25
Ella abandonó la clínica con un ánimo festivo. Tarareaba quedamente, con la boca cerrada, y sólo ella podía oírse. Con su abrigo gris claro de entretiempo y sin las botas, pues las calles ya se habían secado, se sentía ingrávida, en particular los pies. Andaba con ligereza, dispuesta a atravesar la ciudad de un extremo a otro.
La tarde era tan soleada como lo había sido el día, aunque algo más fresca, y en el ambiente se respiraba el profundo perfume de la primavera. Hubiera sido absurdo subirse a un autobús para asfixiarse. La seducía mucho más caminar.
Y se fue andando.
Lo más bello en su ciudad era el albaricoquero en flor. De repente tuvo el deseo, adelantándose a la primavera, de contemplar un albaricoquero florido, uno, no más, que la feliz casualidad le deparara tras alguna valla o tapia, o verlo de lejos, pues su etéreo rosado no podía confundirse con nada.
Pero era muy pronto para ello. El tono ceniciento de los árboles sólo se había cubierto levemente de verde. Era la época en que, a pesar de ese color verde, todavía predomina en él el gris; la época en que, al vislumbrar un trozo de jardín a través de una valla, un trozo de jardín salvaguardado del adoquinado de la ciudad, se aprecia que en él la tierra sigue aún seca, rojiza, removida por el primer golpe de azada.
Era temprano.
Vera siempre tomaba un autobús como acuciada por la prisa; se arrellanaba en los desquiciados muelles del asiento o alargaba los dedos hasta suspenderse de la barra y efectuaba el viaje pensativa, sin deseos de hacer nada. Pero, a despecho de todo argumento, debía esforzarse por matar las horas de la tarde para volver a la mañana siguiente al trabajo en otro autobús como aquel y con la misma prisa.
No obstante, ¡hoy caminaba sin apresurarse y dispuesta a hacerlo todo, todo! De golpe se le ofrecieron infinidad de quehaceres: tareas domésticas, ir de compras o a la biblioteca, costura u otras gratas ocupaciones que no tenía vedadas ni eran inasequibles para ella, pero que por alguna razón las había eludido hasta entonces. Ahora quería realizarlas todas y sin pérdida de tiempo, aunque, contradictoriamente, no se daba prisa alguna por llegar a su casa para efectuar alguna de las faenas, sino que caminaba reposadamente, deleitándose cada vez que su pequeño zapato pisaba en el reseco asfalto.
Iba pasando ante comercios aún abiertos, pero no entró en ninguno para comprar los alimentos o los objetos de uso doméstico que le hacían falta. Pasó de largo junto a las carteleras de los teatros sin pararse a leerlas, a pesar de que la atraían.
Simplemente caminaba. Caminó largo rato y halló en ello verdadero placer.
De cuando en cuando asomaba la sonrisa a sus labios.
Ayer fue día festivo y ella se sintió deprimida y despreciada. Y hoy, un día corriente de trabajo, gozaba de un estado de ánimo aligerado y feliz.
Y ese talante festivo se debe a que uno se siente cabal. Las razones tácitas, los perseverantes argumentos, desestimados y escarnecidos, el tenue hilo del que uno ha prendido hasta ahora en solitario, de repente ha resultado ser un cable de acero. Y su solidez la reconoce el hombre versado, escéptico e inflexible que ahora también se suspende aferrado a él con confianza plena.
Y como en el vagoncillo de un teleférico se deslizarán ambos en perfecta armonía sobre el inconcebible abismo de la incomprensión humana, confiando uno en otro.
¡Y eso era lo que la maravillaba! Porque no es suficiente saber que se es un ser normal no atacado por la demencia. Se necesita oírselo corroborar a alguien. ¡Y de boca de quién lo había oído ella! Quería, sencillamente, expresarle su agradecimiento por sus palabras, por su forma de pensar y por haberse conservado como era después de haber sufrido todos los fracasos de la vida.
Tenía bien merecida su gratitud. Pero, de momento, lo primero que debía hacer era disculparse, justificarse ante él por la hormonoterapia. Él rechazaba a Friedland y también la hormonoterapia. La contradicción se evidenciaba. Mas no es del paciente de quien se espera que razone con lógica, sino del médico.
Con contradicción y sin ella, urgía convencerle para que accediera a dicho tratamiento. No podía entregar, restituir a aquel hombre al tumor. Su entusiasmo se enardecía más y más. ¡A aquel hombre en particular, a aquel paciente, debía convencerle, superarle en testarudez para lograr su curación! Y ella debía tener fe en esa curación para ser capaz de meter en razón una y otra vez a tozudo tan cáustico. Cuando él le lanzó su reproche, Vera recordó instantáneamente que la hormonoterapia se había incorporado a la clínica en virtud de una instrucción de alcance en toda la Unión para tratamiento de tumores de índole muy amplia y de génesis demasiado común. No recordó en ese instante ningún artículo científico de actualidad sobre la justificación de la hormonoterapia en su lucha contra el seminoma, aunque tal vez habría varios sobre el tema o podría hallarlos en las revistas científicas extranjeras. Y para conseguir convencerle debía leer todo lo que pudiera, y más aún, teniendo en cuenta que nunca había dispuesto de mucho tiempo libre para la lectura…
¡Pero ahora, ahora buscaría tiempo para todo! Sin falta, leería cuanto fuese preciso.
En cierta ocasión Kostoglótov le había dicho sin contemplaciones que no veía la razón para que se considerara peor médico a su curandero, el de la raíz, puesto que la medicina tampoco brindaba porcentajes de curaciones muy satisfactorios. Vera, entonces, estuvo a punto de enfadarse, pero luego de reflexionar reconoció que, en parte, tenía razón. ¿Sabían, por ventura, aunque no fuese más que aproximadamente, qué tanto por ciento de irradiaciones destructivas incidía en las células sanas y qué cantidad en las enfermas? ¿Hasta qué punto este método era más correcto que el usado por el curandero cuando dosificaba la raicita desecada por puñados, prescindiendo del peso?… ¿Quién había dado la explicación de las antiguas y sencillas cataplasmas? O, por citar otro ejemplo, todos se lanzaban a recetar penicilina y más penicilina porque, al parecer, daba resultados; sin embargo, ¿quién, en el campo de la medicina, había especificado concluyentemente la trascendencia de la penicilina? ¿No venía a ser como si se actuara en la oscuridad? Tenía que estar pendiente de las revistas médicas, leerlas y reflexionar.
¡Ahora tendría tiempo para todo!
Ya había llegado —¡qué inadvertidamente, qué pronto!— al patio de su casa. Subió varios peldaños hacia la espaciosa terraza comunal, cercada por un antepecho del que colgaban las alfombras y felpudos de los vecinos. Cruzó el desigual piso de cemento y, sin sentirse deprimida, abrió la puerta del piso colectivo, en la que se veían desprendidos algunos trozos de la tapicería. Pasó al oscuro pasillo en el que no podía encenderse cualquier bombilla porque correspondían a diversos contadores.
Con la segunda llave abrió la puerta de su habitación. Ya no se le antojó inhospitalaria aquella celda con ventana enrejada contra los ladrones, como todas las ventanas de los pisos bajos de la ciudad. En ella reinaba la media luz crepuscular, pues el brillante sol sólo se asomaba allí por la mañana. Vera se detuvo en la puerta y, sin despojarse del abrigo, contempló asombrada su habitación como si fuera nueva para ella. ¡Cuán dichosa y divinamente se podría vivir allí! Posiblemente no habría necesidad más que de cambiar el mantel, limpiar el polvo en algunos sitios y mudar tal vez de lugar el cuadro de la fortaleza Petropávlovskaya en una noche blanca y el de los negros cipreses de Alupka[24].
Después de quitarse el abrigo y ponerse el delantal se dirigió a la cocina donde, según una vaga idea, debía empezar por algo. ¡Ah, sí! Tenía que encender el hornillo de petróleo y prepararse algún alimento.
El hijo de la vecina, un muchacho sanote que había abandonado la escuela, obstruía completamente la cocina con su motocicleta. Mientras silbaba, iba desmontándola y depositando las piezas en el suelo que presentaba manchas de grasa. En la cocina entraba el sol vespertino inundándola de claridad. Vera habría podido abrirse paso hasta su mesa, pero de repente perdió el deseo de ponerse a trajinar allí. Prefería permanecer en su habitación, a solas.
Además, no tenía ningunas ganas de comer.
Volvió a su cuarto y cerró la puerta, aliviada y satisfecha. No había razón que la obligara a salir hoy de él. En un tarrito tenía unos bombones que podría ir mordisqueando poco a poco…
Se agachó ante la cómoda, que perteneciera a su madre y abrió un pesado cajón en el que guardaba otro mantel.
Pero no. Antes debía limpiar el polvo.
Y antes aún, vestirse otra ropa más corriente.
Y Vera realizaba todas aquellas evoluciones como si ejecutara los variables pasos de una danza. Cada evolución la deleitaba como las mudanzas del baile.
¿No sería mejor empezar por cambiar de lugar los cuadros de la fortaleza y de los cipreses? No, porque necesitaría un martillo y clavos; además, le desagradaba encargarse de un trabajo masculino. De momento, que siguieran donde estaban.
Cogió un trapo y, con él en la mano, fue moviéndose por el cuarto, canturreando sutilmente.
Casi en el acto se topó con una tarjeta postal en colores, apoyada en un ventrudo frasquito de perfume, que había recibido la víspera. En el anverso resaltaban unas rosas rojas, unos lazos verdes y el guarismo ocho en color azul celeste. En el reverso, escrito a máquina, el Comité Local la felicitaba con motivo del Día Internacional de la Mujer.
Para la persona que vive solitaria, cualquier festividad colectiva resulta penosa; pero el Día de la Mujer es sencillamente insoportable para la mujer que vive sola y ve cómo transcurren los años. Las viudas y las que no tienen marido suelen reunirse para beber unas copas de vino y entonar unas canciones, pretendiendo así estar muy alegres. Precisamente el día anterior se había reunido en su patio un grupo semejante. Las acompañaba el marido de una de ellas, y todas, ya alegres, fueron besándole por turno.
El Comité Local le deseaba, sin asomo de burla, grandes éxitos en su trabajo y felicidad en su vida privada.
¡Su vida privada!… Era como una máscara en cierto modo caída. Como una larva muerta y abandonada.
Desgarró la tarjeta postal en cuatro trozos y la tiró al cesto.
Siguió adelante en su faena. Fue limpiando los frascos de perfume, la pequeña pirámide de cristal con vistas de Crimea, la caja de los discos situada junto al aparato de radio y la maletita de bruñido plástico de la gramola.
Ahora ya podía escuchar sin dolor cualquier disco, incluso el que hasta entonces no pudiera soportar:
Y en estos días, al igual que antes,
me hallo solo…
Pero era otro el que buscaba. Lo colocó en el tocadiscos, conectó este a la radio y fue a sentarse en el profundo sillón que perteneció a su madre. Encogió las piernas, enfundadas sólo en las medias, y las acomodó también en el asiento del sillón.
La bayeta del polvo siguió sujeta por un borde a su distraída mano y le colgaba como una banderola hacia el suelo.
En la estancia todo era ya completamente gris; sólo brillaba el verde sintonizador de la radio.
Sonaba la suite de La Bella Durmiente. Primero el adagio, seguido de «La aparición de las hadas».
Vera escuchaba, pero no pensaba en sí misma. Se esforzaba por imaginarse cómo habría escuchado este adagio, desde el paraíso del teatro de la ópera, un hombre empapado hasta los huesos por la lluvia, doblado por el dolor y condenado a muerte, un hombre que jamás había conocido la felicidad.
Volvió a poner el mismo disco.
Y otra vez más.
Inició una conversación muda. Hablaba imaginariamente con él como si estuviese sentado frente a ella, al otro lado de la mesa redonda, y dentro de esa luminiscencia verdosa. Le decía cuanto precisaba decirle y, a su vez, le escuchaba con interés, atento el oído a lo que él pudiera replicarle. Era sumamente difícil prever sus reacciones, pero ella iba ya percatándose de su modo de ser.
Le dijo lo que en su conversación de hoy no pudo expresarle porque, dado el cariz de sus relaciones, lo creyó improcedente. Pero ahora podía hacerlo. Le expuso, pues, su teoría sobre las mujeres y los hombres. Que los superhombres de Hemingway eran entes que no habían alcanzado el nivel de hombres; que Hemingway era una medianía. (Sin ningún género de dudas, Oleg mascullaría que no conocía a ningún Hemingway y, alardeando, alegaría: «Ni en el Ejército ni en el campo teníamos esos libros»). No es eso, en absoluto, lo que las mujeres reclaman de los hombres. Precisan de estos una atenta delicadeza y la sensación de que a su lado gozan de seguridad, de protección, de amparo.
Y justamente con Oleg, el hombre sin derechos, privado de toda significación cívica, experimentaba Vega, inexplicablemente, esa sensación de seguridad.
En relación con las mujeres, los conceptos estaban más embrollados aún. Se tenía a Carmen por el prototipo de la feminidad. Y le atribuían esa feminidad porque buscaba afanosamente el placer. Pero no era más que una pseudomujer, un hombre disfrazado de mujer.
Mucho habría que decir sobre esto, pero no estaba prevenido para discutir esta idea: le había cogido por sorpresa. Quedó cavilando.
Ella puso de nuevo el mismo disco.
Ya había oscurecido por completo y no volvió a acordarse de la limpieza. El luminoso sintonizador esparcía más profusa y vivamente su resplandor verdoso por la habitación.
No quería, no tenía ningún deseo de encender la luz, pero forzosamente tenía que contemplar la foto.
En la semioscuridad, con mano segura, halló en la pared el pequeño marco. Lo descolgó cariñosamente y lo acercó al cuadro del sintonizador. Si este no hubiera prodigado su estelar verdor o si ahora se apagara, Vera, de todos modos, continuaría distinguiendo cada detalle de la fotografía: el despejado rostro juvenil; la vulnerable transparencia de los inexpertos ojos; la corbata, la primera que se puso en su vida, sobre la camisa blanca; el primer traje que vistieron sus hombros y, sin conmiseración para la solapa, una severa insignia incrustada en ella: un círculo blanco en el que resaltaba un negro perfil. La fotografía era de tamaño de 6 por 9, y la insignia diminuta: de día se veía perfectamente (y Vera la contemplaba ahora con los ojos de la memoria) que era el perfil de Lenin.
«No necesito otras condecoraciones», se sonreía el muchacho.
Él fue quien tuvo la ocurrencia de llamarla «Vega».
El agave florece una sola vez en la vida y en seguida muere.
Algo semejante ocurrió con el amor de Vera Gángart. Amó siendo poco más que una niña, cuando todavía se sentaba tras el pupitre de la escuela.
Pero a él le mataron en el frente.
En adelante para Vera fue indiferente el carácter que la guerra tuviera, que fuera justa, heroica, patriótica o sagrada. Para Vera Gángart representó la última guerra en la que al mismo tiempo que a su novio la aniquilaron a ella.
¡Cómo anheló entonces que también acabaran con su vida! Inmediatamente abandonó el Instituto e intentó marchar al frente, pero no la admitieron por su procedencia alemana.
En el primer verano de la guerra estuvieron juntos dos o tres meses. Para ellos era obvio que él se incorporaría muy pronto al Ejército.
Y ahora, pasada una generación, sería difícil explicar a nadie por qué no se casaron entonces. Ni cómo pudieron, sin necesidad de casarse, desperdiciar aquellos últimos meses, los únicos meses. ¿Acaso podía alzarse alguna barrera entre ellos cuando todo se resquebrajaba, se venía abajo a su alrededor?
Sí, se alzaba.
Y ahora eso no tenía justificación ante nadie, ni siquiera para ella misma.
«¡Vega, Vega mía!», clamaba él desde el frente. «No puedo morir sin que me hayas pertenecido. Estoy considerando la posibilidad de escabullirme, aunque no fuera más que con tres días de permiso. O de caer en un hospital. ¡Nos casaríamos! ¿Verdad que sí?».
«Eso no debe inquietarte. Jamás seré de nadie. Sólo tuya».
Así, tan convencida, se dirigía entonces ¡a un ser vivo!
No le hirieron, ni fue a parar a un hospital, ni consiguió el permiso. Le mataron en el acto.
Murió, pero su estrella resplandecía. Y siguió resplandeciendo…
Mas su luz derramábase en vano.
No cuenta ya la luz de la estrella extinguida. Cuenta la de la estrella que brilla, que relumbra con todo su esplendor, aunque nadie se percate aún de ella ni la necesite.
A ella no la aceptaron para ir también al encuentro de la muerte. Tuvo que seguir viviendo y estudiando en el Instituto. Llegó a ser la responsable de su grupo de estudios. Era la primera en brindarse voluntaria para la recogida y selección de la cosecha, la primera en inscribirse para los trabajos dominicales. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Se graduó con calificación de sobresaliente. El doctor Oreschenkov, con quien efectuó su período de prácticas, quedó altamente satisfecho de ella. Y luego se la recomendó a Dontsova. Lo único importante que le quedó en la vida fue el ejercicio de su profesión, los pacientes. Fue su tabla de salvación.
Naturalmente, si se razonaba siguiendo a Friedland, constituía un absurdo, una anomalía y una locura vivir con el recuerdo de un difunto sin buscar la compañía de otro ser vivo. Sería una situación imposible, porque las leyes de los tejidos, las de las hormonas y las de la edad son indubitables.
¿Imposible? ¡Pero Vega sabía perfectamente que todas esas leyes se habían invalidado en ella!
No es que se considerara eternamente ligada a la promesa de «sólo tuya». Había algo más. Una persona profundamente entrañable nunca muere consumadamente para nosotros. Es decir, puede ver algo, puede oír algo; está presente, existe. E, impotente y muda, contempla cómo se la traiciona.
¿Qué importancia se les puede conceder, pues, a las leyes del desarrollo de las células, de reacción y secreción, y para qué servían si no existía otro hombre como él? ¡No, no había otro como él! Entonces, ¿qué tenían que ver allí las células? ¿Qué tenían que ver allí las reacciones?
Lo que sucede simplemente es que el paso de los años nos va embotando, cansando. Que no poseemos verdadero talento ni para la desgracia ni para la lealtad. Las traicionamos al tiempo. Para lo que sí somos verdaderamente deferentes y tenaces es para devorar cada día el alimento y chuparnos los dedos. Que nos priven dos días del yantar y no tardaremos en ponernos fuera de nosotros, en subirnos por las paredes.
¡Pues sí que ha avanzado la humanidad!
Vega no cambió exteriormente, pero en su interior estaba afligida, desolada. Falleció también su madre, que vivía con ella. Y murió a consecuencia de un rudo golpe: su hijo, el hermano mayor de Vera, ingeniero de profesión, fue arrestado en 1940. Durante varios años recibieron cartas suyas y podían enviarle paquetes a cierto punto de Buryat-Mongolia[25]. Pero cierto día les enviaron por correo una ambigua notificación y devolvieron a la madre el último paquete que le había enviado, embadurnado con diversas tachaduras y membretes. La madre llegó a casa con el paquete en las manos como si llevara en ellas un pequeño ataúd. En aquella cajita casi habría cabido su hijo recién nacido.
Fue un golpe tremendo para la madre de Vera. Su aflicción aumento cuando su nuera volvió a casarse inmediatamente. No pudo comprenderlo. A quien comprendía era a Vera.
Y Vera se quedó sola.
No exactamente sola, pues no era la única. Era una entre millones.
Había en el país tantas mujeres solitarias que sentía impulsos de calcular, guiándose por los casos conocidos, si su número no sería superior al de las mujeres casadas. Y esas mujeres solitarias venían a ser de la misma edad, nacidas en la misma década. De la misma edad que los hombres que cayeron en la guerra.
Aquella guerra fue misericordiosa con los hombres. Se los llevó consigo y se desentendió de las mujeres para que se pudrieran de pena.
Y los hombres que pudieron salir indemnes de las ruinas de la guerra, y regresaron solteros, no elegían a mujeres de su edad, ponían los ojos en otras más jóvenes. Y los que eran más jóvenes, separados de ellas por toda una generación, eran unos niños: la guerra no se había arrastrado sobre ellos.
Y así vivían millones de mujeres que jamás habían sido reunidas en divisiones, que vinieron al mundo para nada. Un fallo de la historia.
Entre ellas, algunas aún no habían sido consideradas: eran las que habían sido capaces de tomarse la vida auf die leichte Shulter§
Se sucedieron largos años de prosaica y pacífica existencia. Vera vivió y actuó como encerrada permanentemente en una máscara antigás, con la cabeza siempre ceñida por la engorrosa goma. Dentro de ella no hizo más que aturdirse, anquilosarse. Y terminó por arrancársela.
Vislumbró que su vida tomaba un rumbo mucho más humano. Se permitió ser más agradable, vistió con mayor esmero y dejó de esquivar el trato de la gente.
La fidelidad proporciona un inusitado deleite. Tal vez el más sublime, aun en el caso de que esa fidelidad sea ignorada o desestimada.
¡Pero ha de producir, por lo menos, alguna consecuencia!
¿Y si no la produce? ¿Y si esa lealtad a nadie es menester?…
Por muy grandes que sean las anteojeras de la máscara antigás, a través de ellas se ve poco y mal. Luego, cuando ya no velaban sus ojos, Vera hubiera podido ver con mayor claridad.
Pero no fue así. Su inexperiencia le propinó un doloroso golpe. Y, desprevenida, dio un paso en falso. Aquella breve e impropia intimidad no alivió ni reanimó su vida. Tampoco la mancilló ni la humilló, pero violó su integridad e hizo añicos su armonía.
Relegarlo al olvido ya no era posible. Enmendarlo, tampoco.
No, no era su destino marchar por la vida con los hombros ligeros. Cuanto más frágil es el individuo, más imprescindibles son decenas y hasta centenares de preponderantes coincidencias para que intime con otro semejante a él. Cada nueva coincidencia va incrementando paulatinamente esa intimidad. En cambio, basta una simple discrepancia para reducirlo todo a escombros en un solo instante. Y dicha discrepancia suele presentarse tan pronto, despuntar tan claramente, que no da lugar a hallar paradigma que indique qué hacer, cómo vivir.
En realidad, en la vida hay tantos caminos como personas existen.
Le habían aconsejado con insistencia que adoptara a un niño. Habló larga y detalladamente de ello con diversas mujeres que llegaron a convencerla. Se ilusionó con la idea y hasta visitó algunos orfanatos.
Sin embargo, renunció. No habría podido, de la noche a la mañana, tomar cariño a una criatura por el simple hecho de proponérselo o porque las circunstancias se lo imponían. O acaso sucedería algo más peligroso aún: que dejara de quererla más adelante. O algo todavía peor: que fuera creciendo siendo una extraña para ella.
¡Cuán distinto sería si tuviera una hija suya, una hija propia! (Una hija precisamente, porque la criaría a su imagen y semejanza, lo cual no sería factible con un hijo).
Se sintió incapaz de recorrer de nuevo este trascendental camino acompañada de un ser extraño.
Continuó sentada en la butaca hasta la medianoche, sin hacer nada de cuanto había proyectado por la tarde y sin encender siquiera la luz. Le bastaba la claridad que desprendía el sintonizador; los pensamientos le fluían ágiles contemplando aquel resplandor verdoso y aquellos trazos negros.
Escuchó numerosos discos, oyendo con completa serenidad los más penosamente evocadores. También escuchó marchas, que surgiendo del fondo de la oscuridad fueron desfilando como un triunfo ante ella, sentada victoriosa con las finas piernas encogidas en el viejo sillón de alto y solemne respaldo.
Había atravesado catorce desiertos, pero llegaba, por fin, a su destino. ¡Había recorrido catorce años de locura y ahora veía que no fue en vano!
Justamente hoy su lealtad de largos años adquiría un nuevo y concluyente significado.
Su semilealtad, que podía admitirse como lealtad plena, pues fundamentalmente lo era.
Ahora precisamente consideraba al difunto un muchacho, no un hombre que en la actualidad tendría su misma edad, no un hombre de tajante entidad masculina en la que las mujeres hallan su refugio. Él no vivió toda la guerra ni conoció su fin, ni tampoco padeció los largos años de dificultades. Siguió siendo un adolescente de indefensos ojos diáfanos.
Se acostó, pero tardó en dormirse sin que le preocupara el poco tiempo que aquella noche dedicaba al sueño. Y cuando por fin se quedó dormida, volvió a despertarse. Luego tuvo numerosos sueños, demasiados para una sola noche; algunos sin sentido y otros que ella se esforzó por retener en su mente hasta la mañana.
Al despertarse al día siguiente, lo hizo con una sonrisa.
En el autobús la apretujaron, la oprimieron, la empujaron y le pisaron los pies. Pero ella soportó todo sin ofenderse.
Después de ponerse la bata y cuando se dirigía a la reunión relámpago diaria, en el pasillo del otro lado del vestíbulo divisó de lejos, con alegría, la corpulenta, vigorosa y entrañablemente ridícula figura, parecida a la de un gorila, de Lev Leonídovich. No le había visto después de su regreso de Moscú. Sus brazos, desmesuradamente pesados y excesivamente largos, pendían de sus hombros a los que casi vencían. Aunque daban la impresión de ser un defecto, en realidad constituían su ornato. Sobre su escalonada cabeza, de vasta moldura y de cúpula desviada hacia atrás, llevaba un gorrito de corte militar. Como siempre, lo llevaba con descuido, con indiferencia; por atrás sobresalían de él unas tiras de tela y la parte superior estaba hueca, hundida. Su tórax, comprimido por la bata sin abertura por delante, semejaba el morro de un tanque cubierto de nieve. Iba caminando, como era habitual en él, con los ojos entornados y con inquietante expresión severa. Pero Vera sabía que una leve mutación de sus rasgos convertiría dicha expresión en una burlona sonrisa.
Y así se transmutaron cuando Vera y Lev Leonídovich salieron simultáneamente de ambos pasillos y se encontraron cara a cara al pie de la escalera.
—¡Cuánto me alegro de que hayas regresado! ¡No sabes lo que te hemos echado en falta! —fue Vera la primera en saludar.
Él la recibió con una dilatada sonrisa y su suspendida mano asió el codo de ella y la condujo hacia la escalera.
—¿Por qué estás tan contenta? Cuéntamelo, proporcióname una alegría.
—¡Oh, no es por nada concreto! ¿Cómo ha ido el viaje?
Lev Leonídovich suspiró:
—Por un lado, bien; por otro, un trastorno. Moscú perturba a cualquiera.
—Bueno, ya me lo contarás con detalle.
—Te he traído los discos. Tres.
—¿Qué dices? ¿Cuáles?
—Ya sabes que me hago un lío con todos esos Saint-Saéns… Ahora en los Grandes Almacenes Estatales hay una sección de discos microsurcos. Di tu relación a la dependienta y me hizo un paquete con los tres. Mañana te los traeré. Verusia, ¿qué te parece si fuéramos hoy al juicio?
—¿A qué juicio?
—¿No estás enterada? Van a juzgar a un cirujano del hospital número tres.
—¿Un juicio oficial?
—No, de momento le juzgarán sus compañeros de trabajo. Pero la investigación se ha prolongado ocho meses.
—¿Y de qué se le inculpa?
La enfermera Zoya, que acababa de ser relevada de su turno de noche, bajaba por la escalera y dio los buenos días a ambos, haciendo brillar netamente sus doradas pestañas.
—Un niño falleció después de la operación… Estoy muy atareado después del viaje a Moscú, pero iré sin falta y organizaré una trifulca de todos los diablos. No debemos inhibirnos en casos así, ni hacernos a un lado. ¿Iremos?
Pero Vera no tuvo tiempo de responderle ni de decidirse. Habían llegado a la entrada de la sala de conferencias, la de las butaquitas enfundadas y del deslumbrante tapete azul celeste en la mesa.
Vera tenía en gran estima sus relaciones con Lev. Él y Liudmila Afanásievna eran las personas más allegadas que tenía en la clínica. Lo más valioso de esas relaciones, que casi nunca acontece entre un hombre y una mujer solteros, era el hecho de que Lev jamás la había mirado de modo peculiar, insinuante, ni se la había comido con la mirada. Y ella, menos aún. Su amistad era inocente y exenta de tiranteces; una amistad de excelentes camaradas. El único tema que eludían en todo momento en sus conversaciones era el del amor, el del matrimonio, como si tal cosa no existiera en el mundo. Era muy probable que Lev Leonídovich intuyera que las relaciones que mantenían eran justamente las que Vera necesitaba. Él estuvo casado anteriormente, luego vivió solo y más tarde cultivó el trato de alguna «amiga». El sector femenino de la clínica (prácticamente la clínica entera), se complacía en discutir sobre él. En el momento actual se sospechaba que tenía relaciones amorosas con la enfermera del quirófano. Una de las jóvenes cirujanas, Angelina, aseguraba que era cierto, pero la gente presumía que ella también se esforzaba por atrapar a Lev.
Liudmila Afanásievna se pasó la reunión esbozando figuras angulares en una hoja de papel, que llegó a horadar con la pluma. Vera, por el contrario, estuvo sentada más tranquila que nunca. Notaba en su interior un equilibrio inusitado.
Finalizada la reunión, inició la visita a los pacientes, comenzando por la sala grande de mujeres. Vera Kornílievna tenía allí numerosas enfermas a las que consagraba mucho tiempo. Se sentaba en cada cama, examinaba a la paciente o charlaba en voz baja, sin pretender que la sala guardara mientras tanto silencio, pues la ronda se haría interminable. No había manera de contener la locuacidad de las mujeres. (En las salas de mujeres había que proceder con mayor tacto y circunspección que en las de hombres. En ellas no se aceptaba tan incondicionalmente su jerarquía y su distinción de médico. Bastaba aparecer en la sala con humor algo mejor del acostumbrado, o excederse en confortadoras aseveraciones de que todo acabaría bien —como exigía la psicoterapia—, para que enseguida notase sobre sí alguna mirada indirecta o velada por la envidia que parecía manifestarle: «¡Qué otra cosa puedes decir! Tú estás sana y nada puedes comprender». Según esa misma psicoterapia, también debía aconsejar a las mujeres enfermas, amedrentadas por su estado, que no descuidaran su arreglo personal, que se preocuparan de su peinado, de maquillarse un poco. Pero si ella hubiera sido aficionada a acicalarse, la habrían recibido con hostilidad).
Y hoy iba pasando de cama en cama con el mayor comedimiento y con deferencia, ignorando la barahúnda general que se oía en la sala, con la atención concentrada en la paciente que examinaba. De repente llegó hasta ella, desde la pared opuesta, una voz de singular ordinariez y desenfado:
—¡Valientes enfermos hay aquí! ¡Algunos andan tras las enaguas que da gusto! Como ese desgreñado que va tan fajado con el cinturón. ¡En cuanto empieza el turno de noche, ya está achuchando a la enfermera Zoya!
—¿Cómo? ¿Qué dice? —volvió a preguntar Gángart a la enferma que estaba auscultando—. ¡Repítamelo, por favor!
Y la mujer se lo repitió.
(¡Zoya había hecho guardia aquella noche! La pasada noche, mientras el sintonizador de la radio verdeaba…).
—¡Discúlpeme! Le ruego me lo repita una vez más, desde el comienzo. ¡Y con todo detalle!