2

Pasadas algunas horas de su primera noche en la sala, Pável Nikoláyevich sintió miedo.

El tenso bulto del tumor inesperado, absurdo y del todo innecesario, le había arrastrado allí, como el anzuelo tira del pez, arrojándole a aquel lecho metálico, angosto, miserable, de muelles rechinantes y de exiguo colchón. No había tenido más que mudarse de ropa bajo el vano de la escalera, despedirse de su familia y subir a esta sala, para que se eclipsase bruscamente su vida anterior. Aquí se abría paso otra existencia, tan abominable que le infundía más horror aún que el tumor. Ya no estaba en su poder elegir nada placentero y tranquilizador en que posar la vista, sino que tendría que contemplar a aquellos ocho seres abatidos, con los que ahora podía igualarse. A esos ocho pacientes con pijamas a rayas blancas y rosadas, harto descoloridos y ajados, con remiendos y desgarrones y casi ninguno a la medida. Tampoco podía ya escoger lo que le viniera en gusto escuchar, sino que se vería obligado a prestar oído a las enojosas conversaciones de aquella gentuza, conversaciones que a él, Pável Nikoláyevich, ni le concernían ni le interesaban. De buena gana les habría ordenado callarse, particularmente a aquel importuno de las greñas pardas, al de la envoltura de vendas en el cuello y la cabeza agarrotada, al que todos llamaban simplemente Yefrem, aunque no era ya un hombre joven.

Pero no había modo de que Yefrem se calmara. No se acostaba ni salía de la sala, sino que se paseaba inquieto por el pasillo central, a lo largo de la estancia. A veces interrumpía sus pasos, crispaba el rostro como si le inyectaran y se asía la cabeza. Luego reanudaba sus paseos. Después de caminar un rato, se detuvo precisamente ante la cama de Rusánov; inclinó hacia él la inflexible mitad superior de su cuerpo y, mostrando su ancha y hosca cara picada de viruela, insinuó: 

—Se acabó, profesor. No volverás a casa, ¿entendido?

La sala estaba muy caldeada y Pável Nikoláyevich yacía sobre la manta, con su pijama y su gorro uzbeko. Se reajustó las gafas con montura de oro, miró severamente a Yefrem como él sabía hacerlo y respondió:

—No comprendo qué pretende usted de mí, camarada. ¿Por qué razón trata de intimidarme? Además, no le hago ninguna pregunta.

Yefrem bufó maliciosamente:

—Pues me las hagas o no, el caso es que no volverás a casa. Podrás devolver esas gafas y el pijama nuevo.

Una vez que hubo proferido tal brutalidad, enderezó su torpe cuerpo y continuó caminando por el pasillo, el desgraciado.

Pável Nikoláyevich habría podido, naturalmente, hacerle callar, pararle los pies; pero le faltó su habitual energía, que ya flaqueaba y que se desmoronó aún más ante las palabras de aquel demonio vendado. Necesitaba ayuda, y allí le empujaban al abismo. En el curso de unas horas, Rusánov lo había perdido todo: posición, prestigio, e incluso sus planes para el futuro. No era más que setenta kilogramos en un cuerpo blanco y tibio, desconocedor del mañana.

Probablemente la tristeza se le reflejó en el rostro, pues en uno de los siguientes paseos Yefrem se detuvo frente a él y, con más amabilidad, le dijo:

—Y si regresas a casa, no será por mucho tiempo. Volverás otra vez aquí. El cáncer se encariña con las personas. A quien atenaza con sus tentáculos, ya no lo suelta hasta la muerte.

Pável Nikoláyevich no tuvo fuerzas para replicarle y Yefrem reanudó su camino. ¿Quién, en la sala, podría hacerle callar? Los pacientes parecían estar abatidos o no eran rusos. En la pared de enfrente, a causa del saledizo de la estufa, sólo cabían cuatro camas: la que daba justamente pie con pie con la de Rusánov, separadas ambas por el pasillito central, era la de Yefrem; tres jóvenes ocupaban las tres restantes: al lado de la estufa, un muchacho moreno y simplote; a su vera, un joven uzbeko con muletas; y, junto a la ventana, otro muchacho, delgado como una lombriz, amarillento, gemía, retorcido en su lecho. En la hilera de Pável Nikoláyevich reposaban, a su izquierda, dos asiáticos, y más allá, junto a la puerta, un chico ruso, alto, con el pelo al cero, que leía recostado. En el otro lado, en el último lecho próximo a la ventana, había otro paciente, al parecer ruso, pero de cuya vecindad, dada su catadura rufianesca, no era como para regocijarse. Probablemente debía ese aspecto a una cicatriz que empezaba en la comisura de los labios, le cruzaba la parte inferior de la mejilla izquierda y llegaba hasta cerca del cuello, o tal vez a su negro cabello despeinado, que se erizaba, bien hacia arriba, bien hacia un lado de su cabeza, o a su expresión de maligna brutalidad. Aquel bellaco también tendía a la ilustración: estaba terminando de leer un libro.

Ya habían encendido la luz de las dos resplandecientes lámparas del techo. Tras las ventanas, oscurecía. Esperaban la cena.

—En el piso de abajo —prosiguió implacable Yefrem— hay un viejo al que operarán mañana. Ya en el año 42 le extirparon un pequeño cáncer y le dijeron que no era nada importante, que podía irse. ¿Comprendes? —Yefrem parecía hablar con animación, aunque con un tono como si fuera a él a quien iban a operar—. Han pasado trece años desde entonces; el viejo se olvidó de la clínica, no se privó de vodka ni de mujeres. Es un viejo notable, ya lo verás. ¡Y ahora tiene un cáncer así de grande! —y chasqueó los labios como si eso le produjera satisfacción—. Puede que vaya directamente de la mesa de operaciones al depósito de cadáveres.

—¡Bueno! ¡Basta ya de macabras predicciones! —Pável Nikoláyevich hizo un ademán con la mano y se dio la vuelta. Pero no reconoció su propia voz: tan carente de autoridad y tan lastimera sonaba.

Todos guardaron silencio. Aumentaba aún más su fastidio el consumido joven de la hilera opuesta, próximo a la ventana, que no cesaba de removerse. No estaba ni sentado, ni tampoco acostado, sino que, hecho un ovillo, pegadas las rodillas al pecho, no acertaba con la posición cómoda. Tenía la cabeza fuera de la almohada, apoyada en el larguero de la cama. Se quejaba quedamente y mostraba su sufrimiento con gestos y contorsiones.

Pável Nikoláyevich le volvió la espalda, metió los pies en las zapatillas y, sin necesidad alguna, se puso a inspeccionar su mesita de noche, ora abriendo y cerrando la puertecilla del compartimento repleto de alimentos, ora el cajoncito superior, donde guardaba sus objetos de aseo y la maquinilla de afeitar eléctrica.

Mientras tanto, Yefrem continuaba paseándose con las manos cerradas ante el pecho, se estremecía a veces por las punzadas, y matraqueaba su estribillo, como si estuviera en un funeral:

—De modo que nuestra situación es terrible… fatal.

Pável Nikoláyevich oyó a su espalda un leve chasquido. Se volvió en esa dirección con cuidado, pues cada movimiento del cuello se le traducía en dolor, y vio que su vecino, el medio bandido, había palmeado las tapas del libro que acababa de leer, al que daba vueltas entre sus grandes y rudas manos. En diagonal, sobre la cubierta azulada, así como en el lomo, estaba estampado en oro, algo deslucido ya, el nombre del autor. Pável Nikoláyevich no pudo descifrarlo y no tenía ningún deseo de preguntárselo a aquel tipo, a quien mentalmente aplicó el apodo de «Roedor», pues le venía como anillo al dedo.

El Roedor contemplaba el libro con sus grandes ojos sombríos y vociferó sin contemplaciones a toda la sala:

—De no haber sido Diomka el que escogió este libro del armario, me costaría creer que lo hayan puesto a nuestra disposición.

—¿Qué pasa con Diomka? ¿Qué libro? —preguntó el muchacho que estaba junto a la puerta y que seguía leyendo.

—Aunque rebuscaras por toda la ciudad, no encontrarías otro como este. —El Roedor fijó la mirada en la aplastada y torpe nuca de Yefrem, cuyos largos pelos sobresalían del vendaje. Hacía tiempo que no se los cortaba porque le resultaba incómodo hacerlo. El Roedor miró luego su tenso rostro—: ¡Yefrem! ¡Deja ya de lamentarte! Toma este libro y léelo.

Yefrem se encaró como un toro, con la mirada turbia.

—¿Para qué leer? ¿Para qué, si pronto reventaremos todos?

El Roedor se tocó su cicatriz:

—Por eso mismo tienes que darte prisa, porque pronto moriremos. ¡Toma, toma!

Y le tendió el libro. Yefrem no se movió.

—Hay que leer mucho y no tengo ganas.

—¿Eres analfabeto o qué? —intentó persuadirle el Roedor, sin insistir demasiado.

—Al contrario. Soy instruido. Sí, muy instruido donde preciso serlo.

El Roedor se puso a buscar un lápiz en el antepecho de la ventana, abrió el libro hacia el final, echó una ojeada e hizo una marca en determinado lugar.

—No tengas miedo —murmuró—. Se trata de narraciones cortas. Intenta leer algunas. Anda, lee, que fastidias demasiado con tus quejas.

—¡Yefrem no tiene miedo a nada! —Tomó el libro y lo arrojó sobre su cama.

Cojeando, apoyado en una sola muleta, apareció en la sala el joven uzbeko Ajmadzhán, el único que se mostraba jovial. Anunció:

—¡Al ataque, las cucharas!

El muchacho moreno, cerca de la estufa, también se animó:

—¡Chicos, traen la cena!

Entró una sanitaria con bata blanca, sosteniendo una bandeja por encima del hombro. La hizo girar, situándola ante sí, y fue pasando cama por cama. Todos, excepto el atormentado joven del lecho inmediato a la ventana, empezaron a moverse y se apoderaron de los platos. En la sala cada cual tenía su mesilla; sólo el joven Diomka carecía de ella y compartía la mesilla del kazajo de recia osamenta, sobre cuyo labio descubierto y tumefacto había una horrible y terrosa escara.

Ni que decir tiene que Pável Nikoláyevich no sentía deseo alguno de comer, ni siquiera de sus provisiones caseras. El solo aspecto de la cena —pudin de sémola, tambaleante y rectangular, con una salsa de gelatina amarilla—, y la cuchara de opaco aluminio grisáceo con el mango retorcido, únicamente sirvieron para hacerle pensar con amargura, una vez más, en el lugar adonde había ido a parar y en el posible error cometido al consentir que le internaran en aquella clínica.

Todos, salvo el quejumbroso muchacho, se pusieron a comer al unísono. Pável Nikoláyevich no probó su plato; dando golpecitos en su borde con la uña, miraba alrededor para ver a quién se lo daría. Unos le mostraban el perfil, otros le daban la espalda; sólo podía ver al joven que estaba junto a la puerta.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Pável Nikoláyevich sin forzar la voz.

(El otro tendría que esforzarse para oírle).

A pesar del ruido de las cucharas, comprendió que se dirigía a él y respondió complaciente:

—Proshka… Bueno, Prokofi Semiónych.

—Toma.

—Sí, gracias.

Proshka se acercó, le cogió el plato y movió la cabeza en señal de agradecimiento.

Pável Nikoláyevich se palpó el duro bulto bajo el maxilar, y súbitamente intuyó que él no era precisamente uno de los enfermos leves. De los nueve que estaban en la sala, sólo uno llevaba vendas, Yefrem, y en el mismo lugar donde también podrían operarle a él. De todos ellos, sólo uno sufría dolores agudos, y únicamente otro, el corpulenta kazajo del que le separaba una cama, padecía aquella terrosa escara. Y ese joven uzbeko que se valía de la muleta, pero que apenas se apoyaba en ella. Los restantes no mostraban en su exterior ningún tumor ni deformidad; tenían aspecto de personas sanas. Proshka, en particular, estaba sonrosado, como si estuviera en una casa de reposo y no en un hospital. En ese momento rebañaba el plato con excelente apetito. Aunque el Roedor tenía el rostro ceniciento, no obstante, se movía con soltura, hablaba con desparpajo y se había lanzado sobre el pudin de tal modo que a Pável Nikoláyevich le asaltó por un instante la idea de si no se fingiría enfermo para comer a costa del Estado, ya que en nuestro país se alimenta gratuitamente a los enfermos.

Sin embargo, a Pável Nikoláyevich el tumor le presionaba la base del cráneo, dificultándole su movimiento, y crecía de hora en hora. Para los médicos de la clínica no contaban las horas. Desde la comida hasta la cena nadie se preocupó de examinar a Rusánov ni de aplicarle tratamiento alguno. Y eso que la doctora Dontsova le había llevado allí seduciéndole, justamente, con que le someterían a un tratamiento urgente; lo cual significa que era totalmente irresponsable y de una negligencia criminal. Por haber confiado en ella, Rusánov estaba perdiendo un tiempo precioso en esta sala reducida, sombría y sucia, en vez de telefonear a Moscú y volar a la capital.

Y este convencimiento del error en que había caído, de la ultrajante demora, unido a la tristeza que le causaba el tumor, oprimían de tal forma el corazón de Pável Nikoláyevich que le era insoportable cualquier ruido, empezando por el golpeteo de las cucharas en los platos; ofendían su vista las camas de hierro, las burdas mantas, las paredes, las lámparas, la gente. Tenía la sensación de haber caído en una trampa. Pero hasta la mañana siguiente no podría dar ningún paso decisivo.

Sintiéndose profundamente desgraciado, se acostó, y se cubrió los ojos con la toalla traída de su casa, para protegerlos de la luz y de todo lo demás. A fin de abstraerse, empezó a revisar la casa, la familia; imaginó lo que haría cada uno en aquel momento. Yura ya estaría en el tren, camino de su primera inspección práctica. Era de suma importancia demostrar la justa valía de uno. Pero Yura no era hombre de agallas, sino más bien torpe, y Pável Nikoláyevich dudaba de si podría mantener su prestigio. Avieta se hallaba en Moscú pasando sus vacaciones. Había ido a divertirse un poco, a frecuentar los teatros, pero principalmente con un objetivo práctico: para observar, para enterarse de cómo iban allí las cosas y, a ser posible, para establecer contactos, puesto que estudiaba ya el quinto curso y necesitaba orientarse convenientemente en la vida. Avieta sería una periodista diligente y capaz y, naturalmente, tendría que trasladarse a Moscú, porque aquí los horizontes eran demasiado estrechos. Era más inteligente y sensata que ningún otro miembro de la familia. Su experiencia era insuficiente, pero ¡cómo lo captaba todo al vuelo! Lávrik era algo holgazán y poco brillante en los estudios; en el deporte era donde mostraba todo su talento. Ya había estado en Riga en una competición, hospedándose en un hotel, como una persona mayor. Ya conducía el coche y se estaba preparando para conseguir el permiso. En el segundo semestre tuvo dos suspensos; habrá que corregirle. Maika se hallaría ahora en casa tocando el piano (nadie de la familia Rusánov lo había hecho antes que ella). Y en el pasillo, sobre una alfombrilla, estaría tumbado Dzhulbars. Durante el último año, Pável Nikoláyevich se aficionó a sacarlo por las mañanas para dar un paseo que también resultaba saludable para él; ahora sería Lávrik el encargado de hacerlo. A Pável le gustaba azuzarlo un poco contra cualquier transeúnte, a quien luego tranquilizaba: «No se asuste, lo tengo sujeto».

Pero la unida y ejemplar familia de los Rusánov, su existencia ordenada, su piso impecable, todo se había alejado de él en el curso de unos cuantos días, se había quedado al otro lado del tumor. Ellos viven y seguirán viviendo, termine como termine el padre. Por mucho que se preocuparan, se inquietaran o lloraran, el tumor le aislaba como un muro, quedándose él solo en el lado opuesto.

Las meditaciones sobre su hogar no le aliviaron, y Pável Nikoláyevich trató de distraerse con los asuntos oficiales. El sábado se inauguraría la sesión del Soviet Supremo de la Unión. Por lo visto, no se esperaba nada importante, salvo la ratificación del presupuesto. Hoy, cuando salía de su casa hacia la clínica, comenzaban a emitir un extenso informe sobre la industria pesada. Y aquí, en la sala, no había ni una radio, ni tampoco en el pasillo. ¡Bonito asunto! Tendría que conseguir el Pravda con regularidad. Hoy han abordado el problema de la industria pesada, ayer promulgaron el decreto sobre el incremento de la producción de los derivados de la ganadería. Sí, la vida económica seguía un desarrollo pujante y parecían inminentes, sin duda, notables cambios en los diversos organismos estatales y económicos.

Pável Nikoláyevich trató de imaginar las reorganizaciones que podrían afectar a la república y a la provincia. Tales cambios siempre producían una excitación festiva, pues momentáneamente le apartaban un poco del trabajo cotidiano; los funcionarios se telefoneaban, se citaban y discutían las probabilidades. Y fuera cual fuere el derrotero de la reorganización —a veces, el contrario al supuesto—, nadie, incluido Pável Nikoláyevich, salió jamás perjudicado en su jerarquía. Al contrario, ascendían en sus cargos.

Pero estas reflexiones tampoco lograron distraerle o animarle. Sentía punzadas bajo el cuello; y el tumor, sordo e indiferente, se removía aislándole del mundo entero. Y de nuevo el presupuesto, la industria pesada, la ganadería y la reorganización, todo, se quedó al otro lado del tumor. A este lado, Pável Nikoláyevich. Solo.

En la sala sonó una agradable vocecilla femenina. Y aunque hoy nada podía serle grato a Pável Nikoláyevich, la vocecilla le resultó sencillamente deliciosa.

—¡Veamos la temperatura! —dijo, como si prometiera repartir caramelos.

Rusánov retiró la toalla del rostro, se incorporó un poco y se caló los lentes. ¡Qué dicha! No era la deprimida y negruzca Maria, sino una joven de constitución robusta que no llevaba sobre sus dorados cabellos el pañuelo de pico, sino un gorrito como el de los doctores.

—¡Azovkin! ¡Eh, Azovkin! —gritó alegremente, deteniéndose ante la cama del chico próximo a la ventana.

Este yacía en una postura aún más extraña que la de antes. Atravesado en la cama, boca abajo, apoyando el vientre sobre una almohada, la barbilla descansando en el colchón y con la cabeza como suelen mantenerla los perros, miraba a través de los barrotes de la cama, dando la impresión de estar en una jaula. Por su delgado rostro vagaban las sombras de sus dolores internos. Un brazo le pendía hasta el suelo.

—¡A ver, incorpórese! Tiene fuerzas para hacerlo —le amonestó la enfermera—. Tome usted mismo el termómetro.

Alzó un poco la mano del suelo, como si extrajera un cubo de agua del pozo, y cogió el termómetro. Estaba tan exhausto y tan sumido en su sufrimiento que era imposible creer que tuviera sólo diecisiete años.

—¡Zoya! ¡Deme la bolsa de goma! —suplicó lastimero.

—Para usted no hay más médico que usted mismo, ¿no? —replicó severamente Zoya—. Ya le han traído una bolsa, y en vez de ponérsela en el pinchazo de la inyección se la ha colocado en el vientre.

—Eso me alivia bastante —dijo con aire dolorido.

—Ya le han advertido que así sólo conseguirá que su tumor crezca más. En el pabellón oncológico no se permiten bolsas de agua caliente. A usted se la han proporcionado especialmente.

—Pues, entonces, no me dejaré inyectar.

Pero Zoya no le escuchaba ya. Dando unos golpecitos con el dedo en la vacía cama del Roedor, inquirió:

—¿Dónde está Kostoglótov?

(¡Vaya acierto el de Pável Nikoláyevich! ¡Asombroso! El apodo le cuadraba a la perfección.)§.

—Ha salido a fumar —contestó Diomka desde la puerta.

Y siguió leyendo.

—¡Le voy a dar yo fumar! —refunfuñó Zoya.

¡Qué agradables son algunas muchachas! Pável Nikoláyevich miraba complacido su figura torneada y firme, sus ojos un tanto saltones, contemplándola con respetuosa admiración y sintiendo cierto enternecimiento. Le alargó, sonriendo, el termómetro. Ella estaba en pie ante él, por el lado de su tumor. Mas ni con un movimiento de las cejas dio a entender que se horrorizaba o que nunca había visto algo semejante.

—¿Me han señalado algún tratamiento? —preguntó Rusánov.

—Aún no —se excusó ella con una sonrisa.

—¿Y por qué? ¿Dónde están los médicos?

—Han finalizado su jornada de trabajo.

No era posible enfadarse con Zoya, pero ¡alguien tenía que ser el culpable de que a Rusánov no se le medicara! ¡Debía actuar! Sentía desprecio ante la inactividad y los caracteres pusilánimes. Cuando Zoya volvió a recoger el termómetro, le preguntó:

—¿Dónde tienen ustedes el teléfono que enlaza con la ciudad? ¿Cómo se llega hasta él?

¡A fin de cuentas, podía decidirse ahora y telefonear al camarada Ostápenko! La simple idea del teléfono retornó a Pável Nikoláyevich a su mundo habitual, devolviéndole el coraje. Se sentía de nuevo un luchador.

—Treinta y siete —anunció Zoya sonriendo, y apuntó la fiebre en el nuevo gráfico colgado a los pies de la cama, en el que marcó el primer punto—. El teléfono está en la oficina de registro. Pero ahora no puede ir allí, porque se entra por la otra puerta principal.

—Perdone —Pável Nikoláyevich se incorporó y adoptó un tono severo—. ¿Cómo es posible que en una clínica no haya teléfono? Suponga que ocurra algo. A mí, por ejemplo.

—Salimos corriendo y telefoneamos —Zoya no se alteró.

—Bien; ¿y si hay ventisca o una lluvia torrencial?

Zoya había pasado ya a la cama vecina, la del viejo uzbeko, y seguía con el gráfico.

—Durante el día podemos ir allí sin salir afuera, pero ahora está cerrado.

Era simpática la muchacha, sí, pero también insolente, pues sin aguardar a que acabara sus preguntas había pasado al lecho del kazajo. Pável Nikoláyevich exclamó detrás de ella, elevando involuntariamente la voz:

—¡Tiene que haber otro teléfono! ¡Es imposible que no lo haya!

—Lo hay —replicó Zoya, agachada ante la cama del kazajo—, pero en el gabinete del médico jefe.

—¿Y qué pasa con él?

—Diomka… Treinta y seis y ocho décimas… Que el gabinete está cerrado. A Nizamutdín Bajrámovich no le gusta…

Y salió de la sala.

Era lógico. Naturalmente, a nadie le gusta que, en su ausencia, entre la gente en su gabinete particular. Pero en una clínica tendrían que haberlo organizado de alguna manera…

Por un momento había podido conectar un cable con el mundo exterior, pero el cable se había roto. Y de nuevo el tumor del tamaño de un puño que tenía bajo el maxilar le eclipsó el mundo entero.

Pável Nikoláyevich tomó un espejito y se miró. ¡Oh, cómo se había hinchado el bulto! Si para ojos extraños era espantoso contemplarlo, ¡qué no sería para los suyos propios! ¡No, no podía ser real! ¡Nadie a su alrededor tenía nada semejante! En sus cuarenta y cinco años de existencia, Pável Nikoláyevich no había conocido a nadie con tal monstruosidad…

Sin pararse a calibrar si había crecido más o no, guardó el espejito, sacó algo de la mesilla y empezó a masticar.

Los dos sujetos más groseros, Yefrem y el Roedor, no estaban en la sala, habían salido. Azovkin, junto a la ventana, inventó una nueva postura y cesó de quejarse. Los restantes se mantenían tranquilos. Se podía oír el roce de las páginas de algún libro al ser pasadas; algunos se acostaron dispuestos a dormir. Era lo único que podía hacer Rusánov para acortar la noche y no cavilar; a la mañana siguiente ya les armaría una buena bronca a los doctores.

Se desnudó, se echó encima de la manta y se cubrió la cabeza con la toalla. Intentó dormir.

En aquel silencio todo era particularmente audible, y le irritaba el cuchicheo que se percibía; a Pável Nikoláyevich le parecía que musitaban junto a su misma oreja. No pudo soportarlo. Se arrancó la toalla de la cara, se incorporó cuidadosamente para no causar dolor a su cuello y descubrió al que murmuraba: su vecino, el uzbeko, aquel enjuto y sarmentoso anciano de piel casi oscura y de negra barbilla en punta, con el castaño y algo deslucido gorro nacional.

Boca arriba, con las manos cruzadas bajo la nuca, miraba al techo y bisbiseaba. ¿Acaso el viejo necio mascullaba alguna oración?

—¡Eh, patriarca! —le amenazó con el dedo Rusánov—. ¡Termina ya, que molestas!

El patriarca guardó silencio. Rusánov se acostó de nuevo y se tapó con la toalla. Pero, de todos modos, no logró conciliar el sueño.

Y entonces comprendió que lo que le impedía dormir era la penetrante luz de las dos lámparas del techo, que no eran esmeriladas y estaban mal cubiertas por la pantalla; incluso a través de la toalla le hería su resplandor. Pável Nikoláyevich dio un gruñido, se apoyó en las manos para volver a levantarse, buscando la manera de que el tumor no le aguijoneara.

Proshka estaba de pie ante su cama, cerca del interruptor de la luz, y comenzaba a desnudarse.

—¡Joven! ¡Apague la luz! —le ordenó Pável Nikoláyevich.

—Es que… no han traído aún las medicinas… —balbució Proshka, si bien alzó la mano hacia el interruptor.

—¿Qué es eso de «apague la luz»? —vociferó el Roedor a espaldas de Rusánov—. Tranquilo, amigo, que no está usted aquí solo.

Pável Nikoláyevich se sentó como es debido, se puso las gafas y, cuidando su tumor, se dio la vuelta haciendo chirriar el somier.

—¿No puede usted hablar con más educación? —le preguntó.

El insolente trazó una mueca en su siniestro rostro y replicó con voz profunda:

—No se sulfure, que no estoy en su oficina bajo sus órdenes.

Pável Nikoláyevich le lanzó una mirada fulminante que no produjo la menor impresión en el Roedor.

—Está bien. Pero ¿para qué hace falta la luz? —preguntó Rusánov, ya en el terreno de las negociaciones pacíficas.

—Para hurgarse el conducto trasero —respondió groseramente Kostoglótov.

A Pável Nikoláyevich se le hizo difícil respirar, aunque, al parecer, ya se había aclimatado un tanto al ambiente de la sala. ¡A ese insolente había que darle el alta en veinte minutos y mandarle al trabajo! Pero los medios para lograrlo no estaban al alcance de su mano.

—Para leer o para cualquier otra cosa se puede salir al pasillo —indicó razonablemente Pável Nikoláyevich—. ¿Por qué se adjudica usted el derecho a decidir por todos? Aquí hay diversas clases de enfermos y deben hacerse distinciones…

—Las harán —le interrumpió el otro—. A usted le escribirán una necrológica diciendo que era miembro del Partido desde el año tal, y a nosotros nos sacarán con los pies por delante, y se acabó.

Pável Nikoláyevich no recordaba haber tropezado jamás con tan irreflenable rebeldía ni con tan incontrolada arbitrariedad. Se perdía cavilando sobre el modo de pararle los pies. No bastaría con quejarse a la joven enfermera. Por el momento, y con la mayor dignidad posible, cortaría aquella conversación. Se quitó los lentes, se acostó con cuidado y se cubrió otra vez con la toalla.

Estallaba de indignación y tristeza por haber cedido y por haber permitido que le internaran en esta clínica. Pero aún no era demasiado tarde; mañana mismo pediría el alta.

En su reloj eran poco más de las ocho. Bien; de momento lo soportaría todo, ya se calmarían.

No obstante, de nuevo se oyeron pasos y revuelo entre las camas. Naturalmente, sería Yefrem de regreso a la sala. El viejo parquet de la habitación vibraba a su paso y repercutía en Rusánov a través del lecho y la almohada. Pável Nikoláyevich decidió armarse de paciencia y no hacerle ningún reproche.

¡Cuánta grosería quedaba todavía por desarraigar en nuestro pueblo! ¿Cómo conducirlo hacia una nueva sociedad con semejante lastre?

¡El atardecer se prolongaba sin fin! La enfermera iba y venía; una vez, dos, tres, cuatro. A un paciente le trajo una mixtura, a otro una medicina, y puso inyecciones al tercero y al cuarto. Azovkin lanzó un grito al sentir el pinchazo; mendigó nuevamente la bolsa de goma para que se reabsorbiera con rapidez el líquido inyectado. Yefrem seguía pateando de aquí para allá, intranquilo. Ajmadzhán y Proshka, charlaban desde sus respectivas camas. Parecía que sólo en ese momento estaban realmente animados, como si nada les preocupara y nada tuvieran que curarse. Ni siquiera Diomka se había acostado para dormir; se había sentado en la cama de Kostoglótov; y allí mismo, casi sobre el oído de Pável Nikoláyevich, empezaron a discutir.

—Procuro leer lo más posible —decía Diomka—, ahora que dispongo de tiempo. Me gustaría ingresar en la universidad.

—Eso está bien. Pero ten en cuenta que la instrucción no acrecienta la inteligencia.

(¡Vaya unas cosas que enseñaba el Roedor al chico!).

—¿Cómo que no la acrecienta?

—No, no la acrecienta.

—Entonces, ¿qué es lo que contribuye a desarrollarla?

—La vida.

Diomka guardó un momento de silencio y luego replicó:

—No estoy de acuerdo.

—En nuestra unidad militar teníamos un comisario, Pashkin, que siempre decía: «La instrucción no acrecienta la inteligencia». Ni tampoco el rango. Hay a quien le agregan una estrellita más y cree que se ha vuelto más inteligente. Y no es así.

—Según eso, ¿no es necesario estudiar? No estoy de acuerdo.

—¿Por qué no ha de ser necesario? Estudia. Pero ten presente que la inteligencia no depende de ello.

—¿Pues de qué?

—¿De qué? Fíate de tus ojos y no de tus oídos. ¿En qué facultad quieres ingresar?

—No lo he decidido aún. Me interesan la historia y la literatura.

—¿No te gusta una carrera técnica?

—No…

—Es curioso. En mis tiempos sucedía lo mismo. Pero actualmente la juventud prefiere las ramas técnicas. ¿Tú no?

—A mí… a mí me entusiasman los problemas sociales.

—¿Los problemas sociales?… ¡Oh, Diomka! Con la técnica, la vida tiene menos complicaciones. Mejor sería que aprendieras a montar un aparato de radio.

—¿Y para qué quiero una vida tranquila?… De momento, si sigo aquí unos dos meses más, debo despabilarme para alcanzar a la novena clase en su segundo semestre.

—¿Y los libros de texto?

—Tengo dos. La estereometría me resulta muy difícil.

—¿La estereometría? ¡A ver! ¡Tráela!

Se oyó cómo el chico se iba y regresaba.

—Sí, sí… La estereometría de Kiseliov… mi vieja amiga… la misma. La línea recta y el plano, las paralelas entre sí… Si una recta es paralela a cualquier otra recta situada en un plano, también es paralela al plano. ¡Demonio, Diomka! ¡Este sí que es un buen libro! ¡Si todos escribieran así!… No es muy grueso, ¿verdad? Pero ¡qué contenido tan rico!

—Los alumnos lo estudian durante año y medio.

—Yo también lo estudié. ¡Me lo sabía al dedillo!

—¿Cuándo?

—Te lo diré. También en la novena clase, en el segundo semestre… o sea en los años 37 y 38. Es maravilloso tenerlo otra vez en las manos. La geometría era mi asignatura predilecta.

—¿Y después?

—¿Después? ¿Qué quieres decir?

—Sí, después de la escuela.

—Ingresé en una buena facultad: la de geofísica.

—¿Dónde?

—Allí mismo, en Leningrado.

—¿Y qué le sucedió?

—Terminé el primer curso, y en septiembre del 39 se promulgó un decreto que obligaba a enrolarse en el Ejército a los jóvenes desde los diecinueve años. Y me metieron en el saco.

—¿Y luego?

—Estuve en el servicio activo.

—¿Y luego?

—¿Es que no sabes lo que sucedió luego? La guerra.

—¿Fue usted oficial?

—No, sargento.

—¿Por qué?

—Porque si todos fueran generales, no habría nadie para ganar las guerras… Si el plano pasa a través de una recta que es paralela a otro plano, entonces la línea de intersección… ¡Escucha, Diomka! ¿Y si nos ocupáramos diariamente de la estereometría? ¡Seguro que haríamos progresos! ¿Quieres?

—Está bien.

(«¡Sólo faltaba eso! Encima de mi mismo oído»).

—Te daré lecciones.

—Démelas.

—La verdad es que, si no, se desperdicia el tiempo. Empecemos ahora. Examinemos estos tres axiomas. No olvides que, a primera vista, parecen sencillitos, pero más adelante irán incluidos en cada teorema y debes descubrirlos donde estén. El primero: si dos puntos de la recta están en un mismo plano, toda la recta está contenida en dicho plano. ¿Qué quiere decir eso? Supongamos que este libro es el plano, y el lápiz, la recta. ¿De acuerdo? Ahora intenta colocar…

Dieron la lata largo rato con los axiomas y las deducciones. Pável Nikoláyevich, dispuesto a aguantar, les volvió la espalda de modo expresivo. Finalmente se callaron y se separaron. Con una dosis doble de somnífero, también Azovkin se había tranquilizado y dormido. Pero ahora le atacaba la tos al patriarca, al que Pável Nikoláyevich daba la cara. Ya estaba apagada la luz; pero él, el maldito, tosía sin tregua, de modo repugnante y persistente, con un silbido, y parecía que se asfixiaba.

Pável Nikoláyevich le volvió la espalda. Se quitó la toalla de la cabeza, pese a que en la sala aún no reinaba una completa oscuridad. Entraba en ella la luz del pasillo, donde se oían ruidos, rumor de pasos y el repiqueteo de escupideras y cubos.

No lograba conciliar el sueño. Le molestaba el tumor. ¡Qué vida tan dichosa y útil estaba a punto de truncarse! Sentía compasión de sí mismo y faltaba muy poco para que le brotaran las lágrimas.

Y, ese poco, Yefrem no perdió la ocasión de proporcionárselo. Ni siquiera en la oscuridad podía estarse callado y le relataba a su vecino Ajmadzhán un cuento absurdo:

—¿Para qué desea vivir el hombre cien años? Maldita la falta que le hace. Verás, cierta vez ocurrió que Alá se puso a distribuir la vida. A los animales les concedió cincuenta años; tenían bastante. El hombre llegó el último y a Alá sólo le quedaban veinticinco años.

—¿O sea, una cuarta parte? —preguntó Ajmadzhán.

—Eso es. El hombre se sintió ofendido; le parecía poco. Alá insistió en que bastaba. Pero el hombre volvió a decirle que era insuficiente, y Alá repuso: «Pues, entonces, vete por tu cuenta a preguntar quién tiene vida de sobra y si te la quiere ceder». Fue el hombre, y se tropezó con el caballo. «Escucha», le dijo, «tengo poca vida. Cédeme parte de la tuya». Y el caballo le respondió: «Bien; toma veinticinco años». Siguió adelante el hombre hasta dar con un perro. «Escucha, perro: dame parte de tu vida». «Toma veinticinco años». Continuó adelante y se encontró con un mono, del que también obtuvo otros veinticinco años. Regresó a donde estaba Alá, y este le dijo: «Como quieras; tú lo has dispuesto. Los primeros veinticinco años vivirás como un hombre. Los segundos veinticinco años trabajarás como un caballo. Los terceros veinticinco años ladrarás como un perro. Y todavía te quedan otros veinticinco, durante los cuales se mofarán de ti como si fueras un mono…».