Capítulo 17

Viernes, 13 de julio, 13:00 h, en las afueras de Puerto Príncipe, Haití.

Raoul Patterson se adentró en la pequeña y sucia barraca, con su habitual paso militar, confiado, aún más afectado por la furia que ardía bajo su calma aparente. Había despertado con una llamada no planificada a Jimmy «Tiger» Strathan, un ex piloto militar de los Estados Unidos, que, cuando se encontraba de camino hacia su segunda estancia en Irak, decidió que no le agradaba que lo utilizaran de blanco o que no le pagaran adecuadamente para que lo hicieran. Tiger se había desentendido por sí solo de sus obligaciones, se había marchado de su país y convertido en mercenario, recorriendo América Central y el Caribe hasta terminar en Puerto Príncipe, Haití, en donde Raoul se lo había encontrado hacía cuatro días.

Aunque el mayor Patterson, retirado de la RAF, no toleraba a los desertores, sentía un gran respeto por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y por el entrenamiento que daba a sus pilotos. Y los mercenarios no siempre podían permitirse el lujo de elegir. Había contratado a Tiger de inmediato, sabiendo que había grandes probabilidades de estar cometiendo un error.

Por eso, haber comprobado, de hecho, como Tiger agotaba su escasa inteligencia no le había causado ninguna sorpresa. Que hubiera necesitado únicamente unos cuantos días en aquel agujero de mierda del Caribe para completar la transformación, sí lo había sido.

La causa no era ni la humedad ni el calor, aunque ambos eran infernales. Y dadas las no demasiado latentes tendencias sociópatas de Tiger, tampoco se trataba del trabajo. Realizar vuelos de prueba para la fundación, algo que no era más que una fachada para un proyecto de investigación y desarrollo completamente ilegal, inmoral y carente de ética, era como volar en alguna misión militar. Uno se concentraba en los resultados e ignoraba todo lo demás. Dejar caer las bombas y ganar la guerra o, en este caso, bombardear una nube con un láser, cambiar el clima y enriquecerse.

Así que, decididamente, no era el trabajo.

Lo que había cambiado a Tiger era la aparente ausencia de estructura civil. En medio de la pobreza y la falta de leyes que definían gran parte de aquella pequeña y desesperada nación-estado, Tiger había pensado en convertirse en dueño de su propio destino. Y así había sucedido, reconoció Raoul con una amarga sonrisa, al olvidar las reglas de Raoul relativas a su tripulación.

Deteniéndose, Raoul permaneció de pie frente a la abertura sin puerta del dormitorio, recorriendo, con disgusto, la escena que tenía ante él. No estaba seguro de qué era peor, si el olor o la imagen.

Un hedor a sudor, alcohol, pedos y sexo flotaba en la habitación como una niebla impenetrable. Seis piernas desnudas —dos de hombre, cuatro de mujer— colgaban en extraños ángulos por debajo de un revoltijo de sábanas mugrientas y rasgados mosquiteros de tela. Dos botellas vacías de Jeam Beam yacían en el suelo. Una parecía haber sido derribada por descuido con una pierna o un brazo. A juzgar por la casi bestial cacofonía que provenía de la cama, la otra había sido consumida.

La rubia teñida que se encontraba sobre el pecho de Tiger era Annike, una europea de incierta procedencia e invisibles medios de supervivencia que aparecía en dondequiera que hubiera pilotos. Tenía mal gusto para vestirse y peor gusto para elegir a los hombres, pero estaba dotada con unas grandes tetas y era algo perversa sexualmente, lo que la hacía algo más tolerable en esa parte del mundo. Raoul no conocía a la otra mujer, pero dada la postura en la cual se había quedado dormida o borracha, se veía que conocía íntimamente tanto a Tiger como a Annike. Su piel era negra como el carbón y surcada de cicatrices. No podía tener más de veinte años, y seguramente era mucho más joven.

«Cada loco con su tema».

Raoul atravesó la habitación y empujó con sus nudillos la planta del pie más limpio de Tiger, haciendo que aquel hombre joven y estúpido sacudiera sus piernas, desenredándose de ambas mujeres. Éstas cayeron al suelo en un obsceno ángulo, una a cada lado de la cama, pero no se despertaron. Los golpes y gruñidos en estéreo, y tal vez el dolor, hicieron que Tiger se incorporara sobre un codo.

—¡¿Qué mierda…?! —carraspeó, para luego mirar por sus ojos apenas entreabiertos—. Ah. Hola, jefe.

—Ve inmediatamente al hangar. Salimos de vuelo —ordenó Raoul. Sus cortantes palabras traicionaron la tranquilidad de su voz. No podía evitar el ocasional rastro de su acento de Yorkshire filtrándose en el dificultosamente adquirido tono de clase alta, cuando estaba enfurecido, pero trataba de obligarse a no alzar la voz jamás. Había descubierto muy pronto en su carrera que, la inmensa mayoría de las veces, no gritar asustaba más a la gente. A Clint Eastwood le funcionaba y a Raoul Patterson también.

—Eh, no creo que pueda…

—No estoy interesado en lo que creas. Te he dicho que salimos de vuelo. Ahora saca tu mugriento y borracho trasero de ese caldo de bacterias y vístete. Te doy cinco minutos y después me marcho. Definitivamente.

Los jóvenes ojos de Tiger se abrieron dolorosamente.

Sin duda, Tiger no se había tomado muy en serio las reglas de Raoul y, a pesar de las advertencias, la noche anterior había decidido comportarse como un arrogante y torpe borracho, y a juzgar por el amuleto yuyu que adornaba el cuello de la mujer más joven, un violador de los tabúes religiosos locales. Cualquiera de esos motivos podía hacer que lo mataran en esa zona de la ciudad, en donde la ignorancia instigaba la irracionalidad y las pandillas locales tenían debilidad por la sangre y la violencia.

Requería una lección de disciplina de grupo.

—Necesito…

—Si estás pensando en ducharte, olvídalo. No hay agua. Tienes cuatro minutos y treinta segundos. Estaré en la habitación contigua. —Raoul le dio la espalda y salió.

Un minuto después o poco más, Tiger apareció tambaleante en la habitación principal de la casa, con la camisa abierta, los vaqueros abrochados pero con la cremallera bajada, y sin calzoncillos que, seguramente, había perdido u olvidado. Se reclinó contra la pared y parpadeó, con movimientos descoordinados y letárgicos, mientras sus reflejos se esforzaban por entrar en funcionamiento.

Raoul lo examinó sin interés.

—¿Dónde está tu documentación?

Mantener sus papeles protegidos, aunque no estuvieran disponibles inmediatamente, era otra cuestión crítica.

—¿Eh? —Tiger lo miró con ojos desconcertados.

—Tu pasaporte.

—Ah, en algún sitio. —Se palpó el pecho desnudo distraído, en busca de un bolsillo.

Raoul dejó que la búsqueda continuara durante quince segundos antes de lanzarle la pequeña carpeta, haciendo que una punta de la misma le golpeara, a gran velocidad en el plexo solar. Tiger gruñó y se inclinó hacia delante pero recuperó el equilibrio antes de caer, para luego enderezarse, apoyando el fino misil contra su estómago. Raoul comenzó una cuenta atrás silenciosa desde cinco. Cuando llegó al número tres, Tiger se dobló y comenzó a vomitar.

Diez minutos más tarde, Raoul agarró por el brazo a su copiloto, exhausto y sin aliento, y lo empujó hacia la salida.

—Mejor aquí que en la cabina de mi avión —murmuró—. Y por el amor de Dios, Strathan, enderézate.

Tras una marcha agotadora de veinte minutos por una ruta paralela a la costa, por caminos mal pavimentados o de tierra, en un jeep descubierto, llegaron a lo que hacía las veces de hangar. Tiger se encontraba en mejor estado, relativamente hablando. Tenía un aspecto horroroso y hedía como una cloaca, pero había recuperado la consciencia al respirar de un tubo de oxígeno durante todo el trayecto. Ahora se encontraba bebiendo a pequeños sorbos un café caliente y amargo que uno de los mecánicos le había ofrecido.

Raoul sabía que Tiger no estaba en condiciones de pilotar nada. Sin embargo, dado el plan de vuelo predeterminado y la misión, aquél era un detalle insignificante.

Raoul se dirigió hacia lo que alguien había denominado generosamente «la oficina» y entregó a Tiger una ajada bolsa de cuero negro.

—De pie. Vamos.

—Mira, ¿podrías terminar con toda esa estupidez de oficial en jefe? Esta excursión tuya no estaba planeada, ¿vale? Pensé que tenía el día libre —se quejó Tiger.

—Cambio de planes.

—Tus planes han cambiado. Eso no significa que los míos tengan que hacerlo. —Se puso de pie con cuidado, como si el repentino cambio de altitud lo pudiera destruir—. De todas formas, ¿adónde vamos?

—Tierra adentro.

Raoul se permitió una sonrisa cuando las pocas personas que lo habían oído se giraron para mirarlo únicamente para comprobar si habían entendido bien. Por la ubicación en la costa, «tierra adentro» significaba sólo una cosa: transporte de drogas.

De la media docena de hombres que había en aquel lugar, sólo Tiger se había quedado estupefacto. El resto había visto y oído demasiadas cosas en su vida para que nada los sorprendiera, y transcurridos unos instantes apartaron la mirada sin mostrar la menor curiosidad. El suyo era un mundo en el que no se hacían preguntas y no se contaban historias. Lo contrario podía causar la muerte.

—Me estás jodiendo —dijo Tiger.

—Claro que lo estoy haciendo. Vamos a ver el paisaje. —Raoul se volvió y salió de la pequeña habitación en el extremo del edificio. Aunque llamar a aquella construcción edificio era un enorme cumplido. En realidad, no era más que una casucha de tamaño gigantesco.

Cuando llegaron al viejo helicóptero, Raoul subió al asiento del piloto y comenzó las comprobaciones pertinentes. Tiger se subió a su lado, un poco más sumiso que antes.

—Este trasto tiene más años que yo —dijo con desprecio, mirando al desvencijado cuadro de mandos que tenía contadores conectados a equipos mecánicos y fluidos reales en lugar de circuitos electrónicos y sensores.

Raoul le echó una mirada.

—Puede que sea más viejo que tu madre.

«Y que se mantenga en pie atado con bandas elásticas y escupitajos».

—¿Sabes cómo ponerlo en funcionamiento?

—Sabía hace treinta años. Estoy seguro de que me acordaré —replicó Raoul mientras los rotores crujían, girando lentamente, levantando una enorme nube de polvo. Tenían que despegar lo antes posible—. ¿Estás listo?

—Sí. ¿Sin auriculares?

—No es necesario. Le robaron la radio hace unos años.

Tiger parecía francamente incómodo.

—¿Qué ha pasado con las puertas?

—Se las sacaron —respondió distraído Raoul mientras accionaba las válvulas—. El viento que entraba por los agujeros de bala hacía un ruido infernal.

Diez minutos más tarde estaban atravesando la línea costera en dirección noreste, hacia mar abierto.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer en realidad? —gritó Tiger, tratando de hacerse oír por encima del ensordecedor y poco saludable quejido del antiguo motor.

—Un pequeño reconocimiento por nuestra cuenta —respondió Raoul, señalando hacia una bolsa depositada a los pies de Tiger.

Tiger la abrió con cuidado y examinó la cámara de vídeo, luego miró a Raoul, confundido.

—Eh, ¿cuánto nos pagan por esto?

—Un precio que sólo se paga una vez en la vida —respondió Raoul tras considerarlo un momento. No era mentira—. Te lo diré cuando comencemos a filmar.

Tiger asintió y miró hacia delante. El incómodo silencio duró más de lo que el británico había esperado.

—He oído por ahí que habías tenido una noche agitada —dijo, finalmente.

Una lenta y lasciva sonrisa se asomó al rostro de Tiger.

—Has visto los resultados —dijo—. Esas putas hicieron cosas que nunca imaginé que fueran posibles.

«Imbécil».

—Quiero decir antes de eso. En el bar.

Dar a aquel lugar la categoría de bar representaba el mismo error de nomenclatura que llamar hangar a la choza donde guardaban los aviones, pero era la mejor descripción que podía darle. En aquella parte de la ciudad, cualquier lugar en el que un no lugareño pudiera beber sin que lo acuchillaran merecía ser llamado bar.

—¿Qué pasa con eso?

—Hiciste muchos amigos anoche.

Tiger estaba claramente incómodo con las indirectas.

—¿De qué coño hablas?

«Pronto lo sabrás, amigo».

—Bueno, estamos en posición.

Tigre, disgustado, sacudió la cabeza y sacó la cámara de la bolsa.

Raoul señaló una zona de aguas poco profundas del lado del copiloto.

—Empieza a filmar cuando pasemos sobre el arrecife.

—¿Qué estamos buscando?

—Tiburones.

—Bromeas.

—Enciende de una vez la condenada cámara.

Tiger alzó la cámara hacia su rostro y enfocó hacia abajo. Raoul vio que la lente del zoom estaba estirada.

—Eh, hay tiburones allí abajo.

—Imagínate —respondió secamente Raoul—. ¿Cuántos?

—Tres. No, espera. Cuatro.

—¿Qué están haciendo?

Tiger alzó la cabeza y echó a Raoul una mirada sin sutileza alguna.

—Están nadando, Raoul.

«Gilipollas».

—Voy a tratar de pasar un poco más bajo esta vez. ¿Puedes ponerte en el suelo? Quiero hacer las tomas más claras posibles para que podamos terminar con esto y volver antes que nadie se dé cuenta.

Tiger lo miró con ojos desconfiados.

—¿Se dé cuenta de qué?

—Échate al suelo y sigue filmando.

Raoul observó como el estúpido joven se desabrochaba el arnés y se acomodaba en el suelo, frente a su asiento, con las piernas colgando a un lado, sin apoyar los pies en la barra de aterrizaje. Se sostenía despreocupadamente en el marco de la puerta con una mano, mientras giraba para lanzarle a Raoul una sonrisa de placer, por encima de su hombro.

—Me siento como esos tíos en Vietnam. Ya sabes, los de las películas que siempre iban colgados de los helicópteros. —Se volvió hacia la peligrosa abertura y alzó nuevamente la cámara hasta su rostro.

«Estúpido y jodido ignorante». Raoul voló más allá del arrecife de coral y comenzó un lento descenso mientras bajaba a cincuenta pies. No quería asustar demasiado a los peces. Eso arruinaría el efecto.

—Estuviste muy parlanchín en el bar la otra noche —dijo con tono despreocupado.

Tiger se quedó inmóvil, bajando lentamente hasta su regazo la mano que aferraba la cámara de vídeo.

—¿Que has dicho?

—Estabas pasado, perdón, borracho, como decís vosotros los yanquis, y comenzaste a hablar sobre lo que hemos estado haciendo a principios de la semana. —La voz de Raoul era casi alegre sobre el rugido de los rotores—. La tormenta, el avión, el equipamiento… Te estabas divirtiendo mucho, ¿no es verdad? Brindándole a los otros idiotas el relato de tu gloria. —Hizo una pausa—. Desgraciadamente, el asunto es que no sólo no estuvo bien, sino que, en verdad, no tenías ni la más remota idea de qué estabas hablando.

La mirada en los ojos de Tiger había pasado de la cautela al miedo, lo que le dejaba sólo a dos pasos de la realidad que empezaba a hacerse evidente. Raoul sabía que no iba a esperar demasiado.

—No estuve hablando de…

—Estaba allí para protegerte. Te oí, Jimmy.

—Eh, no me llames…

—Creo que fui claro cuando dije que no toleraría ese tipo de comportamiento en mi equipo, Jimmy, ni siquiera en grandes pilotos yanquis como tú. ¿Recuerdas la parte cuando te dije que no me importaba qué bebieras, cuándo o cuánto, siempre que pudieras volar cuando te necesitara? ¿Y que no me importaba a quién o a qué te follaras pero que si hablabas de la misión con cualquiera te sacaría del equipo? ¿Recuerdas esa pequeña charla?

—Vale. Es verdad. Entiendo. Yo… mantendré la boca cerrada.

—No, Jimmy. Esto no es una advertencia. Te estoy diciendo adiós.

La nuez del joven se movía a toda velocidad y parecía estar a punto de orinarse encima. Había pasado sin interrupción del pánico al terror. Nivel cuatro.

—Bueno. Vale. Tan pronto como volvamos…

—Demasiado tarde para eso, Jimmy. Salud. —Raoul inclinó el helicóptero bruscamente y el azorado Jimmy «Tiger» Strathan cayó, demasiado aterrado para gritar.

Enderezando el viejo aparato, Raoul tomó un poco de altura y puso nuevo rumbo, sin molestarse en ver en dónde había caído Tiger o si había sobrevivido al chapuzón. No tenía por qué hacerlo. En el mejor de los casos, semejante resultado sería momentáneo, y en treinta kilómetros a la redonda, la única señal de vida pertenecía a cuatro tiburones.

Además, tenía otras cosas en que pensar ahora que se había ocupado de Tiger, como sacar a su tripulación del país antes de que lo que aquel maldito yanqui había estado largando la noche anterior llegara a oídos de alguien que pudiera estar interesado. Por supuesto, en una vuelta de tuerca convenientemente perversa, porque la mayoría de las personas a quienes podría interesarle estaban ocupadas preparándose para el huracán Simone, del que se preveía causaría fuertes lluvias y vientos mientras pasaba por el norte de la isla en algún momento de las próximas cuarenta y ocho horas. Si la tormenta cambiaba de rumbo y la isla recibía un impacto directo, decenas de miles de personas se verían en serios problemas.

Pero nada comparable a los problemas con los que se encontrarían Raoul y su tripulación si no se marchaban del país. Aquel mismo día.