Bill Nasson
El coche fúnebre de la historia no está demasiado lejos de la zona de juegos, y el sujeto ya está medio muerto.
CHARLES VAN ONSELEN
Este es un comentario característicamente corrosivo del destacado, y todavía vivo, historiador surafricano Charles van Onselen. Pronunciada hace más de diez años, en 1997, la frase estaba dirigida al enmohecido estado en el que se encontraba la historia de África del Sur y al papel de enterradores que habían asumido sus propios historiadores profesionales. Si en aquel momento era pertinente, los dardos del profesor Van Onselen son aún más pertinentes hoy en día, y no solo en lo que respecta a su propia sociedad. Tal vez incluso les dé mucho en qué pensar a algunos más allá de Witwatersrand y del cabo de Buena Esperanza.
Parte de lo que Van Onselen intentaba resaltar al mencionar la fúnebre condición de la historia era el contexto de inesperada vulnerabilidad. Tras la caída del nacionalismo afrikáner y el fin del gobierno de la minoría blanca, en el ámbito educativo creció la esperanza de que el conocimiento de la historia se revitalizaría. Uno de los impulsos fue la capacidad de una nueva historia integradora que alimentara y fomentara una memoria nacional compartida. Otro, la necesidad de darle los medios a la ciudadanía para llegar a una comprensión crítica del conocimiento histórico. Sin embargo, todo este optimismo resultó excesivo. La disciplina estaba cada vez más diluida y, en la escuela, la historia se estaba desvaneciendo, hospedándose, cual ave parásita, en el nido de los estudios sociales integrados. De hecho, el pasado histórico se estaba convirtiendo casi invariablemente en el presente o, en el mejor de los casos, en el casi presente.
No menos desalentador, o quizá más desalentador aún, que tener que reconocer el cadáver de la educación a las puertas de la escuela, es la segunda parte de la idea, la erosión que sufre la historia, el modo en el que los historiadores se han visto implicados en su muerte. En lugar de llegar, o de intentar llegar, a la imaginación del público lector en general, como habían intentado hacer en el pasado los anteriores historiadores surafricanos, los escritores de la historia profesionales del país han renunciado prácticamente a la conversación corriente con el público en general. En un intercambio de áridos y adormecedores productos, los historiadores escriben para los historiadores, y ya no intercambian el literario y artesano oficio de la buena escritura.
Para que la no ficción cobre vida de nuevo entre la gente de la calle, los estudios eruditos necesitan sumergirse en la riqueza ancestral de la narración literaria para que ellos también puedan cultivar el lenguaje clásico de la experiencia humana, como por ejemplo la ironía, la malicia y la calamidad. El dividido pasado de Suráfrica tiene bastante de todo ello. Al arrojar luz sobre sus complejidades, el poder de la historia puede cuestionar las fuerzas menos razonadoras que hostigan el presente.