21. Confundí con estrellas las luces de neón
Los siguientes días fueron transcurriendo en una aparente normalidad. Me dije a mí misma que Damián estaba de viaje de negocios, por ejemplo, en el planeta Marte y que hablar con él era por lo tanto algo imposible. Ignoré sus llamadas, sus mensajes, e incluso conseguí mantenerme fuerte cuando al día siguiente de nuestra conversación volví sola a la que era nuestra casa tal y como habíamos acordado. El piso me recibió en una oscuridad y un silencio que no le pertenecían. Donde antes había luz y alegría ahora se respiraba una tristeza que parecía se hubiese pegado a las paredes como las peores manchas de humedad. Es cierto que una casa no está hecha sólo de paredes y de los muebles que la decoran. Esa casa, mi casa, nuestra casa, éramos Damián y yo. Y entrar allí, en aquellas circunstancias, era respirar su ausencia en cada rincón.
Con lo que no contaba cuando llegué, lo que me dejó atónita, me emocionó, he hizo flaquear mis fuerzas, fue que, entre los despojos de nuestro hogar roto, me esperara una de esas sorpresas que en otras circunstancias de nuestra relación hubieran conseguido que me derritiera y vomitara confetis y arcoíris de pura felicidad.
Damián había colocado por toda la casa montones de notitas. En nuestro sofá, en la nevera, en la mesita de noche, en la tapa del libro que yo estaba leyendo antes de marcharme, en el rincón abarrotado con mis cremas en el cuarto de baño, en la cajita de la cocina donde guardaba todos mis tés, en el marco de la única foto de nuestra boda que teníamos puesta en casa, una foto que nos horrorizaba a los dos, como todas las que nos hicimos tan ceremonioso día por parecernos excesivamente ñoñas y forzadas, pero que yo me había empeñado en colgar porque pensaba que debíamos tener alguna foto de la boda en nuestra casa, “para recordarnos, cuando seamos viejecitos, lo ñoños que podíamos llegar a ser”.
Había notitas por todos los rincones. Notitas que contaban, con la preciosa y curvilínea caligrafía de Damián, algunos de nuestros momentos vividos, los pequeños gestos cotidianos que le gustaban de mí y todo lo que yo le hacía sentir.
A pesar de lo duro que estaba resultando todo, y de lo precioso que me había parecido aquel gesto yo estaba decida a no dejarme llevar. Sabía que si Damián no era sincero ahora, no lo sería nunca. Necesitaba la verdad para poder afrontarla, para convencerme de que, de ahora en adelante, los cimientos en los que basaríamos nuestra relación serían los adecuados. No habría más mentiras, sólo dos personas que por encima de sus fallos y equivocaciones querían seguir juntas.
No volvería a mirar de nuevo, por mucho que me doliese, hacia otro lado como ya hice en el pasado. Sabía que Damián me mentía. Lo sabía. ¿Qué por qué lo sabía? Pues no hay ningún motivo exacto, ni científico, que pueda explicar esa certeza. Simplemente lo sabía. Como se sabe que has olvidado en casa algo pero no recuerdas el qué, o como se sabe a veces que te vas a cruzar a una persona concreta y finalmente te la cruzas, o como cuando sabes que a alguien le caes mal, a pesar de que haga gala de sus mejores sonrisas y maneras frente a ti y de que no tenga ningún motivo para ello, tú, simplemente, lo sabes.
Yo sabía que su historia, la que en su día decidí dar por buena y hacer como que me creía y que acabó por carcomerme las entrañas, el amor propio y la confianza, no era tal y como él me contaba. Y lo supe siempre. Ese fue mi primer error, al que le siguieron muchos, pero en mi lista, ese ocupaba el primer puesto. Se acabó mirar hacia otro lado, eso ya lo había hecho en el pasado y ya sabemos todos lo que acabó ocurriendo. Así que se acabó. O lo hacíamos bien, o no lo hacíamos. Yo había sido sincera y le había contado lo que había hecho. Ahora le tocaba a él asumir el riesgo. Lo que no podíamos seguir permitiendo era contar con la desconfianza como una más en nuestra relación. La desconfianza lo consume y lo corrompe todo… hasta que ya no queda nada.
Decidida a no dejar que mi vida sentimental arrasase con todo me centré en mi trabajo. Me empapé de todo lo que necesitaba aprender para el proyecto, hablé con Carlos y con la coordinadora de la exposición y cada día que pasaba estaba más entusiasmada con que llegara el momento de marchar, aunque coincidiera con el cumpleaños de mi madre y me diera mucha pena perdérmelo por primera vez. Por esa razón habíamos decidido organizarle una fiesta para celebrarlo juntas antes de mi marcha. Llevábamos unas semanas desconectadas y ajetreadas donde apenas nos habíamos visto y la fiesta era también la excusa perfecta para reunirnos antes de mi viaje. Paola se había marchado a París por trabajo. Carolina estaba perdida en combate, suponemos que con una nueva conquista y cansada de todas nuestras movidas. Miriam según me contó, en las pocas conversaciones que habíamos mantenido, que lo de escribirse cartas con Ignacio estaba resultando ser al final una buena idea y ya se habían intercambiado varias y, aunque no entró en muchos detalles escudándose en que ya me contaría mejor cuando nos viésemos en persona, se le notaba más feliz y relajada. Valeria seguía inmersa en su rutina de trabajo y madre del año y los WhatsApp que nos había mandado sólo habían sido para quejarse de los problemas en la oficina donde trabajaba como asesora de seguros con el tirano de su jefe y para despotricar de su suegra que la traía también por la calle de la amargura al meterse en su vida constantemente. Y mi madre, para mi asombro, desconcierto inicial y posterior tranquilidad, no estaba constantemente encima de ninguna de nosotras.
Así que cuando llegó el día de la fiesta de cumpleaños que le habíamos organizado en un pequeño local, después de tanta desconexión todas teníamos muchas ganas de vernos.
Mi madre no era muy fan de las fiestas de cumpleaños, pero sí lo era de ser el centro de atención, por lo que año tras año se encontraba con el conflicto de querer recibir mimos y regalos y que todo el mundo alabara lo estupenda que estaba, pero no querer asimilar que los años pasaban y que cada año era un poco más mayor. “La vida se me está pasando muy deprisa niñas, muy deprisa”, nos decía entonces.
Le habíamos dicho que se dejase de pamplinas, que íbamos a hacer una bonita fiesta con los amigos y familiares más cercanos pero, como estamos un poco locas, para organizar la fiesta se nos fue algo la cabeza con la temática y los preparativos. Alquilamos un local, lo llenamos de millones de fotos de su vida, hicimos un photocall donde podías posar con un Paul Newman; actor preferido de mi madre; a tamaño real, contratamos un catering y por supuesto le dimos una temática a la fiesta. A nadie en todo el mundo le gustaba tantísimo una fiesta de disfraces como a nuestra madre. La decoración tenía un aire retro, tipo años cincuenta de los restaurantes americanos. Una mezcla pin up con la película de Grease, y la verdad es que nos había quedado todo bastante conseguido. Todas nos habíamos vestido para la ocasión, con falditas midi vaporosas, tupés, tacones y pestañas infinitas y muchos, muchísimos tonos pastel. La música era una selección de todos los éxitos de la época ya que eran la música preferida de la cumpleañera. E incluso contábamos con una de esas máquinas de música antiguas que tras echarle una moneda te dejaba seleccionar una canción. Eso era cortesía de Paola, lo había enviado como regalo y era su forma de estar ella también presente en la fiesta pues le había resultado imposible organizar el trabajo de otra forma que le permitiese asistir.
Cuando mi madre vio todo lo que habíamos montado lloró de emoción, nos abrazó, nos besó y nos dijo mientras se secaba las lágrimas que no había sido una pérdida de tiempo total eso de educarnos. Estaba guapísima. Radiante. Se había colocado un pañuelito de lunares pequeñitos anudado al cuello con mucho estilo, unos pantalones rectos blancos tobilleros, unas bailarinas del mismo tono celeste que el pañuelo y una camisa amarilla clarita anudada al ombligo. Parecía mucho más joven y tenía un brillo especial en la mirada, un brillo que hacía mucho tiempo que no le veía.
La fiesta no podía estar saliendo mejor, bailábamos, hicimos la coreografía de Grease de los chicos contra las chicas, nos hacíamos montones de fotos indecentes con el pobre Paul Newman de corcho pan y nos divertíamos despreocupadas.
Miriam, Valeria, Carolina y yo, agotadas y sedientas nos reunimos en la barra del bar para reponer fuerzas, entonces, Carolina, nos miró muy seria y nos confesó que nos estaba ocultando un secreto.
- Voy a explotar como no lo diga. Mamá me prometió que no dijese nada aún, pero… bueno… pues resulta que… ¡está saliendo con alguien!
- ¡Es fantástico, así tiene esa carilla y esa mirada!- Dijo Miriam mientras buscaba con la mirada a nuestra madre con intención de pedirle que se acercara a nosotras y nos contara más. No la veíamos por ningún sitio.
- No la llames, no, que no quiere que lo sepáis, le preocupa vuestra reacción- Dijo mirándome sólo a mí.
- ¿Y por qué le preocupa nuestra reacción?- Dije yo- Si nos vamos alegrar muchísimo, ya me extrañaba a mí que me llamara menos…ahora lo entiendo todo…
- Bueno, es complicado, esperad a que ella os lo cuente, no le digáis que os he dicho nada por favor que ya me estoy arrepintiendo, y tú, Adri, sé buena con ella.
- Pues claro tonta, ¿por qué dices eso?
- Pues porque…. ¡porque estás muy tuya últimamente y no hay quien te aguante!, y bueno, pues eso, que esperéis a que os lo diga, pero que me moría de ganas de contároslo…- tras una breve pausa con nombre de ginebra continuó- y oye por cierto, Adriana, tú… ¿tú has vuelto a saber algo del otro?- Dijo con la boquita chiquitita
- ¿Qué otro?
- Pues de quién va a ser, pues ¡FABIO!, el dios del sexo, el de la polla perfecta, el que hacía que te corrieras tan rápido que te daba hasta vergüenza… el Fabio al que le dejaste que te…
- ¡Ya!, ¡calla! ¡Para!- Obviamente esas eran mis palabras de borracha puestas en la nada decorosa boca de mi melliza, pero al oírlas así, recitadas por ella de sopetón, me resultaron muy desagradables.- Pues no, no sé nada, ni ganas de que dé señales de vida tampoco- Mentí.
- Bueno pues mejor así. Sí. Mucho mejor.
Y antes de que ninguna pudiese decir nada más a mí empezaron a temblarme las piernas mientras notaba como una corriente de calor empezaba a recorrerme el cuerpo hasta instalarse en mi cara al ver como Damián llegaba a la fiesta del brazo de mi madre después de recibirlo con un cariñoso abrazo. ¿Por qué tenía que meterse en mi vida de esa manera? Dejó a Damián junto a mis cuñados entre sonrisas y miradas desconcertadas de éstos y se acercó hacia donde estábamos nosotras con carita de perrito abandonado.
- Adriana, cariñito, no te enfades conmigo que todo lo que hago lo hago porque os quiero y me preocupo por vosotros.
- Pero, mamá, es que no tienes que meterte en nuestras vidas así, somos ya mayorcitas. ¡Deja de interceder porque la has cagado, pero cagado de verdad, y mejor que no digas nada más, es tu fiesta y no quiero montarte una escena!- Dije levantando la voz.
- Bueno, hija, tranquila, si yo te entiendo- Decía a la par que me palmeaba la espalda como si fuera una niña disgustada- Pero no te enfades, entiende que es mi cumpleaños y que para mí Damián es como un hijo, tienes que entender que si vienen el resto de mis yernos a él también debía decirle que podía pasarse…
- ¡No! No entiendo nada de eso y mira ¡qué no me digas nada ahora! ¡¡Nada! Ya hablaremos y me vas a oír, mamá, ¡vamos que sí me vas a oír! Ahora por tu bien déjame en paz y disfruta de tu fiesta.- Y me di la vuelta con toda la mala leche del mundo sobre mis tacones en busca de mi ¿ex? de mi ¿marido? De mi ¿qué? ¿Qué era Damián ahora? Legalmente mi marido sí, pero ¿lo sentía yo aún así? ¿Por qué necesitamos etiquetar las situaciones bajo un nombre concreto para sentirnos cómodos en ellas? Supongo, que al ponerle nombre, ya sea novio, amante, “follamigo”, podemos saber a qué debemos atenernos, pero sin ponerle un nombre a las relaciones, todos esos matices y posibilidades sin etiquetar nos llenan de preguntas e inseguridades.
Damián me atrevería a decir que me miraba divertido al acercarme a él cual toro de miura. Por capote su mirada de “te comía todos los lunares” y su perfume de los momentos buenos.
- No te enfades con ella, Adriana- Me dijo nada más llegar a su lado- me llamó para decirme que era bienvenido si me apetecía pasarme. No habló de ti en ningún momento, ni hizo mención ninguna a nosotros. Comprende que es como una segunda madre para mí y nos toca asumir que al estar separados nos vamos a ver en situaciones muy parecidas a esta por muy difícil que nos resulten.
Me acordé entonces de una frase de una canción de “Ella baila sola” que habla sobre una ruptura “¿Cómo repartimos los amigos? Cada uno por su lado, pero ¿de qué lado estoy?” Esa situación en la que pondríamos a nuestros conocidos con nuestra separación me apenó, pensé en mi sobrino al que tanto quería y en mi sobrina que no lloraba cuando él la acunaba, en la de veces que ha estado para todo lo que mi madre ha necesitado y en lo bien que se lleva con todos mis amigos. ¿Debían elegir bando? Si Damián salía de mi vida ¿era necesario saliera de la de mis seres queridos?
- Está bien, Damián, tienes razón, ya hablaré con ella, pero es que no estaba preparada para verte aquí, no estoy preparada aún para momentos como este- Mis cuñados, que seguían junto a nosotros y eran terribles disimulando, no se perdían detalle de nuestra conversación y como no me apetecía ni que todo el mundo estuviese pendiente de nuestras reacciones, ni estar en boca de nadie, decidí que lo mejor para todos sería aparentar normalidad, algo que no debía suponerme un gran problema ya que en los últimos años había adquirido bastante práctica.
Mientras me dirigía de vuelta a la barra del bar junto a mis hermanas notaba perfectamente la mirada de Damián clavada en mí fijándose en mis formas al caminar y desnudándome en su imaginación. Con aquella sensación de saberme observada y deseada resurgió de alguna parte de nuestro pasado juntos las ganas, y la necesidad, de que me hiciera todas las cosas que él sabía me hacían perder la cabeza y gritar de placer. ¿Ahora que nos estábamos perdiendo el uno al otro volvíamos a desearnos? Si aquella noche hubiéramos seguido siendo la imagen perfecta de un matrimonio feliz ¿me habría vuelto a mirar Damián de esa forma? ¿Me habría desnudado con la mirada con aquella intensidad? Sabía de sobra cual era la respuesta. Aquella versión de la Sandy de Grease antes de volverse malota que era yo aquella noche, se habría desnudado sola en el baño y se habría metido en una cama donde los únicos sonidos que la esperarían serían los ronquidos de su marido.
- ¿Cómo estás?- Me preguntó Miriam al llegar a su lado.
- No lo sé, nena, son muchas emociones contradictorias, demasiados cambios que asimilar y a los que cuesta enfrentarme. No sé, a veces simplemente me gustaría poder desaparecer y que nada de esto fuera real allá donde fuera, o poder dormir y dormir y que al despertar se haya solucionado todo solo
- Ojalá fuera tan fácil, pero bueno, piensa que dentro de una semana estarás en Roma y centrada en otra cosa que además te apasiona- Sonreí no muy convencida y decidí cambiar de tema. Estaba aburrida de mí misma y mis dramas.
- ¿Y tú, hermanita?, ¿Cómo estás tú? ¿Mejor?
- La verdad es que bastante mejor- Su expresión ilusionada hablaba por si sola.- Resultó que le escribí, me escribió… y aunque no tenía puestas muchas esperanzas en que fuera a servir de algo lo de escribirnos, estamos diciéndonos muchas cosas a través de esas cartas. Muchas cosas calladas durante demasiado tiempo. Es como si estuviésemos de nuevo conociéndonos, otra vez conquistándonos. En su última carta me pedía una cita ¡una cita! ¿Te lo puedes creer? Quiere que hablemos en persona de todo lo que nos ha pasado y creo que ahora después de esto, de habernos escrito, lo haremos desde otra posición. Parece que los dos sentimos que hemos vuelto a conectar un poco, aunque tampoco me hago demasiadas ilusiones, aún hay mucho camino por recorrer, pero todo está bastante mejor y también se nota en casa, estamos todos más contentos y el peque está pletórico porque aunque disimuláramos…. ya sabes que él es muy listo y creo que notaba que algo no marchaba del todo bien. Hoy me siento optimista, creo que lo arreglaremos- Me dijo feliz.
- Me alegro muchísimo, cariño. Mucho. Te mereces lo mejor- Le dije besándola en la mejilla.
- Y tú también, pequeñita. Tú también.
Mi madre no se atrevió a volver a hablarme ni acercarse a mí después de nuestro encontronazo, aunque sí que la sorprendí mirándome cual gatito de Shrek arrepentido más de una vez. Estaba muy cabreada con ella, no dudaba de sus buenas intenciones, pero se pasaba siempre tres pueblos. Conociéndola me extrañaba que se hubiese mantenido al margen en mí historia con Fabio, pero claro, es que yo en aquellos momentos aún no sabía que me equivocaba y que sí que se había metido. Y mucho. No sospechaba hasta qué punto.
Cada vez que me acordaba de él, cada vez que pensaba en Fabio, me sentía como una niña pequeña que recién descubre que los reyes magos son en realidad los padres. Se apoderaba de mí una incomprensión y una negación absoluta, mezclada con la sospecha latente de saber, que en el fondo, siempre supe que algo no cuadraba. Aun así, no dejaba de extrañarme no saber absolutamente nada de él. Me tenía completamente desconcertada. Desde la noche que me presenté en su casa: silencio. Verdad era que lo tenía bloqueado del WhatsApp, pero eso no impedía que si hubiera querido me hubiera llamado o mandado un mensaje de los de toda la vida. Y aunque en Fabio era casi en lo que menos pensaba en aquellos días, no podía evitar sentir esa pizca de decepción, y de cabreo conmigo misma, por haberme creído que aquello que habíamos compartido había ido más allá de lo puramente físico y pasional y que todas las confidencias, la intimidad, la complicidad que había llegado a surgir entre nosotros, no era más que una puesta en escena o producto de mi desesperada imaginación. Pero entonces ¿por qué me escribió aquel mensaje? ¿Acaso sólo quería saber que él podía ganar entre los dos? ¿Lo dijo quizás como parte del juego de la conquista sin ser capaz de imaginar que yo me marcharía de casa? ¿Sería como esas cosas que se dicen en ocasiones para quedar bien porque ya sabes de ante mano que te van a decir que no? Me dolía, la verdad, y aunque no quisiese reconocerlo a él también lo echaba de menos. O quizás, lo que en realidad echaba de menos, era a la Adriana que era capaz de ser cuando estábamos juntos.