Richard van Emden
A mi hijo Coco, a sus amigos y a sus madres les ofrezco esta sencilla crónica de la oscura caravana que serpentea sin fin por los recuerdos de mi juventud.
SHIRLEY MILLARD, I Saw Them Die: Diary and
Recollections of Shirley Millard
Ninguna cita o frase resume con más acierto, y en tan pocas palabras, la colosal magnitud del bagaje emocional que dejó la Gran Guerra. Son las conmovedoras líneas finales de las memorias de guerra de una enfermera estadounidense, que nos recuerdan no solo que los caídos en combate no son más víctimas de la guerra que aquellos que han dejado atrás, sino también que la paz que se alcanza al final, incluso la paz unida a la victoria, sigue dejando un legado insondable y oscuro de miseria en las innumerables almas cuya vida ha quedado, y quedará para siempre, empañada.
Las palabras de la enfermera Millard están impregnadas de dignidad y de emoción. Millard no perdió a ningún familiar, o al menos eso parece, pero no le fue necesaria una pérdida así para conferirle autoridad a sus pensamientos. Fue madre y padre por poderes de los chicos cuyas manos sostenía en sus últimos momentos, tan madre en aquel momento como cualquiera de las madres biológicas a las que escribía cartas de pésame unas horas más tarde.
En un mundo de posguerra, saber que esta pérdida era la misma para toda la comunidad, una pérdida que se reproducía una y otra vez en las calles del vecindario, tal vez sirviera de consuelo. Se erigieron monumentos a los muertos, y todos guardaron los dos minutos de silencio. Para muchos, no se trataba solo de recordar a los muertos, sino que también representaba una oportunidad de reflexionar sobre los sacrificios de aquellos que habían sobrevivido. Los supervivientes: perseguidos por el recuerdo de los desaparecidos, por los cuerpos nunca encontrados ni identificados; supervivientes empujados a la desesperación al pensar en la prolongada muerte de los seres queridos; supervivientes obligados a seguir adelante pese a la pérdida de todos los hijos, y a consignar a la tumba las aspiraciones y los sueños de una familia.
Es correcto, sin duda, que los muertos sean recordados y venerados, pero los vivos se vieron demasiado a menudo abandonados a su suerte y obligados a luchar contra la pobreza y el aislamiento. Los únicos recuerdos tangibles que quedan hoy en día del dolor de la Gran Guerra son los epitafios grabados en las lápidas de las tumbas de los soldados, palabras que dan una idea de la enormidad de la pérdida. Estas inscripciones, pagadas por las familias, sin ningún coste para la nación agradecida, son ahora todo lo que nos queda para recordarnos que, en efecto, innumerables caravanas oscuras serpentearon por los caminos rurales y por las estrechas calles de la memoria colectiva del Reino Unido de la posguerra, todas ellas circulando solitarias y sin rumbo fijo en dirección a ninguna parte, puesto que no había escapatoria a la pérdida, ni escapatoria a los recuerdos; nadie pudo tener nada parecido a una resolución.