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3 de marzo de 1955
Queridos Yelena Alexándrovna y Nikolái Ivánovich:
Ahí les ofrezco un enigmático cuadro. ¿Qué es y dónde ocurre? Hay rejas en las ventanas, pero sólo en el piso bajo, como protección contra los ladrones; son, además, de hierro forjado con figuras que parten como rayos del mismo ángulo; por cierto, no hay «bozales» que impidan hablar. En las habitaciones, camas con equipo completo de ropa, y en cada cama un hombrecillo aterrorizado. Por la mañana, bollo, azúcar y té (el exceso consiste en que después viene el desayuno). En las primeras horas del día, reconcentrado silencio, nadie desea hablar con nadie; por la tarde, en cambio, alboroto y discusión general y animada: disputas por abrir o cerrar las ventanitas, debates acerca de a quién aguarda lo más halagüeño y a quién lo peor, o sobre la cantidad de ladrillos que tiene la mezquita de Samarcanda. Durante el día nos «sacan» de uno en uno para conversar con los superiores, para tratamiento, o para recibir a los familiares que llegan de visita. Ajedrez, libros. Paquetes que llegan y destinatarios que revientan de gozo con ellos. A algunos les vale de dieta complementaria que, ciertamente, no está de más (lo digo con conocimiento de causa porque yo también la recibo). A veces efectúan registros y te despojan de tus pertenencias personales, viéndote obligado a ocultarlas y a luchar por el derecho a pasearte. El baño, gran acontecimiento y, al mismo tiempo, una calamidad. ¿Estará caldeado? ¿Habrá agua suficiente? ¿Qué ropa interior te darán? Nada tan divertido como la llegada de un novato, con sus absurdas preguntas y su absoluto desconocimiento de lo que le espera…
Qué, ¿han adivinado? Objetarán, naturalmente, que miento más que un sacamuelas: Si se trata de una cárcel de tránsito, ¿dónde se ha visto que haya en ellas equipos completos de ropa de cama? Si es una prisión preventiva, ¿cómo no menciona los interrogatorios nocturnos? Me imagino que esta carta será controlada en la oficina de Correos de Ush-Terek, por lo cual no me aventuro en más analogías.
Este es el género de vida que desde hace cinco semanas aguanto en el pabellón de cancerosos. Hay momentos en que me parece haber retornado a la antigua vida sin que pueda vislumbrar su fin. Lo más desesperante es que estoy aquí por plazo indefinido, hasta que tengan a bien soltarme (y el permiso de la comandancia sólo tiene vigencia para tres semanas que, de hecho, ya han expirado y podrían juzgarme por delito de evasión). Nada me dicen sobre cuándo me darán el alta, nada me prometen. Por lo visto, según las reglas de la medicina, deben exprimir del paciente todo lo exprimible, para dejarle ir únicamente cuando su sangre ya no pueda asimilar nada.
Y ahí tienen los resultados: aquella mejoría que ustedes, en su anterior carta, calificaron de «estado eufórico», que yo gocé a las dos semanas de tratamiento cuando, efectivamente volví dichoso a la vida, se ha esfumado sin dejar rastro. Ha sido una verdadera pena que entonces no insistiera en darme de alta. Todo lo beneficioso de mi tratamiento ha terminado; ahora empieza lo perjudicial.
Me están acribillando con irradiaciones: dos sesiones diarias de 20 minutos cada una, 300 rad cada veinte minutos. Y aunque hace mucho que he olvidado los dolores con los que llegué de Ush-Terek, ¡ahora conozco las náuseas producidas por la radioterapia!, (aunque las inyecciones que me dan quizá no sean ajenas a ella, quizá todo el tratamiento contribuya a provocarla). ¡Se afinca en mi pecho y puede durar horas enteras! Como pueden suponer, he dejado de fumar y, además, de modo espontáneo. Me siento a disgusto, sin ganas de pasear, sin deseos de permanecer sentado; he descubierto la única postura en la que me encuentro bien (en ella les escribo ahora, por eso lo hago con lápiz y con letra harto irregular): tumbado de espalda, sin almohada, las piernas un poco alzadas y la cabeza colgando ligeramente de la cama. Cuando me llaman para la correspondiente sesión y entro en el departamento, en el que se aprecia un denso olor «a rayos», temo ponerme a vomitar. El remedio contra estas náuseas son los pepinillos y la col en salmuera. Naturalmente, no se pueden adquirir en la clínica ni en el centro médico y, por otro lado, tampoco se autoriza a los enfermos a franquear las puertas de la calle. «Que se los traigan sus familiares», te dicen. ¡Los familiares! ¡Seguro que nuestros familiares corren a cuatro patas por la taiga de Krasnoyarsk! ¿Qué otra salida le queda, pues, al pobre prisionero? Me calzo mis botas, me ajusto bien mi bata con el cinturón del Ejército y a paso de lobo me encamino a un punto en el que la tapia del centro médico está medio derruida. La salto, atravieso la vía del tren y en cinco minutos me planto en el mercado. Ni en las callejuelas de las cercanías, ni en el mercado, provoca mi facha el asombro ni la risa de nadie. En mi opinión, ello es un indicio de la salud espiritual de nuestro pueblo, que está acostumbrado a todo. Recorro el mercado regateando con aire ceñudo. Como sólo los viejos prisioneros saben hacerlo (y ante una bien cebada y amarillenta gallina, preguntan: «Tía, ¿cuánto pides por este pollito tuberculoso?»). Mas ¿de cuántos rublos puedo disponer yo? ¿Con cuántos esfuerzos los he ganado? Mi abuelo decía: «El kopek es la salvaguardia del rublo; y el rublo, de la cabeza». Era muy inteligente mi abuelo.
Sólo los pepinillos me ayudan a ir tirando, no tengo ganas de comer nada. Me duele la cabeza y he padecido en una ocasión verdaderos mareos. Cierto es que el tumor no abulta ya ni la mitad que antes, y sus bordes se han reblandecido; ya no es fácil localizarlo con los dedos. Pero, por otro lado, mi sangre se va descomponiendo gradualmente y me dan unas medicinas específicas que deben incrementar el porcentaje de leucocitos (y que al propio tiempo, destruirán algo); y a fin de «provocar la leucocitosis» (así lo denominan en su jerga) quieren ponerme… unas inyecciones de leche. ¡Una verdadera salvajada! Yo les digo que me den a beber un buen jarro de leche fresca. Por nada del mundo me dejaré inyectar.
También me amenazan con una transfusión de sangre, a la cual me resisto igualmente. Me salva el hecho de que mi sangre pertenece al grupo primero, del que raramente disponen.
En resumidas cuentas, mis relaciones con la doctora que dirige el departamento de radioterapia son algo tirantes; en cada encuentro con ella, se arma la discusión. Es una mujer muy severa. La última vez se puso a auscultarme el pecho, asegurando que no se notaba «reacción al sinestrol»; que, por tanto, yo rehuía las inyecciones y la estaba engañando. Como es natural, me indigné. (En realidad, la estoy engañando).
Sin embargo, me cuesta más trabajo mostrarme intransigente con la doctora encargada de mi tratamiento. ¿Por qué? Pues porque es sumamente gentil. (Usted, Nikolái Ivánovich, prometió explicarme en cierta ocasión el origen del dicho: «Una palabra suave, hasta los huesos quiebra». Recuérdelo ahora, por favor). No solamente es incapaz de proferir un grito, sino ni siquiera de fruncir las cejas como es debido. Si ha de prescribirme algo que no es de mi agrado, baja la vista con turbación. Y yo, sin explicarme la razón, cedo. Pero hay ciertos detalles que es embarazoso discutirlos entre los dos: aún es joven, más joven que yo, y me contraría preguntarle para llegar al fondo del asunto. De paso les diré que es una mujer atractiva.
Hay también en ella algo de escolasticismo; tiene una fe inquebrantable en los métodos de cura instituidos y me veo impotente para hacerla titubear. En general, nadie condesciende a discutir conmigo sobre dichos métodos, nadie quiere formar conmigo una alianza razonable. Me veo obligado a aplicar el oído a las conversaciones de los médicos, a meterme en conjeturas, a completar lo omitido y a procurarme libros de medicina para adquirir una idea clara de mi situación.
A pesar de todo me es igualmente difícil decidirme. ¿Qué debo hacer? ¿Cómo obrar acertadamente? Por ejemplo, me examinan con frecuencia la base de las clavículas. ¿Hasta qué punto es cierto que pueden manifestarse en ella las metástasis? ¿Qué objeto persiguen al ametrallarme con miles y miles de irradiaciones? ¿El de evitar, en efecto, el resurgimiento del tumor? ¿O sólo tratan de prevenir cualquier contingencia, de contar, como los constructores de puentes, con una garantía de solidez cinco o diez veces mayor? ¿O, simplemente, por cumplir de modo rutinario e indiferente las instrucciones, pues, en caso contrario, perderían su puesto de trabajo? Pero ¡esas instrucciones me tienen a mí sin cuidado, puedo ignorarlas! Si me dijeran francamente la verdad, podría romper este cerco… Pero no me la dicen.
Ni un solo minuto habría vacilado, me habría peleado con ellos y hace tiempo que me habría marchado de aquí, de no ser porque me vería privado de su certificado, ¡del santo certificado!, que tan necesario le es al exiliado. Si el comandante o el jefe de seguridad quisieran enviarme mañana a trescientos kilómetros, en pleno desierto, yo podría avalarme con mi certificado: «¡Un momento, por favor, ciudadano jefe! ¡Aquí se dice que debo estar en permanente observación, en tratamiento médico!». ¿Cómo va a renunciar un ex prisionero al certificado médico? ¡Sería inconcebible!
Así pues, a usar astucias de nuevo, a fingir, a engañar, a ir dando largas al asunto, ¡de lo que ya estoy harto, harto para toda la vida! (Por cierto, a veces uno se rinde ante tanta marrullería y comete errores. Yo mismo me he ido de la lengua sobre la carta de la asistenta del laboratorio de Omsk, la misma que les rogué a ustedes me enviaran. La he entregado, se han quedado con ella y la han incluido en mi historia clínica. He comprendido demasiado tarde que la jefa del departamento me ha hecho caer en el lazo: sin la carta posiblemente habría titubeado en aplicarme la hormonoterapia; pero ahora me la aplicará con toda seguridad). El certificado, me hace falta el certificado, e irme de aquí por las buenas y sin discusiones.
Cuando vuelva a Ush-Terek remataré al tumor con la raíz del issyk-kul para que no deje a su paso rastro alguno de metástasis. Hay algo noble en la medicación con un fuerte veneno: este no pretende hacerse pasar por medicina inocua, sino que proclama abiertamente: «¡Soy veneno! ¡Ojo! De lo contrario…». Y sabemos perfectamente a lo que nos exponemos.
¡No pido una larga vida! ¿Qué me puede ofrecer el futuro?… He vivido, primero, bajo la constante vigilancia de la escolta; después, siempre martirizado por los dolores. Ahora aspiro a una corta existencia, pero libre de la escolta y de los dolores, sin lo uno y sin lo otro a un tiempo. Esta es toda mi ilusión. No pretendo Leningrado ni Río de Janeiro; me conformo con regresar a nuestro rincón perdido, a nuestro humilde Ush-Terek. Se aproxima el verano y durante él quiero dormir en mi petate bajo las estrellas, para saber, al despertarme de noche, la hora que es guiándome por la posición de Cisne y Pegaso. Vivir así un solo verano, poder contemplar las estrellas no deslumbradas por los aletargados faroles; y después nada me importaría no despertarme más. ¡Ah, sí! También quiero, Nikolái Ivánovich, ir con usted (y con Escarabajo y con Tóbik, naturalmente) cuando los calores amainen, por el senderillo de la estepa hasta el río Chu, y allí, en el lugar más profundo, donde el agua cubre más arriba de las rodillas, sentarme en el fondo arenoso con las piernas en dirección a la corriente y continuar en esta postura largo, largo rato, emulando en inmovilidad a las garzas reales de la orilla opuesta.
Nuestro Chu no alcanza ningún mar, ni lago, ni extensión considerable de agua. ¡Es un río que acaba su vida entre las arenas! Un río que no desemboca en ningún sitio, que de paso y fortuitamente va ofrendando el don de sus mejores aguas y de sus mejores energías. Amigos míos, ¿no es, pues, imagen fiel de nuestras vidas de prisioneros? Nada se nos permite realizar, estamos condenados a extinguirnos en la ignominia; lo mejor que poseemos es el espacio entre dos meandros de un río en el que aún no hemos languidecido, y todo el recuerdo que quedará de nosotros será aquello que, como el agua que cabe en el cuenco de las manos, nos ofrezcamos unos a otros en nuestros contactos humanos, en nuestras conversaciones, en nuestra solidaridad.
¡Un río que vierte sus aguas en las arenas…! Pero los doctores quieren privarme de este último meandro. En virtud de no sé qué derecho (y no se les pasa por las mientes preguntarse si tal derecho les asiste) deciden, prescindiendo de mí y a mis espaldas, someterme a tan terrible tratamiento como la hormonoterapia. Es como si te aplicaran un hierro candente: con una sola vez basta para que te conviertas en un inválido para toda la vida. ¡Y esto se conceptúa como cosa trivial en la rutina de la actividad cotidiana de la clínica!
Tiempo atrás ya había reflexionado, ahora con mayor motivo aún, acerca de cuál es, en resumidas cuentas, el precio supremo de la vida. ¿Cuánto debe pagarse por ella? ¿Cuánto no debe pagarse? En la actualidad enseñan en las escuelas que «lo más precioso que posee el hombre es la vida, la cual se le concede una sola vez». O sea, que uno debe aferrarse a la vida al precio que sea… A muchos de nosotros, el campo de concentración nos ha ayudado a comprobar que la traición, que causar la ruina de excelentes e indefensas personas, representa un precio demasiado elevado, que nuestra vida no lo vale. En cuanto a la adulación y al servilismo, las voces del campo se dividían; había quienes opinaban que tal precio era tolerable. Quizá tuvieran razón.
Pero ¿y a este precio? ¿Conservar la vida a cambio de cuanto le confiere colorido, fragancia y emoción? ¿Aceptar una vida meramente digestiva, respiratoria y de actividad muscular y cerebral, y nada más? Ser un esquema ambulante, ¿no sería pagar un precio excesivamente caro por ella? ¿No constituiría una burla? ¿Deberé pagarlo? Después de siete años de Ejército y de otros siete de campo de concentración —dos veces siete, plazo doblemente fantástico o doblemente bíblico—, ¿no sería un precio vilmente abusivo la pérdida de la facultad de discernimiento entre un hombre y una mujer?
Su última carta (que ha llegado con rapidez, en tan sólo cinco días) ha tenido la virtud de excitarme. ¿Dicen que ha llegado a nuestro distrito una expedición geodésica? ¡Qué alegría sería para mí situarme ante el teodolito y trabajar, aunque no fuera más que un año, como un ser humano! Pero ¿me admitirían? Porque forzosamente tendría que traspasar los límites de la zona de destierro. Por otro lado, esos trabajos suelen ser altamente secretos, sin excepción, y yo soy un hombre marcado.
Ya no tendré ocasión de ver los filmes El puente de Waterbo y Roma, ciudad abierta, que encomian en su carta. En Ush-Terek no los proyectarán por segunda vez y aquí únicamente podría ir al cine después de que me dieran el alta, y, además, tendré que pasar la noche en algún sitio. Pero ¿dónde? Aunque cualquiera sabe si, cuando salga de aquí, no tendré que andar a cuatro patas.
Me ofrecen Ustedes girarme algún dinerillo. Gracias. En un principio tuve la intención de rehusarlo, pues toda mi vida he procurado evitar las deudas y lo he conseguido. Mas he recordado que a mi muerte puedo dejar alguna herencia: ¡el chaquetón de piel de cordero de Ush-Terek es una prenda de valor! ¿Y los dos metros de paño negro que hacen las veces de manta? ¿Y la almohada de pluma, regalo de Melchuk? ¿Y los tres cajones convertidos en cama? ¿Y las dos cazuelas? ¿Y la escudilla del campo? ¿Y la cuchara? ¡Eso sin mencionar el cubo, ni la madera de saksaúl, ni el hacha! Y por último, ¡la lámpara de petróleo! En fin, que he sido un negligente al no hacer testamento.
En suma, les agradecería me enviaran ciento cincuenta rublos (no más). Tendré en cuenta su encargo del permanganato, el bicarbonato y la canela. Piensen si necesitan alguna cosa más y comuníquenmelo. ¿Tal vez una plancha más ligera? No tengan inconveniente en pedirme lo que sea, pues no dejaré piedra sin remover para conseguirlo.
Veo, Nikolái Ivánovich, que, según su boletín meteorológico, por ahí aún hace frío y que la nieve no ha desaparecido todavía. Aquí, por el contrario, la primavera es tal que casi resulta desmesurada e incomprensible.
A propósito de la meteorología. Si ven a Inna Strom, transmítanle mis más calurosos saludos. Díganle que aquí me acuerdo mucho…
Pero no. Tal vez sea preferible que no le digan nada…
En mi interior cantan ciertos vagos sentimientos; yo mismo no sé lo que deseo, ni si tengo derecho a desear algo. Mas cuando recuerdo nuestra gran consoladora, la estupenda sentencia: «Tiempos pasados fueron peores», me reanimo inmediatamente. Quizás otros tengan más motivos para humillar la cabeza, pero nosotros hemos de proseguir firmes. ¡Hemos de continuar en la brecha!
Yelena Alexándrovna comenta que en dos tardes ha escrito diez cartas. Y he pensado: ¿Quién en estos tiempos es capaz de recordar a los amigos lejanos y dedicarles una tarde tras otra? Esta es la razón de que me complazca escribirles extensas cartas, porque sé cómo las leerán en voz alta, cómo las releerán y revisarán frase tras frase para responder a cada cuestión.
¡Que sigan, amigos míos, tan felices y gozosos!
Suyo,
Oleg.