Capítulo 30
Viernes, 20 de julio, 10:40 h, Santa Rita, Península de Yucatán, México.
Raoul mantuvo su mano en torno a una botella de Coca-Cola y sus ojos sobre la televisión del bar.
«Carter se ha vuelto completamente loco». Llevó la pesada botella de cristal a sus labios, sin fiarse del vaso supuestamente limpio que tenía ante él sobre la inestable superficie de madera ni del hielo que había en su interior. El hombre esperaba que volara dentro del espacio aéreo de Estados Unidos dentro de las próximas seis horas y media y que enviara un láser a la tormenta poco después.
«Intensificar la tormenta, y una mierda. Como si fuera capaz de acercarme a ella».
Sería un suicidio.
Además, operar dentro de las fronteras del país entrañaba siempre un gran riesgo. El y su tripulación trabajaban, con frecuencia, en lugares en donde no se les prestaba mucha atención. Pero actuar en la misma zona en donde un huracán de categoría 4 se paseaba por las costas de Florida era una locura. Por definición, era el lugar en el que todos tenían puestos los ojos. Media docena de agencias climatológicas de Estados Unidos tenían sus satélites concentrados en esa área, y también, sin duda, el ejército estadounidense y los servicios de inteligencia. Además de eso, y mucho más pertinente, la Fuerza Aérea y la Armada tenían sus observadores de tormentas y cazadores de huracanes patrullando la zona constantemente. Habría, por lo menos, media docena de aviones de reconocimiento volando dentro, sobre, a través y alrededor de Simone. Si alguno de esos pilotos miraba por la ventanilla y veía a un avión invisible en las pantallas de radar, la vida que Raoul había conocido hasta ahora cambiaría de forma rápida y dramática.
«La vamos a dejar condenadamente sola hasta que esté de vuelta en aguas internacionales».
Hizo a un lado la Coca-Cola y pidió una cerveza. No importaba, porque hoy no tenía pensado volar.
Viernes, 20 de julio, 18:45 h, DUMBO (Debajo de los Puentes de Manhattan), Brooklyn.
Kate miró el reloj del microondas. Faltaba un cuarto de hora para las siete.
«Maldita sea».
Ella no había estado en su apartamento más de veinte minutos, sin apenas tiempo para respirar, y mucho menos para cambiarse de ropa y de actitud, y ya se le había hecho tarde. La cena en casa de sus padres no empezaba a una hora exacta e inamovible, pero aquellos días cualquier excusa parecía un buen motivo para que su madre se pusiera insoportable.
«Paciencia».
Después de pasar seis horas en un tren en los últimos dos días, ser criticada por Davis Lee y atemorizada por la gran sonrisa y las extrañas preguntas de Jake Baxter, Kate no podía privarse de unos minutos de tranquilidad a solas. Se recostó, cómodamente desnuda y recién duchada, sobre el fresco suelo de madera, frente a la corriente de aire acondicionado y dejó escapar un suspiro.
«Vale, he dejado caer la pelota».
Como no le había gustado la seria expresión de los ojos de Jake y sin querer asegurarse de que era un lunático conspirador o que estaba trabajando para algún grupo de dementes con aspecto oficial, había rechazado su invitación a almorzar, poniendo como excusa el horario del tren. Después había tomado un taxi a Georgetown y se había dedicado a hacer unas compras para distraerse de las extrañas vibraciones que él emanaba hasta que llegó la hora de volver a la Union Station para emprender el viaje de vuelta. Pero la incomodidad que la conversación había generado todavía permanecía, y ella sabía que no sería capaz de olvidarla.
Había algo en Jake que le decía que él no era el tipo de persona que jugaba con teorías descabelladas. Al final de la conversación, cuando ella finalmente consiguió que él hablara, reveló un acercamiento riguroso a los hechos y un lado creativo respecto a la investigación. Había sido miembro del Cuerpo de Adiestramiento para Oficiales de la Reserva (ROTC) durante sus años en la universidad, se había enrolado en los marines después de licenciarse y había pedido la baja ya como oficial. Y tenía un doctorado en climatología.
«Piensa otra vez, las fuerzas armadas y la academia no suelen ser bastiones de pensamiento racional. Podría ser un loco.
Excepto que hizo preguntas inteligentes en vez de pronunciamientos políticos o posturas insensatas…».
Se sentó y agarró el teléfono que sonaba sobre la mesita de centro, esperando que fuera su madre para comprobar si ya había salido. Si lo era, no contestaría. Pero el número que apareció comenzaba con el característico 703.
«Desahogarse con un vendedor telefónico que intentara molestarme sería una salida razonable».
—Hola.
—¿Kate?
Ella permaneció inmóvil, tras reconocer la voz.
—Sí.
—Soy Jake.
«¿Por qué no le habré dado un número de teléfono falso?».
—Hola —saludó, con poco entusiasmo.
—Lamento molestarte. Probablemente acabas de llegar.
—Más o menos.
—Estaba pensando en nuestra conversación, y algo que dijiste me ha resultado curioso.
«Otra vez no».
—Ajá —dijo ella con cautela.
—Cuando estábamos hablando de la tormenta en el Valle de la Muerte, dijiste que habías comprobado si se habían avistado aviones en la zona.
—No los hubo.
—Eso fue lo que dijiste. ¿Pero qué te llevó a comprobarlo?
La pregunta hizo que todo se detuviera durante un segundo: su corazón, los ruidos del tráfico, la actividad molecular…
—No lo sé. Pero lo hice.
—¿Estabas buscando informes adicionales sobre la tormenta?
«¿Era eso?».
—De verdad que no lo sé, Jake. Probablemente —respondió, escuchando el cansancio en su propia voz—. Simplemente, lo hice.
Él hizo una pausa que no resultó tranquilizadora.
—¿Estás ocupada mañana? Me gustaría hablar contigo un poco más sobre esto. En serio. Podría acercarme hasta ahí.
«¿Venir aquí a conversar?». Miró el auricular.
—Mañana voy a bucear. Y son cinco horas de coche desde Washington a Nueva York. ¿Qué es tan importante?
—¿Qué tal el domingo?
Ella frunció el ceño.
—Bueno, sí, estoy libre el domingo, pero podemos hablar por teléfono, Jake. Son cinco horas de viaje —repitió, insatisfecha por el nudo en su estómago—. Quiero decir, ¿no tienes nada mejor que hacer?
—No. Probablemente estaremos con una evacuación voluntaria, por lo que tendré que ir a alguna parte. Dame tu dirección. Estaré allí al mediodía.
Viernes, 20 de julio, 19:30 h, Distrito Financiero, Nueva York.
Davis Lee giró para dirigirse al ascensor del banco, sin esperar ver a nadie a las siete y media, un viernes por la noche. La mayor parte del personal se había retirado a las seis. Los ejecutivos partieron para Hampton al mediodía y los operadores de bolsa se habían marchado cuando sonó la campana, en dirección a la costa de Jersey. El resto del personal se había escabullido tan pronto como sus jefes inmediatos se habían ido.
—¿Qué haces todavía aquí?
Elle lo miró, sorprendida y con sentimiento de culpa.
—Se me pasó el tiempo.
—Es un mal hábito.
Ella le devolvió la sonrisa, pero no respondió. El consideró brevemente comprobar su Blackberry en caso de que hubiera mensajes para evitar una conversación dolorosa, pero se decidió por lo contrario.
—¿Tienes planes para el fin de semana?
—La verdad es que no —respondió, lanzando una ojeada a las puertas de metal pulido del ascensor—. Lo cierto es que todavía no conozco a mucha gente aquí. Salí con Kate y algunos de sus amigos el fin de semana pasado, pero excepto eso, los fines de semana han resultado un tanto aburridos. —Ella le dedicó una tímida sonrisa y siguió mirando expectante las puertas del ascensor—. Los de aquí estarían desconcertados, pero lo cierto es que hay un limitado número de veces que uno puede salir a patinar por el Reservoir o ir al MoMA o al Frick solo.
Él le sonrió con simpatía por un momento, sin decir nada, preguntándose si su radar estaba recibiendo las señales correctas. O ella era increíblemente ingenua o le estaba lanzando un anzuelo, y había una única manera de saber la respuesta.
—Bueno, deberías, por lo menos, comenzar el fin de semana con algo agradable. ¿Quieres ir a tomar algo? Voy a Echo —ofreció, nombrando al ruidoso, brillante y concurrido bar del edificio de al lado.
Ella lo miró, insegura y agradecida a la vez.
—¿Estás seguro? Quiero decir, ¿sería correcto?
«Dios mío, muchacha, que lo estás untando con demasiada pasta».
—Si tienes más de veintiuno y estás sedienta.
—Pero trabajo para ti.
—Elle, no imagines nada raro. Soy del Sur, pero he evolucionado. Y no estoy buscando problemas; simplemente me apetece tomar un buen bourbon —dijo entre risas—. Puedes venir conmigo, o no.
Ella se sonrojó y apartó la vista mientras se abrían las puertas del ascensor.
—No he querido decir… gracias, me encantaría tomar una copa.
—Ya somos dos —dijo él, haciéndole un gesto para que entrara en el ascensor delante de él.
Ella esperó a que las puertas se cerraran antes de mirarlo.
—La verdad es que quería hablar contigo de un asunto.
Él quiso hacer un gesto con los ojos. «Pues claro que sí, cariño».
—Dispara a discreción.
—Puede esperar a que pidamos la copa —respondió ella suavemente.
Le sonrió, y Davis Lee se encontró mirando a un par de ojos azules que no reconocía; tenían una expresión distinta a todas las que había visto hasta entonces, y se preguntó si no acababa de entrar en una trampa bien urdida. Dejando escapar un suspiro que no se percató de haber retenido, se dio cuenta de que la noche se había vuelto infinitamente más interesante y peligrosa. La muchacha no era una chiquilla.
Viernes, 20 de julio, 19:30 h, Playa Gerritsen, Brooklyn.
—Hola. Siento llegar tarde —dijo Kate mientras abría la puerta del apartamento de planta baja de sus padres.
La madre de Kate alzó la vista del crucigrama, miró fugazmente a su hija a los ojos y luego al reloj digital del vídeo en una esquina.
—¿Tráfico?
—No. Trabajo. El tráfico era fluido. Ya han salido todos rumbo a la playa —respondió Kate con un tono desenfadado—. Va a ser un fin de semana espectacular. Puede que refresque un poco mañana, pero las lluvias no comenzarán hasta mañana por la noche.
—Eso dicen. Te vas a bucear mañana por la mañana, ¿verdad? —Teresa Sherman se levantó de la mecedora y comenzó a dirigirse hacia el otro extremo del apartamento.
«Bueno, el de esta noche es el Plan C, lo cual significa que el sermón no comenzará de inmediato». Después de dos años, Kate sabía que no era un pequeño gesto piadoso, sino una táctica.
«Después de todo, retrasar la satisfacción es de lo que se trata el martirio». Hizo un gesto frente a la culpa que la invadió de inmediato y se sintió como una completa cretina. Tomando aliento y decidiendo —una vez más— ser más paciente, Kate dejó su bolso en el suelo cerca de la biblioteca repleta de ediciones baratas, en la sala, y siguió a su madre hacia la cocina.
—Salimos a las cinco —se quejó—. De Montauk Point. Voy a tener que levantarme a las tres para llegar a tiempo.
—Deberías pasar la noche aquí.
«¿En esta casa de placer? No, gracias».
Kate se mordisqueó el interior de la mejilla como penitencia por su incapacidad de ser razonable por más de un segundo a la vez. «Probemos de nuevo».
Mantuvo el tono de voz alegre.
—Gracias, pero no me gustaría molestaros tan temprano.
Desde donde estaba frente al fregadero de la cocina, dando la espalda a su hija, Teresa hizo una breve pausa para cambiar al segundo tema menos favorito de Kate.
—Miriam se traslada a finales de agosto. Estaba en el apartamento de enfrente, el que volvimos a pintar en el verano. No voy a empezar a poner anuncios hasta la semana que viene. Si lo quieres, es tuyo.
Sus padres eran dueños de tres pequeños edificios de apartamentos en el barrio y le habían estado ofreciendo todos los que quedaban libres desde que ella había vuelto a la ciudad tras finalizar la universidad. Ellos no esperaban que la respuesta fuera negativa, y nunca dejaban de intentar hacerle cambiar de opinión. Kate se obligó a sonreír aunque Teresa no pudiera verla, y luego apoyó sus manos en los delgados hombros de su madre y la abrazó afectuosamente.
—Gracias, mamá, pero no, gracias. Me sigue gustando DUMBO. Hay un Starbucks al lado y puedo ir en bicicleta a trabajar cuando hace buen tiempo.
Su madre sacudió la cabeza y le echó una mirada por encima del hombro.
—Entonces te trasladarás aquí y comprarás una cafetera para capuchino con lo que ahorres en gastos mensuales. La caminata hasta el metro es agradable. Podrás hacer ejercicio y el alquiler sería la mitad de tu hipoteca.
—Ya lo sé.
—Entonces no te cambies a este edificio. Pero ven a vivir más cerca. Podrías comprar un loft de dos dormitorios por lo que pagas allí por esa caja de zapatos.
«¿Puedes dejar ya el asunto?».
—¿Qué quieres que te diga? Me gustan los zapatos. —Kate besó los cabellos peinados de su madre y se acercó a la nevera. Tomar un vaso de vino se estaba volviendo una necesidad imperiosa.
—No te pases de lista.
—Eh, aprendí con los mejores —respondió Kate, volviéndose hacia el pasillo al escuchar el lento arrastrar de los pasos de su padre, procedente del dormitorio. Momentos después, apareció por la esquina, tirando de su botella de oxígeno detrás de él, como un bebé con un juguete.
—Hola, papá.
—¿Cómo está mi niña?
—Pasándome de lista, aparentemente. —Se acercó y lo besó en la mejilla, evitando los tubos—. ¿Cómo estás?
—Causando problemas.
—Me alegra saberlo. ¿Cómo te fue con la doctora?
—Me desea, puedo verlo —respondió, guiñándole un ojo, y con una sonrisa maléfica a su mujer, que le dedicó una mirada y luego apartó la vista.
Kate sonrió.
—Me alegro de que nada haya cambiado.
—Bueno, me ha cambiado los medicamentos. Voy a empezar con algo experimental la semana que viene.
Kate notó cómo se enarcaban sus cejas.
—Estás bromeando. —Miró a su padre y a su madre, que volvía a mirarla otra vez por encima hombro, con una expresión que anunciaba una tormenta en ciernes de una gran intensidad y duración infinita.
«Fantástico».
—No me mires a mí en busca de información. No pretendo entender nada de lo que está pensando —se quejó su madre—. Lo que estaba tomando funcionaba bien.
—Maldita sea, Terri, estas nuevas medicinas podrían mantenerme alejado de una silla de ruedas por unos meses —replicó el padre de Kate, terminando sus palabras con un ahogo involuntario.
Su madre se volvió rápidamente, echando llamaradas detrás de sus ojos llorosos.
—Hablemos de esto un poco más tarde, ¿vale? —dijo Kate apresurada, antes de que su madre pudiera lanzar un contraataque—. Papi, vamos un minuto a la sala. Mamá, ¿necesitas ayuda con algo? —Condujo lentamente a su padre fuera de la cocina y lo acomodó en la única silla de la que todavía se podía levantar sin ayuda—. ¿Qué está pasando?
—Tu madre quiere tomar todas las decisiones aunque estamos hablando de mis pulmones —replicó.
—¿Has hablado con ella de todo esto?
—¿Hablar con ella? ¿Quién te crees que soy, alguien que hace milagros? Ella no quiere hablar, ella quiere dar órdenes.
—Papá, ella está preocupada…
—Ya se que lo está, pero no es ella la que lleva estos tubos y arrastra este tanque, ni la que tiene las pesadillas. Hace casi seis malditos años y ¿qué me queda? Se llevaron a mi nieta y mi yerno, enloquecieron a una de mis hijas y me robaron la salud. Y ahora tu madre quiere que deje de luchar por lo que sea que me queda. —Frank Sherman miró por la ventana, su mandíbula apretada y obstinada, y una furiosa inclinación de su cabeza, haciéndole saber a Kate todo lo que necesitaba saber para entender quién prevalecería.
Kate tragó saliva y dejó escapar un suspiro, manteniendo su irritación bajo control.
—Ella no quiere que te detengas, papá. Ella quiere que luches. Y que triunfes.
—Ella quiere marcharse.
—No la culpo. El doctor dice que el aire más seco podría ser beneficioso…
—¿Qué demonios van a saber sobre esta mierda en Arizona que no sepan aquí? Sabrán menos, eso es lo que sucederá. —Golpeó el brazo acolchado de la silla con una mano aún grande, pero blanda y blanca, tras varios años sin realizar trabajos físicos—. Aquí es donde sucedió. Y aquí es donde saben lo que hay que saber. Llevo veinticinco años en la ciudad, trabajando honestamente todos los días, y ahora tu madre quiere mudarse a la maldita Arizona. No en mi puta vida. —Sus palabras, aunque no su rabia, se redujeron a un gruñido, y con una palmada en su hombro, Kate salió de la sala.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le preguntó a su madre en voz baja después de cerrar las puertas batientes que separaban la cocina del pequeño comedor.
—Sólo llevabas aquí dos minutos. Además, ¿qué tenía que decir? Se va a convertir en un conejillo de Indias la semana que viene. —Se encogió de hombros y se secó una lágrima con la punta de un trapo que tenía en sus manos.
—¿Por eso no quiere trasladarse?
—No sé, encima de toda la porquería que le metieron en los pulmones esos… esos animales. Como si no hubiera hecho suficiente por este país. ¿Cuánto más se supone que tiene que pagar mi familia?
Kate respiró profundamente, conteniendo sus propias emociones.
—Mamá, sucedió. Papá ayudó…
—No tenía por qué hacerlo —replicó—. Estaba retirado. Podía haberse quedado en casa. Podía haber donado sangre. O dinero. Él…
—Mamá —dijo Kate con firmeza, tanto para detener el discurso como para eliminar algo de su furia.
El fuego se había extinguido hacía casi seis años, pero la rabia continuaba ardiendo. Después de veinticinco años recogiendo la basura de los neoyorquinos de las esquinas y de llevarla a los basureros, Frank Sherman no había sido capaz de permanecer a un lado del camino viendo cómo gente de fuera venía y se llevaba el Distrito Financiero en las cajas de camiones de basura. Primero, se ofreció como voluntario, y luego aceptó un trabajo en la Zona Cero. Dieciocho meses más tarde, sus pulmones comenzaron a fallar.
Kate volvió a respirar con calma.
—Mamá, tuvo que hacerlo, lo mismo que otros tuvieron que hacerlo. Tenía que hacer algo. Él es como es. No se iba a quedar sentado sin hacer nada entonces, de la misma forma que ahora no se va a trasladar a Arizona. Ésta es su ciudad. No tenía alternativa.
—No me lo preguntó, Kate. Estas pruebas médicas no las discutió conmigo. Simplemente decidió hacerlo. Puede que lo mantengan alejado de la silla de ruedas, pero a lo mejor no consigue nada excepto aumentar sus esperanzas.
—¿Y qué tiene eso de malo? —preguntó—. ¿Qué otra cosa puede hacer?
Su madre asumió la postura de un mariscal de campo y sus ojos se entrecerraron.
—No te enfades conmigo, Kate. Y muestra algo de respeto. Estamos hablando de tu padre.
Kate dejó escapar el aliento.
—Ya lo sé. Lo siento. Pero ¿por qué no probar este nuevo medicamento? ¿Cuál es el problema?
—El problema es que no saben qué efecto tendrá esa droga, si es que tiene alguno. Y por ese privilegio tiene que ir a uno de las clínicas del Hospital de la Universidad de Nueva York para que le pongan inyecciones tres veces por semana, y después esperar unas dos horas.
Kate miró a su madre incrédula.
—¿Es por eso? ¿El viaje? ¿Eso es lo que te molesta?
Teresa la miró con dureza.
—Es suficiente.
—¿Qué? ¿No quieres tener que llevarlo y esperar?
Su madre dudó durante un instante demasiado largo; luego bajó la mirada y dejó caer el pepino que estaba cortando para la ensalada.
—Tendré que renunciar a mi trabajo.
Kate frunció el ceño. «Esto se está volviendo surrealista».
—¿Qué trabajo?
Su madre se encogió de hombros.
—Tengo un trabajo.
—¿En dónde? ¿Haciendo qué?
—Enseñando a leer en un centro para adultos.
—¿Desde cuándo? Dijiste que nunca volverías a dar clases.
—Desde que necesitamos dinero. Trabajar con adultos es distinto.
«Qué demonios». Kate se sentó en una de las sillas de roble frente a la pequeña mesa de la cocina.
—¿Necesitas dinero? —repitió—. ¿Y qué hay de…?
—El seguro de tu padre no va a cubrirlo todo, y tampoco nuestras pensiones o la Seguridad Social. Y él se niega a discutir la venta de cualquiera de los edificios hasta que estemos verdaderamente necesitados.
—Si tienes que volver a trabajar, entonces hay una verdadera necesidad, mamá.
—No es lo que opina tu padre —replicó.
—Entonces… —Kate se detuvo, sin saber cómo continuar.
—Él no venderá porque dice que yo necesito algo de lo que vivir. —La voz susurrante de su madre sonó áspera, como si le hubieran arañado en la garganta—. Los medicamentos son gratis para la prueba. Pero ¿y si termina en un grupo de control y no recibe nada? Entonces lo único que le quedará será morirse.
«Maldita sea». Kate apretó los dientes y trató de ignorar el dolor que le atenazaba la garganta.
—Mamá, ya está desafiando su suerte. No sólo sigue aquí, sino que sigue caminando y hablando mientras que otros más jóvenes murieron hace tiempo. Es un héroe en el grupo de apoyo local y está todo el tiempo buscando información en Internet. —Kate se puso de pie pasando los brazos en torno a los hombros inflexibles de su madre—. Ya sabes que no haría nada que pusiera en peligro —tragó saliva—… las cosas.
Su madre no dijo nada, se limitó a mirar hacia delante, a través de la ventana, hacia el pequeño macizo de flores paralelo a la valla en el fondo del patio. Le entregó a Kate la ensaladera de cristal tallado.
—Lleva esto a la mesa, ¿vale? El aliño está en la nevera.