29
Al regreso de su misión oficial, Yura fue inmediatamente a visitar a su padre y pasó con él dos horas. Pável Nikoláyevich había telefoneado antes a su casa para que su hijo le llevara unos zapatos de invierno, el gabán y el sombrero. Se sentía hastiado de la repulsiva sala en cuyas camas sólo reposaban zoquetes y donde no se oía más que conversaciones idiotas. El vestíbulo de la clínica no le era menos odioso y, aunque estaba muy débil, ansiaba salir a tomar el aire del exterior.
Así lo hicieron. La bufanda cubría perfectamente el tumor. Rusánov no podía encontrar a nadie conocido por las avenidas del centro médico, pero tampoco le habrían reconocido por el disparejo atuendo que vestía. Así pues, fue a pasear sin ninguna inquietud. Yura sostenía a su padre por el brazo y Pável Nikoláyevich se apoyaba firmemente en él. Era un placer dar un paso tras otro sobre el limpio y seco asfalto, lo cual presagiaba un pronto retorno a su amada casa, primero, y a su activo y querido trabajo, después, cuando hubiese disfrutado de una temporada de descanso. Pável Nikoláyevich estaba extenuado no sólo por el tratamiento, sino también por la entontecedora inactividad del hospital, porque había dejado de ser el vital y valioso engranaje de un magno e importante mecanismo. Y además tenía la impresión de haber perdido todo poder e influencia. Quería volver cuanto antes allí donde le apreciaban, donde era imprescindible.
Esa semana habían arreciado el frío y las lluvias, pero hoy la temperatura era ya más templada. A la sombra de los edificios todavía se sentía fresco y la tierra continuaba húmeda, pero los rayos de sol caldeaban tanto que Pável Nikoláyevich apenas resistía su abrigo de entretiempo. Se lo fue desabrochando botón a botón.
La ocasión se presentaba particularmente oportuna para conversar razonadamente con su hijo. Hoy, sábado, era el último día de la misión oficial de Yura, y no tendría prisa porque no tenía que presentarse en el trabajo. Pável Nikoláyevich, por su parte, podía disponer del tiempo que quisiera. Su corazón, paternal, presentía que los asuntos de su hijo no iban bien, que atravesaban una situación algo peligrosa. Se notaba claramente que no traía la conciencia limpia de su viaje: por algún motivo desviaba la mirada, evitando contemplar a su padre cara a cara. Yura se comportaba en la niñez de modo diferente, siempre fue un chiquillo franco, abierto. Sus maneras evasivas, en particular con su padre, las adquirió durante sus años estudiantiles. Este retraimiento y esa cortedad irritaban a Pável Nikoláyevich que, a veces, solía gritarle: «¡A ver, levanta esa cabeza!».
Sin embargo, hoy estaba decidido a dominarse para no caer en asperezas. Hablaría con él, pero lo haría con sumo tacto. Le pidió que le contara minuciosamente cómo se había comportado y distinguido en su primera misión a las lejanas ciudades como delegado de la inspección fiscal de la república.
Yura inició su narración sin entusiasmo. Relató un caso, luego otro, sin que sus ojos dejaran de rehuir los de su padre.
—¡Sigue, sigue contando!
Se sentaron al sol en un banco seco. Yura vestía una chaqueta de cuero y una gorra de paño de lana (no habían podido convencerle para que usara sombrero). Su apariencia exterior era seria y viril, pero su debilidad interior lo echaba todo a perder.
—En uno de los casos estaba complicado un conductor… —prosiguió Yura con la vista en el suelo.
—¿Qué le sucedió a ese conductor?
—En invierno, cuando transportaba productos alimenticios de una cooperativa de consumo, le sorprendió una ventisca en mitad del camino, cuando ya había recorrido setenta kilómetros. El suelo se cubrió completamente de nieve, las ruedas del vehículo patinaban, el frío era intenso y no se veía un alma por los alrededores. La ventisca remolinó durante más de veinticuatro horas y el conductor no pudo aguantarla dentro de la cabina. Abandonó el camión tal como estaba, cargado de comestibles, y se fue en busca de refugio donde pasar la noche. A la mañana siguiente amainó la tormenta de nieve y el conductor regresó con un tractor. Llegó a su destino y resultó que faltaba un cajón de macarrones.
—¿Y el expedidor de mercancías?
—Se dio la circunstancia de que el conductor hacía también las veces de expedidor. Iba solo.
—¡Qué negligencia!
—Sí, en efecto.
—Ahí tienes, por querer hacer su agosto.
—¡Papá, a un precio demasiado caro! —Yura alzó por fin los ojos, apareciendo en su rostro una expresión porfiada, desagradable—. Por ese cajón se ha buscado cinco años de cárcel. El camión llevaba también vodka y la remesa llegó intacta a su destino.
—¡No hay que ser tan crédulo ni tan ingenuo, Yura! ¿Quién, aparte de él, hubiera podido robar el cajón de macarrones en medio de la tempestad?
—Pues alguien que pasara por allí a caballo. ¡Cualquiera sabe! Por la mañana habrían desaparecido las huellas.
—Bien. Admitamos que no fue él. Pero, de todos modos, desertó de su puesto. ¿Acaso puede uno largarse y abandonar las propiedades del Estado?
El delito era innegable; la sentencia, correcta a todas luces. Benigna, en todo caso; tenían que haberle condenado a más años. A Pável Nikoláyevich le irritaba que su hijo no viera el asunto con igual claridad, que se hiciera menester metérselo en la cabeza. Era blandengue y, al mismo tiempo, más obstinado que una mula cuando pretendía demostrar cualquier tontería.
—Ten en cuenta, papá, que azotaba la ventisca y que la temperatura era de diez grados bajo cero. ¿Habría resistido la noche dentro del camión en esas circunstancias? Se exponía a morir.
—¿Qué quiere decir que hubiera muerto? ¿Y los centinelas en el Ejército?
—Los centinelas se relevan cada dos horas.
—¿Y si no hay tal relevo? ¿Y en el frente? ¡Haga el tiempo que haga, se mantienen firmes en su puesto, mueren si es preciso, pero no lo abandonan! —Pável Nikoláyevich señaló con el dedo un determinado lugar, como indicando el sitio exacto donde los hombres dan el pecho sin desertar—. ¡Reflexiona un poco en lo que dices! Basta con que se perdone a uno de ellos para que todos los conductores empiecen a desatender sus puestos y para que los robos afecten al Estado entero. ¿Es que no lo comprendes?
¡No, Yura no lo comprendía! Por su estúpido silencio se veía que no le entraba en la mollera.
—Bien. No es más que una pueril opinión tuya, achacable a tu juventud. Quizá la hayas comentado con alguien, pero confío en que no habrás dejado constancia de ella en ningún documento oficial, ¿no es así?
Yura movió sus agrietados labios. Los movió de nuevo.
—He… He interpuesto recurso y he suspendido el cumplimiento de la sentencia.
—¿Que la has suspendido? ¿Y habrá una revisión? ¡Oh, no! ¡Oh, no!
Pável Nikoláyevich se cubrió medio rostro con la mano. ¡Lo que él se temía! Yura lo había echado todo a rodar, había labrado su propio desprestigio y había empañado la reputación de su padre. Pável Nikoláyevich estaba fuera de sí: su enfado no podía inculcar en su hijo el ingenio y la habilidad que él tenía.
Se levantó y Yura siguió su ejemplo. Caminaron de nuevo, y Yura trató de sostener nuevamente a su padre por el codo. Pero a Pável Nikoláyevich no le bastaban los dos brazos para clavar en la mente de su hijo la comprensión del error cometido.
En primer lugar, le dio sus explicaciones sobre la ley, la legalidad, y sus fundamentos inmutables, que no deben ser quebrantados por tamaña volubilidad, y menos aún si se proponía trabajar de inspector en el Ministerio Fiscal. Luego especificó que toda verdad es concreta y, en consecuencia, la ley es la ley; que, además, debe comprenderse cada momento concreto, cada situación específica y las exigencias del instante. Tuvo especial empeño en que Yura se percatara de la correlación orgánica que existe entre todos los grados jurisdiccionales y entre todas las ramas del aparato del Estado. Por eso, ni aun en las regiones más apartadas en las que actuase con su mandato de inspector de la Fiscalía de la República, debía adoptar una actitud arrogante. Al contrario, debía considerar prudentemente las condiciones locales y no enfrentarse sin necesidad con los funcionarios de determinado lugar, los cuales conocen mejor que él dichas condiciones y lo que demandan. Si al citado conductor le condenaron a cinco años, sería porque en la zona en cuestión era forzoso hacerlo.
Y así fueron entrando y saliendo de las sombras proyectadas por los pabellones, cruzando y caminando a lo largo de los senderos y paseándose por la orilla del río. Yura escuchó todo, pero su única respuesta fue:
—¿No estás cansado, papá? ¿No será mejor que volvamos a sentamos?
En verdad, Pável Nikoláyevich sentía cansancio, y el abrigo le daba demasiado calor. Tomaron asiento en otro banco rodeado de espesos arbustos; mejor dicho, de arbustos con las ramas todavía desnudas, por los que pasaba el aire, pues sólo empezaban a despuntar los vértices de las primeras hojas que brotarían de las yemas. El sol calentaba sensiblemente. Pável Nikoláyevich no llevaba las gafas. Su rostro se relajó y sus ojos descansaron. Entornó los párpados para evitar la luz y continuó sentado, en silencio, bajo la caricia del sol. Allá en el fondo, bajo la escarpadura, rugía el río como un torrente de montaña. Pável Nikoláyevich lo escuchaba, se calentaba y pensaba en lo grato que era, pese a todo, retornar a la vida, saber con certeza que todo volvería a reverdecer, que seguiría viviendo y que conocería también la próxima primavera.
Ahora se arrepentía de su excesivo enojo ante Yura. Debía reprimirse y evitar enfadarse para que el muchacho no se amedrentara. Dio un suspiro y le rogó que le contara más incidentes de su viaje.
Yura, pese a su retraimiento, sabía perfectamente qué cosas podían motivar el elogio o la reprensión de su padre. Y Pável Nikoláyevich no tuvo más remedio que dar su beneplácito al siguiente caso que le relató. Pero Yura continuaba mirando a otra parte. Su padre presintió que ocultaba un nuevo desaguisado.
—¡Dímelo todo, sin rodeos! Lo único que puedo hacer por ti es darte un consejo sensato. Sólo deseo tu bien; no quiero que cometas equivocaciones.
Yura suspiró y, a continuación, le explicó el siguiente caso. En su inspección tuvo que revisar viejos documentos y registros judiciales con más de cinco años de antigüedad. Fue advirtiendo que los lugares donde tenían que ir pegadas pólizas de uno y de tres rublos estaban vacíos. Es decir, existían señales de que dichas pólizas habían sido pegadas y que después las habían arrancado. ¿Qué había sido de ellas? Yura pensó en el asunto e hizo investigaciones. En documentos recientes descubrió pólizas estropeadas, algo desgarradas. Adivinó entonces que una de las dos jóvenes que tenían acceso a los archivos, Katia o Nina, ponía pólizas usadas en lugar de nuevas, embolsándose el dinero de los clientes.
—¡Inaudito! —bufó Pável Nikoláyevich, juntando las manos con asombro—. ¡Cuántos trucos! ¡La de trucos que se buscan para expoliar al Estado! ¡Qué derroche de ingenio!
Yura condujo cautelosamente la investigación, sin participárselo a nadie. Decidió llevarla hasta el fin para descubrir cuál de las dos chicas era la desfalcadora. Elaboró un plan. Simular un galanteo con Katia y después con Nina. A ambas las llevaría al cine y las acompañaría luego a sus respectivos domicilios. La que viviese en un ambiente más lujoso, con alfombras y parecidos signos de vida holgada, sería la ladrona.
—¡Bien proyectado! —Pável Nikoláyevich le dio una palmada y se sonrió—. ¡Con inteligencia! Aparentemente, te divertirías; pero, de hecho, te ocupabas de tu caso. ¡Bravo!
Yura averiguó que ambas vivían modestamente; la una, en compañía de sus padres; la otra, con una hermanita menor. No sólo carecían de alfombras, sino de otras muchas cosas sin las cuales, según opinión de Yura, era sorprendente que pudieran vivir. Después de reflexionar, dio parte del hecho al juez con el que las jóvenes trabajaban, suplicándolé que no actuara contra ellas por vía judicial y se conformara con una simple amonestación. El juez agradeció a Yura su determinación de resolver la cuestión en privado, ya que su divulgación habría menoscabado su prestigio. Llamaron ante la presencia de ambos a las dos chicas, primero a una y luego a otra, y durante varias horas las sermonearon duramente. Las dos confesaron. Se puso en claro que cada una sacaba una ganancia de unos cien rublos mensuales con sus amaños.
—¡Teníais que haber llevado el caso a los tribunales! —Pável Nikoláyevich lamentó, como si fuera él quien errara, aunque, evidentemente, no merecía la pena colocar al juez en incómoda situación. A este respecto, Yura actuó con tacto—. ¡Por lo menos, se las tenía que obligar a reintegrar la suma escamoteada!
Yura refirió el final de este hecho con evidente desgana. No lograba interpretar su sentido. Cuando se presentó al juez y le propuso que no incoara causa judicial, tenía el convencimiento de obrar con magnanimidad, y se enorgulleció de su arbitraje. Imaginó la alegría de ambas jóvenes, que tras la penosa confesión aguardaban indudablemente el castigo, al ver que de modo inesperado se las trataba con indulgencia. A porfía con el juez, Yura las avergonzó, censuró su acción como una deshonestidad y una ratería, y con la rigurosidad de su propio tono de voz les citó ejemplos, extraídos de su experiencia de veintitrés años, de personas que él conocía y que se mantenían honradas sin caer en el robo, pese a las oportunidades de que disponían para hacerlo. Yura flageló a las muchachas con palabras duras, pues sabía que luego esas palabras se suavizarían con el perdón. Las perdonaron y se fueron en paz. Sin embargo, cuando en los días subsiguientes se encontraban con Yura, sus rostros no revelaban alegría alguna. No sólo no se acercaron a él para agradecerle su acción noble, sino que hacían lo posible por ignorarle. Esto le aturdió; ¡en modo alguno podía entenderlo! No es que desconocieran la amenaza que había pendido sobre ellas y de la cual se habían librado, pues trabajando como trabajaban en un juzgado no pecaban de ignorancia. Yura no pudo contenerse y abordó a Nina. Le preguntó si estaba contenta del modo en que la cuestión había quedado zanjada. Nina respondió: «¿Contenta? ¿Por qué? Tendré que cambiar de trabajo, pues con el sueldo que gano aquí no podré vivir». A Katia, la más linda de las dos, volvió a invitarla al cine. Katia rehusó: «No, yo me divierto honestamente. Este no es mi modo».
Y con este enigma regresó del viaje y aún seguía cavilando en él. El desagradecimiento de las chicas le hirió profundamente. Sabía que la vida es más complicada de lo que su recto y sincero padre creía: Pero ahora se le antojaba más complicada aún. ¿Qué tendría que haber hecho? ¿No perdonarlas? ¿Silenciar lo de las pólizas repegadas, pasar por alto el fraude? ¿Qué objeto tenía, entonces, todo su trabajo?
Su padre desistió de hacerle más preguntas; y Yura, de muy buena gana, puso punto en boca.
A juzgar también por esta otra historia, que en manos inexpertas se convirtió en agua de borrajas, Pável Nikoláyevich dedujo que, en definitiva, si en la niñez el individuo está desprovisto de columna vertebral, no la tendría ya en toda su vida. Le apenaba enfadarse con su hijo, pero su inquietud por él le irritaba.
Al parecer estuvieron sentados más tiempo del aconsejable. Pável Nikoláyevich sintió frío en las piernas y le entraron enormes deseos de acostarse. Dejó que Yura le besara, le despidió y se encaminó a la sala.
En ella tenía lugar una animada conversación general. El orador principal, que por cierto no tenía voz, era aquel mismo filósofo de buen porte, como un ministro, que solía ir de visita a la sala. Después de operarle la laringe le trasladaron días atrás a la sala de rayos del primer piso. En la parte más visible, en el centro de la garganta, llevaba engastado un aparatito metálico, parecido al broche del pañuelo de los pioneros. El profesor era hombre educado, amable, y Pável Nikoláyevich evitaba por todos los medios ofenderle, ocultarle los escalofríos que provocaba en él el broche de su garganta. Cada vez que hablaba, el filósofo se aplicaba un dedo al aparatito; su voz sonaba amortiguada, semiaudible. Pero era amante del discurso, estaba habituado a él, y después de la intervención se aprovechaba de la facultad que le habían restituido.
Ahora estaba en medio de la sala y con voz sorda, algo más alta que un susurro, relataba que un antiguo e importante intendente militar tenía la casa llena de vajillas, estatuas, jarrones y espejos recogidos desde hacía tiempo por Europa, objetos a los que más tarde añadió compras hechas en una tienda de antigüedades a una vendedora con la que se había casado.
—Se retiró a los cuarenta y dos años. ¡Tiene una frente ancha como para cortar leña! Pone una mano bajo la solapa del capote y anda como un mariscal. Diréis, ¿está contento con su suerte? Pues no, no lo está. Hay algo que le molesta, y es que el comandante general del Ejército que había tenido vive en una casa en Kislovodsk de diez habitaciones, un fogonero propio y dos automóviles.
Pável Nikoláyevich no halló la historia divertida ni oportuna.
Shulubin tampoco se rio. Miraba a los otros como si le estuviesen robando el sueño.
—Tiene gracia, sí… —opinó Kostoglótov desde su postrada posición—. Pero ¿cómo…?
—¿Y qué les parece esto? Hace unos días el periódico local publicó un artículo —recordó alguien en la sala— acerca de un sujeto que se construyó una casa con fondos del Estado y no se le puso en la picota. Reconoció su «error», entregó el edificio a una institución infantil y se ganó una reprimenda. Y no lo juzgaron.
—¡Camaradas! —explicó Rusánov—. Si se arrepintió, reconoció su error y, además, entregó el edificio a un jardín infantil, ¿para qué adoptar medidas extremas?
—Tiene gracia, sí —arrastrando las palabras, Kostoglótov insistió en su idea—, pero ¿cómo se explica el caso, desde el punto de vista filosófico?
El filósofo hizo un amplio gesto con la mano (con la otra se tocaba la garganta):
—Por desgracia, son vestigios de mentalidad burguesa.
—¿Por qué, precisamente, de «mentalidad burguesa»? —gritó Kostoglótov.
—¿De qué otra pueden ser? —se puso en guardia Vadim. Hoy, que tenía muchas ganas de leer, tenían que haber tramado aquella discusión en la que participaba toda la sala.
Kostoglótov se incorporó de su postrada posición y se recostó en la almohada para ver mejor a Vadim y a los otros.
—Puede tratarse, sencillamente, de codicia humana y no de mentalidad burguesa. Antes de la burguesía hubo gentes codiciosas y después de la burguesía seguirán existiendo gentes codiciosas.
Rusánov no había llegado a acostarse. Desde su altura, contestó solemne a Kostoglótov.
—Si en tales casos se escarba a fondo, siempre se descubre un origen social burgués.
Kostoglótov movió la cabeza y le espetó.
—¡Todo eso del origen social son pamplinas!
—¡Pamplinas! ¿Qué dice? —Pável Nikoláyevich se echó mano a un costado atacado de dolor punzante. Ni siquiera del Roedor habría esperado tan cínico exabrupto.
—¿Qué pretende insinuar con eso de «pamplinas»? —preguntó también Vadim, curvando sus negras cejas con perplejidad.
—Lo que han oído —rezongó Kostoglótov, y se alzó más sobre la almohada hasta quedar casi sentado—. Necedades que les han embutido en la cabeza.
—¿Qué quiere decir con eso de que nos han «embutido»? ¿Se hace usted responsable de sus palabras? —gritó estridentemente Rusánov, sin saber de dónde le provenían las fuerzas.
—¿A quién se refiere cuando dice «les»? —preguntó Vadim, que enderezó la espalda y conservó el libro sobre la pierna—. ¡Nosotros no somos robots! No aceptamos nada a ciegas.
—¿Y quiénes son esos «nosotros»? —preguntó Kostoglótov con un rictus burlón en su semblante, sobre el que caía un mechón de pelo.
—¡Nosotros! ¡Nuestra generación!
—¿Por qué, entonces, han aceptado como artículo de fe lo del origen social? Eso no es marxismo, sino racismo.
—¿Oyen lo que dice? —Rusánov casi rugió de dolor.
—Sí, y lo repito —añadió, tajante, Kostoglótov.
—¿Le oyen? ¿Le oyen? —Rusánov se tambaleó levemente y, con un movimiento de brazos que abarcó toda la sala, requirió la atención de todos los presentes—. ¡Reclamo testigos! ¡Reclamo testigos! ¡Esto es un sabotaje ideológico!
Entonces Kostoglótov, impetuoso, bajó los pies de la cama. Con un movimiento de ambos codos hizo ante Rusánov un gesto de los más indecentes acompañándolo del juramento más obsceno que suele verse escrito en la mayoría de las tapias:
—¡No es un sabotaje ideológico! ¡Simplemente os…! ¡Hijos de… estáis acostumbrados a tildar de saboteador ideológico a quien discrepa lo más mínimo de vosotros!
Ofendido, ultrajado por aquella chulería rufianesca, por aquella abominable gesticulación y aquel sucio lenguaje, Rusánov se asfixiaba esforzándose por ajustarse las gafas, que se le habían deslizado de su sitio. Kostoglótov continuaba profiriendo gritos que retumbaban en la sala e incluso se oían desde el pasillo (Zoya llegó a acercarse a la puerta para ver si sucedía algo).
—¿Por qué cloquea usted como un charlatán «el origen social», «el origen social»? ¿Sabe lo que se decía en los años veinte? «¡Muéstreme sus callos! ¿Cuál es el motivo de que sus manos estén tan blanquitas y tan suaves?».
—¡Yo he trabajado! ¡He trabajado! —vociferó Rusánov, que distinguía con dificultad a su denostador porque no lograba ajustarse las gafas.
—Le ere… o —berreó execrablemente Kostoglótov—. Le ere… o. Seguro que hasta habrá participado en algún trabajo colectivo voluntario, habrá levantado alguna viga, pero habrá abandonado la faena a mitad de jornada. Pero yo, que quizá sea hijo de un comerciante de tercera categoría, he arrimado el hombro toda mi vida. ¡Mire mis callos! ¿Qué? ¿Soy un burgués? ¿Qué he heredado de mi padre? ¿Acaso diferente clase de eritrocitos o leucocitos? Por eso le digo que su punto de vista no es clasista, sino racista. ¡Y usted es un racista!
Rusánov, injustamente ultrajado, dio un agudo chillido, dijo algo a Vadim expresando su viva indignación, pero no se levantó. El filósofo movía con desaprobación su voluminosa cabeza bien modelada y peinada con sumo esmero. ¿Quién iba a escuchar su quebrantada voz?
No obstante, se acercó a Kostoglótov y, mientras este recuperaba el aliento, tuvo tiempo de susurrarle:
—¿Conoce usted la expresión «proletario de origen»?
—Sí, ¡pero aunque diez abuelos suyos hayan sido proletarios, si él no trabaja, deja de ser proletario! —se desgañitó Kostoglótov—. ¡Y se convierte en una alimaña, no en un proletario!, pendiente sólo de que le concedan la pensión personal. Se lo he oído decir —y al ver que Rusánov abría la boca, siguió atizándole sin compasión—: ¡Usted no siente amor por la patria, sólo por la pensión! Quiere recibirla cuanto antes, ¡a los cuarenta y cinco años! ¡Y yo que fui herido en los combates de Vorónezh, que nada poseo aparte de mis botas remendadas, amo de verdad a mi patria! ¡Yo, que por estos dos meses de baja no cobraré nada, seguiré amándola igual!
Gesticulaba con sus largos brazos y casi tocaba a Rusánov. De repente, el ardor de la disputa era el mismo que había mostrado en las discusiones que se suscitaban en la prisión. De ellas rebotaban ahora hacia él las frases y argumentos oídos en otra época a personas que probablemente ya no estarían vivas. En su arranque de cólera, su mente se ofuscó, y la estrecha sala cerrada, repleta de lechos y de personas, le pareció la celda de una cárcel. Por eso los juramentos acudían prestos a su boca; por eso estaba dispuesto a pelearse allí mismo si fuese necesario.
Comprendiendo esto, sabiendo que Kostoglótov era muy capaz de asentarle la mano en pleno rostro, ante su ira e impetuosidad, Rusánov se retuvo aunque sus ojos reflejaban una cólera arrebatada.
—¡La pensión para mí está de más! ¡No la necesito! —vociferaba Kostoglótov como fin de su alegato—. ¡Soy más pobre que las ratas y me enorgullezco de serlo! ¡No tengo ambiciones! ¡Ni siquiera anhelo un salario elevado! ¡Lo desdeño!
—¡Eh, eh! —interrumpió el filósofo—. El socialismo estipula un sistema diferencial de salarios.
—¡Váyase al cuerno con su sistema diferencial! —Kostoglótov se enfureció—. Entonces, ¿qué? En el camino hacia el comunismo, ¿deben los privilegios de unos incrementarse frente a los privilegios de otros? ¿Es que para llegar a ser iguales hay que establecer antes la desigualdad? ¿Y a eso llaman ustedes dialéctica?
Gritaba y sus gritos le producían dolor más arriba del estómago y endurecían su voz.
Vadim pretendió intervenir varias veces, pero Kostoglótov no le dejó meter baza, pues sacaba a relucir más y más argumentos, lanzándolos como la esfera que derriba los palos en el juego de bolos.
—¡Oleg! —Vadim intentó detenerle de nuevo—. ¡Oleg! Nada más fácil que criticar a una sociedad que acaba de fundarse. No hay que olvidar que sólo tiene cuarenta años de existencia no cumplidos.
—¡Tampoco yo tengo más años! —respondió con viveza Kostoglótov—. ¡Y siempre seré más joven que esta sociedad! ¿Se espera por ello que guarde silencio toda mi vida?
Deteniéndole con un gesto de la mano, suplicando compasión para su laringe, el filósofo murmuró frases persuasivas sobre la diferente aportación en el trabajo de quienes friegan el suelo de la clínica y de las personas que dirigen los servicios de Sanidad.
A estas palabras aún habría vociferado Kostoglótov algo descabellado, pero, inesperadamente, desde su retirado rincón de la puerta, se destacó Shulubin, olvidado de todos. Se arrastró hacia ellos con pasos torpes, con su aspecto desaliñado y la bata zarrapastrosa, como quien accidentalmente se levanta de la cama por la noche. Todos se asombraron al verle. Ante el filósofo, alzó un dedo y, en medio del silencio de la sala, le preguntó:
—¿Recuerda usted lo que prometían las «tesis de abril»? El director de Sanidad no debería cobrar más que Nelia.
Y cojeando volvió a su rincón.
—¡Ajá! ¡Ajá! —exclamó con regocijo Kostoglótov por el inesperado apoyo. ¡El viejo le había echado una manita!
Rusánov se había sentado dándoles la espalda. Le era imposible seguir mirando a Kostoglótov. En cuanto a la repulsiva lechuza del rincón, no en vano había sentido Pável Nikoláyevich inquina contra él desde un principio. No podía haber expresado una idea más brillante. ¡Equiparar al director de Sanidad con una fregona!
Todos se dispersaron de golpe y Kostoglótov ya no halló con quién proseguir la discusión.
Vio que Vadim, que no había abandonado la cama durante la disputa, le hacía una seña para que se aproximara a él. Le invitó a sentarse a su lado y, sin alzar la voz, trató de hacerle comprender:
—Su sistema de evaluación es erróneo, Oleg. Y se equivoca porque compara el presente con el futuro ideal. Compárelo con las llagas y la podredumbre que constituyeron la historia de la Rusia predecesora al año 17.
—Yo entonces no vivía y lo desconozco —Oleg bostezó.
—No es preciso haber vivido para estar perfectamente enterado. Lea a Saltykov-Shedrín[27] y no precisará otros manuales.
Kostoglótov volvió a bostezar, no quiso discutir más. El ejercicio de sus pulmones había dañado su estómago o su tumor. Eso representaba que no podía hablar a gritos.
—¿Ha servido en el Ejército, Vadim?
—No. ¿Por qué?
—¿Cuál fue el motivo?
—En nuestro Instituto se efectuaba un adiestramiento militar superior.
—¡Ah!… Pues yo serví siete años como sargento. Nuestro Ejército se denominaba entonces «de Obreros y Campesinos». El jefe de sección cobraba veinte rublos y el comandante de compañía seiscientos, ¿entendido? En el frente, los oficiales recibían una ración extra: galletas, mantequilla, conservas. Y se ocultaban de nosotros cuando comían, ¿entendido? Se avergonzaban. Y nosotros construíamos sus blindajes antes que los nuestros. Yo entonces era sargento, lo repito.
Vadim frunció el ceño.
—¿Con qué finalidad me cuenta todo eso?
—Para que se dé cuenta de dónde se encuentra entre nosotros la mentalidad burguesa, ¿Quién cree que la tiene?
Aparte de lo que acababa de decir, Oleg ya había despotricado hoy en demasía, lo suficiente para serle aplicado un artículo del Código Penal. Pero sentía cierto amargo desahogo, pues muy poco podía perder.
Bostezó sonoramente una vez más y se dirigió a su lecho. Dio otro bostezo y otro.
¿Por cansancio o por causa de la enfermedad? ¿O porque aquellas disputas y controversias, aquellas palabras intercambiadas, aquellos ojos sañudos y malignos se le antojaron de pronto el chapoteo en una ciénaga, que no admitía en absoluto parangón con sus enfermedades, con su expectación ante la inminencia de la muerte?
Le habría gustado abordar algo completamente distinto, algo puro, inquebrantable.
Pero Oleg no tenía idea de dónde existiría tal cosa.
Aquella mañana recibió otra carta de los Kadmin. Entre otros asuntos, el doctor Nikolái Ivánovich aludía al origen del dicho «Una palabra suave quiebra hasta los huesos». En el siglo XV existía en Rusia el llamado Compendio razonado, especie de colección de crónicas manuscritas. Narrábase en él la historia de un tal Kitovrás (Nikolái Ivánovich era versado en temas antiguos). Kitovrás vivía en un remoto desierto y sólo podía caminar en línea recta. El rey Salomón le atrajo con engaños y le aprisionó con cadenas. Le llevaron a tallar piedras. Pero Kitovrás únicamente caminaba en línea recta y cuando le conducían por las calles de Jerusalén derribaban las casas para despejar el camino. Se topó con la casucha de una viuda. Esta rompió en llanto, implorando a Kitovrás que no destruyeran su mísera casita. Su ruego fue escuchado. Kitovrás empezó a doblarse, a encogerse, a contorsionarse, procurando evitar la casita, y se quebró una costilla. Pero dejó la casa intacta y fue entonces cuando dijo: «Una palabra suave quiebra hasta los huesos, pero una palabra dura suscita la ira».
Y Oleg ahora reflexionaba: «Comparados con el tal Kitovrás y con los cronistas del siglo XV, por rudos que fuesen, nosotros somos unos lobos».
¿Quién, en nuestros tiempos, sacrificaría una costilla en respuesta a una palabra suave?…
Los Kadmin no daban comienzo a su carta con esta historia. (Oleg la sacó a tientas de la mesilla). Le escribían:
«Querido Oleg:
Sufrimos una pena muy grande.
Han matado a Escarabajo.
El consejo municipal ha contratado a dos cazadores para que recorran las calles y rematen a los perros. Y han andado por ahí disparando contra ellos. Ocultamos a Tóbik, pero Escarabajo se soltó y se puso a ladrarles. ¡Él, como si lo presintiera, siempre había temido hasta el objetivo de la cámara fotográfica! Le dispararon en un ojo y cayó al borde de la acequia, quedando su cabeza suspendida sobre ella. Cuando nos acercamos a él aún se convulsionaba. ¡Era espantoso ver su enorme corpachón crispado por los espasmos!
Nos parece que la casa ha quedado vacía. Y en nuestro interior late un sentimiento de culpabilidad ante Escarabajo por no haberlo sabido retener, por no haberlo ocultado.
Le hemos dado sepultura en un rincón del jardín, próximo al cenador…».
Oleg, acostado, se imaginaba a Escarabajo. No era precisamente muerto como se lo representaba, con el ojo sanguinolento y la cabeza colgando del bordillo de la acequia. Veía sus dos patas y su descomunal, bondadosa y entrañable cabeza de orejas ursinas obstruyendo la ventana de su casucha cuando iba a verle y le pedía que le abriese la puerta.