35
Por la mañana temprano, cuando todos dormían aún, Oleg se levantó sigiloso, hizo la cama a conciencia, doblando los cuatro ángulos del cobertor de la manta, como se exigía y, de puntillas, con sus pesadas botas, salió de la sala.
Turgun dormía en la mesa de la enfermera de guardia con la cabeza de tupidos cabellos negros sobre los brazos cruzados, que apoyaba en el libro de texto.
La vieja auxiliar sanitaria de la planta baja abrió a Oleg la puerta del baño. Ahí se mudó de ropa. Al vestirse la suya al cabo de dos meses, le pareció extraña. Se había deshabituado a los viejos pantalones afollados del Ejército, a la guerrera de lana con mezclilla de algodón y al capote. Estas prendas las dejaba siempre en los depósitos de los campos y pudo conservarlas sin que se llegaran a estropear del todo. Su gorro de invierno era civil; lo había adquirido en Ush-Terek, y le venía demasiado pequeño, le apretaba un poco. Como el día prometía ser templado, Oleg resolvió prescindir de él, pues le hacía parecer un espantajo. No se ciñó el abrigo con el cinturón, sino la guerrera que llevaba debajo. En la calle le tomarían por un recién salido de la cárcel o por un soldado fugado del cuerpo de guardia. El gorro, pues, fue a parar al macuto, al viejo macuto con manchas grasientas, chamuscado por el fuego de las hogueras y remendado donde fuera agujereado por la metralla. Este macuto, que había pasado por la línea del frente, se lo llevó su tía a la cárcel un día de recepción de paquetes. Le había pedido que no le enviase nada al campo en buen uso.
Pero aquella ropa deslucida que sustituía a la del hospital le confería prestancia y ánimos. Y también salud.
Kostoglótov se dio prisa para irse cuanto antes, no fuera a retenerle algo imprevisto. La sanitaria descorrió la barra que atrancaba la puerta de la calle y le cedió el paso.
Al salir al porche se detuvo. Aspiró el aire, un aire puro no alterado ni enturbiado aún con nada. Echó una mirada descubriendo un mundo flamante y reverdeciente. Dirigió la cabeza a lo alto. El cielo se desgarraba entre tonos rosáceos por la paulatina e inadvertida salida del sol. Alzó más la cabeza. Esponjosas nubes en forma de huso de minuciosa y secular ejecución, cubrían el cielo, pero sólo varios minutos antes de dispersarse; sólo para unas pocas cabezas alzadas, quizá, de entre todos los habitantes de la ciudad, únicamente para Oleg Kostoglótov.
A través de una cisura en la blonda, en el plumaje, en la espuma de esas nubes, navegó el brillante y hemicicloidal bajel de la luna en su cuarto menguante, todavía perfectamente visible.
¡Era la mañana de la creación! El mundo se creaba de nuevo con el señero objeto de devolverlo a Oleg: «¡Anda y vive!».
Sólo la pura y cristalina luna no era joven, no era la misma que ilumina a los enamorados.
Con la faz radiante de felicidad, con sonrisa que no iba dirigida a nadie, sino al cielo y a los árboles, con la alegría que infunde a ancianos y enfermos la naciente primavera y la mañana temprana, Oleg se fue por las conocidas veredas sin toparse con nadie, excepto con el viejo barrendero.
Se volvió de cara al pabellón de cáncer. Semioculto por las largas escobas de los álamos piramidales, su edificio se elevaba como un conglomerado de ladrillos grisáceos, superpuestos, sin apariencia caduca tras setenta años de existencia.
Oleg mientras caminaba, se despedía de los árboles del centro médico. De los arces pendían ya racimitos como zarcillos, y las ayugas lucían su primera flor, una flor blanca que, junto al verde de las hojas, daban al árbol un tono bicolor: blanquiverde.
Sin embargo, no se veía por allí un solo albaricoquero de los que había oído decir que ya estaban en flor. Podría contemplarlo a placer en la Ciudad Antigua.
¿Quién, en la primera mañana de la creación, era capaz de proceder razonablemente? Rompiendo todos sus planes, Oleg proyectó algo descabellado: dirigirse inmediatamente a la Ciudad Antigua en aquella hora temprana para poder admirar el albaricoquero en flor.
Al franquear las puertas prohibidas de la verja, divisó la plazoleta terminal del tranvía, semidesierta, desde la que, calado por la lluvia de enero, abatido y desesperado, se había encaminado en dirección a aquellas mismas puertas para entrar a morir allí.
Esta salida por la cancela del hospital, ¿se diferenciaba en algo de la salida por el portón de la cárcel?
En enero, cuando gestionaba con ahínco el ingreso en la clínica, le dejaban reventado los chirriantes y rebotantes tranvías atestados de gente. Pero ahora, cómodamente sentado junto a la ventanilla, le agradaba incluso la trepidación del vehículo. Viajar en un tranvía es un símbolo de vida, de libertad.
El tranvía se deslizaba por el puente sobre el río. Allá, al fondo, se inclinaban los endebles sauces, y su ramaje, caído sobre la rápida y turbia corriente, se veía efusivamente verde.
También los árboles en las aceras se hallaban cubiertos de verdor, pero sólo lo necesario para no ocultar las sólidas casitas de piedra de una planta, construidas por gentes que tenían tiempo. Oleg las miraba con envidia. ¡Felices mortales los que vivían en ellas! Tras el cristal de la ventanilla iban desfilando asombrosas barriadas de avenidas espaciosas y amplias aceras. ¿Qué ciudad no deleita al contemplarla temprano, en la rosada mañana?
El panorama fue cambiando gradualmente. Las avenidas desaparecieron, los flancos de las calles se distanciaban menos y las casas eran construcciones hechas con precipitación, sin pretender la belleza ni la solidez. Seguramente fueron edificadas poco antes de la guerra. Oleg leyó el nombre de una calle y le pareció familiar.
Enseguida supo el motivo. ¡Era la calle en la que vivía Zoya!
Sacó su cuadernillo de notas de basto papel para buscar el número de la casa. Volvió a mirar por la ventanilla; y cuando el tranvía aminoró la marcha pudo localizar la casa. Tenía dos pisos, ventanas irregulares y el portón permanentemente abierto o, tal vez, estropeado. Dentro del patio se veían otras construcciones.
Allí estaba la vivienda de Zoya. Podía apearse.
No estaba desprovisto de cobijo en aquella ciudad. Le habían invitado, ¡y la invitación procedía de una joven!
Continuó sentado, recibiendo casi con delectación las sacudidas y el estrépito del tranvía. Este no iba lleno. Frente a Oleg tomó asiento un anciano uzbeko con lentes, de aspecto nada vulgar, sino de sabio de la Antigüedad. La cobradora le entregó el billete, él lo enrolló y se lo encajó en la oreja. Así hizo el viaje con el rollito rosado despuntando por encima de su oreja. Ante aquella acción natural, Oleg se sintió más alegre y aligerado al enfilar la entrada a la Ciudad Antigua.
Las calles se angostaron más, las pequeñas casuchas se apretaban unas a otras, ensambladas hombro con hombro. Luego desaparecieron las ventanas ocultas por altas y consistentes tapias de arcilla que se elevaban a lo largo de las calles. Si las casas descollaban por encima de ellas, ofrecían solamente sus espaldas sin ventanas, rasas, embarradas con arcilla. En las tapias se abrían unos portillos, o bajos y reducidos pasadizos en los que había que encorvarse para entrar. Del estribo del tranvía a la acera mediaba un salto y las aceras eran muy estrechas, de un solo paso de anchura. El tranvía se enseñoreaba de la calle.
Seguramente había llegado ya a la Ciudad Antigua. Pero en sus desnudas calles no se alzaba ningún árbol y menos aún el florido albaricoquero.
Si quería verlo todo, tenía que apearse. Y Oleg bajó del tranvía.
Podía contemplarlo todo igualmente, pero con la tranquilidad de su andar reposado. Libre de la trepidación del tranvía, su oído captó unos golpes sobre hierro. No tardó en descubrir a un uzbeko con casquete blanco y negro, bata acolchada de algodón negro y con un chal rosado enrollado a la cintura. Sentado en cuclillas en medio de la calle, el uzbeko enderezaba el borde de un azadón a golpes de martillo sobre el raíl del tranvía de vía única.
Oleg se detuvo impresionado. ¡He ahí la era atómica! Allí, como en Ush-Terek, el metal seguía siendo tan poco corriente en las economías domésticas que aquel hombre no había hallado yunque mejor que el raíl del tranvía. Oleg vigilaba expectante para ver si finalizaba su tarea antes de que el tranvía reapareciera. Pero el uzbeko no se apresuraba; machacaba a conciencia. Cuando el tranvía hizo sonar de lejos su campanilla, se apartó unos palmos a un lado, esperó a que pasara y se colocó nuevamente en cuclillas.
Oleg se quedó mirando la paciente espalda del uzbeko y la faja rosada de su cintura (se había apropiado íntegramente del color rosa del cielo, que ahora ofrecía tonalidad azulada). No tuvo ocasión de intercambiar dos palabras con aquel hombre, pero reconoció en él a un hermano en el trabajo.
Rectificar un azadón en una mañana primaveral, ¿no suponía acaso un retorno a la vida?
¡Maravilloso!…
Caminaba a paso lento, asombrándose de no ver ventanas. Tuvo el deseo de echar una ojeada al otro lado de las tapias, de atisbar en el interior. Pero las portezuelas eran de madera maciza, y colarse de rondón le pareció improcedente. Un portillo abierto le iluminó de repente. Se agachó, atravesó el húmedo tunelillo y se encontró en un patio.
Este no había despertado todavía, pero podía verse que ahí transcurría la vida de sus habitantes. Bajo un árbol había un banco clavado en el suelo y una mesa. Juguetes de niños, de fabricación totalmente moderna, se veían esparcidos por allí, y la bomba del agua que les proveía del líquido vital, así como la tina para la colada de la ropa. Todas las ventanas de la casa, que eran numerosas, daban al patio. Ninguna se asomaba al exterior.
Siguió caminando por la calle y entró en otro patio atravesando otro pasadizo semejante. Se encontró con un cuadro idéntico y, además, con una joven uzbeka que se ocupaba de unos niños. Llevaba una pañoleta lila y el pelo entretejido en numerosas, finas y largas trencillas que alcanzaban su cadera. Vio a Oleg, pero hizo caso omiso de él. Oleg se fue.
Aquello difería radicalmente de todo lo ruso. En las aldeas y ciudades rusas las ventanas de las estancias donde se hace la vida son las que precisamente miran a la calle. Y a través de las macetas con flores y de las cortinas, las amas de casa acechan, como soldados emboscados en una floresta, si pasa algún forastero, quién visita a quién y para qué le visita. Pero Oleg penetró inmediatamente en la idea oriental y la aprobó: «No quiero saber cómo vives, pero tampoco metas las narices en mis asuntos».
Después de los años de campo, constantemente a la vista, sondeado, observado y bajo perpetua vigilancia, ¿podría elegir el ex prisionero mejor género de vida que ese?
Cuanto más veía en la Ciudad Antigua, más le iba gustando.
Por el espacio abierto entre dos casas había divisado un desierto salón de té, cuyo dependiente estaba todavía medio adormilado. Acertó a dar con otro, instalado en una terraza sobre la calle. Oleg subió a él. Acomodados en los asientos había varios hombres con bonetes bermejos, granates, azules y un viejo con turbante blanco bordado en diversos colores. No había una sola mujer. A Oleg le vino a las mientes que tampoco antes había visto salones de té frecuentados por mujeres. No se colgaban avisos prohibiéndolo, pero tampoco eran invitadas.
Oleg meditó en ello. Todo resultaba nuevo para él en este primer día de su naciente existencia, todo debía interpretarlo. ¿Acaso reuniéndose a solas estos hombres pretendían demostrar que la parte esencial de su vida transcurría sin el concurso de las mujeres?
Tomó asiento junto a la balaustrada de la terraza. Desde allí se observaba la calle a las mil maravillas. Esta empezaba a cobrar vida, aunque los transeúntes no se ajetreaban como los habitantes de la ciudad; se movían con paso mesurado. Los hombres del salón de té se sentaban con una calma infinita.
Podría decirse que el sargento Kostoglótov, el prisionero Kostoglótov, habiendo cumplido con la obligación y con el castigo que la sociedad tuvo a bien imponerle, y habiendo padecido los tormentos que la enfermedad quiso aplicarle, había muerto en enero. Y, a la sazón, tambaleándose sobre sus vacilantes piernas, había salido de la clínica un Kostoglótov nuevo —«sutil, vibrátil y translúcido», como se decía en el campo—, pero no para vivir una vida completa y colmada, sino una fracción de vida, análoga al trozo de pan que se añade para completar el peso y que se clava al pedazo mayor con una ramita de pino; forma parte de esa ración, pero no deja de ser un trozo suelto.
Oleg anhelaba que esa parva vida adicional que, a partir de hoy, se le ofrendaba no se pareciese en nada a la parte fundamental ya vivida. No quería cometer más equivocaciones.
Pero ya se había equivocado al elegir el té. En vez de andar con sutileza y encargar, en un prurito de exotismo, kok, o sea té verde, tendría que haber pedido el corriente té negro que ya conocía. El té verde no era fuerte ni tonificante y no tenía gusto a té. No le apetecía beber la infusión que llenaba la taza, y de buena gana lo habría tirado.
A todo esto, el día iba caldeándose y el sol lucía en lo alto. Oleg no tenía inconveniente en tomarse un bocado, pero allí no servían nada aparte de las dos clases de té caliente y, además, sin azúcar.
Sin embargo, adoptando los flemáticos modales autóctonos, no se levantó, no fue en busca de la comida; continuó sentado, cambiando la posición de la silla. Entonces, desde la terraza de la casa de té, se hizo visible una especie de diente de león rosado, transparente, de unos seis metros de diámetro, semejante a un ingrávido globo enclavado en un recoleto patio vecino. Jamás había visto otro de tan vivo color rosa y de tamaño tan colosal.
¿Un albaricoquero?
Oleg aprendió la lección. Era el premio a su falta de precipitación. Lo cual quiere decir que uno nunca debe precipitarse, no hay que avanzar sin fijarse en lo que le rodea.
Se acercó a la barandilla y desde allí, desde lo alto, no se cansaba de admirar el rosado prodigio.
Se lo ofrendó a sí mismo como presente en el día de la creación.
De igual modo que el abeto adornado con velas se alza en el salón de una casa norteña, así se elevaba aquel único y florido albaricoquero en el pequeño patio cerrado por muros de arcilla, abierto únicamente al cielo. Bajo él gateaban unos niñitos y una mujer, con pañuelo negro rameado de verde, cavaba la tierra.
Oleg lo miraba atentamente. El tono rosáceo era la impresión de conjunto, aunque distinguía en él yemas granates como bujías. En el punto de su abertura, las florecillas tenían un colorido rosa, pero los pétalos ya desplegados eran blancos como los de los manzanos o los de los cerezos. El efecto, en general, era de una delicadeza rosácea, increíble. Oleg procuraba absorberlo con los ojos para guardar un perenne recuerdo de él y poder describírselo a los Kadmin.
Había pensado en un milagro y este milagro se había producido.
¡En el mundo recién nacido todavía le aguardan hoy muchas y variadas alegrías!…
El bajel de la luna se había eclipsado por completo.
Oleg descendió los escalones que le separaban de la calle. Su cabeza destocada acusaba ya los efectos de los rayos del sol. Compraría cuatrocientos gramos de pan negro y se lo engulliría a secas, y luego se dirigiría al centro de la ciudad. Bien fuese porque su indumentaria de hombre libre le confería nuevos bríos o porque estaba hoy alegre, el caso era que no sentía náuseas y caminaba con desenvoltura.
Vio un puestecillo enclavado en el recodo de una tapia, sin romper la línea de la calle. El toldo que partía del tejadillo extendíase como una visera, sujeto por dos puntales inclinados. De debajo de la visera fluía un humillo gris azulado. Oleg tuvo que agachar bastante la cabeza para introducirse bajo el toldo y cuando estuvo dentro se vio obligado a seguir con la cabeza encogida.
Un largo asador de hierro ocupaba todo el mostrador. En una parte de él ardía un fuego vivo y el resto estaba lleno de blanca ceniza. Puestas sobre el asador al fuego había una decena y media de largas y puntiagudas varillas de aluminio con trocitos de carne insertados en ellas.
Oleg acertó al suponer: «¡Deben ser shashlyks! ¡Un descubrimiento más en el recién creado mundo!». Sí, eran los mismos shashlyks tantas veces mencionados en las conversaciones gastronómicas de la prisión. En sus treinta y cuatro años de existencia, Oleg nunca había tenido ocasión de verlos con sus propios ojos, pues jamás estuvo en el Cáucaso ni puso los pies en un restaurante, y en las cantinas populares de antes de la guerra solamente servían col rellena con carne y gachas de cebada perlada.
¡Shashlyks!
Despedían un incitante tufillo mezcla de carne y humo. La carne de las varillas no estaba carbonizada ni tampoco tostada. Tenía un delicado tono gris rosado que indicaba su punto cabal de asado. El parsimonioso vendedor, de cara redonda y adiposa, daba vueltas a unas varillas y apartaba otras del fuego colocándolas en el espacio del asador en que sólo había ceniza.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó Kostoglótov.
—Tres —contestó el amodorrado vendedor.
Oleg no comprendió. Tres ¿qué? Tres kopeks era muy poco y tres rublos le parecía mucho. ¿O quiso decir tres varillas por un rublo? Desde que había dejado el campo por doquier se daba de bruces con esta dificultad: no le entraba en la cabeza la proporcionalidad de los precios.
—¿Y cuántos da por tres rublos? —se le ocurrió preguntar para poner las cosas en claro.
El hombre del quiosco tuvo pereza de abrir la boca. Agarró una varilla por el extremo, la alzó, la agitó ante Oleg como si este fuera un niño y la puso a asar nuevamente.
¿Tres rublos una varilla?… Oleg movió la cabeza. Eso se quedaba para bolsillos de otra capacidad. El sólo disponía de cinco rublos para todo el día. Pero ¡cómo le gustaría probarlos! Sus ojos examinaron cada trocito de carne y eligió uno de los pinchos, aunque cada uno de ellos le ofrecía una atracción especial.
Cerca de él aguardaban tres conductores que habían aparcado los camiones allí mismo, en la calle. Se aproximó una mujer y el del chiringuito le dijo algo en uzbeko. Ella se alejó con evidente disgusto. De repente, el vendedor echó todas las varillas en un plato, esparció por encima, con los dedos, cebolla picada sobre la que roció líquido de una botella. Oleg cayó en la cuenta de que todos los shashlyks eran para los conductores, cinco pinchitos para cada uno.
Un ejemplo más de la inexplicable estructura de dos pisos en los precios y salarios que prevalecía por todas partes. Oleg no podía concebir este segundo piso y menos aún trepar a él. Aquellos camioneros se gastaban sin pestañear quince rublos cada uno en tomar un bocado que, seguramente, no sería su almuerzo principal. No era posible que sus salarios soportaran tal género de vida. Por otro lado, los sbash-fyks no se ponían a la venta para quienes devengaban un sueldo normal y corriente.
—Se han acabado —comunicó el del quiosco a Oleg.
—¿Qué se han acabado? —repitió Oleg profundamente contrariado.
¡Por qué lo pensaría tanto! ¡Quizá fuese la primera y la última oportunidad que se le había presentado en la vida!
—Hoy no me han abastecido —explicó el vendedor mientras iba recogiendo los residuos de su trabajo, dispuesto, al parecer, a bajar el toldo.
Entonces Oleg mendigó a los conductores:
—¡Eh, muchachos! ¡Cédanme una varilla! ¡Sólo una!
Uno de ellos, un jovencito de rostro muy bronceado y de cabellos como el lino, condescendió:
—Bueno, cójala.
Los conductores no habían pagado aún. Oleg extrajo del bolsillo un billete verde que guardaba clavado con un imperdible, y lo puso sobre el mostrador. El vendedor, sin tomarlo en la mano, lo impulsó directamente al cajón con el mismo gesto con que rebañaba las migajas y los desperdicios.
¡Ya tenía Oleg su varilla! Dejó su macuto de soldado en el suelo polvoriento y asió la varilla con las dos manos. Contó los trocitos de carne —cinco y la mitad del sexto— y se puso a hincarles el diente sin sacarlos del pincho. Los iba sacando con los dientes, pero no enteros, sino mordiscándolos poquito a poco. Comía ensimismado, como el perro su tajada después de llevarla a un rincón seguro, y meditaba sobre la facilidad con que se suscitan las apetencias humanas y en lo difícil que es dar satisfacción a los deseos despertados. ¿Cuántos años una rebanada de pan negro constituyó para él el más preciado de los dones terrenales? Sólo hacía un instante que se disponía a comprarlo como desayuno, pero había bastado sentirse atraído por el humo azulenco del asado, que le diesen a roer un pincho, para experimentar un incipiente menosprecio hacia el pan.
Los conductores dieron buena cuenta de sus cinco shashlyks por barba, pusieron en marcha los camiones y partieron, mientras Oleg seguía relamiéndose con su pincho. Saboreaba cada trocito con los labios y la lengua, sentía con fruición la jugosidad de la tierna carne, su olor, su perfecto asado. Y se asombraba del primitivo atractivo que quedaba en cada uno de los pedacitos, y cuanto más ahondaba en su shashlyk, mayor era su deleite y más se iba enfriando su interés en visitar a Zoya. El tranvía pasaría en seguida por delante de su casa y él no se apearía. Mientras se comía el shashlyk lo intuyó con absoluta claridad.
El tranvía le condujo al centro de la ciudad por la misma ruta que antes, pero ahora iba de bote en bote. Oleg reconoció la parada de Zoya y siguió adelante otras dos más. No sabía dónde le convendría bajarse. Inesperadamente, vio a una mujer que, desde abajo, vendía periódicos a los pasajeros a través de la ventanilla del tranvía. Oleg la observó con interés porque no había vuelto a ver vendedores callejeros de prensa desde su infancia. (La última vez, cuando Mayakovski se suicidó de un tiro y los chavales corrían por las calles voceando la edición extraordinaria). En esta ocasión, la vendedora era una mujer rusa entrada en años, nada avispada y lenta en la devolución del cambio. Pero a pesar de su parsimonia, le daba tiempo a vender varios ejemplares en cada tranvía que pasaba. Oleg se plantó cerca de ella para ver cómo se desenvolvía.
—¿No la persiguen los policías? —le preguntó.
—No se han dado cuenta de que ando por aquí —la vendedora se enjugó el rostro.
No se veía a sí mismo, se olvidaba de su facha. Si un policía le echaba la vista encima, reclamaría su documentación antes que la de la mujer.
Un reloj eléctrico de la calle marcaba solamente las nueve de la mañana, pero ya apretaba el calor y Oleg desenganchó los corchetes superiores del abrigo. Sin apresurarse, permitiendo que los transeúntes le empujaran y le adelantaran, caminó por la zona soleada cercana a la plaza, entrecerrando los ojos y sonriendo al sol.
¡Aún le esperaban muchas alegrías en el día de hoy!…
Había creído que no volvería a ver el sol de primavera. Y aunque alrededor nadie se alegraba del retorno de Oleg a la vida, y nadie tenía noción de ello, el sol sí lo sabía. Por eso su sonrisa iba dirigida al sol. Aunque la próxima primavera no llegara nunca para él, aunque la actual fuese la última, esta era, de todos modos, una primavera de propina a la que estaba muy agradecido.
Ninguno de los peatones se congratulaba de la presencia de Oleg; él, en cambio, se alegraba de la de ellos. Estaba contento de volver a sumarse a ellos, de volver a ser testigo de los sucesos callejeros. ¡En este mundo recién fundado, nada carecería de interés, nada podría parecerle sórdido o feo! Meses enteros, años enteros de vida no admitían parangón con el sin par y culminante día de hoy.
Por la calle vendían helados en vasitos de papel. Oleg no recordaba cuándo había visto por última vez vasitos como aquellos. ¡Otro rublo y medio al aire! Y con la mochila, chamuscada y atravesada por los tiros, a la espalda y con ambas manos libres, Oleg caminó más despacio que antes, mientras con la diminuta cucharilla de madera iba tomando capitas de helado.
Acertó a pasar junto a un estudio fotográfico con vitrina resguardada del sol. Se acodó en la barra metálica que tenía delante y contempló largo rato aquella vida depurada y aquellos idealizados rostros que se exponían a la vista, particularmente los de las chicas, como era natural, que eran mayoría. Cada una de ellas se habría peripuesto con lo mejor de su ropero; el fotógrafo habría hecho girar su cabeza buscando la postura adecuada y habría variado una decena de veces la disposición de la luz; tras varias pruebas, habría elegido la más satisfactoria, procediendo después a su retoque. Por último, entre decenas de fotografías de chicas, seleccionaría las más apropiadas hasta componer su vitrina. Y aunque Oleg lo sabía, se complacía en mirar y en imaginarse que la vida se componía de jóvenes como aquellas. Por todos los años perdidos, por todos los que no llegaría a vivir y por todo lo que en la actualidad se veía desposeído, se desojaba ante la vitrina, se la comía con la vista sin recato alguno.
Acabó el helado y debía tirar el vasito. Pero era tan primoroso, tan terso, que Oleg juzgó que le serviría para beber en el viaje y lo metió en el macuto. A él fue igualmente a parar la cucharilla de madera. También la emplearía para algo.
Más adelante halló una farmacia. La farmacia es también un establecimiento sumamente interesante, y Oleg entró en ella sin dudar. Al ver los rectángulos de sus pulcros mostradores, Oleg pensó que podía pasarse el día entero observándolos. Los objetos que en ellos se exhibían constituían una rareza para la mirada acostumbrada al campo de concentración, a cuyo ámbito no llegaron en decenas de años. Y los que ya conocía, por haberlos visto alguna vez en su existencia de hombre libre, no atinaba a darles nombre ni recordaba su utilidad. Con la veneración de un salvaje miraba los envases niquelados, de cristal y de plástico. Luego se fijó en las hierbas, empaquetadas en sobrecitos que llevaban escritas sus propiedades. Oleg tenía mucha fe en las hierbas. Pero ¿dónde estaría la que él precisaba? ¿Dónde?… Después venían los departamentos de comprimidos con innumerables nombres nuevos que jamás había oído. En resumen, esa sola farmacia abría ante Oleg todo un universo de observaciones y reflexiones. Pero se limitó a pasar de un mostrador a otro para pedir un termómetro para el agua, bicarbonato y permanganato, que le habían encargado los Kadmin. No tenían el termómetro ni el bicarbonato; en cuanto al permanganato, le indicaron que pagase en caja tres kopeks por él.
Luego se situó en la cola del despacho de recetas, en la que estuvo unos veinte minutos. Aligeró su espalda de la molestia del macuto, pero siguió agobiándole el calor. Ahora se hallaba indeciso. «¿Y si comprase mi medicina?», cavilaba. Al llegarle el turno depositó en la ventanilla una de las tres recetas iguales que Vega le entregó la víspera. Confiaba en que la farmacia no dispusiera de tal medicamento, en cuyo caso el problema quedaba relegado de momento. Pero disponían de él. Al otro lado de la ventanilla calcularon el precio y le extendieron una factura de 58 rublos y algunos kopeks.
Oleg se echó a reír y se apartó aliviado de la ventanilla. No le producía el menor asombro el hecho de que a cada paso le persiguiera en su vida el número 58[38]. Pero tener que desembolsar 175 rublos por las tres recetas era demasiado. Con ese dinero podía comer todo un mes. Tuvo deseos de romper las recetas y tirarlas a una escupidera, pero quizá Vega le preguntara por ellas, y se las guardó.
Le apenaba abandonar las cristalinas superficies de la farmacia, mas el día avanzaba y su día de alegrías le reclamaba.
¡Aún le esperaban muchas alegrías en el día de hoy!
No se apresuraba. Iba de escaparate en escaparate, pegándose como una lapa a cuantos veía. Sabía que las sorpresas le aguardaban a cada instante.
En efecto. Tenía delante una oficina de Correos con este anuncio en una ventana: «¡Sírvanse de la fototelegrafía!». ¡Fantástico! Lo que hacía diez años se escribía en las novelas de ciencia ficción se brindaba ya a los transeúntes. Oleg entró. Vio colgada una lista con unas tres decenas de ciudades a las que se podían enviar fototelegramas. Empezó a repasarla para ver adonde y a quién hubiese podido enviar uno, pero en ninguna de aquellas grandes ciudades, dispersas por la sexta parte de tierra firme del planeta, consiguió recordar que existiera una sola persona a la que su letra proporcionase alegría.
No obstante, para enterarse más a fondo, se fue a la ventanilla y pidió una hoja impresa, rogando también que le señalaran el tamaño que debían tener las letras.
—Acaba de averiarse —le comunicó la mujer—. No funciona.
¡Ah, conque no funcionaba! ¡Que se fuese al infierno! Eso ya era más común y frecuente y, en cierto modo, más tranquilizador.
Prosiguió su camino y leyó algunos anuncios: un circo y varias salas de cine. En todas ellas había función matinal, pero no podía desperdiciar en el cine el día que le había sido ofrecido para explorar el universo. Si se quedaba en la ciudad por breve plazo no tendría inconveniente en ir al circo incluso. Después de todo, se podía considerar un niño, pues acababa de nacer.
A juzgar por la hora que era, tal vez fuese el momento oportuno para encaminarse a casa de Vega.
En caso de que resolviese ir…
¿Y cómo no iba a ir? Era su amiga. Le había invitado de todo corazón, algo confusa. En toda la ciudad era el único ser allegado que tenía, ¿y aún dudaba en ir a verla?
En lo más recóndito de su interior ocultábase este único deseo: visitarla, ir hacia ella aunque fuera a costa de no inspeccionar el universo de la ciudad.
Pero algo le retenía saliéndole al paso con argumentaciones: Quizá sea temprano. Tal vez no haya tenido tiempo de regresar. O de ordenar su casa.
Bueno, más tarde…
En cada cruce deteníase a considerar: «¿No me equivocaré? ¿Cuál será la dirección acertada?». No preguntaba a nadie y elegía las calles a capricho.
Así, fue a dar con un modesto puesto de vinos. No era una tienda con exposición de botellas, sino una bodega con barriles, penumbrosa, semihúmeda y de atmósfera avinagrada. ¡Una taberna de tiempos antiguos! Servían el vino directamente de los barriles a los vasos. Y el vaso de vino más barato costaba dos rublos. En comparación con los shashlyks, era un precio realmente barato. Kostoglótov extrajo del profundo bolsillo otro billete de 10 rublos.
No encontró al vino ningún gusto especial, pero su debilitada cabeza empezó a darle vueltas antes de apurar el vaso. Y cuando salió de la taberna, la vida se le antojó más llevadera aunque desde el comienzo del día había sido próvida con él. Tan aliviado y encantado se sentía que no creía en la existencia de nada que pudiera disgustarle. Porque ya había experimentado y purgado cuanto de malo encierra la vida; lo que en adelante le deparase sería, indudablemente, mejor.
¡Aún le esperaban muchas alegrías en el día de hoy!
Si encontrara otro puesto de vinos no le vendría mal tomarse otro vaso.
Pero no vio ninguno.
En cambio, fue a dar con una densa muchedumbre estacionada en la acera. Para eludirla había que rodearla y bajar a la calzada. «Aquí ha pasado algo», pensó Oleg. Pero no. La gente sólo esperaba, vuelta hacia unos espaciosos escalones y unas amplias puertas. Kostoglótov estiró el cuello y consiguió leer: «Grandes Almacenes Centrales». Ahora lo comprendió del todo. Algo interesante debían vender en ellos. ¿Qué, exactamente? Preguntó a un hombre, luego a una mujer y después a otra, pero todos se encogían dubitativos y nadie le respondió con claridad. Lo único que sacó en limpio fue que se acercaba la hora de apertura. Bien, puesto que el azar le había conducido allí… Oleg se arrimó al gentío.
Al cabo de varios minutos dos hombres abrieron las anchas puertas y, con tímido ademán, intentaron refrenar el impulso de la primera fila. Pero tuvieron que apartarse rápidamente a ambos lados de las puertas como ante la carga de un escuadrón de caballería. Los hombres y las mujeres de las primeras filas, en su mayoría gente joven, cruzaron las puertas y se abalanzaron hacia la escalera que conducía al piso de arriba con el ímpetu y la velocidad que imprimirían a sus piernas si tuvieran que huir del edificio en llamas. Otros corrieron escaleras arriba con la diligencia que a cada cual permitían sus fuerzas y su edad. Un afluente se deslizó por la planta baja, pero la corriente principal siguió su curso hacia el piso superior. Envuelto en aquel arremetedor torbellino era imposible subir la escalera con calma. Y el negruzco y desgreñado Oleg, con su mochila a la espalda, también corría. Hubo entre el tropel de gente quien le apresuró llamándole despectivamente «soldado».
Ya arriba, la riada se dividió, lanzándose en tres direcciones distintas por el resbaladizo parquet. Oleg sólo tenía un instante para decidirse, pero ¿qué dirección tomar? Siguió la carrera al azar siguiendo a los más esforzados corredores.
Fue a parar a una crecida cola, próxima a la sección de géneros de punto. Las dependientas, ataviadas con batas azul celeste, bostezaban y se movían con tal parsimonia que parecían no tener conocimiento de aquella barahúnda, como si las aguardara en su faena un día inactivo, aburrido.
Una vez recobrado el aliento, Oleg se enteró de que pondrían a la venta chaquetas o jerseys de mujer. Lanzó un juramento por lo bajo y se alejó de allí.
¿Hacia dónde derivaron las otras dos corrientes? Ya no pudo localizarlas. El movimiento era general en todas direcciones y la gente se agolpaba ante todos los mostradores. En uno de ellos vio que la aglomeración era más densa y resolvió acercarse. Iban a despachar platos soperos a un precio módico. Ya estaban desembalando los cajones que los contenían. Asunto interesante. En Ush-Terek no había platos soperos; los Kadmin comían en unos desportillados. ¡No estaría mal llevarse a Ush-Terek una docena de aquellos platos! Pero no llegarían allí más que fragmentos.
Oleg se dedicó luego a deambular desahogadamente por las dos plantas del almacén. Recorrió la sección de fotografía. Las cámaras, inasequibles antes de la guerra, y todos sus accesorios se apilaban en los estantes chanceándose de él, reclamando dinero. Uno de los idealizados sueños infantiles de Oleg fue hacer fotografías.
Le gustaron mucho las gabardinas. Después de la guerra deseó vivamente comprarse una; en su opinión, era la prenda que más favorecía al hombre. Pero ahora tendría que desprenderse de 350 rublos, del sueldo íntegro del mes. Continuó adelante.
No había comprado nada. Sin embargo, se sentía como si tuviese el bolsillo bien repleto y estuviera libre de necesidades. Además, las vaporaciones del vino le ponían de un humor festivo.
Vendían camisas de tejido de fibra artificial. Oleg conocía la existencia de ese tejido por las mujeres de Ush-Terek, que corrían como locas al almacén del distrito cuando llegaba una remesa. Oleg miró las camisas, las palpó y le gustaron. Mentalmente se quedó con una verde a rayas blancas. Como costaba 60 rublos, no podía adquirirla.
Mientras hacía cábalas acerca de las camisas se aproximó un individuo luciendo un magnífico abrigo. No prestó atención a las camisas que ocupaban a Oleg, sino a las de seda. Muy cortésmente, preguntó a la dependienta:
—Dígame, por favor, ¿tienen la talla cincuenta con cuello del número treinta y nueve?
Oleg dio un respingo, como si a un mismo tiempo le hubiesen desgarrado con una lima ambos costados del cuerpo. Giró en redondo y se quedó mirando a aquel hombre esmeradamente rasurado, sin rasguño alguno, tocado con sombrero de fieltro de calidad y luciendo corbata sobre su blanca camisa. Le miraba como si el otro le hubiese abofeteado y fuese inevitable que ahora alguien bajara las escaleras rodando.
¿Podía concebirse aquello? La gente se había podrido en las trincheras, fue amontonada en fosas comunes, sepultada en someros hoyos en la congelada tierra del norte; hubo otra gente que había sido internada en campos una, dos y tres veces, constantemente trasladada de prisión a prisión en vagones de mercancías; hubo quien echó el bofe con el azadón para ganar un chaquetón remendado, ¡y este figurín no sólo recordaba el número de su camisa, sino también el del cuello!
El detalle del número del cuello fue lo que irritó a Oleg. En modo alguno se hubiese figurado que el tal cuello tuviera un número especial. Sofocando un dolorido lamento, dejó a un lado la camisa y se alejó de allí. ¡Encima, el numerito del cuello! ¿A qué conducía tan refinada vida? ¿Tendría objeto retornar a ella? Si se ha de vivir con la preocupación de recordar el cuello de la camisa, por fuerza olvidarán asuntos de mayor relieve.
El malhadado número del cuello logró enervarle…
Al pasar por la sección de menaje, Oleg recordó que Yelena Alexándrovna, aunque no se lo había encargado, soñaba con poseer una plancha de vapor ligera. Confiaba que no venderían una de esas características, como casi siempre sucedía cuando uno necesitaba algo concreto, en cuyo caso su conciencia y sus hombros se librarían simultáneamente de un peso. Pero la dependienta le puso en el mostrador una plancha del tipo pedido.
—Oiga, ¿es realmente un modelo ligero? —Kostoglótov, desconfiado, la sopesó.
—¿Por qué he de engañarle? —la dependienta curvó los labios.
Había en ella cierto aire metafísico. Daba la impresión de estar sumida en algo distante, lejano, como si para ella los clientes que pasaban por delante no fuesen personas reales, sino vagas sombras.
—No he querido decir que trate de engañarme, sino que pueda usted equivocarse —puntualizó Oleg.
Regresando contra su voluntad a esta mortal vida y efectuando el insoportable esfuerzo de mudar de sitio un objeto material, la dependienta colocó otra plancha ante él, sin que le restaran energías para ser más explícita oralmente. Y se remontó otra vez a las regiones metafísicas.
Bien. La comparación de una idea viva y eficaz revela la verdad. En efecto, la primera plancha era más ligera, pesaba casi un kilo menos. El deber le conminaba a comprarla.
Por mucho que se hubiese agotado portando la plancha, la chica tuvo aún que escribirle la factura con sus cansados dedos y pronunciar después con exangües labios: «Al control». (¿De qué control hablaba? ¿A quién había que controlar? Oleg estaba desmemoriado del todo. ¡Oh, cuán difícil era reintegrarse a este mundo!). ¿No era obligación de ella posar los pies en el suelo y entregar en el control la plancha ligera? Oleg se sintió culpable por haber distraído a la dependienta de sus soñolientas meditaciones.
Cuando la plancha estuvo en el macuto, los hombros acusaron inmediatamente su peso. Le sofocaba el abrigo y debía salir cuanto antes del almacén.
En esto se vio reflejado en un enorme espejo que llegaba del suelo al techo. No es propio de hombres detenerse a contemplar su figura en un espejo; pero en Ush-Terek no había espejos de ese tamaño y hacía diez años que no se miraba en uno como aquel. Así pues, desdeñando lo que pudieran pensar de él, se contempló primero de lejos, después de cerca y, finalmente, de muy cerca.
Nada quedaba en su exterior de militar, como se consideraba a sí mismo. Sólo su capote y sus botas recordaban remotamente al capote y a las botas del Ejército. Por añadidura, tenía los hombros encorvados desde hacía tiempo y la figura era incapaz de mantenerse enhiesta. Desprovisto, además, de gorro y de cinturón, no parecía un soldado, sino más bien un fugitivo de presidio o un gañán de aldea venido a la ciudad a vender sus productos y a efectuar compras. Y aun para este menester también se requería cierto plante y desenvoltura, y Kostoglótov mostraba una apariencia atormentada, desfallecida, desvalida.
Hubiese sido preferible no verse, pues mientras no se vio se creía con aire resuelto y porte castrense, miraba con condescendencia a cuantos pasaban por su lado y observaba a las mujeres desde un plano de igualdad. Pero, ahora, colgado además a su espalda el horrible macuto que hacía tiempo había perdido su aspecto militar y que más bien parecía el zurrón de un mendigo, si se plantaba en la calle y tendía la mano, a buen seguro que la gente le socorrería con unos kopeks.
Y tenía que ir… Pero ¿cómo presentarse ante Vega con esta traza?
Dio unos pasos más allá y fue a parar a la sección de mercería, de objetos de regalo. En una palabra, a la de aderezos femeninos.
Y al verse entre mujeres parlanchinas que elegían objetos, se los probaban y los rechazaban, este semisoldado con una cicatriz bajo la mejilla, este semimendigo, se detuvo embobado mirando.
La dependienta esbozó una sonrisa. ¿Qué querría comprar para su rústica amada? Y, al mismo tiempo, no apartaba los ojos de él, no fuera a hurtarle algo.
Pero él no pidió que le mostraran nada, ni nada tomó en sus manos. Se quedó allí de pie y miraba con aire estúpido.
Esta sección resplandeciente de cristales, gemas, metales y plásticos, apareció ante su frente baja y hosca como un muro de contención pintado con fósforo. Y la frente de Kostoglótov no pudo resquebrajar ese muro.
Se dio cuenta, comprendió lo maravilloso que es comprar cosas bellas para una mujer, prendérselas en el pecho, colgárselas al cuello. Mientras no lo supo, mientras no recapacitó en ello, no era culpable de omisión alguna. Pero ahora lo había comprendido con clarividencia tal que a partir de ese momento no podría visitar a Vega sin llevarle un obsequio.
Pero ni contaba con medios ni se atrevía a hacerle un regalo. Era inútil detenerse ante los objetos caros. ¿Y qué entendía él de los baratos? Aquellos broches, por ejemplo —que no eran broches—, aquellos colgantes de arabescos y, en particular, aquel prendedor hexagonal con tantos cristalillos chispeantes, ¿no eran ciertamente bellos?
¿O, tal vez, vulgares y chabacanos…? Quizá una mujer con gusto se avergonzara de tomarlos en la mano… O, acaso, no se llevasen ya desde hacía tiempo, porque habían pasado de moda. ¿Cómo iba a saber él lo que llevan o lo que no llevan las mujeres?
Y luego, ¿hasta qué punto resultaría correcto ir a pasar la noche a su casa y de buenas a primeras, entre confundido y abochornado, ofrecerle un broche?
Las indecisiones le abatían en oleadas sucesivas como las bolas en el juego de bochas.
Ante él se condensaba toda la complejidad de este mundo en el que debe tenerse noción de las modas femeninas, y gusto para elegir los adornos de las mujeres, y presentar ante el espejo aspecto decoroso, y recordar el número del cuello… Sin embargo, Vega vivía en este mismo mundo, lo sabía todo y se desenvolvía perfectamente en él.
La turbación y el decaimiento se adueñaron de él. Si resolvía ir a su casa, era el momento oportuno, el instante preciso.
Mas no podía. Había perdido el impulso y estaba amedrentado.
Los habían distanciado los Grandes Almacenes…
Y de aquel maldito templo pagano, en el que hacía poco entrara con tan zafia avidez venerando a los ídolos del mercado, Oleg salió totalmente deprimido, tan exhausto como si hubiese cargado con compras por valor de mil rublos, como si en cada sección se hubiese probado algo y le hubieran hecho dar vueltas y más vueltas, y como si su espalda doblada soportara una montaña de maletas y bultos.
Pero lo único que llevaba era la plancha.
Estaba tan fatigado como si hubiese empleado horas y horas en la adquisición de vanos objetos. ¿Dónde había ido a parar la pura y rosada mañana prometedora de una vida completamente nueva, bella? ¿Y los cirros de eterno diseño? ¿Y el fluctuante bajel de la luna?…
Por la mañana tenía el ánimo entero. ¿Dónde se le había quebrado? En los Grandes Almacenes… Antes, cuando lo impregnó de vino… Antes aún. Cuando lo ratoneó con el shashlyk.
Lo más acertado hubiera sido admirar el albaricoquero en flor e irse volando a casa de Vega.
Se le hizo repugnante no sólo embelesarse ante los escaparates y los rótulos, sino también apretujarse entre el cada vez más denso enjambre de gente, preocupada o alegre, que llenaba las calles. Con gusto se habría tumbado en algún lugar a la sombra, a la orilla de un río, para permanecer allí acostado hasta purificarse. El único sitio que en la ciudad podía visitar aún era el zoo, tal y como Diomka le rogara.
A Oleg le dio la sensación de que el mundo animal era más comprensible, que estaba más a su nivel.
Parte de su molestia se la ocasionaba el abrigo; le hacía sudar, pero no quería llevar un bulto entre las manos. Preguntó por el camino al parque zoológico. Hacia él le condujeron magníficas calles, espaciosas y tranquilas, con aceras pavimentadas con losas y orilladas de frondosos árboles. En ellas no se veían comercios, ni fotografías, ni teatros, ni puestos de vino. El retumbar de los tranvías llegaba allí desde un punto lejano. Por aquellos parajes el día era delicioso, plácido, soleado por los rayos del sol que caldeaban el ambiente a través del follaje de los árboles. En las aceras, las niñas jugaban a la rayuela. En los jardincillos de las casas, las dueñas plantaban algo o colocaban varas a las plantas trepadoras.
Las inmediaciones de la entrada al zoo eran el reino de la chiquillería. ¡Cómo no, si disfrutaban de vacaciones y de un día como el de hoy!
Lo primero que vio Oleg al entrar en el parque zoológico fue un macho cabrío de cornamenta espiriforme. En el recinto que ocupaba, se alzaba una roca cuyo escarpado declive moría en un profundo tajo. Justo allí, con las patas delanteras en el fondo, se ofrecía a las miradas, inmóvil y orgulloso. Sus patas eran finas y fuertes y sus cuernos asombrosamente largos, retorcidos, semejantes a un listón de hueso enrollado en espiral. Más que barbilla, le colgaba una opulenta melena que descendía por ambos lados hasta las rodillas, como la cabellera de una sirena. Sin embargo, su dignidad era tal que dicha crin no le confería apariencia afeminada ni ridícula.
Quienes esperaban ante el recinto del macho cabrío desesperaban ya de presenciar cualquier movimiento de sus seguras pezuñas sobre la lisa roca. Hacía rato que estaba inmóvil como una estatua; parecía la continuación de la roca. Y, sin el menor soplo de aire que agitara sus mechones, era imposible probar que estuviese vivo, que no fuese un engaño.
Oleg pasó allí cinco minutos y se apartó admirado. ¡No había salido de su inacción pese a ser una cabra! ¡Con un carácter así podría sobrellevarse esta vida!
Al cruzar hacia el comienzo de otra vereda, Oleg vio a un bullicioso gentío, especialmente niños, apiñados ante una jaula. En su interior había algo que giraba a gran velocidad alrededor de un mismo punto. Y resultó ser «una ardilla en una rueda», exactamente como la ardilla del refrán. Pero la idea que daba el refrán era imprecisa, no se captaba en el acto porque tenía que expresarse valiéndose de una ardilla y de una rueda. Pero allí dicha idea se expresaba prácticamente. Dentro de la jaula había un tronco de árbol con las ramas dispersas a lo alto. Y también, suspendido pérfidamente, se veía una rueda, una especie de tambor con el círculo abierto al espectador. Entre cerco y cerco de dicho tambor iban encajadas unas traviesas que convertían el aro en una infinita y orbicular escalera. Y he ahí que, desdeñando el árbol y sus finas ramas extendidas a las alturas, la ardilla, incomprensiblemente, estaba en la rueda sin ser obligada por nadie ni seducida por la comida. La atraía únicamente la ilusión de falsa actividad y de falso movimiento. Es probable que comenzase con moderado paso de travesaño a travesaño movida por la curiosidad, sin tener noción de lo cruel y obsesionante que era aquel artefacto (la primera vez no lo sabría, pero después se enteró miles de veces y reincidía). ¡Había adquirido una velocidad circular vertiginosa! El cuerpo rojizo y espigado de la ardilla, y su rabo entre gris azulado y bermejo, corrían por la rueda en loca carrera. Los travesaños de la escalera circular se divisaban borrosamente hasta llegar a fusionarse por completo. El animal se aplicaba con empeño, pero no conseguía avanzar un solo peldaño con sus patas delanteras.
Los espectadores que habían llegado antes que Oleg ya la habían sorprendido en desenfrenada carrera. Oleg estuvo allí algunos minutos y el animal siguió con su juego. No existía en la jaula fuerza externa que pudiese detener la rueda o rescatar de ella a la ardilla, que tampoco tenía entendimiento que le advirtiera: «¡Detente! ¡Te esfuerzas en vano!». La única salida inevitable y clara era la muerte de la propia ardilla. Oleg no quiso permanecer allí hasta el final, siguió adelante.
De ese modo, el parque zoológico acogía a sus visitantes grandes y chicos, con dos ejemplos altamente significativos en la entrada —uno a la derecha y otro a la izquierda—, con dos modos de existencia igualmente verosímiles.
Oleg pasó junto a un faisán plateado, dorado, de plumas bermejas y azules. Admiró el indescriptible turquesa de su cuello y su larga cola, de un metro, con flecos rosa y oro. Después del monocromo destierro y de la monocroma clínica, su vista se estaba dando un festín de coloridos.
Allí se sentía el calor. El zoo era espacioso y los árboles brindaban ya su primera sombra. Notándose cada vez más descansado, dejó atrás toda una granja avícola con gallinas de Andalucía y gansos de Toulouse y Jolmogory, y ascendió a un cerro en el que habían instalado las grullas, los azores y los cóndores. Finalmente, en una enorme jaula parecida a una tienda de campaña desplegada sobre una prominente roca que dominaba todo el zoo, vivían los buitres de cabeza blanca. De no ser por el rótulo, se los hubiese podido tomar por águilas. Los habían situado a la mayor altura posible, pero el techo de la jaula era bajo y las enormes y sombrías aves se atormentaban extendiendo sus alas y batiéndolas sin hallar espacio para remontar el vuelo.
Oleg, observando la tortura de los buitres, movió sus propias paletillas, enderezándolas. (¿Sería la plancha que presionaba su espalda?).
Todo lo que le rodeaba le sugería una interpretación. En una de las jaulas rezaba esta inscripción: «Las lechuzas blancas soportan mal el cautiverio». ¡Lo saben! ¡Y a pesar de ello, las encierran!
¿Acaso existe un tipo degenerado de lechuza que soporte bien la reclusión?
En otro cartel leyó: «El puerco espín es animal de vida nocturna». Sabemos de sobra lo que significa: a las nueve y media de la noche te llaman y a las cuatro de la mañana te sueltan.
En otro se decía: «El tejón vive en profundas y complicadas madrigueras». ¡Lo mismito que nosotros! ¡Bravo, tejón! ¿Qué otra cosa puedes hacer? Y tiene el hocico a rayas, como la tela de un colchón. ¡Todo un presidiario!
Así, tergiversadamente, lo captaba todo Oleg. La idea de ir allí no había sido ciertamente oportuna, como no lo fue la de entrar en los Grandes Almacenes.
Gran parte del día había transcurrido ya y las prometidas alegrías no parecían manifestarse.
Oleg se acercó a los osos. Uno negro con blanca corbata metía el hocico por la red metálica que unía los barrotes. De súbito, dando un corto salto, se colgó de la alambrada con las zarpas delanteras. No era una corbata blanca lo que tenía; más bien semejaba una cadena con la cruz pectoral de los sacerdotes. ¡Un saltito y había quedado suspendido! ¿De qué otra manera podía exteriorizarse su desesperación?
En la celda vecina estaba recluida su osa con el osezno.
Y en la siguiente se torturaba un oso pardo. Pateaba sin descanso, ansioso de pasearse por la celda, en la que disponía del espacio justo para revolverse, pues, de pared a pared, apenas si mediaba la distancia equivalente a tres cuerpos como el suyo.
Así es que, conforme a la escala mensural ursina, aquel recinto ni siquiera era un calabozo, sino una celda de castigo.
Los niños, a los que divertía el espectáculo, se decían unos a otros: «Oye, ¿por qué no le tiramos piedras? Creerá que son caramelos».
Oleg no advirtió que los chiquillos también le observaban a él, como a un bicho extra que se ofrecía gratis. Él no se veía.
Una alameda conducía al río en el que estaban los blancos osos polares. Estos, por lo menos, vivían en parejas. A su alberca confluían varias acequias que formaban un surtidor helado, al cual se lanzaban de vez en cuando para refrescarse. Luego salían a la terraza de cemento, se sacudían el agua del hocico con las garras e iniciaban interminables paseos por el borde de la terraza circundada de agua. ¿Cómo soportarían los osos polares los 40 grados de calor que hacía allí en verano? Pues, más o menos, como nosotros las temperaturas gélidas de las regiones polares.
Lo que más confundía a Oleg del encierro de los animales era que, incluso en el caso de ponerse de su lado y de contar con atribuciones para ello, no se atrevería a destruir sus jaulas para liberarlos. Porque habían perdido simultáneamente la patria y la idea de la libertad racional. Para ellos la liberación inesperada sería mucho más terrible que la reclusión.
Tan disparatado era el razonamiento de Kostoglótov. Su mente retorcida ya no era capaz de interpretar los hechos de modo simple y desapasionado. Cuanto presenciara en la vida, siempre lo vería velado por el espectro gris, desentonado por el fragor subterráneo.
Sin detenerse ante el atribulado elefante, el más privado allí de espacio para correr, ni ante el sagrado cebú de la India, ni ante la dorada liebre agutí, subió de nuevo por la alameda con dirección a las jaulas de los monos.
Ante ellas se divertían chicos y grandes dando de comer a los simios. Kostoglótov pasó delante de ellos sin que le provocaran una mera sonrisa. Sin cabello, como si a todos los hubiesen rapado al cero, tristones, subidos a sus andamiajes y embebecidos en sus alegrías y aflicciones primarias, le recordaron tan intensamente a muchos antiguos compañeros suyos que hasta llegó a reconocer en ellos a algunos que aún seguían en prisión.
Un solitario y meditabundo chimpancé con los ojos tumefactos y los brazos colgándole entre las rodillas, le trajo a la memoria a Shulubin, que solía adoptar idéntica postura.
Y en este día de hoy, relumbrante y caluroso, Shulubin estaría en su lecho luchando entre la vida y la muerte.
Kostoglótov no esperaba hallar nada interesante en la sección de los monos. Ya se disponía a torcer hacia otro lado, cuando advirtió que varias personas leían un anuncio fijado en una de las jaulas más distantes.
Se encaminó a ella. Estaba vacía, pero en la tablilla habitual figuraba: Macaco-Rhesus. En el anuncio, escrito precipitadamente y clavado a la tablilla, se decía:
«El pequeño mono que vivía aquí se quedó ciego por la absurda brutalidad de un visitante. Este individuo cruel arrojó tabaco a los ojos del Macaco-Rhesus».
Oleg se conmocionó como si le hubiesen asestado un trallazo. Hasta entonces se había paseado con la sonrisa del indulgente sabelotodo en los labios, pero ahora le dieron ganas de vociferar, de lanzar alaridos que se oyesen en todo el zoológico como si hubieran arrojado tabaco a sus propios ojos.
¿Por qué? ¿Por qué sencillamente esto? Por necedad. ¿Por qué?
Lo que allí estaba escrito conmovió más su corazón que todo el candor de un niño. De aquel sujeto desconocido, cuya acción quedó impune, no se decía que era un ser inhumano, ni que era agente del imperialismo americano. Sólo se decía de él que era cruel. Y esto era lo sorprendente. ¿Por qué se calificaba a aquel hombre simplemente de cruel? ¡Niños, no seáis crueles! ¡Niños, no exterminéis a los seres indefensos!
El anuncio había sido leído y releído, pero tanto las personas mayores como los niños continuaban allí de pie, mirando la jaula vacía.
Oleg, cargado con el mugriento, chamuscado y ametrallado macuto con la plancha, se dirigió al reino de los reptiles, de las víboras y de los animales de rapiña.
Los lagartos, como piedras escamosas, yacían en la arena apoyados unos sobre otros. ¿Qué impulso de movimiento había perdido su voluntad?
Había también un enorme caimán de la China, de tonalidad plomiza oscura, fauces planas y garras que daban la impresión de estar torcidas, deformadas. En un cartelito se explicaba que en la época de calor no engullía carne todos los días.
¿Quizá le vendría a maravilla este ordenado mundo del parque zoológico en el que vivía a mesa puesta?
Una vigorosa pitón asida a un árbol semejaba una gruesa rama seca. Su inmovilidad era absoluta; sólo su menuda y afilada lengüecilla titilaba sin cesar.
La venenosa efa se arrastraba bajo una campana de cristal.
Había también diversas especies de reptiles vulgares.
Pero Oleg no quería perder el tiempo con ellos. Estaba obsesionado en imaginarse la cara del macaco ciego.
Se hallaba al comienzo de la sección de animales de presa. Allí estaban, soberbios, diferenciándose unos de otros por su rica piel, el lince, la pantera, el puma marrón-ceniciento y el pelirrojo jaguar con pintas negras. Eran prisioneros, padecían por falta de libertad. Pero Oleg sentía por ellos la misma aversión que por los depravados forajidos del campo. Después de todo, en este mundo se puede diferenciar claramente al verdadero culpable. Un cartel especificaba que el jaguar comía 140 kilos de carne al mes. ¡Esto superaba su facultad imaginativa! ¡De carne pura y roja! En el campo no daban ese tipo de carne. En el campo, sólo tripa y tendones. Un kilo por brigada.
Oleg rememoró a los prisioneros que trabajaban en las cuadras del campo, libres de la vigilancia de la escolta. Robaban a los caballos comiéndose su avena y así podían sobrevivir.
Más adelante divisó al «señor tigre». ¡En sus bigotes, justamente en sus bigotes, se concentraba la expresión de su naturaleza sanguinaria! Tenía los ojos amarillos… La mente de Oleg se hizo un embrollo y siguió de pie, mirando al tigre con odio.
Un viejo prisionero político que en tiempos pasados padeció destierro en Turujansk[39] y más recientemente coincidió con Oleg en un campo de trabajo, le relató que sus ojos no eran negros aterciopelados, sino amarillentos.
Inmovilizado por el odio, Oleg seguía clavado ante la jaula del tigre.
De todos modos, por necedad… Pero ¿para qué?
Sentía náuseas. Ya estaba harto del zoo y deseaba huir de él. Ni siquiera le interesó el león. Se fue al azar en busca de la salida.
Vislumbró una cebra, la miró de reojo y siguió andando.
¡Y, de repente! Se detuvo ante…
Ante el milagro de la espiritualidad después de haber contemplado la monstruosidad de la ruda fiereza. Tenía ante sí un antílope nilgó castaño claro, de esbeltas piernas ligeras y alertada cabeza, aunque sin mostrar temor alguno. Estaba de pie, muy cerca de la tela metálica, y miraba a Oleg con enormes, confiados y… dulces, sí, dulces ojos.
Su semejanza era tan extraordinaria que se le hacía insoportable. No apartaba de él su mirada afable y reprobadora a la vez. Preguntaba a Kostoglótov: «¿Por qué no vienes a visitarme? Ya es más de mediodía, ¿por qué no vienes?».
Debía de tratarse de una alucinación, o de una transmigración de las almas, porque, evidentemente, había estado allí en espera de Oleg. Apenas se hubo acercado, le había preguntado con mirada entre reprensiva e indulgente: «¿No vendrás? ¿Será posible que no vengas?
Y yo que te esperaba…».
Sí. ¿Por qué no había ido? ¿Por qué no había ido a verla?
Oleg sacudió su aturdimiento y se apresuró hacia la salida.
¡Aún podía encontrarla en casa!