Próxima parada: felicidad
No me cuesta ir sola por la ciudad.
Me aprendo de memoria, con mucho esfuerzo, las paradas del metro, los colores y las estaciones. Eso me ayuda a no perderme. Con mis padres juego a adivinar de qué línea son las estaciones que ellos me dicen. Gracias a eso conozco cada parada que va de mi casa a la oficina donde trabajo por las mañanas.
El autobús me cuesta más porque en la calle no es tan fácil ver dónde estás. Hay miles de edificios que se parecen, y personas y coches que corren en todas direcciones.
Prefiero el metro.
Cuando tengo que ir a un lugar nuevo, primero debo aprenderme el camino. Mis padres o alguno de mis hermanos me acompañan unas cuantas veces hasta que ya veo —y ven— que puedo hacerlo sola.
Para mí, recorrer un trayecto distinto es como para un violinista aprender una pieza que nunca ha tocado. Tiene que ensayarla varias veces, quizá con la ayuda de alguien que sabe más que él, antes de interpretarla con seguridad..., sin perderse en las notas.
Cada vez que tomo el metro es como si tocara el violín sin una partitura delante.
Y, tal como les pasa a los músicos, que a veces se olvidan de las notas, también a veces yo me pierdo por las calles de mi ciudad.
Me ha sucedido en unas cuantas ocasiones, pero siempre, de una manera u otra, acabo encontrando el camino. De vez en cuando pregunto a la gente que va por la calle, pero si no me aclaro tengo un instrumento mágico que me permite hablar con mis salvadores, estén donde estén.
Un teléfono móvil.
Las veces que se ha estropeado el metro o que me he pasado de parada y me he perdido, he llamado a alguien de mi familia para que me ayude.
Nada más oír su voz, siento cómo los nervios se me aflojan.
—¿Dónde estás, Anna?
—No lo sé. Pensaba que había llegado al trabajo, pero creo que estoy en otro sitio. Hay una tienda de coches que ayer no estaba aquí.
Cuando digo algo así, quien habla conmigo —mágicamente— al otro lado acostumbra a pedirme:
—Pásale el móvil a alguien que tengas cerca.
—Sí, un momento.
Miro a mi alrededor y elijo a alguien que me parezca que sabe adónde va. Entonces, le doy el teléfono y le pido, por favor, que hable con quien está al otro lado de la línea.
La persona elegida primero se sorprende, pero enseguida empieza a dar direcciones. Puede incluso decirles a mis padres dónde se encuentra la tienda de coches.
A partir de aquí pueden pasar tres cosas:
1. La persona que ha hablado con mi familia me indica el camino de vuelta hacia la parada de metro y me dice qué línea debo tomar y en qué parada bajarme.
2. A veces me acompaña hasta el andén y me repite varias veces el nombre de la estación para que se me quede grabado.
3. Alguna incluso me lleva hasta casa o hasta el trabajo para asegurarse de que no me pierdo.
Casi siempre que pido ayuda, encuentro gente dispuesta. Eso demuestra que el mundo es mucho más amable de lo que se ve en los telediarios.
A mí también me gusta hacer cosas por otros. Me hace sentir bien.
Ayudar nos da felicidad porque hace que nos sintamos útiles.
Y no hay nada más bello que saber que eres útil para alguien. Ese es un buen motivo para sonreír cuando te levantas de la cama.