Capítulo 33
Desde su ubicación a veinticinco kilómetros de la próspera y poblada costa de Georgia, Simone estaba haciendo visible su presencia. Vientos huracanados barrían las islas más cercanas, cambiando su geografía, arrancando los cultivos plantados con esmero, achatando las dunas y demoliendo las enormes casas frente al mar. Los muros de hormigón eran pulverizados para volver a sus humildes orígenes, reducidos a montones de fragmentos de conchas y cemento. Automóviles sin conductor se deslizaban por las carreteras inundadas. Las furiosas aguas se metían por debajo de las puertas y por las terrazas, dejándolas cubiertas con los retorcidos despojos de los jardines destruidos y de la vanidad humana.
Los únicos objetos que se movían por propia voluntad eran las furgonetas de brillantes logotipos de las agencias de noticias. Recorrían las zonas devastadas, no en busca de supervivientes sino con el único objeto de alimentar el voraz apetito de los habitantes de otros lugares, más secos. Una de ellas se detuvo frente a una mansión antes hermosa y que ahora presentaba sus persianas desencajadas, colgando enfermizas de los pararrayos que sobresalían de los destrozados tejados.
Con cuidado, una mujer joven salió de una furgoneta, con su anorak amarillo brillante apretado contra el cuerpo, los hombros y la cabeza bajos para enfrentarse al viento. A pocos pasos de distancia del vehículo, se detuvo y se dio la vuelta, recostándose contra una columna de ladrillos de colores claros que alguna vez había sostenido el portal de acceso a la casa.
Cuando dio la señal, la puerta de la camioneta se abrió y una figura vestida de modo similar bajó de ella; la cámara sobre su hombro, pesada y protegida, disminuyendo su ya escasa estabilidad. La pequeña antena de satélite en el techo de la furgoneta comenzó a girar con lentitud, y a su indicación, la mujer acercó el micrófono a su rostro, se apartó la capucha y comenzó a hablar, intentando hacerse oír por encima del viento.
El viento le golpeó la cara, el agua le entró en los ojos y la arena y tierra en los oídos, en la nariz, en la boca, en la piel. Un rayo hizo estruendoso contacto con la antena, derribando hacia un lado la furgoneta sobre el cámara. La cámara se deslizó hasta los pies de la mujer, con el agua fluyendo enrojecida a su paso. Sus gritos no se oyeron en la oscura mañana, mientras ella corría hacia el vehículo que ahora comenzaba a desplazarse bajo la fuerza del viento, dejando pulposos restos humanos esparcidos en charcos sobre el asfalto. La antena del satélite se desprendió y voló hacia los árboles, descansando en precario equilibrio en medio de una maraña de ramas retorcidas.
La puerta del copiloto, ahora apuntando hacia el cielo, se abrió, y una mujer joven y aturdida, salió arrastrándose, mirando a su alrededor. Dio un torpe salto para aterrizar en el duro asfalto de la calle. La primera chica la ayudó a ponerse de pie, y agarradas de la mano comenzaron a correr hacia el relativo refugio que ofrecía la casa destruida. A unos pocos pasos, la mujer de la camiseta y con la cabeza descubierta —seguramente la productora— se soltó y corrió hacia la columna. Se agachó a recoger la cámara, se aseguró de que la luz roja seguía encendida y volvió a toda velocidad hacia donde estaba su colega.
Al acercarse, un golpe de viento hizo que el borde del anorak de la reportera se inflara, llenándolo de aire e hinchándolo como una vela. Incapaz de oponer resistencia o de desinflarlo, la periodista tropezó mientras el viento la obligaba a ponerse en movimiento. Un momento después, la mujer volaba, mientras sus horrorizados gritos se perdían en el viento y su rostro aterrado era capturado por la cámara.
El mástil de la antena de la furgoneta, doblado en un inútil ángulo, la detuvo antes de que su cuerpo pudiera elevarse demasiado sobre el suelo. Empalada, se calló de inmediato. Sus brazos y piernas exánimes y sin vida ondeaban a merced del viento, retorciendo su cuerpo. Temblando y vomitando, la productora se alejó, apagó la cámara y cruzó el anegado jardín hasta la casa, abierta ante la tormenta. Encontró una escalera, buscó refugio debajo de ella y se sentó, tembló y rezó.