoren, coronel. Al haber pasado toda su carrera militar detrás de un escritorio mirando mapas meteorológicos, tal vez no sepa qué significa tener la vida de una persona en sus manos, y mucho menos la de millones, así que sólo le diré esto: jamás vuelva a cometer el error de asociarme con un terrorista. No tiene ni la más remota idea de qué hago o por qué lo hago.
—Ni me interesa saberlo, señor Taylor. Estoy segura de que su experiencia incluye muchos asuntos sórdidos, como interrogatorios…
—Se equivoca, coronel. Nunca interrogué a nadie. ¿Sabe a quiénes eligen para ser interrogadores? —respondió. Su voz, una vez más, sonó fría y despreocupada—. A las cobardes que no pueden hacerse cargo del trabajo verdaderamente sucio.
Ella lo miró lo suficientemente asombrada y ofendida, así que él fue directamente a por ella.
—Su nombre de pila es Patricia, ¿verdad?
Ella asintió.
—Era el nombre de mi esposa.
—¿Qué es esto, una confesión de trinchera? —preguntó ella, apartando la mirada y dando una última y prolongada calada a su cigarrillo. Sus manos habían adquirido un ligero temblor en los últimos diez segundos.
—Tal vez. —Hizo una pausa—. En realidad me importa poco si le caigo bien a usted o a cualquier otra persona o si me respeta a mí o a mi trabajo, pero me ofende que me llamen terrorista.
Ella asintió.
—Ya lo ha dejado claro.
—No. Me parece que no. —Se volvió hacia ella, cruzando los brazos sobre el pecho—. Trabajé para la Agencia durante veintiséis años y después me retiré. Abrí un pequeño negocio, una mueblería, en donde hacía reproducciones de muebles li.nn esc. de época. —Observó cómo enarcaba las cejas—. Siempre he sido bastante manitas, coronel. Pero un día, se me cayó una de las herramientas, haciéndome un feo corte. La enfermera de guardia en la sala de urgencias fue la persona más amable que haya conocido nunca. Nunca me hizo preguntas, me aceptó como era. Me casé con ella a los tres meses. Tuvimos dos hijos.
—Déjeme adivinar. ¿Después lo abandonó? —Su tono era sarcàstico, pero su voz se había vuelto algo ronca.
—Sí lo hizo. Estábamos de vacaciones en la casa de verano de su familia, en Martha's Vineyard. Me fui antes para terminar un trabajo para un cliente. Patricia y los chicos debían llegar a casa dos días después, pero su avión fue desviado hacia la Torre Sur del World Trade Center. —Su respiración entrecortada fue seguida de un sollozo ahogado—. Unos días después, mi antiguo jefe me llamó y me preguntó si quería volver a echar una mano. Y aquí estoy. —Hizo una pausa y la vio sumergirse en un mar de emociones encontradas.
—Lo siento, señor Taylor. Lamento mucho su pérdida, en serio —dijo ella, buscando las palabras adecuadas.
—Gracias, coronel Brannigan. —Se dio la vuelta para mirar a la tormenta.
Sólo cuando ella entró y oyó la puerta cerrarse a sus espaldas, se permitió una sonrisa amarga.
Martes, 24 de julio, 12:40 h, océano Atlántico, a bordo del buque William J. Clinton.
Kate siguió a Jake al despacho de la capitán. Era más agradable que cualquier otra sala que hubiera visto en el barco, con paneles de madera, muebles que parecían adquiridos en Ethan Allen y una alfombra mullida. Estaba, sin embargo, llena de gente. El contralmirante y la capitán ya se encontraban allí, así como otros oficiales, algunos de lo cuales ya le habían presentado y otros no, y un civil, que, claramente, no estaba pasando un buen día.
La capitán Smith se volvió a Jack y a Kate y les pidió —o mejor dicho, les ordenó— que se sentaran.
—Los aviones teledirigidos no han funcionado, y eso es todo lo que tenemos autorización para hacer —anunció ella sin preámbulos—. No quiero poner mi barco a prueba manteniéndolo cerca de la tormenta sin un buen motivo. —Hizo una pausa—. El contralmirante y yo hemos estado en contacto con el secretario de defensa y hemos recibido autorización para utilizar una nueva arma que tenemos a bordo para pruebas de campo. —Miró al civil—. Doctor Przypek, éstos son Jake Baxter y Kate Sherman, los meteorólogos de los que le hablé. ¿Podría explicarles rápidamente cómo funciona el arma?
El hombre se adelantó, claramente fuera de su ambiente. Bajo, grueso y con descuidados cabellos oscuros que necesitaban algo más que un corte, vestía un ajado polo azul con un indescifrable logotipo en la pechera, vaqueros gastados y zapatillas.
—Hola, soy Kevin. —Se aclaró la voz y continuó—. El arma se llama Propagador de Luz de Energía de Alta Intensidad Endoatmosférica y Núcleo Helado, o PLEAIENH. Lo llamamos, «Infierno helado», dijo con una sonrisa triste que a Kate le resultó extraña en aquel rostro de cachorro—. Lanza un rayo de partículas heladas a un blanco aéreo, congelándolo al instante.
Kate se le quedó mirando. Jake, tras un minuto, se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Tal vez debería darnos una explicación más detallada. Suena demasiado a lo que hemos intentado hacer, excepto que usa frío en vez de calor.
El hombre se rió. El resto de los ocupantes de la sala permanecieron silenciosos y tensos.
—No es un láser. El rayo está compuesto de partículas subatómicas denominadas pryzpeks. Yo las descubrí, por eso llevan mi nombre. Existen sólo a temperaturas que rondan los 85° Kelvin, lo cual es bastante frío. ¿Han visto ese gran objeto redondo rodeando la nave a nivel del agua? Parece una llanta metálica —preguntó, con una sonrisa esperanzada en el rostro.
«Este tío esta chiflado». Kate negó con la cabeza, y Jake hizo lo mismo.
—Oh. —El desconsuelo del académico era tan evidente que si no hubieran estado en una situación tan tensa, Kate supo que ella se habría reído.
—Bueno, ése es el acelerador que las produce. —Volvió a detenerse, encogiéndose de hombros—. Tratando de resumir una larga historia, cuando las partículas se juntan y tenemos una masa suficiente, podemos lanzarlas desde un cañón y dispararlas a través de la atmósfera hacia un objetivo.
—¿No se calientan al entrar en contacto con el aire? —preguntó Jake con un tono de voz ligeramente más agudo de lo estrictamente necesario.
Kevin frunció levemente el ceño.
—Bueno, sí, algunas se calientan. Las partículas de las capas exteriores del rayo se degradan. Pero como las partículas viajan a la velocidad de la luz, pueden alcanzar el objetivo antes que cualquier calor apreciable atenúe su centro, el cual es notablemente más denso que las capas externas. Cuando el centro da en el blanco —normalmente el motor sobrecalentado de un cohete o avión— las partículas lo congelan instantáneamente y éste se cae. Y suele explotar, además. —Se encogió de hombros—. Sin calor, no hay amenaza.
Kate se aclaró la voz.
—¿Entonces vamos a apuntar este rayo al huracán?
Kevin la miró.
—Bueno, sí y no. El cañón es poderoso, pero es un instrumento de precisión. Su apertura es bastante reducida, sólo cinco centímetros de diámetro, y el cañón tiene que estar en una posición fija cuando se lo dispara. Así que uno tiene que apuntar a algo más específico que «el huracán».
—¿Como qué? —resopló Jake—. No hay nada constante en una tormenta ciclónica. Es inestable y está, por definición, en movimiento constante.
—¿Qué distancia puede cubrir? —preguntó Kate, ignorando la pregunta de Jake.
—Está diseñado para combates a corta distancia, hasta el horizonte, pero no más allá. Su alcance es de unos veinticinco kilómetros aproximadamente. Depende de las condiciones ambientales. Es decir, en el espacio, estamos hablando de…
—¿Y a nivel del mar? —interrumpió Jake con brusquedad—. En una atmósfera turbulenta y caldeada, con mucho vapor de agua, ¿rebotaría?
—Rebotarían —corrigió el hombre—. No, las partículas no rebotarían, pero como usted ha sugerido, la densidad de la atmósfera que el rayo atraviesa aumentará el porcentaje de atenuación. Deberíamos estar tan cerca como sea posible del blanco.
—¿Y ése sería el ojo? —preguntó la capitán.
El físico se encogió de hombros.
—Esa decisión es suya.
—El centro mismo de la tormenta —dijo Jake—. El punto de convección, en la cúspide…
—¿Y qué hay del agua? —preguntó Kate. Todas las miradas se dirigieron a ella.
—¿El agua? —repitió la capitán incrédula—. ¿Lo que hace que el barco flote? ¿Usted quiere congelar eso?
Kate la miró a los ojos.
—Un rayo de cinco centímetros de diámetro apuntando a un ojo de unos cuantos kilómetros de diámetro no puede causar demasiado daño. Es una suposición.
—Hay algo de verdad en lo que dice. —Todos miraron al físico—. Los sensores y los programas en los que se basa el arma buscan señales infrarrojas de alta velocidad. Aunque la fuerza de una tormenta ciclónica libera mucho calor, no creo que sea el blanco ideal. El rayo, como dije, es estrecho. Está diseñado para dar en blancos relativamente pequeños, por eso tal vez no podría crear un efecto suficiente para detener el ciclo de convección, ni siquiera para desestabilizarlo.
—Cualquier esfuerzo por desestabilizarlo debe tener lugar en una zona tan baja como sea posible en la tormenta, tan cerca de su fuente de alimentación como podamos. Eso es lo que intentamos hacer con las aeronaves teledirigidas, ¿verdad? detener la construcción de las torres de convección, ¿no es así? Bueno, esto podría ser todavía mejor. Si no hay nada que suba por las tuberías, entonces las torres de convección se desmoronarían. —Kate se volvió hacia el científico que ahora sonreía—. ¿Puede apuntarla hacia el agua?
—Nunca lo hemos probado, pero no veo por qué no podemos intentarlo. El frío se esparciría, pero no estoy seguro de la dirección.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, puede ser a lo largo de la superficie, o hacia abajo en la columna de agua. Supongo que cualquiera de las dos serviría, ¿no es cierto?
—A ver —interrumpió la capitán—. ¿Va a funcionar? Porque o intentamos eso de inmediato o en caso contrario tendremos que salir a toda velocidad de este lugar. —Miró al científico, a Kate y a Jake—. ¿Qué opinan?
—Creo que no nos queda más alternativa que probarlo —respondió Jake.
—¿Cuándo pueden tenerlo preparado? —preguntó la capitán.
—Dentro de treinta y cinco minutos —respondió el oficial de armamento—. El acelerador ha estado listo desde que partimos de Dover.
La capitán se volvió hacia ellos y los miró de una forma que, sin duda, le había servido para conseguir su puesto.
—Mejor será que esto funcione.
Había un claro movimiento en el barco, y Kate deseó no haber tenido la posibilidad de aceptar estar en la sala de controles de paredes acristaladas en «la isla», el centro de mando que se elevaba varios pisos por encima de la cubierta del portaaviones. Habitualmente, era utilizada para supervisar las operaciones de vuelo, pero el equipo de aviación había cedido su espacio, y ella, Jake, Kevin y la capitán se encontraban allí para supervisar la primera actuación del «Infierno helado».
—¿Está seguro de que el cañón no se va a desprender y venir hacia nosotros y matarnos? —susurró Kate a Kevin mientras estaba de pie junto a él, que se encontraba sentado delante de la terminal de un ordenador.
Kevin, Jake y la capitán la miraron, con expresiones que oscilaban entre la ironía y la exasperación.
—Ese bebé está construido para presentar batalla. Nada lo va a arrancar de cubierta. Además tiene un perfil muy bajo. Se eleva sólo unos pocos metros. Todo tiene que permanecer tremendamente frío.
—No se nos caen muchas cosas por la borda, Kate. Tal vez uno que otro escéptico —comentó secamente la capitán Smith, para luego desviar su mirada hacia los múltiples monitores colocados ante ellos.
La furia de la tormenta había aumentado a un punto tal que había sobrepasado lo que constituía una categoría 6 o más en la escala de Saffir-Simpson —si llegan a existir semejantes categorías—. Su presión era más baja, la velocidad de los vientos mayor, su avance más veloz y el ojo más concentrado que cualquier otra tormenta de la historia. Y seguía su avance inexorable hacia la costa de Nueva York.
—Bueno, creo que es hora de empezar la función —dijo Kevin, deteniendo sus dedos sobre el teclado por primera vez en, al menos, media hora.
Jake lo miró.
—¿Crees que ha llegado la hora?
Kevin sonrió.
—En efecto. Es hora de empezar.
La sala de control, donde se había estado trabajando bajo un intenso murmullo, quedó en silencio.
—Necesitamos el cañón sobre cubierta —dijo la capitán, y la orden fue repetida por un marino uniformado sentado en una consola ubicada de espaldas a cubierta.
—Sube el cañón —anunció el marinero un momento después.
En el extremo de la cubierta, Kate vio que parte del suelo se deslizaba y una caja cuadrada y de aspecto pesado se alzaba en su lugar.
—¿Ése es el cañón? —preguntó.
—La parte de atrás —respondió Kevin con orgullo en su voz mientras sus dedos comenzaban nuevamente a volar sobre el teclado.
—¿Es esto alguna especie de broma? —dijo la capitán con un tono que dejó a todos petrificados. Kate se volvió para mirarla, con el corazón latiéndole aceleradamente.
El rostro de la capitán había empalidecido y sus ojos echaban fuego en dirección al marinero de rostro serio que le acababa de entregar un papel.
—No, señora.
La capitán descansó su mirada en el rostro de Kate, para luego pasar al de Jake y al de Kevin.
—La Estatua de la Libertad ha caído hace cuatro minutos. —Tragó saliva y miró fijamente a Kevin—. Haga que esto funcione. Haga que esto funcione.
Después de unos segundos, el físico se volvió en silencio hacia su tablero de mandos. Su voz temblaba visiblemente.
—Se está abriendo la apertura —anunció—. Apuntando tres grados sobre el horizonte. Tres, dos, uno. Fuego.
Un rayo translúcido de un azul plateado salió hacia el infinito a unos seis metros por encima de la proa, congelándolo todo a su paso. Las olas, de no menos de treinta metros de altura, se congelaban a la mitad, enviando enormes trozos de hielo a estrellarse contra la cubierta en el irrefrenable instante del movimiento de agua que los rodeaba. Trozos sólidos de agua blanca de decenas de metros de longitud saltaban por el aire, rebotando sobre la cubierta, aplastando todo lo que cruzara su camino. Kate se agachó cuando uno de ellos llegó volando hacia «la isla» y se estrelló contra la gruesa ventana de plexiglás en el piso inferior al que se encontraban.
—Dios Todopoderoso, miren eso —gritó Jake, y Kate y Joanna se acercaron a él. Las imágenes de satélite infrarrojas de alta definición mostraban vistas panorámicas y de cerca de la tormenta. Kate pasó de una a la otra. El foco panorámico mostraba una gruesa línea azul que cortaba el corazón rojo vivo de la tormenta y continuaba ciento cincuenta kilómetros sobre el mar, hasta volverse verde y luego desaparecer de la pantalla. El foco cercano mostraba sólo el ojo de la tormenta, divido por el azul con verdes y amarillos radiando en todas direcciones.
Después de un minuto de reverente, o tal vez incrédulo silencio, la línea azul desapareció de la pantalla y todos los ojos se volvieron a Kevin.
—¿Qué? —preguntó todavía temblando.
—¿Adónde ha ido? ¿Por qué lo ha apagado? —quiso saber Jake.
Kevin lo miró como si estuviera loco.
—Ha durado más de lo que se supone debía durar. Es del tipo apuntar y apretar.
—Bueno, vuelva a cargarlo —exigió Jake.
Kevin frunció el ceño.
—Bueno… no podemos.
—¿No podemos? —repitió Jake, prácticamente ladrando—. Ese único rayo no es suficiente, amigo. Tiene que volver a hacerlo.
Kevin parecía levemente azorado.
—Estamos hablando de partículas subatómicas, no bombas o balas. Uno no va al polvorín a buscar unas cuantas más.
—¿Qué hacemos?
Parecía sorprendido por la pregunta.
—Se crean en un acelerador de partículas. Lleva… lleva su tiempo.
—Dijo que había uno a bordo. Vamos, Kevin…
—Lo hay, pero no es una tostadora, Jake. Es…
—Jake, deja de comportarte como un asno —le dijo Kate, agarrándolo por un hombro—. Echa un vistazo a la pantalla. Ha funcionado.
—¿Ha funcionado? —Kevin saltó y casi tropieza con las prisas de llegar al monitor.
El azul había desaparecido por completo, y aunque el calor residual de la tormenta se había reagrupado, intentando restablecer el equilibro y volver a dar energía al eje, la maquinaria de Simone había sido seriamente desestabilizada.
El silencio en la sala era palpable, roto sólo por los ocasionales bloques de hielo que caían sobre cubierta.
—¿Se mantendrá? —La pregunta de la capitán fue tranquila, pero su voz estaba marcada por la emoción.
Jake se volvió hacia ella.
—Es demasiado pronto para saberlo. Pero, si baja la temperatura, los vientos disminuirán. ¿Podemos enviar más aviones teledirigidos para atacar las torres más pequeñas antes que puedan reconstituirse? Los restos del anterior ya deben de haber desaparecido a estas alturas.
La capitán tragó saliva visiblemente, manteniendo su rostro más o menos inexpresivo, luego asintió y dio la orden de comenzar a preparar las aeronaves para su despegue. Después entregó el mando al oficial ejecutivo y se retiró.
Kate la encontró en la cabina de oficiales unos minutos más tarde, pálida, temblorosa, salpicándose el rostro con agua y enjuagándose la boca.
—Ha hecho usted un trabajo estupendo, capitán —dijo Kate con suavidad.
Inclinándose sobre el lavabo, e intentando mantener su rostro terriblemente pálido sin dar señales de emoción alguna, Joanna Smith la miró.
—Me alegra que piense así. Pero no creo que la Armada lo considere igual. Se limitarán a señalar que puse a ocho mil personas en peligro y causé millones de dólares en daños a mi buque. Me retirarán del mando antes de que me lo hayan otorgado.
—Nadie en este barco ha salido herido, Joanna. Ha salvado millones de vidas.
La capitán se obligó a sonreír.
Tomando una decisión instantánea que podía causarle muchos problemas, Kate cruzó los brazos sobre su pecho y miró a la capitán a los ojos.
—¿Sabía que la tormenta había sido creada artificialmente y que el objetivo era la central nuclear de Indian Point? Bueno, pues es cierto. Así que a la mierda con lo que diga la Armada. Usted es una heroína.
Abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Se suponía que usted tenía que informarme de eso?
Kate se encogió de hombros.
—Lo dudo, pero si usted se lo dice a alguien, le diré a su tripulación que la encontré vomitando.
El comentario logró una auténtica aunque exhausta sonrisa por parte de la capitana.
—¿Si le digo qué a quién?
—No la he visto a usted —respondió Kate con un saludo bastante torpe.
Cuando Kate regresó a cubierta, mucha de la tensión se había apagado. Aunque Simone seguía siendo peligrosa, el definido y claro diseño ciclónico que había definido a la tormenta en la pantalla había sido seriamente distorsionado. Los vientos eran todavía lo suficientemente fuertes para causar daños serios y las olas seguían estrellándose contra la proa, que se encontraba a muchos metros por encima de la línea de flotación, con la misma furia, pero en las pantallas el centro de la turbulencia era naranja con mucho de amarillo en vez de rojo brillante.
Jake y Kevin seguían centrados en una controlada discusión sobre la conveniencia de bombardear lo que quedaba de la tormenta.
—Eh, demonios, tomaos un respiro —dijo Kate, dándole un golpecito en el brazo a Jake e indicándole con la cabeza que alzara la vista hacia donde ella estaba mirando.
Alguien había conectado una pantalla al satélite del Departamento de Defensa que estaba enfocado sobre el Distrito Financiero de Nueva York. En silencio y asombrado espanto, la gente a bordo del Clinton vio la devastación que había asolado el centro de las finanzas mundiales que había vibrado con fuerza apenas unos días atrás. Los rascacielos se elevaban de entre aguas que no descenderían hasta pasados varios días. A Kate le cosió un buen rato reconocer la enorme superficie de agua en el lugar donde se había alzado el World Trade Center. Y después su mirada se deslizó hacia la parte superior de la pantalla, en donde un brazo sosteniendo una antorcha se elevaba entre la revuelta corriente del río Hudson.
—Santa Madre de Dios —exclamó Kate mientras las imágenes se volvían borrosas a causa de las lágrimas. Sintió el cálido peso del brazo de Jake descansando contra su hombro, mientras la atraía hacia él.
—Es la última vez, Kate —le susurró junto a su oído, y ella no pudo distinguir si su voz también temblaba—. Es la última vez que alguien tendrá que ver o vivir esta experiencia. Hemos ganado.