10
Ella sólo había palpado con los dedos el tumor de Diomka y, después de palmearle los hombros, siguió adelante. Pero el muchacho presintió en ello algo funesto.
Esa sensación no le embargó de modo súbito. Primero hubo discusiones en la sala sobre el caso de Proshka y después su despedida, más tarde, mientras consideraba si se mudaba a la cama libre, que ahora parecía traer suerte y que estaba junto a la ventana, por lo que disfrutaría de luz para leer, y cerca de Kostoglótov, con el que podía estudiar estereometría, entró un nuevo paciente.
Era un joven de tez bronceada y cabellos como el azabache, pulcramente peinados y algo ondulados. Probablemente pasaba con mucho de los veinte años de edad. Llevaba tres libros bajo el brazo derecho y otros tres bajo el izquierdo.
—¡Se les saluda, amigos! —exclamó desde el umbral.
A Diomka le cayó simpático porque se comportaba con naturalidad y su mirada era sincera.
—¿Cuál es mi sitio?
Miró por alguna razón a las paredes y no a las camas.
—¿Piensa leer mucho? —le preguntó Diomka.
—¡Todo el tiempo!
Diomka reflexionó un instante.
—¿Para estudiar algo o para pasar el rato?
—Para estudiar.
—Está bien. Instálese cerca de la ventana. Ahora le arreglarán la cama. ¿De qué tratan sus libros?
—De geología, amiguito —respondió el nuevo.
Diomka había podido leer uno de los títulos: Prospecciones geoquímicas de los yacimientos minerales.
—Bueno, sitúese al lado de la ventana. ¿Dónde tiene el mal?
—En la pierna.
—Lo mismo que yo.
Sí, el recién llegado movía con cuidado una de sus piernas, aunque, en conjunto, poseía una figura de bailarín sobre pista de hielo.
Le prepararon la cama al nuevo y este, como si la razón de su llegada al hospital fuera esa, se enfrascó en la lectura de un libro, tras colocar los otros cinco en el saliente de la ventana. Estuvo leyendo una hora sin hacer ninguna pregunta y sin hablar con nadie, hasta que le llamaron al departamento de los médicos.
También Diomka intentó leer. Empezó por la estereometría, construyendo figuras con los lápices. Pero los teoremas no entraban en su cabeza; y los diagramas —segmentos de rectas cortando irregularmente un plano— le sugerían siempre lo mismo.
Entonces cogió otro libro de lectura más fácil, El agua viva, que había conseguido el Premio Stalin. Se editaban tantos libros que nadie podía leerlos todos, y daba igual leer uno que otro: al terminar, el lector pensaba que hubiera podido ahorrarse el esfuerzo. Diomka se había propuesto leer los que habían obtenido el Premio Stalin. Como galardonaban unos cuarenta cada año, tampoco tenía tiempo para tantos. Se le formaba en la cabeza un embrollo de títulos y conceptos. Por ejemplo, acababa de aprender que el análisis objetivo de los fenómenos significa verlos como realmente son en la vida, y al mismo tiempo leía una crítica que acusaba a una escritora de «situarse en el terreno movedizo del objetivismo». En aquel momento leía El agua viva y no podía discernir si el libro era mediocre o si eso le parecía por causa de su estado de ánimo.
Cada vez se sentía más abrumado por el agotamiento y la melancolía. ¿Deseaba realmente pedir consejo a alguien? ¿O lamentarse? ¿O humana y simplemente comentarlo para que le compadecieran un poco?
Había leído y oído que la compasión es un sentimiento humillante para quien la siente y humillante el compadecido.
No obstante, quería que le compadecieran.
Allí, en la sala, era interesante charlar y escuchar lo que decían. Pero en ese instante no tenía el ánimo propicio para abordar esos temas ni para mantener ese tono. Y entre hombres se debía uno comportar como un hombre.
En la clínica había muchas mujeres, muchas. Pero Diomka no se habría atrevido a traspasar el umbral de su amplia y ruidosa sala. Si las allí reunidas hubieran sido mujeres sanas, habría sido divertido lanzar de pasada una mirada casual y divisar algo. Pero ante aquel nidal de mujeres enfermas siempre desviaba la vista, temeroso de lo que pudiera ver. Su enfermedad era un telón prohibitivo mucho más potente que la mera timidez. Algunas de esas mujeres, con las que Diomka se había tropezado en las escaleras o en el vestíbulo, estaban tan abatidas y abrumadas que no se preocupaban ni de ajustarse las batas; más de una vez tuvo ocasión de verles los camisones por el escote o más abajo del cinturón. Tales hechos, sin embargo, le afligían.
Por eso siempre bajaba la vista ante ellas. Por otro lado, en la clínica no era fácil hacer amistades.
Solamente la tía Stiofa, en cuanto le vio, empezó a interrogarle y se hicieron amigos. Ella ya era madre y abuela, y presentaba los rasgos comunes de las abuelas: las arrugas y la sonrisa indulgente para las debilidades humanas. Con todo, tenía una voz masculina. Solían situarse en la parte alta de la escalera y charlaban largo y tendido. Jamás nadie escuchó a Diomka con tal simpatía, como si para ella no existiera un ser más allegado. A él le gustaba contarle cosas de su vida y le confió algo relativo a su madre que a nadie más habría revelado.
Diomka tenía dos años cuando su padre cayó en el frente. Más tarde tuvo un padrastro, nada afectuoso pero justo, con el que hubiera podido convivir. Pero su madre (ante Stiofa no pronunció la palabra, pero ya hacía tiempo que estaba firmemente convencido de ello) se prostituyó. El padrastro la abandonó, con sobrada razón. A partir de entonces, su madre conducía a los hombres a la única habitación que tenían. Invariablemente, empezaban por la bebida, a la que también Diomka solía ser invitado, aunque nunca aceptaba. Los hombres se quedaban con ella hasta medianoche y algunos hasta el día siguiente. Aquel cuarto no tenía un rincón aislado ni tampoco oscuridad, porque lo iluminaban los faroles de la calle. Esta situación le resultaba tan odiosa que lo que para sus compañeros era excitante a él se le antojaba un repugnante bodrio de marranos.
Así vivió mientras estudiaba el quinto y el sexto curso. Cuando iba por el séptimo se fue a vivir con el viejo conserje de la escuela. La escuela le proporcionaba dos comidas diarias. Su madre no intentó que regresara a casa; por el contrario, respiró tranquila y satisfecha.
Diomka no podía hablar con calma de los defectos de su madre. La tía Stiofa le escuchaba, movía la cabeza y deducía extrañamente:
—¡En el mundo vive toda clase de gente! ¡Y el mundo es uno para todos!
El año pasado Diomka se había trasladado a la barriada de la fábrica, donde había una escuela nocturna y donde le proporcionaron una plaza en el alojamiento colectivo. Empezó a trabajar como aprendiz de tornero y pronto se convirtió en operario de segunda categoría. No hacía muchos progresos en el trabajo; pero, a pesar de la vida disoluta de su madre, no se aficionó al vodka ni a la existencia jaranera. Se dedicaba a estudiar. Finalizó satisfactoriamente el octavo curso y un semestre del noveno.
Únicamente se distraía con el fútbol. A veces iba a jugar un partido con otros chicos. Y por esta parca diversión tuvo que castigarle el destino. Alguien, en el tumulto del juego por el balón, le golpeó fortuitamente la pierna con la bota. Diomka no concedió importancia al accidente, cojeó algún tiempo hasta que le desapareció el dolor. Pero en el otoño los dolores volvieron a presentarse y la pierna empeoró. Aun así, transcurrió mucho tiempo antes de que acudiera al médico. Le aplicaron compresas calientes y se agravó. Fue de un médico a otro, después a los doctores del centro provincial y, finalmente, allí, a la clínica.
—¿Por qué —Diomka preguntaba ahora a la tía Stiofa— tiene que ser tan injusto el destino? A algunas personas les allana el camino a lo largo de toda su vida, cubriéndoselo de alfombras. Pero a otras les ofrece una senda tortuosa. Y luego dicen que la suerte de la persona depende de ella misma. No hay nada que dependa de ella.
—Todo está en las manos de Dios —advirtió la tía Stiofa—. Dios todo lo ve y hay que resignarse, Diomushka.
—Entonces, con más razón. Si todo depende de Dios y si Dios todo lo ve, ¿por qué carga todo sobre una misma persona? Debería repartirlo de alguna manera…
En cuanto a lo de resignarse, nada tenía que argüir. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino resignarse?
La tía Stiofa era de esa ciudad; y sus hijas, hijos y nueras la visitaban con frecuencia y le llevaban obsequios. No le duraban mucho, porque invitaba a sus compañeras y a las auxiliares e iba en busca de Diomka a la sala, le hacía salir y le obligaba a aceptar un huevo o una empanada.
Diomka nunca se sintió harto. Jamás había comido lo suficiente. Debido a sus perseverantes y vivas inquietudes por la comida, el hambre que padecía se le figuraba mayor de lo que era en realidad. A pesar de eso, le mortificaba tomar lo que le ofrecía la tía Stiofa; si se quedaba con un huevo, intentaba rechazar la empanada.
—¡Cógela, cógela! —se la ofrecía ella—. Es de carne. Cómetela ahora que aún se puede comer carne.
—¿Es que luego no se podrá?
—¡Claro! ¿Acaso no lo sabes?
—Después de este período en que se puede comer carne, ¿qué viene?
—Las Carnestolendas.
—¡Mejor, tía Stiofa! ¡Es una ventaja el Carnaval!
—A cada cual, lo suyo le parece bien. Pero, mejor o peor, el caso es que está prohibido comer carne.
—¿Se prolongan mucho las Carnestolendas?
—¡Qué va! Sólo una semana.
—Y luego, ¿qué le sigue? —preguntó alegremente Diomka, como si saboreara uno de esos fragantes bollos caseros, que en su hogar no amasaron nunca.
—Hay que ver. ¡Los educan como ateos! No saben nada… Luego viene el Gran Ayuno.
—¿Por qué le llaman el Gran Ayuno? Ayuno y, por si fuera poco, grande.
—Pues porque si atiborras la barriga, Diomushka, propendes fuertemente a lo terrenal. No siempre debe estar uno harto, han de existir intervalos.
—¿Para qué se necesitan esos intervalos? —Diomka los padecía de continuo y los conocía.
—Para gozar de un estado de templanza. ¿No has notado que en ayunas se siente uno más moderado?
—No, tía Stiofa, no lo he advertido.
Desde la primera clase, cuando aún no sabía leer ni escribir, a Diomka le habían enseñado —lo sabía firmemente y lo comprendía con claridad—, que la religión es como el opio, un dogma triplemente reaccionario que sólo beneficia a los estafadores; que en algunos lugares, por culpa de la religión, los trabajadores no han podido aún liberarse de la explotación; que en cuanto se ajustan las cuentas a la religión, las armas vienen a las manos y se abre camino a la libertad.
También la misma tía Stiofa, con su ridículo calendario, con su Dios a cada palabra que pronunciaba, con su serena sonrisa, pese a hallarse en aquella triste clínica, y con su empanada, era una figura completamente reaccionaria.
Sin embargo, el sábado, después de la comida, cuando se fueron los médicos dejando a cada paciente con sus pensamientos, cuando el nuboso día aún brindaba cierta claridad a las salas y en los pasillos y vestíbulos lucían ya las lámparas, Diomka, cojeando un poco, deambulaba por la clínica buscando precisamente a la tía Stiofa, que nada sensato podía aconsejarle, excepto resignación.
Que no se la quiten, que no le corten la pierna. Que no se vea obligado a consentir la amputación.
¿Se la dejaría cortar? ¿O no debía permitirlo?…
Aunque, con aquel martirizante dolor, quizá fuera preferible que se la amputaran.
La tía Stiofa no estaba en los sitios habituales. En cambio, en el pasillo de la planta baja, donde se ensanchaba formando una especie de recibidor que en la clínica utilizaban como sala de estar, aunque la enfermera de guardia tenía allí su escritorio y el armarito de los medicamentos, Diomka vio a una joven, casi una chiquilla, con la ajada bata gris. Pero parecía una estrella de cine: tenía unos inverosímiles cabellos dorados, de los que rara vez se ven, peinados de modo que podían moverse sutilmente. Diomka ya la había divisado fugazmente ayer por primera vez y se quedó pestañeando ante aquel penacho de cabellos. La chica le pareció tan bella que no osó mirarla con detenimiento. Apartó la vista y se alejó. Aunque en la clínica era el más afín a ella por la edad (sin olvidarse de Surján, el de la pierna amputada), consideraba inaccesibles a las muchachas como ella.
Hoy, por la mañana, había vuelto a verla de espaldas. Su porte era tan singular que incluso con la bata de la clínica se la reconocía en el acto. Su cabello oscilaba blandamente.
Casi seguro que Diomka no iba ahora en su busca, porque no se habría decidido a afrontarla para entablar amistad; sabía que se le pegaría la boca como si la tuviera llena de argamasa, y que farfullaría algo incoherente y absurdo. Pero al verla le dio un vuelco el corazón. Tratando de disimular su cojera, de andar lo más derecho posible, se encaminó a la salita, donde se puso a hojear la colección del Pravda local, mutilada por los pacientes para empaquetar cosas y para otros menesteres.
La mitad de la mesa, cubierta con un paño de algodón rojo, la ocupaba un busto bronceado de Stalin, de cabeza más grande y de hombros más amplios que los de cualquier hombre corriente. Junto al busto de Stalin permanecía en pie una auxiliar sanitaria no menos corpulenta y de labios abultados. No esperaba que le metieran prisa, porque era sábado, y en un periódico, sobre la mesa, esparció pipas de girasol, que iba mondando ruidosamente con los dientes, escupiendo las cáscaras en el mismo periódico, sin utilizar las manos. Posiblemente había ido allí por un instante, pero ahora era incapaz de abandonar las pipas.
Desde la pared, el altavoz emitía música de baile entre crujidos. Otros dos pacientes jugaban a las damas, sentados ante otra mesa más pequeña.
La muchacha, como Diomka vio por el rabillo del ojo, estaba sentada junto a la pared, sin hacer nada; simplemente, permanecía sentada muy tiesa, sujetándose al cuello la bata que nunca tenía botones, a no ser que las mismas mujeres los cosieran. Así seguía sentado aquel ángel delicado e intocable de cabellos de oro, al que no podía ni rozar con la mano. Pero ¡qué magnífico sería charlar con ella de cualquier cosa!… Y también de la pierna.
Diomka miraba los periódicos disgustado consigo mismo. De repente cayó en la cuenta de que sobre su frente no tenía pelo, pues para ahorrar tiempo se lo había cortado al rape. Y ahora, ante ella, parecería un pasmarote.
Súbitamente el ángel habló:
—¿Por qué eres tan tímido? Es el segundo día que nos vemos y no te has acercado a mí.
Diomka se estremeció y miró a su alrededor. ¡Sí! ¿A quién más podía dirigirse? ¡Se lo decía a él!
El copete o el penacho de plumas se mecía sobre su cabeza como el cáliz de una flor.
—¿Qué te ocurre? ¿Tanto miedo tienes? Coge una silla, acércala aquí y presentémonos.
—No… No tengo miedo. —Pero en la voz se le interpuso algo que le impidió hablar con tono más elevado.
—Entonces, coge la silla y acércate.
Tomó la silla con una mano, esforzándose doblemente por no cojear, y la situó a su lado junto a la pared. Le tendió la mano:
—Diomka.
—Asia. —Ella depositó su suave palma en la de él, y después la retiró.
Diomka, tomando asiento, pensó que la situación era cómica. Allí estaban, sentaditos uno al lado del otro, como dos novios. Pero no podía contemplarla bien. Se incorporó y colocó la silla en posición más conveniente.
—¿Cómo estás sentada sin hacer nada? —preguntó Diomka.
—¿Qué quieres que haga? Ya estoy haciendo algo.
—¿Qué?
—Escucho música. Bailo con la imaginación. Tú seguramente no sabes hacerlo.
—¿Con la imaginación?
—¡Con los pies, aunque sea!
Diomka chasqueó los labios negativamente.
—Enseguida me he dado cuenta de que estás verde. Podríamos dar unas vueltas, pero aquí no hay sitio —y Asia miró a su alrededor—. Por otro lado, ¡vaya una música que ponen! Sólo la escuchaba porque el silencio me deprime.
—¿Qué música de baile es la buena? —Diomka conversaba encantado—. ¿El tango?
Asia resopló:
—¡El tango! ¡El tango lo bailaban nuestras abuelas! Ahora el que está de moda es el rock’n roll. Aquí todavía no se baila, pero en Moscú sí, y como profesionales.
Diomka no comprendía todas sus palabras, pero le agradaba charlar con ella y poderla mirar cara a cara. Tenía unos ojos extraños, verdosos. Y estos se tienen como son. No se pueden teñir. De todos modos, resultaban atractivos.
—¡Ese baile sí que es bonito! —y Asia chasqueó los dedos—. Aunque no puedo enseñártelo con precisión, porque aún no lo he visto bailar. Y tú, ¿cómo pasas el tiempo? ¿Cantas?
—No, tampoco canto.
—¿Por qué? Nosotros cantamos cuando el silencio nos agobia. ¿Qué haces entonces? ¿Tocas el acordeón?
—No… —respondió Diomka desconcertado. A su lado no valía nada.
¡Y no era cuestión de lanzarle a bocajarro que a él lo que le entusiasmaba eran los problemas sociales!
Asia estaba perpleja. ¡Con qué tipo tan interesante se había topado!
—¿Acaso te dedicas al atletismo? A mí, entre otras cosas, no se me da mal el pentatlón. Tengo metro cuarenta en altura y trece con dos…
—Yo no… —para Diomka era amargo reconocer que al lado de ella era una nulidad. Había personas que sabían crearse una existencia amena. El nunca tendría esa habilidad…—. Juego un poco al fútbol…
Y ya hasta el fútbol estaba vedado para él.
—Pero sí fumarás, ¿no? ¿O beberás? —seguía preguntando Asia, esperanzada—. ¿O sólo bebes cerveza?
—Sí, sólo cerveza… —suspiró Diomka. (Jamás se había llevado a la boca una jarra de cerveza, pero no podía desprestigiarse por completo).
—¡Oh!… —gimió Asia, como si la golpearan en el hueso innominado—. ¡Qué niños consentidos sois todos! ¡Carecéis absolutamente de espíritu deportivo! En la escuela también los hay así. En septiembre nos trasladaron a una clase de chicos, en la que el director sólo había dejado a los empollones y sobresalientes. A los otros chavales, a los mejores, los metieron en una escuela de chicas.
Ella no pretendía humillarle porque le daba lástima, pero él se ofendió por aquello de «los empollones».
—¿En qué curso estás? —preguntó Diomka.
—En el décimo.
—¿Y os consienten que llevéis esos peinados?
—¡Qué nos van a consentir! ¡Luchan contra ellos! Pero ¡también nosotras luchamos!
Hablaba llanamente, pero aunque se burlara de él, aunque le hubiera arremetido con los puños, se alegraba de charlar con ella.
Acabó la música de baile y el locutor se refirió a la lucha de los pueblos contra los ignominiosos acuerdos de París, peligrosos para Francia, porque la entregaban a merced de Alemania, e intolerables para Alemania, porque la dejaban al arbitrio de Francia.
—¿A qué te dedicas? —indagó Asia.
—Trabajo de tornero —contestó Diomka con displicencia, pero con dignidad.
El torno tampoco impresionó a Asia.
—¿Cuánto ganas?
Diomka estimaba en mucho su sueldo porque era el primer dinero ganado con su propio esfuerzo. Pero no tuvo valor en aquel instante para especificar la cantidad.
—¡Poco, claro! —dijo forzadamente.
—¡Cometes una tontería! —declaró Asia rotundamente—. Te hubiera ido mejor dedicándote al deporte. Tienes condiciones.
—Hay que valer para ello…
—¡Valer! Cualquiera puede ser deportista. Lo único que hace falta es entrenamiento. ¡El deporte se paga bien! ¡Además, se viaja de balde, te mantienen con treinta rublos diarios y se frecuentan hoteles! ¡Eso sin contar los premios! ¡Y cuántas ciudades se visitan!
—Y tú, ¿cuáles has visitado?
—Leningrado, Vorónezh…
—¿Te gustó Leningrado?
—¡Qué pregunta! ¡Los almacenes del «Pasazh» y del Gostíny Dvor! ¡Los comercios especializados en medias y en bolsos…!
Diomka no podía imaginarse todo aquello y sintió una punzada de envidia. Porque era cierto que quizá le hubiera ido mejor, como tan audazmente juzgaba la chica, y que fuera anticuado y provinciano aquello a que se había aferrado él hasta ahora.
La auxiliar sanitaria, como una estatua, seguía en pie ante la mesa, junto a Stalin, escupiendo en el periódico las cáscaras de pipas, sin agacharse.
—Y tú, una deportista, ¿cómo has caído aquí?
No se atrevió a preguntarle directamente dónde tenía el mal. Podría ser embarazoso.
—Sólo he venido tres días a reconocimiento —se volvió Asia, restando importancia al asunto. Con una mano se ajustaba constantemente el cuello de la bata o se lo arreglaba, pues se le abría sin cesar—. ¡Me han dado una bata tan ridícula que me da vergüenza ponérmela! Una semana aquí es suficiente para volver loco a cualquiera… Y tú, ¿por qué has ingresado?
—¿Yo?… —Diomka chasqueó los labios. Quería hablar de su pierna con sensatez y le turbaba abordar el asunto a la ligera—. Por la pierna…
Hasta entonces las palabras «por la pierna» habían sido para él de enorme y amargo significado. Pero ante la frivolidad de Asia empezaba a dudar de la seriedad de su caso. Se refirió a la pierna con el mismo tono con que hablara de su sueldo.
—¿Qué dicen los médicos?
—Pues… Decir no dicen nada, pero quieren amputármela.
Al decirlo, su ensombrecido rostro se enfrentó al luminoso de Asia.
—¡Qué dices! —Asia le palmeó el hombro como a un viejo camarada—. ¿Cómo pueden cortarte la pierna? ¿Se han vuelto locos? ¡Eso es que no quieren curarte! ¡No lo consientas por nada del mundo! Es preferible morirse que vivir sin una pierna. ¿Qué vida puede aguardar a un inválido? ¡La vida se ha hecho para vivirla feliz!
Sí. ¡De nuevo tenía razón! ¿Qué vida sería la suya con muletas? Por ejemplo, sentado a su lado como ahora, ¿dónde habría puesto las muletas? ¿Qué habría hecho con el muñón? Ni siquiera habría podido coger la silla, se la habría tenido que acercar ella. No, sin pierna no podría vivir.
La vida se nos ha concedido para ser felices.
—¿Hace mucho que estás aquí?
—Bastante…… —Diomka reflexionó—. Unas tres semanas.
—¡Qué horror! —Asia movió los hombros—. ¡Qué aburrimiento! ¡Sin radio, sin acordeón! Ya me imagino vuestras charlas en la sala.
De nuevo Diomka no quiso reconocer que se pasaba los días enteros con los libros, que estudiaba. Sus méritos no resistían el rápido soplo de los labios de Asia; ahora le parecían exagerados, inconsistentes.
Sonriéndose de forma burlona (aunque en el fondo no se burlara), Diomka respondió:
—Por ejemplo, discuten acerca de lo que necesitan los hombres para vivir.
—¿Cómo?
—Sí, o para qué viven.
—¡Bah! —Asia tenía respuesta para todo—. En nuestra clase también nos dieron un trabajo de redacción: «¿Para qué vive el hombre?». El plan del ejercicio incluía a los cosechadores de algodón, las ordeñadoras, los héroes de la guerra civil, la hazaña de Pável Korchaguin y nuestra actitud ante ella, la hazaña de Matrósov y nuestra actitud ante ella[6]…
—¿Qué actitud?
—Pues confesar si estaríamos dispuestas o no a repetir lo que ellos realizaron. Era obligatorio. Todos contestamos afirmativamente. ¿Para qué ponemos en evidencia en vísperas de exámenes? Peso Sasha Grómov preguntó: «¿Y si escribo algo inadecuado, porque es eso lo que pienso?».
Y le contestaron: «¡Ya te enseñaré “lo que tú piensas”! ¡Un buen suspenso!». Una de las chicas escribió algo divertido: «Yo aún no sé si amo a mi patria o no». La profesora vociferó: «¡Es una idea muy extraña! ¿Cómo es posible que no la ames?». Y la chica: «Puede que la ame, pero no lo sé. Tendría que comprobarlo». «¡No hay nada que comprobar! ¡El amor a la patria deberías haberlo mamado en los pechos de tu madre! ¡Haz de nuevo el ejercicio para la próxima lección!». A esa profesora la llamamos «Sapo». Jamás sonríe al entrar en clase. Aunque se comprende: es una vieja solterona cuya vida íntima ha sido un fracaso. Ahora se venga en nosotras y siente una antipatía particular hacia las chicas bonitas.
Asia dejó caer como por casualidad dichas palabras, sabiendo con certeza lo que valía una linda cara. Era obvio que aún no había pasado por ninguna etapa de la enfermedad: ni por los dolores, ni los sufrimientos, ni la pérdida del apetito y del sueño; que aún conservaba la lozanía y el color en las mejillas; que allí venía directamente desde los gimnasios y las pistas de baile, para pasar tres días de reconocimiento.
—Tendréis otros profesores mejores, ¿verdad? —preguntó Diomka para que ella no se callara, para que dijera algo y para que él pudiera seguir contemplándola.
—¡Pues no! ¡Son todos unos orondos pavos! Ya sabes lo que es la escuela… ¡No tengo ganas de hablar de ella!
Esta jovial lozanía saltaba sobre Diomka que, allí sentado, le agradecía su parloteo, sintiéndose más expansivo y sereno. No deseaba discutir con ella de nada, sino asentir a cuanto dijera aunque tirase por tierra sus propias convicciones. Y también habría estado de acuerdo con sus opiniones sobre la pierna si el dolor que sentía en ella no le recordara que era una parte de su ser que tendrían que cercenar. ¿Por dónde? ¿Por la parte inferior? ¿Hasta la rodilla? ¿O por el muslo? Este era el motivo de que la pregunta «¿Qué necesitan los hombres para vivir?», constituyera para él una de las cuestiones fundamentales a dilucidar. Y le preguntó:
—En serio, ¿tú qué piensas? ¿Para qué crees que vive el ser humano?
¡Para aquella chiquilla todo estaba claro! Miró a Diomka con sus verdosos ojos, como si quisiera cerciorarse de que hablaba formalmente, de que no se burlaba de ella.
—¿Para qué? ¡Para el amor, naturalmente!
¡Para el amor! Tolstói también dijo lo mismo: «Para el amor». Pero ¿el sentido era idéntico? La profesora de ella les inculcaba igualmente: «Para el amor». ¿Con qué significado? De todos modos, Diomka acostumbraba a llegar cabalmente al punto exacto de las cosas por la fuerza de su raciocinio.
—Sí, pero… —objetó con cierta rigidez (para él era algo simple, pero enojoso, el expresarlo con palabras)— el amor no lo es todo en la vida. Puede serlo… en determinadas ocasiones. Desde cierta edad hasta cierta edad.
—¿Desde qué edad? ¿Desde qué edad? —le objetó Asia, exaltada, como si la hubiese ofendido—. ¡A la nuestra es cuando resulta más delicioso! ¿Cuándo, entonces? ¿Qué otra cosa existe en la vida aparte del amor?
Con sus cejas levantadas, parecía tan convincente que era imposible rebatirle. Y Diomka no le replicó. Además, quería escuchar, no discutir.
Giró en redondo hacia él, y sin mover un brazo, como si ambos los tuviera extendidos al mundo entero a través de las ruinas de todos los muros, le dijo:
—¡Y el amor siempre es nuestro! ¡Y hoy también está a nuestro alcance! Y a quien se le caliente la boca previniéndote que puede ocurrir esto o aquello, no te canses escuchándole. ¡El amor lo es todo!
Se mostraba con él tan franca como si en el curso de cien veladas no hubieran hecho más que charlar, charlar y charlar… Y, al parecer, si no fuera por la presencia de la sanitaria de las pipas, de las enfermeras, de los dos pacientes que jugaban a las damas y de los enfermos que pasaban por el corredor, en aquel preciso instante, allí, en aquel rincón y en la mejor época de sus vidas, habría estado dispuesta a ayudarle a comprender qué necesitan los hombres para vivir.
Diomka se olvidó de su pierna; su pierna, que le dolía constantemente, incluso durante el sueño, dejó de existir para él. Contempló el escote de Asia y se quedó con la boca abierta. Lo que le causaba horrible aversión cuando lo hacía su madre, por vez primera le pareció la cosa más inocente e inmaculada del mundo, capaz de prevalecer sobre cuanto de execrable hay en la faz de la Tierra.
—¿Es que tú todavía no…? —le preguntó Asia en un murmullo, dispuesta a soltar una carcajada de simpatía—. ¿Tan cándido eres que aún no…?
A Diomka se le encendieron las orejas, el rostro y la frente como si le hubieran pillado cometiendo un robo. En veinte minutos la muchacha había dado al traste con cuanto en él se consolidara a lo largo de años. Con la garganta seca, como suplicando piedad, inquirió:
—¿Y tú…?
Así como bajo su bata sólo había el camisón, el pecho y el corazón, bajo sus palabras tampoco se ocultaba nada ni hallaba razón para ocultárselo.
—¡Bah! Mira. ¡Entre nosotras, la mitad de las chicas!… ¡Una se quedó embarazada en octavo curso! A otra la sorprendieron en una casa donde… por dinero, ¿comprendes? ¡Hasta tenía una cartilla de ahorros! ¿Sabes cómo la descubrieron? Se olvidó la cartilla en la escuela y la profesora la encontró. ¡Creo que cuanto antes, más sugestivo resulta!… ¿Para qué demorarlo? ¡Estamos en la era atómica!