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El pabellón de cancerosos tenía precisamente el número 13. Pável Nikoláyevich Rusánov nunca fue una persona supersticiosa, ni habría podido serlo, pero se sintió desfallecer cuando le escribieron en la hoja de admisión: «Pabellón número 13». Porque a nadie se le hubiera ocurrido designar con tal número a un pabellón de ortopedia o de enfermedades intestinales.

No obstante, en ningún lugar de la república, salvo en aquella clínica, podían prestarle ayuda.

—No tengo cáncer, ¿verdad doctora? ¿Verdad que no? —preguntó esperanzado Pável Nikoláyevich, palpándose suavemente, en el lado derecho del cuello, el maligno tumor que crecía casi día a día y que seguía recubierto en el exterior por la blanca e indefensa epidermis.

—¡No, claro que no! —le tranquilizaba por décima vez la doctora Dontsova, mientras rellenaba las páginas de la historia clínica con amplios rasgos.

Para escribir usaba unas gafas cuadrangulares de ángulos redondeados, de las que prescindía una vez finalizada la escritura. Ya no era joven y su aspecto era pálido y muy fatigado.

Esto sucedía días atrás en el ambulatorio de admisión. Los pacientes asignados al pabellón de cancerosos, incluso los externos, ya no podían dormir por la noche. Y Dontsova había prescrito a Pável Nikoláyevich la inmediata hospitalización.

No sólo la dolencia en sí, imprevista e inadvertida, que en el curso de dos semanas se había abatido como una tromba sobre un hombre despreocupado y feliz, atormentaba ahora a Pável Nikoláyevich. En grado no menor le hacía sentirse desgraciado la inexcusable necesidad de tener que ingresar en aquella clínica como un paciente cualquiera y ponerse en tratamiento en condiciones que ya había olvidado. Llamaron por teléfono a Yevgueni Semiónovich, a Shendiapin y a Ulmasbáyev, quienes a su vez telefonearon a la clínica para enterarse de las posibilidades que había en ella y si existían salas especiales o, por lo menos, si era factible acondicionar temporalmente una pequeña habitación individual. Mas, por falta de sitio en la clínica, no se logró nada.

Lo único que pudo conseguirse por mediación del médico jefe fue eludir la sala de recepción de enfermos y el baño y el vestuario colectivos.

Así pues, Yura condujo a su padre y a su madre, en el Moskvich azul de la familia, hasta la misma escalera del pabellón 13.

A pesar de la ligera helada, en el porche de piedra había dos mujeres con bata de grueso algodón. Temblaban de frío, pero ellas seguían ahí de pie.

Empezando por aquellas sucias batas, a Pável Nikoláyevich todo le resultaba desagradable: el cemento del porche, sumamente rozado por los pies; los deslucidos pomos de las puertas, sobados por las manos de los enfermos; la sala de espera, con la pintura del suelo desconchada; el alto panel de las paredes de color verde oliva (que parecía sucio); y los grandes bancos de madera, insuficientes para acoger a los enfermos procedentes de lejanos lugares, que se acomodaban en el suelo. Eran uzbekos con batas acolchadas, ancianas uzbekas con blancos pañuelos y jóvenes con pañuelos de tonos violáceos, rojos, verdes, todos calzados con botas altas y chanclos. Ocupando todo un asiento, un joven ruso estaba tumbado con el abrigo desabotonado y caído hasta el suelo. Se le veía muy agotado, tenía el vientre hinchado y no cesaba de gritar de dolor. Aquellos gemidos aturdieron y afectaron a Pável Nikoláyevich como si el muchacho se quejara no por el mal que sufría, sino por el que padecía él.

Pável Nikoláyevich palideció tanto que incluso sus labios perdieron el color. Susurró:

—¡Kapa! Me moriré aquí. No debo quedarme. ¡Váyamonos!

Kapitolina Matvéyevna asió su mano y, presionándola con firmeza, replicó:

—¡Páshenka! ¿Adónde podemos ir?… Y luego, ¿qué?

—Bueno, quizá pueda concertarse algo con Moscú…

Kapitolina Matvéyevna volvió hacia su esposo su abultada cabeza, acrecentada por los rizos vaporosos de color cobre del peinado:

—¡Páshenka! Lo de Moscú puede tardar aún un par de semanas, o tal vez no se consiga. ¿Cómo vamos a esperar? Cada mañana es más grande.

La mujer le tomaba con fuerza las muñecas para transmitirle ánimos. En los asuntos civiles y oficiales, Pável Nikoláyevich actuaba con resolución, por lo que le resultaba más agradable y tranquilizador confiar siempre a su esposa las cuestiones familiares, pues ella solucionaba rápidamente y con acierto todos los asuntos importantes.

¡El joven tumbado en el banco seguía lanzando gritos desgarradores!

—Quizá los médicos accedan a venir a casa… Les pagaríamos… —insistía, vacilante, Pável Nikoláyevich.

—¡Pásik! —intentó hacerle comprender su esposa, que sufría tanto como él—. Ya sabes que soy la primera en reconocer las ventajas de llamar a la gente a casa y pagarle por sus servicios. Pero estos médicos no quieren, no aceptan dinero. Además, aquí tienen los aparatos necesarios. No es posible…

Pável Nikoláyevich comprendía que no era posible, pero insistía por si acaso.

Según habían acordado con el jefe del servicio oncológico, la enfermera jefe los esperaría a las dos, allí mismo, al pie de la escalera por la que ahora descendía con precaución un paciente con muletas. Pero, como era de suponer, la enfermera jefe no se hallaba en su sitio, y su cuartito, enclavado en el vano de la escalera, estaba cerrado con llave.

—¡Es imposible ponerse de acuerdo con nadie! —exclamó irritada Kapitolina Matvéyevna—. ¿Cómo justifican el sueldo que cobran?

Con los hombros envueltos en dos zorros plateados, Kapitolina Matvéyevna empezó a andar por el pasillo, donde un letrero advertía: SE PROHIBE LA ENTRADA CON ROPA DE CALLE.

Pável Nikoláyevich permaneció de pie en el vestíbulo. Con aprensión, inclinando ligeramente la cabeza hacia la derecha, se tocó el bulto que tenía entre la clavícula y el maxilar. Tuvo la impresión de que había aumentado de tamaño desde que, media hora antes, al cubrirlo con la bufanda, lo observara por última vez ante el espejo. Se sintió desfallecer y deseó sentarse. Pero los asientos parecían sucios, y además tendría que rogar que le hiciera sitio a una mujeruca con pañuelo en la cabeza y con un saco grasiento en el suelo, entre sus piernas. Debía evitar, incluso a distancia, que le alcanzara la pestilencia de ese saco.

¿Cuándo aprenderá nuestra población a viajar con maletas limpias y decentes? (Aunque ahora, con esos tumores, ya todo daba lo mismo).

Sufriendo por los gritos de aquel joven y por cuanto veían sus ojos y penetraba por su nariz, Rusánov seguía en pie, ligeramente apoyado en el saledizo de la pared. Del exterior entró un mujik sosteniendo ante sí un frasco de cristal de medio litro, con una etiqueta, y casi lleno de un líquido amarillo. Llevaba la vasija sin ocultarla, sujetándola más bien con orgullo, como si fuera una jarra de cerveza obtenida después de hacer cola.

Se detuvo justamente ante Pável Nikoláyevich, a quien casi rozó con el frasco, con la intención de preguntarle algo. Pero al ver su gorro de nutria marina se dio la vuelta, siguió adelante, y se paró ante el enfermo de las muletas:

—Amigo, ¿dónde debo entregar esto?

El cojo le indicó la puerta del laboratorio.

Pável Nikoláyevich sintió náuseas.

Se abrió de nuevo la puerta de la calle y entró una enfermera con una bata blanca. Su rostro, demasiado alargado, no era nada atractivo. Inmediatamente reparó en Pável Nikoláyevich; adivinó de quién se trataba y se acercó a él.

—¡Discúlpeme! —exclamó jadeante. Llegaba apresurada y con la cara tan colorada como el carmín de sus labios—. ¡Perdóneme, por favor! ¿Hace mucho que me espera? Ocurre que han traído medicamentos y soy yo la encargada de recibirlos.

Pável Nikoláyevich tuvo deseos de replicarle con acritud, pero se contuvo. Se alegraba de que la espera hubiera acabado. Yura se acercó, en traje y sin gorro, tal como iba cuando conducía el coche, llevando una maleta y una bolsa con provisiones. Estaba tranquilo y sobre la frente le bailaba un mechón de pelo rubio.

—¡Vengan! —invitó la enfermera, indicándoles su cuartito bajo la escalera—. Ya sé por Nizamutdín Bajrámovich que va a utilizar usted su ropa interior y que ha traído su pijama. Estará sin estrenar, ¿verdad?

—Directamente de la tienda.

—Es absolutamente obligatorio, pues en caso contrario sería preciso desinfectar todo, ¿comprende? Puede cambiarse de ropa aquí mismo.

Abrió la puerta de madera chapada y encendió la luz. En aquel cuartucho de techo inclinado no había ventana. Se veían en él numerosos diagramas trazados con lápices de colores.

Yura, sin pronunciar palabra, llevó allí la maleta y luego se retiró. Pável Nikoláyevich entró para mudarse de ropa. La enfermera jefe se disponía, mientras tanto, a acudir presurosa a algún otro sitio, cuando apareció Kapitolina Matvéyevna:

—Disculpe, ¿tiene usted mucha prisa?

—Sí, un poco…

—¿Cómo se llama?

—Mita.

—¡Qué nombre tan raro! ¿No es usted rusa?

—No, alemana…

—Nos ha hecho esperar.

—¡Por favor, discúlpeme! Ahora tengo que recibir…

—Pues bien, Mita, escuche, porque quiero que se entere. Mi esposo es una persona de mérito, un trabajador de gran valor. Se llama Pável Nikoláyevich.

—Bien; Pável Nikoláyevich. Lo recordaré.

—Comprenda usted. Está acostumbrado a que le cuiden, y ahora, con esa enfermedad tan grave… ¿No sería posible mantener permanentemente a su lado a una enfermera que le atienda?

El rostro preocupado e intranquilo de Mita reflejó un desasosiego mayor. Movió la cabeza:

—Aparte de las enfermeras destinadas a las salas de operaciones, contamos durante el día con tres enfermeras para sesenta pacientes. Por la noche sólo tenemos dos.

—¡Lo ve usted! Aquí uno puede estar muriéndose, gritar, y nadie acudirá.

—¿Qué le hace pensar eso? Se les atiende a todos.

«¡A todos! Si ella dice que a todos, ¿qué puedo replicarle?».

—Además, ¿sus enfermeras se relevan?

—Sí, cada doce horas.

—¡Es horrible este método tan impersonal de tratamiento! Mi hija y yo nos turnaríamos a su lado. Y, corriendo yo con los gastos, podría contratar a una enfermera fija. Pero me dirán que tampoco esto es posible, ¿no?

—Creo que no. No sería posible. Nadie ha hecho nunca una cosa así. Además, en la sala no queda espacio ni para colocar una silla.

—¡Dios mío! ¡Ya me imagino qué clase de sala será esa! Tendré que echarle una ojeada. ¿Cuántas camas hay en ella?

—Nueve. Y ha tenido suerte yendo directamente a la sala, pues los pacientes recién ingresados se acomodan en las escaleras y en los pasillos.

—De todos modos lo solicitaré. Como usted conoce a la gente a sus órdenes, le será fácil organizado. Póngase de acuerdo con una enfermera o con una asistenta sanitaria para que a Pável Nikoláyevich se le preste una atención especial… —hizo chasquear el cierre de su enorme bolso negro, del que extrajo tres billetes de 50 rublos.

Su hijo, que estaba próximo a ellas, se dio la vuelta en silencio.

Mita se llevó las dos manos a la espalda.

—¡No, no! Tales encargos…

—Pero ¡si no se lo doy para usted! —Kapitolina Matvéyevna acercaba al pecho de la enfermera los billetes desplegados—. Puesto que no se puede hacer legalmente… ¡Pago por el trabajo! Sólo le ruego que tenga la amabilidad de entregar el dinero a la persona que se encargue de él.

—No, no —dijo la enfermera con frialdad—. Aquí no hacemos tales cosas.

La puerta del cuartito rechinó y Pável Nikoláyevich salió con su pijama nuevo, a rayas verdes y marrones, y unas zapatillas de invierno ribeteadas de piel. Sobre la cabeza, casi sin pelo, llevaba un flamante casquete uzbeko de color frambuesa. Libre del cuello invernal del abrigo y de la bufanda, el tumor, del tamaño de un puño, presentaba muy mal aspecto. Pável no mantenía la cabeza erecta, sino ligeramente ladeada.

Su hijo entró a recoger la maleta y la ropa que su padre se había quitado. Ocultando el dinero en el bolso, la mujer miró con ansiedad a su esposo:

—¿No pasarás frío?… tendrías que haber cogido la bata de abrigo. Te la traeré. ¡Ah! Aquí está la bufanda —la sacó del bolsillo—. ¡Póntela para que no te acatarres! —Con sus zorros plateados y su abrigo de piel, parecía tres veces más corpulenta que su marido—. Ahora vete a la sala e instálate. Desempaqueta las provisiones y piensa en lo que puedas necesitar. Yo esperaré aquí sentada. Luego bajas a decírmelo y esta tarde te traeré lo que sea.

Ella nunca perdía la cabeza, siempre lo preveía todo. Era una verdadera compañera en la vida. Pável Nikoláyevich la contempló con una mezcla de gratitud y sufrimiento, y luego miró a su hijo.

—Así pues, Yura, ¿te vas?

—En el tren de la noche, papá —dijo Yura, y se le aproximó.

Mantenía una actitud respetuosa hacia su padre, pero, como siempre, no exteriorizaba ningún impulso emotivo, ni siquiera ahora al despedirse de su padre, que se quedaba en la clínica. Reaccionaba desapasionadamente ante todo.

—Bueno, hijo, ¿de modo que es tu primera misión oficial importante? Procura adoptar desde un principio el tono correcto. ¡Sin ninguna condescendencia! La condescendencia es lo que te pierde. Ten siempre presente que tú, Yura Rusánov, no eres un individuo común, tú eres el representante de la ley. ¿Entiendes?

Comprendiera Yura o no, el caso es que a Pável Nikoláyevich le costaba encontrar palabras más apropiadas. Mita estaba inquieta y con ganas de retirarse.

—Voy a esperar con mamá —Yura sonrió—. Así que no te despidas. Hasta ahora, papá.

—¿Sube usted solo? —preguntó Mita.

—¡Dios mío! ¡Si apenas se tiene en pie! ¿No puede acompañarlo hasta la cama? ¡Tan sólo para llevarle la bolsa!

Pável Nikoláyevich miró acongojado a los suyos, rechazó la mano de Mita, que intentaba sostenerle, y asiéndose firmemente a la barandilla comenzó a subir la escalera. El corazón le palpitaba con fuerza, y no precisamente a causa de la ascensión. Subía los peldaños como suben a esa, ¿cómo se llama?, bueno, a esa especie de tribuna en la que se entrega la cabeza.

La enfermera jefe, adelantándose, corrió arriba con la bolsa, gritó algo a una tal Maria y, antes de que Pável Nikoláyevich recorriera el primer tramo de la escalera, ya bajaba ella por el lado opuesto de la misma y salía del pabellón, poniendo de relieve ante Kapitolina Matvéyevna las delicadezas que aguardaban allí a su marido.

Pável Nikoláyevich alcanzó lentamente el descansillo de la escalera, amplio y profundo, como sólo pueden verse en los edificios antiguos. En aquel rellano interior, sin que estorbaran el paso, había dos camas, ocupadas, y sendas mesillas. Uno de los dos pacientes, grave, extenuado, succionaba una bolsa de oxígeno.

Procurando no mirar ese rostro deplorable, Rusánov se giró y siguió subiendo con la vista en lo alto. Pero al final del segundo tramo no le aguardaba nada alentador. Allí estaba la enfermera Maria. Ni una sonrisa, ni un saludo salió de su cara morena, semejante a un icono. Era alta, delgada y lisa; le esperaba con trazas de soldado y enseguida le precedió por el vestíbulo superior, indicándole el camino. En él había varias puertas, que se había procurado no obstruir con las camas de enfermos allí instaladas. En un recodo de aquella estancia sin ventana, bajo la permanente luz de una lámpara de mesa, estaba el pequeño escritorio de la enfermera, una mesita ante la cual efectuaban las curas, y al lado, en la pared, colgaba un armario de cristales esmerilados que tenía pintada una cruz roja. Después de dejar atrás la mesa y las camas, Maria, señalando con su mano larga y seca, le dijo:

—La segunda, a partir de la ventana.

Y se dio prisa en alejarse de allí. Eso de no detenerse ni entablar conversación parecía ser una desagradable norma en aquella clínica pública.

Las puertas de la sala estaban permanentemente abiertas. Sin embargo, apenas traspasó el umbral, Pável Nikoláyevich percibió una emanación de aire viciado y húmedo, mezclado en parte con olor a medicamentos, que le llenó de pena, dado su sensitivo olfato.

Las camas formaban apretadas filas junto a las paredes, separadas por estrechos espacios de la anchura de las mesillas. El paso entre ambas filas, a lo largo de la sala, tampoco permitía que se cruzaran dos personas.

En ese pasillito central había un paciente de pie, regordete y de anchos hombros, ataviado con un pijama a rayas rosadas. Llevaba en el cuello un voluminoso y sólido vendaje que casi le subía hasta los lóbulos de las orejas. La ceñida envoltura de vendas blancas privaba de libertad de movimientos a su pesada y torpe cabeza de parda pelambrera.

Este enfermo relataba con voz ronca algo a los otros enfermos, quienes le escuchaban desde sus camas. Al entrar Rusánov, giró hacia él su cuerpo, fusionado por completo a la cabeza, y contemplándole con desinterés comentó:

—¡Vaya! ¡Otro pequeño cáncer más!

Pável Nikoláyevich no creyó necesario replicar a semejante familiaridad. Sintió que la sala entera tenía la vista fija en él, pero no quería responder a las miradas de aquellos desconocidos, ni saludarles. Únicamente trazó con la mano un movimiento en el aire, como indicando al enfermo del pardo pelaje que se apartara. Este cedió el paso a Pável Nikoláyevich y volvió nuevamente el torso y la afianzada cabeza en su dirección.

—Oye, hermanito, tienes cáncer. ¿De qué? —le preguntó con voz ronca.

Para Pável Nikoláyevich, que estaba ya ante su cama, esta pregunta era como un zarpazo. Levantó los ojos hacia el insolente, procurando no perder la paciencia (aunque sus hombros se convulsionaron), y respondió con dignidad:

—De nada. No tengo ningún cáncer.

El de pelo castaño resopló y le vituperó en presencia de toda la sala:

—¡Vaya un necio! ¿Crees que te habrían destinado aquí si no tuvieras cáncer?