26

Cuando un cirujano se siente nervioso, ¿no será porque es un novato? No durante las operaciones. En la operación se trabaja honesta y abiertamente, con plena conciencia de lo que se hace, y sólo hay que esmerarse por extirpar de raíz lo que haya que suprimir para no tener que lamentarse después de un trabajo mal rematado. Bueno, quizá cuando surgen súbitas complicaciones, cuando brota la sangre o cuando se recuerda que Rutherford murió durante una operación de hernia. Pero las inquietudes del cirujano vienen después de la operación, cuando, sin razón aparente, se mantiene alta la temperatura del paciente; cuando la hinchazón del vientre no cede y cuando, después del tiempo transcurrido, se impone sajarle imaginativamente, sin bisturí, para intentar ver, comprender y rectificar.

Por eso Lev Leonídovich tenía la costumbre de ir a echar una ojeada a sus casos recién operados antes de entrar en la reunión diaria.

Como se le presentaba una ronda general prolongada a las salas, visita que siempre realizaba la víspera de su día de operaciones, no podía dejar pasar otra hora y media sin saber cómo se encontraban su operado del estómago y Diomka. Echó un vistazo al primero y se convenció de que su estado era satisfactorio. Indicó a la enfermera lo que debía tomar y la dosis precisa. Luego pasó a la siguiente habitación, una estancia reducidísima para dos personas, a ver a Diomka.

El otro paciente gozaba de franca mejoría, estaba en vías de curación, pero Diomka yacía de espaldas, con el rostro ceniciento y tapado hasta el pecho. Miraba al cielo raso, no con apacibilidad, sino con inquietud. Los músculos que rodeaban sus ojos aparecían tensamente contraídos, como si tratara de distinguir en el techo algo diminuto sin lograrlo.

Lev Leonídovich se detuvo en silencio junto a Diomka, con las piernas algo separadas y los brazos colgantes. Con el brazo derecho ligeramente apartado, le miró de reojo como calculando lo que sería de Diomka si en aquel instante le propinara desde abajo un derechazo a la mandíbula.

Diomka volvió la cabeza y, al verle, se echó a reír.

La expresión inquietante y severa del cirujano se distendió también en una carcajada. Lev Leonídovich le guiñó un ojo, como si se hallara ante un igual, ante un hombre cabal.

—Qué, ¿todo marcha bien?

—¿Qué es lo que tiene que ir bien?

Diomka podía formular muchas quejas, pero, en verdad, de hombre a hombre no había de qué lamentarse.

—¿Te duele?

—Sí…

—¿En el mismo sitio?

—Sí…

—Y te seguirá doliendo por mucho tiempo, Diomka. Dentro de un año todavía echarás impulsivamente la mano al miembro que te falta. Pero cuando te duela debes recordar: «¡Si no existe!», y sentirás alivio. De momento, lo fundamental es que podrás seguir viviendo, ¿comprendes? La pierna, ¡qué se vaya al diablo!

Lev Leonídovich lo dijo tan convencida y alentadoramente que el muchacho también pensó: «Tiene razón, ¡que el diablo cargue con esa atormentadora carroña! Estoy mejor sin ella».

—Bien, volveré otra vez por aquí.

Se fue presuroso a la reunión, hendiendo vigorosamente el aire a su paso. Llegaba retrasado, el último (Nizamutdín reprobaba las demoras). Iba con la bata completamente estirada y tirante por delante, pero sus dos mitades no lograban acoplarse ni juntarse por detrás y se desmontaban tortuosamente por la espalda de su chaqueta. Cuando dentro de la clínica no le acompañaba nadie, andaba siempre corriendo y subía los peldaños de la escalera de dos en dos, moviendo brazos y piernas con desenvoltura y naturalidad. Por esa diligente movilidad juzgaban los pacientes que no permanecía ocioso, que no estaba allí para matar el tiempo.

Empezó la reunión relámpago, que se prolongó media hora. Nizamutdín entró en la sala con dignidad (así le pareció a Nizamutdín), saludó con dignidad (así le pareció) y se dispuso a dirigir la reunión por cauces reposados y con complacencia (así le pareció). Era evidente que prestaba atención a su propia voz. Ante cada gesto o viraje creía verse con los ojos de los demás, quienes pensarían: «¡Qué hombre tan influyente, tan grave, tan culto y tan inteligente!». En su aldea natal se contaban leyendas sobre él; en la ciudad era un sujeto acreditado y ocasionalmente se le mencionaba en el periódico.

Lev Leonídovich se sentó en una silla apartada de la mesa. Cruzó sus largas piernas e introdujo sus manazas bajo el blanco cinturón de la bata, anudado sobre el vientre. Frunció hoscamente el entrecejo bajo su gorrito, pero como en presencia de sus superiores adoptaba en general ese gesto ceñudo, el médico jefe no podía tomarlo en cuenta.

Para el médico jefe, su posición no entrañaba una obligación firme, exhaustiva y abnegada, sino que la consideraba una oportunidad para descollar constantemente, para obtener galardones y para pulsar el teclado de los privilegios. Como se le denominaba «médico jefe», abrigaba la creencia de que era el médico más importante, que entendía más que el resto de los médicos (aparte de insignificantes detalles), y que estaba cabalmente al tanto del trabajo de sus subordinados, a quienes eximía de errores gracias a sus orientaciones y correcciones. Por esta razón prolongaba indebidamente un cambio de impresiones que debía durar cinco minutos, aunque la reunión parecía ser del agrado de todos.

Y puesto que sus privilegios de médico jefe prevalecían tan relevante y satisfactoriamente sobre sus obligaciones, se permitía recibir con comodidad en su despacho de la clínica a funcionarios de Sanidad, médicos o enfermeras que, mediante una llamada de teléfono, le habían recomendado del servicio de Sanidad regional, del Comité del Partido de la ciudad o del Instituto de Medicina, donde en breve confiaba defender su tesis doctoral. Recibía, asimismo, a gentes a quienes prometiera atenderlas durante el momento efusivo de una cena, o a individuos de la misma rama de la ancestral tribu a la que él pertenecía. Si los jefes de los departamentos de la clínica objetaban que el nuevo empleado era un incapaz que no entendía de nada, Nizamutdín Bajrámovich mostrábase aún más sorprendido que ellos, y les replicaba: «¡Pues enséñenle, camaradas! ¿Para qué están ustedes aquí?».

Y con ese cabello plateado que en determinada edad aureola fría y distinguidamente la testa de los genios y de los necios, de los abnegados y de los vividores, de los diligentes y de los gandules; con esa imponencia e impavidez con las que la naturaleza nos premia por no haber padecido las torturas del intelecto; con ese terso y uniforme bronceado que tan bien sienta al cabello blanco, Nizamutdín Bajrámovich señalaba a su personal médico los fallos de su trabajo, indicándole el modo de intensificar su esfuerzo en la salvación de preciosas vidas humanas. Y sentados en los vulgares divanes de respaldo recto, en los sillones y en las sillas ante el tapete de un azul de pluma de pavo real, escuchaban a Nizamutdín con aparente atención aquellos a quienes él no había decidido todavía despedir, y aquellos a quienes ya había admitido.

Desde su sitio, Lev Leonídovich podía observar a gusto a Jalmujamédov. Este, por su traza, parecía salido de una ilustración de los viajes del capitán Cook, daba la impresión de recién venido de la jungla. Enmarañábase en su cabeza una pelambrera; pecas negras como el carbón moteaban su denegrida faz, y su risa, salvaje y jubilosa, descubría unos dientes blancos espléndidos. Lo único que no ostentaba —y su aspecto lo reclamaba a gritos— era un aro en la nariz. Pero, naturalmente, no se trataba de su aspecto, ni de su impecable diploma del Instituto de Medicina, sino de que era incapaz de realizar una intervención quirúrgica sin malograrla. Lev Leonídovich le había consentido operar dos veces y juró no volver a permitírselo jamás. Tampoco se le podía expulsar, pues hubiera sido un descrédito para los especialistas nativos. Así, hacía ya cuatro años que Jalmujamédov se encargaba de las historias clínicas menos complicadas, que pasaba visita a las salas acompañando a otros médicos con aires de importancia; que asistía a las curas y que hacía guardias nocturnas (durmiendo). En los últimos tiempos cobraba sueldo y medio, pese a que abandonaba el hospital al finalizar la jornada ordinaria de trabajo.

También estaban presentes en la reunión dos mujeres con título de cirujanos. Una era Pantiójina, extremadamente gruesa, de unos cuarenta años de edad y eternamente preocupada. Su enorme preocupación se debía a que criaba seis hijos de dos padres, y a que siempre andaba escasa de dinero y de tiempo para sus asuntos domésticos. Estas inquietudes no se borraban de su rostro ni siquiera en las llamadas horas de servicio, es decir en las horas en que, para ganarse el sueldo, debía permanecer en la clínica. La otra era Angelina, muy joven, apenas hacía tres años que había salido del Instituto, de pequeña estatura, pelirroja y de innegable atractivo. Detestaba a Lev Leonídovich porque la ignoraba y era responsable de la mayoría de las intrigas que contra él se urdían en el departamento de cirugía. Ambas mujeres no estaban capacitadas para trabajo más competente que el de atender a los pacientes externos. No se podía confiar un bisturí a sus manos. Pero existían razones de peso por las que ni el actual jefe médico ni ningún otro podría despedirlas nunca.

De este modo, en el departamento figuraban cinco cirujanos, y sobre la base de este número calculábanse las operaciones que sólo dos de ellos eran capaces de efectuar.

Asistían también varias enfermeras, algunas de las cuales corrían parejas con las antedichas médicos; pero, como las había admitido Nizamutdín Bajrámovich, estaban bajo su protección.

A veces, todo esto hastiaba tanto a Lev Leonídovich que creía haber llegado al límite, que no podría trabajar un día más y que la única salida aceptable era romper con todo y abandonar la clínica. Pero ¿adónde ir? En cualquier lugar nuevo habría un jefe médico que quizá sería peor, mentecatos petulantes y haraganes detentando el puesto de probos trabajadores. Muy distinto sería si pudiera tener una clínica bajo su mando, que organizaría sobre bases innovadoras y eficientes: trabajaría activamente todo el personal de la plantilla, en la que incluiría a los realmente indispensables. Pero Lev Leonídovich no gozaba de la posición propicia para que le encomendaran un puesto dirigente. Y si por azar se lo confiaban, sería con destino a algún apartado lugar. Y ya había ido a parar bastante lejos de Moscú al establecerse allí.

Por otro lado, no tenía ambiciones personales que le hicieran desear un cargo directivo. Sabía que en su profesión un puesto administrativo implica un impedimento para el progreso en la especialidad. Hubo, además, un período en su vida en que tuvo ocasión de conocer a hombres caídos en desgracia que habían sido relevantes personajes, cuyo ejemplo le aleccionó sobre la versatilidad del poder. Vio a comandantes de división que se hubieran sentido dichosos siendo simples ordenanzas; se encontró allí con su primer maestro en práctica operatoria, el cirujano Koriákov, al que sacó del basurero.

Otras veces los ánimos de Lev Leonídovich se calmaban, se mitigaban, y se creía con fuerzas para soportarlo todo sin necesidad de irse. Entonces caía en el extremo opuesto. Sospechaba que tanto a él como a Dontsova y Gángart intentaban desplazarles, que era eso lo que tramaban, que la situación, con los años, no mejoraría, sino que se complicaría más. Temía que no le sería fácil resistir un cambio brusco a su edad: estaba rozando los cuarenta y su organismo le exigía ya sosiego y estabilidad.

En cuanto a su vida privada, se sentía irresoluto. No sabía si le convenía efectuar una arrancada heroica o seguir nadando plácidamente a favor de la corriente. Su trabajo fundamental no había tenido aquellos comienzos ni se inició en aquella clínica. En principio fue de extraordinaria importancia, y en determinado año estuvo a un paso del Premio Stalin. Pero, inesperadamente, su instituto, abrumado por la acumulación de trabajo, dio un estallido por la premura que se exigía en las investigaciones. A él le sorprendió sin haber defendido su tesis doctoral. En parte fue Koriákov quien entonces le insistía: «¡Usted trabaje, trabaje, que siempre tendrá tiempo de escribir la tesis de su licenciatura!». Pero, después, ¿tuvo acaso tiempo para escribirla?

Y, a fin de cuentas, ¿de qué le habría servido?…

Sin que su rostro exteriorizara su desaprobación, Lev Leonídovich, entornando los ojos, aparentaba prestar atención al jefe médico. Tenía una razón poderosa para no entrar en discordia: en el mes entrante se le ofrecía la oportunidad de efectuar la primera operación de tórax.

Pero todo llega a su fin, y la corta reunión también acabó. Los cirujanos fueron abandonando gradualmente la sala de conferencias para volver a reunirse en el descansillo del vestíbulo del piso alto. Lev Leonídovich, en la misma postura de antes, es decir, con sus enormes manos descansando en el vientre bajo el cinturón de la bata, condujo tras de sí a la visita general, cual hosco y abstraído estratega, a la canosa, afable y sencilla Yevguenia Ustínovna, al rizoso Jalmujamédov de exuberante cabello, a la gruesa Pantiójina, a la pelirroja Angelina y a dos enfermeras más.

A veces, cuando el trabajo les acuciaba, las visitas a las salas eran rápidas. Hoy también deberían darse prisa, pero el orden del día establecía una general y detenida visita a cada cama, sin excepción, del departamento. Y los siete fueron entrando calmosamente en todas las salas, zambulléndose en la atmósfera viciada por la mezcolanza de olores medicinales y por la escasa ventilación, a la que eran reacios los propios pacientes. Se apretujaban a un lado de los estrechos espacios que separaban las camas, se cedían el paso unos a otros y se miraban por encima de los hombros. Luego formaban un círculo ante cada cama, y en uno, tres o cinco minutos debían compenetrarse con los dolores de cada enfermo lo mismo que antes habían penetrado en su común y recargada atmósfera. Tenían que identificarse con sus sufrimientos, con sus emociones, con su anamnesia, con su historia clínica, con el curso del tratamiento, con su estado actual y con todo cuanto la teoría y la práctica les permitía seguir intentando.

Si ellos, los doctores, fuesen menos de los que eran; si cada uno fuese el mejor de su especialidad; si cada doctor no tuviese a su cargo unos treinta enfermos; si no se les aturdiera la cabeza con indicaciones sobre el modo y lo que debían incluir en la historia clínica (que por su minuciosidad más bien parecía un documento fiscal); si ellos no fueran personas humanas, es decir, seres firmemente apegados a su piel y a sus huesos, a su recuerdo y a sus designios, y si experimentaran el enorme alivio de saber que no estaban expuestos a estos dolores, entonces no se habría podido discurrir, probablemente, mejor recurso que semejante ronda de médicos.

Pero, como Lev Leonídovich sabía, no se daba tal conjunto de requisitos y, por tanto, la visita no era cancelable ni reemplazable. Y por eso él, entrecerrando los ojos, uno más que otro, llevaba a cabo la visita según estaba establecido. Escuchaba con paciencia el informe del médico responsable de la sala (que no se expresaba de memoria, sino guiándose por sus anotaciones) sobre cada paciente: de dónde procedía, la fecha de su ingreso (la cual Lev Leonídovich sabía perfectamente, si el enfermo era antiguo), el motivo de su hospitalización, el tratamiento que recibía, su medicación, su tipo de sangre, si estaba pendiente de operación, si había causa que la impedía o si aún no se había decidido. Él escuchaba, tomando asiento en la mayoría de las camas de los enfermos. A algunos de estos les pedía que le mostraran la zona dañada, se la examinaba, se la palpaba y luego él mismo tapaba al enfermo con la manta o invitaba a los otros médicos a reconocerle.

Los casos realmente difíciles no podían resolverse en la visita. El paciente en cuestión era reclamado al gabinete y se ocupaba de él en privado. Durante la visita era imposible expresarse claramente y llamar a las cosas por su nombre. Ni siquiera se podía decir ante un paciente que su estado había empeorado; a lo sumo se indicaba: «el proceso registra cierta agudización». Todo se designaba mediante alusiones veladas, eufemismos (a veces reiterados), o con absoluta antítesis de la verdad. Nadie pronunciaba jamás la palabra «cáncer» o «sarcoma», tampoco los sinónimos que habían llegado a ser casi comprensibles para los pacientes, como «carcinoma», «CR» o «SR». En su lugar usaban términos innocuos, como «úlcera», «gastritis», «inflamación» o «pólipos». Lo que cada doctor entendiera por dichas palabras ya se esclarecería totalmente después de la visita a las salas. No obstante, para comprenderse mejor entre sí, los doctores se permitían expresiones como «dilatación del espectro del mediastino», timponit, «no es un caso para resección», «no se excluye un letal desenlace» (lo que quería decir que el paciente estaba expuesto a morir en la mesa de operaciones). Y cuando no encontraban las palabras adecuadas, Lev Leonídovich indicaba:

—«Aparten la historia clínica».

Y seguían adelante.

Cuanto menos averiguaban de la dolencia del enfermo en el curso de la ronda y cuanto menos se entendían y concertaban entre ellos, mayor importancia concedía Lev Leonídovich al confortamiento de los pacientes. Empezaba a ver en esta acción alentadora el designio fundamental de tal visita.

Status idem le decían (indicando que el estado del enfermo seguía inalterable).

—¿Sí? —exclamaba él con tono regocijado.

E inmediatamente se dirigía a la paciente, como si quisiera cerciorarse de ello:

—Se siente algo mejor, ¿verdad?

—Sí, tal vez.

Algo asombrada, la enferma asentía. Ella no había notado esa mejoría, pero si los médicos la veían, no había duda de que existía.

—¿Ve usted? —añadía él—. Poco a poco se irá restableciendo.

Otra enferma le preguntó alarmada:

—¡Dígame! ¿Por qué me duele tanto la columna vertebral? ¿Tendré ahí otro tumor?

—Es una proliferación secundaria.

(Y no decía más que la verdad: la metástasis no es más que eso, una reproducción secundaria del mal).

A la pregunta que Lev Leonídovich había formulado refiriéndose a un anciano espantosamente consumido, de rostro cadavérico, grisáceo, que apenas si podía mover los labios, le contestaron:

—El paciente recibe reconstituyentes eficaces y analgésicos.

O sea, que era el fin, que era tarde para medicarle, que todo sería inútil y que lo único que podían hacer era tratar de paliar sus sufrimientos.

Entonces Lev Leonídovich, separando sus recargadas cejas, y como si se dicidiera a afrontar una difícil explicación, manifestó:

—¡Abuelo! Hablemos sinceramente, con franqueza. Lo que usted siente ahora es la reacción al tratamiento anterior. No nos apremie y permanezca acostado tranquilamente. Nosotros le curaremos. Esté ahí tumbado, aunque le parezca que no hacen nada por usted, que el organismo, con nuestra ayuda, ya se irá defendiendo.

Y el condenado a muerte asintió. ¡La franqueza del médico no fue en absoluto dañosa! Le hizo concebir esperanzas.

—Como puede observar, en la región ilíaca existe una formación tumorosa de tal tipo —informaron a Lev Leonídovich presentándole una radiografía.

Examinó al trasluz la negruzca, brumosa y transparente lámina y movió aprobadoramente la cabeza:

—¡Excelente radiografía! ¡Muy buena! En este momento la operación no es necesaria.

Y la enferma se animó. Las cosas para ella no sólo iban bien, sino muy bien.

Pero la radiografía era excelente por el hecho de que no precisaba repetición; mostraba con meridiana claridad las dimensiones y los perfiles del tumor. La operación ya no era practicable, debía haberse hecho antes.

De este modo, en la hora y media de visita a las salas el jefe del departamento de cirugía no decía lo que pensaba y vigilaba su tono para que no denunciara sus verdaderos sentimientos. Al mismo tiempo se esforzaba por hacerse entender por los médicos a su cargo a fin de que estos hicieran sus anotaciones correctas en las historias clínicas, en esa serie de hojas de papel semicartulina cosidas y escritas a mano y trazadas con pluma, por las cuales cualquiera de ellos podría dictaminar. Ni una sola vez volvió bruscamente la cabeza, ni una sola vez miró con inquietud; por su benevolente y aburrida actitud juzgaban los enfermos que sus dolencias eran leves, sin gravedad alguna y conocidas hacía tiempo.

Aquella hora y media de farsa combinada con un análisis científico dejó exhausto a Lev Leonídovich. Desarrugó la frente, aliviado.

Pero aún tuvo que escuchar a una anciana quejosa de que hacía tiempo que no la auscultaban. Él le dio los consabidos golpecitos en el pecho.

Un viejo le manifestó:

—¡Mire, se lo voy a explicar en pocas palabras!

Y embrolladamente le expuso su interpretación del origen y desarrollo de su dolencia. Lev Leonídovich le escuchó pacientemente y hasta convino con él mediante aquiescentes movimientos de cabeza.

—Dígame ahora su opinión —le concedió la palabra el viejo.

El cirujano se sonrió.

—¿Qué quiere que le diga? Nuestros intereses coinciden. Usted desea ser una persona sana y nosotros deseamos curarle. Sigamos, pues, actuando de común acuerdo.

A los uzbekos sabía decirles en su idioma las palabras más corrientes. A una mujer con gafas, de aspecto sumamente intelectual, que desconcertaba verla en la sala ataviada con aquella bata, decidió no examinarla ante las otras pacientes. A un chiquillo de pocos años, acompañado de su madre, le ofreció gravemente la mano. A otro de siete años le dio un amistoso empellón en la barriga y ambos soltaron la carcajada al unísono.

Tan sólo respondió con cierta descortesía a una maestra que exigía la consulta de un neuropatólogo.

Aquella sala era ya la última. Salió de ella agotado, como después de una larga operación.

—Pausa para fumar —anunció.

Él y Yevguenia Ustínovna humearon como dos chimeneas, chupando con fruición los cigarrillos, como si fuera la culminación de la visita. (¡Lo que no les impedía recalcar severamente a los enfermos que el tabaco es un cancerígeno absolutamente contraindicado!).

Luego pasaron todos a un reducido gabinete y se sentaron a una misma mesa. Barajaron los mismos nombres que en la visita, pero el cuadro general de mejorías y curas, que cualquier extraño se habría formado al presenciar la ronda, se descompuso y se desintegró. Una de las pacientes era un caso status idem inoperable y le aplicaban la radioterapia sintomática, es decir, para acallarle los dolores intensos, pero sin esperanzas de curarla. El pequeño al que Lev Leonídovich ofreciera la mano era otro caso incurable. Padecía un proceso generalizado y sólo por insistencia de los padres se le mantenía en el hospital más tiempo del preciso; le aplicaban unas sesiones de radioterapia simuladas, sin corriente en el tubo. Sobre la anciana que le instó a auscultarla y a la que le dio cariñosos golpecitos, Lev Leonídovich dijo:

—Tiene sesenta y ocho años. Si la tratamos con rayos quizá la hagamos llegar a los setenta, pero si la operamos no vivirá ni un año. ¿Qué opina usted, Yevguenia Ustínovna?

Si un entusiasta del bisturí como Lev Leonídovich renuncia a él, Yevguenia Ustínovna aprobaba aún con mayor complacencia la decisión.

Pero él no era un incondicional del bisturí. Era un escéptico. Sabía que con ningún aparato se puede ver con más claridad que con el propio ojo, y que no hay nada que extirpe más radicalmente que el bisturí.

Respecto a un enfermo que, poco decidido a dejarse operar, les había rogado que lo consultaran con los suyos, Lev Leonídovich manifestó:

—Sus familiares residen en un lugar lejano. Mientras establecemos contacto con ellos, se desplazan aquí y toman una determinación, puede morirse. Hay que convencerle y llevarle al quirófano, si no mañana, el próximo día de operaciones. Existe un gran riesgo, naturalmente. Le reconoceremos bien y tal vez logremos coserle la incisión.

—¿Y si muere en la intervención? —preguntó gravemente Jalmujamédov con tanta fatuidad como si fuera él quien tuviera que afrontar el riesgo.

Lev Leonídovich movió sus largas e intrincadas cejas de enrevesada forma.

—El «si» es una posibilidad, pero sabemos a ciencia cierta que morirá si no le operamos. —Se quedó un instante pensativo, y agregó—: Actualmente contamos con un índice de mortalidad satisfactorio y podemos arriesgarnos.

Después de estudiar cada caso, preguntaba:

—¿Tienen alguna objeción?

Aunque a él la única opinión que le interesaba era la de Yevguenia Ustínovna. Con experiencia, edad y conceptos diferentes, casi siempre coincidían al enfocar los problemas, demostrando así cuán fácil es el entendimiento entre personas razonables.

—Y esa rubia —se interesó Lev Leonídovich— ¿no podemos hacer nada más por ella, Yevguenia Ustínovna? ¿Es inevitable la amputación?

—Ineludible —le contestó Yevguenia Ustínovna curvando sus labios sinuosamente pintados—. Y después habrá que aplicarle una buena dosis de radioterapia.

—¡Es una pena! —suspiró repentinamente Lev Leonídovich, abatiendo su aristada cabeza de desplazada cúpula sobre la que se asentaba el ridículo gorrito. Como si se examinara las uñas, pasando el dedo pulgar, de tamaño considerable, a lo largo de los otros cuatro continuó—: La mano se resiste cuando debe amputar a gente tan joven. Da la sensación de estar actuando contra la naturaleza. —Y bordeó la uña de su dedo gordo con la yema del índice. De todos modos, nada podía hacer para remediarlo. Alzó la cabeza y dijo—: ¡Bien camaradas! ¿Han comprendido el caso del paciente Shulubin?

—¿Un CR de recto? —aventuró Pantiójina.

—Sí, un CR de recto. Pero ¿cómo ha sido localizado? Este caso es una demostración de la eficacia de nuestra propaganda anticancerosa y de nuestros centros oncológicos. Tenía razón Oreschenkov cuando dijo en una conferencia: «El doctor que tiene repugnancia a meter el dedo en el ano del enfermo nada tiene de médico». ¡Cuánto abandono hay por doquier! Shulubin ha recorrido diversos consultorios quejándose de frecuentes deposiciones, de que evacuaba sangre y, posteriormente, de dolores. Le efectuaron toda clase de análisis, menos el más simple: ¡el de palparle con el dedo! Le han tratado de disentería y hemorroides sin necesidad. En una policlínica vio colgado en la pared un cartel de la lucha contra el cáncer. Como hombre instruido que es, al leerlo sospechó lo que padecía. ¡Y él mismo, con su dedo, se palpó el tumor! ¿Acaso no podían habérselo localizado los médicos seis meses antes?

—¿A qué profundidad se ubica?

—A unos siete centímetros. Superado el esfínter exactamente. Se le habría podido salvar el músculo compresor y seguiría siendo una persona normal. Pero ahora, afectado el esfínter, la amputación ha de ser retrogresiva y, por tanto, la defecación será incontrolada y se le deberá desviar el ano a un costado. ¿Qué vida será la suya en esas condiciones?… y parece un buen sujeto…

Luego planearon las operaciones del día siguiente. Señalaron los enfermos que precisarían vigorización antes de llevarlos al quirófano y con qué los vigorizarían; a los que no lo necesitaban y, en general, fijaron los preparativos adecuados para cada paciente.

—Chály apenas si necesita vigorización —dijo Lev Leonídovich—. Tiene cáncer en el estómago, pero su estado de ánimo es extraordinario.

(¡Si hubiera sabido que a la mañana siguiente Chály se vigorizaría él mismo con la botella!).

Se distribuyeron el trabajo, designando a los asistentes del cirujano y a los encargados de la sangre. Inevitablemente, una vez más Angelina sería la asistenta de Lev Leonídovich. Así pues, mañana volvería a tenerla frente a él mientras la enfermera del quirófano se afanaría a su lado. En lugar de concentrarse en el trabajo, Angelina se dedicaría a acecharlos todo el tiempo para descubrir si la enfermera y él se traían algo entre manos. La enfermera, por su parte, también era un tanto neurótica y enseñaba los dientes a pocos lances. ¿Quién se atrevería a comprobar si tenía la seda debidamente esterilizada o no?

Y de ello podía depender la operación… ¡Malditas mujeres! Desconocen esta sencilla regla masculina: allí donde uno trabaja no debe andarse con…

Al nacer la niña, los inadvertidos padres se equivocaron. No tenían noción del demonio que sería al hacerse mujer, y la llamaron Angelina. Lev Leonídovich miró de soslayo su bello aunque vulpino rostro, y deseó decirle con intención conciliadora: «Escuche, Angelina. O Angela, si es más de su agrado. Usted no está privada de facultades. Si en vez de emplearlas en la búsqueda de marido las aplicase a la cirugía, su trabajo sería bastante satisfactorio. Créame, no podemos enemistarnos, porque ambos estamos ante la misma mesa de operaciones…».

Pero ella interpretaría sus palabras como una rendición, creyéndole cansado de su campaña.

También le habría gustado relatar detalladamente el juicio de ayer. Ya había empezado a contárselo a Yevguenia Ustínovna mientras filmaban, pero a estos otros colegas no tenía ganas de explicarles nada.

Apenas finalizada la reunión, Lev Leonídovich se levantó, encendió un cigarrillo y, con amplios movimientos de sus brazos, excesivamente largos, hendiendo el aire con su blanco y ajustado pecho y con paso apresurado, se fue por el pasillo hacia el departamento de radioterapia. Quería contárselo todo a Vera Gángart precisamente. La halló en una sala de radiología sentada a la mesa con Dontsova, ocupadas con unos papeles.

—¡Ya es hora de que se tomen el descanso para la comida! —anunció al entrar—. ¡Denme una silla!

Cogió una silla y se sentó. Llegaba con ánimos de charlar alegre y amistosamente, pero advirtió:

—¿Qué les ocurre, que las veo tan poco afables conmigo?

Dontsova sonrió débilmente, haciendo girar alrededor de su dedo las grandes gafas con montura de hueso.

—Todo lo contrario. No sé si le agradará esto: ¿está dispuesto a operarme?

—¿A usted? ¡Por nada del mundo!

—¿Por qué? .

—Porque si la degüello dirán que fue por envidia, porque su departamento ha superado al mío en éxitos.

—Bromas aparte, Lev Leonídovich. Se lo pregunto en serio.

Era difícil, ciertamente, imaginarse a Liudmila Afanásievna bromeando.

Vera estaba triste, algo acurrucada y con los hombros encogidos como si tuviese frío.

—Dentro de unos días reconoceremos a Liudmila Afanásievna. El caso es que hace tiempo que le duele el estómago y se lo ha callado. ¡Y se considera oncólogo!

—Y ustedes, naturalmente, ya han reunido todas las evidencias reveladoras de cáncer, ¿no es así?

Lev Leonídovich arqueó sus singulares cejas, que le cruzaban de sien a sien. En la conversación más corriente y exenta de toda comicidad, su expresión naturalmente parecía burlarse de alguien.

—No, no todas —admitió Dontsova.

—¿Cuáles, por ejemplo?

Ella se las nombró.

—¡No bastan! —sentenció Lev Leonídovich irónicamente—. ¡No bastan! Cuando Vérochka firme el diagnóstico, hablaremos. Pronto me darán el mando de una clínica, y entonces me llevaré a Vérochka conmigo. ¿Me la cederá?

—¿A Vera? ¡Ni soñarlo! Elija a otra cualquiera.

—¡No quiero a otra, sólo a Vérochka! ¿A cambio de qué cree usted que he de operarla?

Mientras consumía el cigarrillo hasta el final, bromeaba y charlaba con ellas en tono burlón, pero sus pensamientos estaban lejos de ser divertidos. Como aquel mismo Koriákov dijera: «El joven carece de experiencia y el viejo de fuerzas». Pero tanto Gángart como él se hallaban actualmente en el pináculo de la vida, en la edad en que la espiga de la experiencia ha madurado ya y el tallo de la energía aún es firme. De jovencísima internista de un hospital, la había visto convertirse en una doctora tan perspicaz en sus diagnósticos que le infundía igual fe que la propia Dontsova. Con especialistas como ellas, el cirujano, aun siendo un escéptico, podía trabajar sin zozobras. La única excepción residía en que ese período fecundo de la vida es más breve en las mujeres que en los hombres.

—¿Tienes desayuno? —preguntó a Vera—. Como de todos modos no lo comerás y volverás a llevártelo para casa, ¡dámelo, que yo me lo comeré!

Entre risas y bromas aparecieron unos bocadillos de queso. Él se puso a comer, invitándolas:

—¡Coman ustedes también…! Ayer estuve en el juicio. ¡Deberían haber acudido! ¡Fue algo aleccionador! Se celebró en el edificio de la escuela y se reunieron unas cuatrocientas personas. ¡Muy interesante!… El caso era el siguiente: se había operado a un niño de oclusión aguda intestinal, de íleo. La operación fue normal. Después de ella, el pequeño vivió varios días y llegó a interesarse incluso por el juego. Este es un hecho indudable. Pero inesperadamente se presentó una oclusión parcial que le causó la muerte. Al desventurado cirujano le han molestado durante ocho meses, lo que han durado las investigaciones. ¿Cómo habrá operado a lo largo de esos ocho meses? Estuvieron presentes en el juicio representantes del servicio de Sanidad de la ciudad, el jefe de cirugía de la ciudad y el fiscal público, un miembro del Instituto Médico. ¿Se imaginan? Este fulmina al cirujano acusándole de actitud negligente y criminal. Presentaron a los padres como testigos. ¡Valientes testigos! Aludieron a no sé qué manta indebidamente estirada y a otras necedades por el estilo. Y la masa, nuestros ciudadanos, allí sentada como embobada, estaría comentando: «¡Qué canallas son los médicos!».

Y entre el público había médicos que comprendíamos aquella falta de sentido común y veíamos aquella vorágine ineludible que terminará por envolvernos a todos, hoy a ti y mañana a mí. Pero nadie se atrevía a abrir la boca. Si yo no hubiese acabado de llegar de Moscú, probablemente también habría callado. Pero después de dos tonificantes meses en la capital, las proporciones varían, tanto las de uno mismo como las del ambiente que nos rodea, y las barreras de hierro se tornan de madera carcomida. Y me levanté para hablar.

—¿Se podía intervenir?

—Claro que sí. Era una especie de debate. Y dije: «¿No les da vergüenza organizar y representar esta comedia?». (¡Así arremetí contra ellos! Me llamaron al orden, amenazándome con retirarme el uso de la palabra). Seguí: «¿Están seguros de que no es tan factible cometer un error judicial como uno médico? Este caso debe ser objeto de investigación científica exclusivamente. En modo alguno incumbe a los tribunales de justicia. Tenían que haber reunido sólo a doctores para que realizaran un calificado análisis científico. ¡Nosotros, los cirujanos, cada martes y cada viernes corremos un enorme riesgo, nos internamos en un campo minado! Nuestro trabajo se basa enteramente en la confianza. ¡La madre debe confiamos a su hijo, y no intervenir de testigo en el juicio!». —También ahora Lev Leonídovich denotaba gran excitación y algo se estremecía en su garganta. Se había olvidado de los bocadillos a medio comer. Desgarró el paquete semivacío de cigarrillos, y se puso a fumar—. ¡Y no olviden que es un cirujano ruso! Si hubiera sido alemán o, digamos, judío —y sacando los labios pronunció dilatada y tranquilamente la «j»—, hubiesen reclamado que se le colgara en el acto. ¿Para qué esperar?… ¡Me aplaudieron! ¿Cómo es posible callar? Si te ponen la soga al cuello hay que arrancarla, ¿a qué esperar?

Vera, impresionada, movía sin cesar la cabeza de un lado a otro según iba él relatando su historia. Sus atentos ojos tenían una expresión inteligente y comprensiva. Por eso le gustaba a Lev Leonídovich contárselo todo. Liudmila Afanásievna le escuchó perpleja y movió su voluminosa cabeza de cortos cabellos cenicientos:

—¡Pues no estoy de acuerdo! ¿Qué otra conducta han de observar con nosotros, los médicos? Recuerden al cirujano que cosió el abdomen de un paciente dejándole dentro una servilleta. O al que inyectó una solución fisiológica en lugar de novocaína. O al que inutilizó el pie de un enfermo con un escayolado defectuoso. O las equivocaciones en que incurrimos decenas de veces con las dosis. O cuando en las transfusiones ponemos sangre de distinto grupo. O cuando causamos quemaduras. ¿Qué tendrían que hacer en tales casos con nosotros? ¡Arrastramos de los cabellos como a críos!

—¡Me mata usted, Liudmila Afanásievna! —exclamó Lev Leonídovich, llevándose las manazas a la cabeza como para protegerse de algo—. ¿Cómo puede hablar así? ¡Usted! Este es un problema que desborda incluso los límites de la medicina. ¡Concierne a la lucha por el perfeccionamiento conjunto de la sociedad!

—¡Lo que hace falta, lo que hace falta…! —intentaba apaciguarlos Gángart, asiendo las manos de ambos para evitar sus manoteos—. Sí, lo que a todas luces hace falta es incrementar la responsabilidad de los doctores disminuyendo, al mismo tiempo, su cupo de pacientes en dos o tres veces. ¿Es racional que el dispensario tenga que atender a nueve enfermos en una hora? Debe dársenos la posibilidad de conversar tranquilamente con los pacientes, de pensar con serenidad. En cuanto a las operaciones, cada cirujano no debería realizar más que una diaria, ¡no tres!

Pero Liudmila Afanásievna y Lev Leonídovich siguieron gritándose largo rato, sin ponerse de acuerdo. Vera consiguió por fin tranquilizarlos, y preguntó:

—¿En qué acabó el juicio?

Lev Leonídovich sonrió:

—¡Nos defendimos con éxito! Pero el juicio fue un completo fracaso. Lo único que se reconoció fue que la historia clínica había sido incorrectamente enfocada. Pero ¡esperen, que no es todo! Después del veredicto intervino el director del servicio municipal de Sanidad. Dijo cosas tales como que formamos mal a los médicos, que educamos mal a los pacientes y que celebramos pocas reuniones sindicales. A modo de conclusión habló el jefe de la sección de cirugía de la ciudad. ¿Qué había sacado en limpio de todo ello? ¿Qué había asimilado? Sus palabras fueron estas: «Camaradas, censurar a los médicos es una buena iniciativa, una iniciativa excelente…».