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Antes de que los nominados al premio fueran cayendo de la lista, a todos los candidatos nos habían entrevistado para que explicáramos lo que hacíamos.

Mis vecinos estaban emocionados con el hecho de que yo pudiera ser elegida Catalana del Año.

Cuando bajaba a la calle, me mostraban su cariño, como cuando un futbolista está a punto de disputar un gran partido y todo el mundo le anima para que lo haga bien.

Yo me sentía como Andrés Iniesta antes de jugar con el Barça o con la selección.

Me encanta Iniesta, y no solo porque me regaló su camiseta firmada —la tengo como funda de mi silla, delante del ordenador—; me gusta porque es bondadoso y eso hace que me resulte muy guapo.

Mientras se acercaba el momento en el que ހserían elegidos los tres finalistas, también mis amigos con síndrome de Down me organizaron un acto para darme ánimos.

Me sentí orgullosa mientras coreaban: «¡Tú sí que vales, tú sí que vales!».

Yo les dije que lo hacía por ellos, que eran los mejores del mundo.

Y, al fin, llegó la hora de la verdad. Los tres candidatos a Catalán del Año salieron publicados en el diario un miércoles.

¡Y yo era uno de ellos! No me lo creía.

Lo celebramos a lo grande. Todos teníamos ganas de vivir aquella fiesta que iba a tener lugar en el Teatro Nacional de Cataluña.

Familiares, amigos, compañeros y vecinos iban a estar pendientes de mí.

Pero, antes de contar lo que pasó en el teatro, aún tengo cosas que decir.

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