21
Por azar Oleg se tropezó con ella en la misma entrada de la clínica. Se hizo a un lado, sujetando la puerta para que ella pasara. Pero si no se hubiera apartado posiblemente le habría derribado, pues caminaba impetuosa y con el busto ligeramente adelantado.
De una rápida ojeada captó su aspecto: los cabellos castaños tocados con una boina azul; la cabeza firme, como si se opusiera a la dirección del viento; el abrigo de corte harto extravagante, con un sobrecuello inverosímilmente largo, prendido a la garganta.
Si hubiera sabido que era la hija de Rusánov, seguramente habría vuelto a la sala; pero como no tenía noción de ello, se encaminó con paso cadencioso hacia su infrecuentada vereda.
Avieta no tuvo grandes dificultades para recibir el permiso de subida a la sala porque su padre estaba muy débil y porque era jueves, día de visita. Se despojó del abrigo y sobre su jersey color rojo Burdeos echaron una bata blanca de tan exiguo tamaño que sólo en su niñez le habrían podido entrar las mangas.
Después de la tercera inyección que le pusieron ayer, Pável Nikoláyevich se debilitó mucho más y, sin una necesidad extrema, no asomaba los pies de debajo de la manta. Se movía poco, no se ponía las gafas ni se inmiscuía en las conversaciones. Su fuerza de voluntad se había desmoronado, rindiéndose al desaliento. El tumor, que al principio le enojó y luego le amedrentó, se alzaba ahora con todos sus derechos. Ya no era él, sino el tumor el que decidiría lo que habría de ocurrir.
Pável Nikoláyevich sabía que aquella misma mañana Avieta había llegado en avión desde Moscú y la esperaba. Como siempre, la aguardaba con alegría, empañada hoy por cierta aprensión. Habían acordado que Kapa le pondría al corriente de la carta de Minái y que le relataría verazmente todo lo relativo a Ródichev y Guzún. Hasta entonces no hubo motivo para que lo supiera, pero ahora necesitaban recurrir a su cordura y consejo. Avieta era una joven sensata; su lucidez nunca fue menor que la de sus padres, sino mayor. No obstante, él estaba algo intranquilo. ¿Cómo interpretaría ella esa historia? ¿Sabría situarse en el tiempo y en las circunstancias en que se produjo y podría comprender? ¿No les afearía su conducta con despreocupada inconsideración?
Avieta también entró en la sala con ímpetu, como si se encarara a la acción del viento, a pesar de que en una mano portaba una pesada bolsa y con la otra se sujetaba la bata a los hombros. Su joven y lozano rostro resplandecía sin que se vislumbrara en él esa tierna conmiseración con la que la gente suele acercarse al lecho de los enfermos graves, expresión que a Pável Nikoláyevich le habría apenado ver en la cara de su hija.
—¿Qué hay, padre? ¿Cómo estás? —saludó con viveza, sentándose en la cama y besándole espontánea y efusivamente en las mejillas fláccidas y sin rasurar, primero en la derecha y luego en la izquierda—. Bien, ¿cómo te sientes hoy? ¡Cuéntame!
Su estampa saludable y su animoso requerimiento transmitieron algún brío a Pável Nikoláyevich, reanimándole algo.
—Ya ves, ¿qué puedo decirte? —dijo con lentitud y desfallecimiento, como si hablara consigo mismo—. No creo que haya disminuido, no. Pero me da la impresión de que puedo mover la cabeza con un poquito más de soltura. Sí, con un poco más; parece que me molesta menos.
Sin consultarle, pero también sin lastimarle, la hija le desabrochó el cuello del pijama y contempló atentamente el tumor como el médico que diariamente puede efectuar un examen comparativo.
—No es nada alarmante —diagnosticó—. Simplemente, una glándula inflamada. Mamá me escribió en tales términos que pensé encontrarme aquí con algo espantoso. Y ya ves: tú mismo dices que has mejorado, ¿no? Lo cual quiere decir que las inyecciones te han ayudado, que irá reduciéndose y cuando sea dos veces menor ni siquiera te molestará y podrás abandonar el hospital.
—Sí, en efecto —suspiró Pável Nikoláyevich—; si se hiciera dos veces más pequeño, podría seguir viviendo.
—¡Y continuar el tratamiento en casa!
—¿Crees que podría ponerme las inyecciones en casa?
—¿Por qué no? Cuando te acostumbres a ellas podrás seguir el tratamiento en casa. ¡Ya lo pensaremos y lo decidiremos!
Pável Nikoláyevich se sintió contento. No sabía si le autorizarían o no a seguir inyectándose en su domicilio, pero la sola determinación de su hija de lanzarse al ataque para lograrlo le colmaba de orgullo. Avieta se inclinaba hacia él, que, sin gafas, podía distinguir bien su sincero, abierto y honesto rostro, tan enérgico y lleno de vida, de palpitantes membranas nasales y trémulas cejas que temblaban sensitivamente ante cualquier injusticia. ¿No fue Gorki quien dijo: «Si tus hijos no son mejores que tú, en vano los has traído al mundo y vana ha sido tu existencia»? Pável Nikoláyevich no había vivido en vano.
A pesar de todo, estaba preocupado. ¿Se habría enterado de aquello? ¿Qué diría ahora?
Pero ella no se apresuraba a abordar el tema y siguió interrogándole acerca de su tratamiento y de la clase de médicos que había en la clínica; inspeccionó después su mesilla, comprobó lo que había comido y retiró los alimentos echados a perder para sustituirlos por otros recientes.
—Te he traído un vino reconstituyente del que puedes tomar una copita de vez en cuando. Y también caviar rojo, el que te gusta, ¿no?
Y naranjas de Moscú.
—Está bien, sí.
Luego ella dirigió una mirada analítica a la sala y a las personas que la ocupaban. Con un significativo fruncimiento de la frente le dio a entender que el sitio era de una intolerable y lastimosa mezquindad, pero que había que afrontarlo con filosofía.
Aunque al parecer nadie los escuchaba, se acercó más a su padre, inclinándose, y continuaron hablando aparte, para ellos solos.
—¡Sí, papá, es terrible! —Avieta abordó directamente el tema fundamental—. En Moscú ya no es una novedad y se habla mucho de ello. Se ha iniciado una revisión casi masiva de los procesos.
—¿Masiva?
—Sí, masiva, como suena. Es como si se hubiera desencadenado una epidemia. ¡Una conmoción! ¡Como si se pudiera volver atrás la rueda de la historia! ¿Quién puede hacerlo? ¿Quién se atrevería? Está bien, justa o injustamente se les condenó en determinada época; pero ¿a santo de qué se permite el regreso de esos deportados? Trasplantarlos ahora a sus antiguas vidas sería un proceso doloroso, atormentador; sería cruel para los propios exiliados en primer lugar. Por otro lado, algunos ya han muerto. ¿Para qué inquietar, pues, a los espectros? ¿Para qué suscitar en los familiares esperanzas infundadas y sentimientos de desquite?… Además, ¿qué significa en sí la palabra «rehabilitado»? ¡Porque en modo alguno puede expresar que el condenado fuera totalmente inocente! De algo tendría que ser culpable, por trivial que fuese.
¡Oh, qué inteligente! ¡Con qué ecuánime apasionamiento se explicaba! Antes de referirse a su asunto particular, Pável Nikoláyevich ya sabía que contaría con el apoyo de su hija. Que Alia no le abandonaría.
—¿Conoces casos concretos de regresos? ¿También regresan a Moscú?
—Sí, también a Moscú. Precisamente acuden a Moscú como las moscas a la miel. ¡Y qué hechos tan trágicos se originan! ¿Te imaginas a un hombre que viva absolutamente tranquilo y que inesperadamente le citen allí… a un careo? ¿Te lo imaginas?
Pável Nikoláyevich hizo una mueca, como si deglutiera algo agrio. Avieta reparó en ella, pero siempre exponía su idea hasta el final sin poderse contener.
—Y allí le invitan a repetir lo que dijo hace veinte años. ¿Te lo imaginas? ¿Quién es capaz de recordarlo? ¿Y quién se beneficia con ello? Está bien; si tanto les urge rehabilitarlos, que lo hagan, pero ¡sin careos! ¡Sin sacar de quicio a la gente! ¡Un individuo estuvo a punto de ahorcarse cuando regresó a su casa!
Pável Nikoláyevich yacía inundado de sudor. Hasta ahora no se le había ocurrido la idea de que pudieran exigirle una confrontación con Ródichev, con Yelchanski o con alguien más, de que tuviera que verse cara a cara con ellos.
—¿Quién obligó a esos imbéciles a firmar sus confesiones con tales patrañas? ¡Qué se hubieran negado! —La ágil mente de Alia abordaba todas las facetas de la cuestión—. Y, en suma, ¿cómo se atreven a remover ese veneno sin miramientos hacia quienes entonces trabajaron? ¡Tendrían que pensar precisamente en ellos! ¡En cómo van a superar estos cambios repentinos!
—¿Te ha contado tu madre…?
—Sí, papaíto, me lo ha dicho. Y eso no debe preocuparte en absoluto —con sus dedos seguros y fuertes tomó a su padre por los hombros—. Te explicaré, si quieres, mi modo de comprenderlo. El hombre que avanza «señalizando» es un hombre de vanguardia, consciente; trabaja impulsado por las mejores intenciones en pro de la sociedad. El pueblo lo comprende y se lo agradece. Ese hombre puede equivocarse en casos aislados, ya que el único que no se equivoca es quien no hace nada. Generalmente se guía por su instinto de clase, que nunca engaña.
—Bien, Alia, ¡gracias, gracias! —Pável Nikoláyevich sintió que las lágrimas se le subían a la garganta, unas lágrimas saludables, liberadoras—. Has dicho muy bien que el pueblo lo comprende, que el pueblo lo agradece. Pero hay el estúpido hábito de ir a buscar al pueblo al fondo. —Con su mano sudorosa acarició la mano fría de su hija—: Es de suma importancia que la gente joven nos comprenda, que no nos condene. Pero dime, ¿crees que pueden encontrar en el código algún artículo que ahora los faculte a proceder contra nosotros, contra mí, por… por falsos testimonios?
—Escucha —le replicó Alia con ardor—, en Moscú fui casualmente testigo de una conversación en la que se referían… a recelos análogos. Estaba presente un jurista que explicó que el artículo relativo a los así llamados falsos testimonios establece tan sólo una pena de dos años; pero, además, ya ha sido afectado dos veces por sendas amnistías. Por tanto, queda, completamente excluido que se pueda llevar a nadie ante la justicia por exposiciones equívocas. Así es que Ródichev no dirá ni pío, ¡puedes estar seguro de ello!
A Pável Nikoláyevich le pareció incluso que su tumor se le hacía más llevadero.
—¡Ah, mi juiciosa pequeña! —exclamó aliviado y feliz—. ¡Siempre estás enterada de todo! ¡Siempre das muestras de entendimiento por dondequiera que vayas! ¡Cuánto me has confortado!
Y tomando las dos manos de su hija entre las suyas, se las besó con veneración. Pável Nikoláyevich era un hombre abnegado. Los intereses de sus hijos estaban para él por encima de los suyos propios. Sabía que no gozaba de cualidades brillantes, aparte de su fidelidad a sus deberes, de su esmero y perseverancia. Pero su hija encarnaba su deslumbrante victoria y se tonificaba a su resplandor.
Alia se cansó de sujetarse a los hombros la simbólica batita blanca, que se le deslizaba constantemente hacia abajo. En ese momento, riéndose, la tiró sobre la barra de los pies de la cama, encima del gráfico de la temperatura de su padre. A aquella hora del día no solían pasar por la sala los médicos ni las enfermeras.
Se quedó, pues, con su jersey nuevo de color rojo Burdeos, que su padre no le había visto nunca. Desde el puño de las mangas hasta cruzarle el pecho, subía un ancho, alegre y blanco zigzag que compaginaba a la perfección con los enérgicos movimientos de Avieta.
Su padre jamás rezongaba si se gastaba el dinero para que Alia fuera bien vestida. Adquirían la ropa en el mercado negro o la compraban de importación y vestía primorosamente, con ostentación, lo que realzaba su enorme y notorio atractivo, al que se unía una inteligencia firme y aguda.
—Escucha —le preguntó quedamente su padre—, ¿recuerdas que te pedí que te enteraras de si esa extraña expresión que a veces se pronuncia en los discursos o aparece en los artículos, «el culto a la personalidad», hace alusión a…?
A Pável Nikoláyevich le faltó aliento para pronunciar una palabra más.
—Temo que así sea, papá… Temo que sí… En el congreso de los escritores, por ejemplo, la pronunciaron varias veces. Pero lo más inquietante es que nadie habla claro, aunque todos den a entender que están al cabo de la calle.
—Pero ¡eso es una blasfemia! ¡Cómo se atreven!, ¿eh?
—¡Es una vergüenza y una ignominia! Alguien la ha difundido y ahora se esparce por doquier. Cierto que se habla del «culto a la personalidad», pero también se menciona al mismo tiempo a un «gran continuador». De modo que no hay que desviarse en una u otra dirección… En resumen, papá, hay que saber ser flexible y adecuarse a las exigencias de los tiempos. Te estoy afligiendo, papá; pero, nos guste o no, ¡debemos estar en consonancia con cada nuevo período! En Moscú me he podido percatar de muchas cosas. He frecuentado no poco los círculos literarios, ¿y crees que en estos dos años les ha resultado fácil a los escritores reajustarse a las nuevas concepciones? ¡Es algo muy complicado! Pero ¡qué gente tan experimentada es! ¡Con cuánto tacto! ¡Se aprende tanto a su lado!
En el cuarto de hora que Avieta se hallaba sentada frente a él abatiendo los sombríos monstruos del pasado con sus vivas y acertadas réplicas y despejando las perspectivas para el futuro, Pável Nikoláyevich se recobró visiblemente, se reanimó. No deseaba en modo alguno hablar en ese momento de su fastidioso tumor, ni creía ya necesario gestionar su traslado a otra clínica. Únicamente quería seguir escuchando las divertidas historias de su hija y respirar el fresco soplo de aire que emanaba de ella.
—Cuéntame, cuéntame —le pedía—. ¿Qué hay de nuevo en Moscú? ¿Cómo te ha ido el viaje?
—¡Ah! —Avieta movió la cabeza como el caballo para liberarse del tábano—. ¿Es que Moscú puede ser descrita? ¡Moscú es para vivir en ella! ¡Moscú es otro mundo! ¡Cuando llegas a Moscú es como si te internaras cincuenta años en el futuro! En primer lugar, allí todo el mundo se sienta ante el televisor…
—También nosotros lo tendremos pronto.
—¡Pronto!… Pero no con los programas de Moscú. ¡La diferencia será notable! La vida allí es exactamente como la concebía Wells[21]: ¡todo el mundo sentado ante los aparatos de televisión! Te diré aún más: ¡tengo la impresión de que se avecina una revolución total en el género de vida! No me refiero ya a los refrigeradores y a las máquinas de lavar; los cambios son mucho más radicales. Por doquier pueden verse vestíbulos enteramente de cristal. En los hoteles hay mesas bajas, bajitas, como las que usan los americanos. Al principio no sabes cómo acomodarte ante ellas. Las pantallas de las lámparas son de tela, como las que tenemos en casa; las de vidrio se consideran vulgares, de mal gusto. Las camas de cabezales altos ya no las quiere nadie, se prefieren los sofás bajos y espaciosos o las camas turcas… Las habitaciones adquieren un aspecto totalmente diferente. Se está transformando, en general, el estilo de vida en su conjunto. No te lo puedes imaginar. Mamá y yo ya hemos hablado de que tendremos que efectuar reformas radicales en casa, aunque aquí no podremos comprar muchas cosas, y traerlas desde Moscú… Claro, también existen modas realmente perniciosas, dignas de repulsa, como los enmarañados peinados. Sí, se enredan el cabello deliberadamente y parece que se acaban de levantar de la cama.
—Todo eso es influencia de Occidente, que quiere corrompernos.
—Desde luego. Ejercen rápida influencia en la esfera cultural, en la poesía, por ejemplo.
Según iba pasando de los asuntos privados a los temas generales, Avieta fue alzando la voz sin recatarse y en la sala todos podían oírla. Pero sólo Diomka abandonó su ocupación para escucharla con atención y distraerse así del sordo dolor que irrevocablemente tiraba de él hacia la mesa de operaciones. Los demás no prestaban atención o estaban ausentes de la sala. Únicamente Vadim Zatsyrko levantaba de cuando en cuando la vista del libro y miraba a la espalda de Avieta, curvada como un sólido puente y estrechamente ceñida por el jersey nuevo. Toda ella ofrecía un vivo y uniforme color grana y sólo uno de los hombros, en el que iba a caer el reflejo del sol que entraba por la ventana, presentaba un tono llamativamente carmesí.
—¡Háblame más de tus cosas! —le rogó su padre.
—Mi viaje ha sido un éxito, papá. ¡Me han prometido incluir mi colección de poemas en el plan de publicaciones! Pero no para este año, sino para el próximo. Antes no es posible. ¡Ni tampoco me imaginaba que pudiera serlo!
—¿Qué dices, Alia? ¿Será verdad que para dentro de un año podamos tener en la mano tu libro de poesías?…
Su hija había vertido sobre él un aluvión de alegrías. Sabía que se llevó consigo a Moscú unos poemas, pero desde aquellos folios mecanografiados hasta el libro con la firma de Alia Rusánova la parecía que mediaba una distancia larga e impracticable.
—¿Cómo lo conseguiste?
Avieta sonrió segura, satisfecha de sí misma.
—Claro, si se acude sencillamente a la editorial ofreciendo unos poemas, ¿quién prestaría la menor atención? Pero Anna Yevguénievna me presentó a M*** y a S***. Les leí dos o tres poesías que gustaron a ambos. Luego telefonearon a alguien, enviaron una nota a alguien más y ya todo fue simple.
—¡Estupendo!
Pável Nikoláyevich estaba radiante. Buscó a tientas las gafas en la mesilla y se las caló como si en aquel preciso instante fuera a echar una mirada al entrañable libro.
Era la primera vez en la vida que Diomka veía a un poeta de carne y hueso. Mejor dicho, no exactamente un poeta, sino ¡una poetisa! Y se quedó con la boca abierta.
—He observado con atención la vida de los literatos. ¡Qué sencillos son en el trato! Algunos son laureados, pero se llaman mutuamente por el nombre. ¡Qué espontáneos son! ¡No tienen ni pizca de arrogancia! Nos figuramos que el escritor habita en las nubes, que tiene una frente pálida y que es inaccesible. Y no es así. Disfrutan de todas las alegrías de la vida; les gusta beber, comer y divertirse, pero siempre en compañía. Se gastan bromas unos a otros, ¡y cómo se regocijan! Diría que su existencia es realmente alegre. Pero cuando llega el momento de escribir una novela se encierran en su casa de campo y, a los dos o tres meses, ¡ahí tienen, señores, una nueva obra! ¡Pondré en juego todas mis energías para ingresar en la Unión!
—¿No trabajarás entonces en tu profesión? —Pável Nikoláyevich se alarmó un poco.
—¡Papá! —Avieta bajó la voz—. ¿Qué vida es la de un periodista? Míralo como quieras, pero hace un trabajo de lacayos. Le asignan una tarea y le indican que debe realizarla de esta o de la otra manera, privándole así de toda iniciativa. Le envían a entrevistar a diversas… personalidades ilustres. ¿Puede haber comparación?…
—No obstante, Alia, tengo mis dudas. Suponte que no se te dé bien ese trabajo…
—¡Cómo no se me va a dar bien! Eres un ingenuo. Ya dijo Gorki que cualquiera puede ser escritor. ¡Trabajando se puede conseguir todo! En el peor de los casos, seré una escritora de libros infantiles.
—¡Eso está muy bien! —consideró Pável Nikoláyevich—. ¡Formidable! Porque es preciso que la literatura la tomen en sus manos personas moralmente sanas.
—Y mi apellido es bonito. No adoptaré un seudónimo. Además, poseo unas cualidades externas excepcionales para la literatura.
Existía un peligro que la hija en su entusiasmo no podía valorar lo suficiente.
—Pero figúrate que la crítica te sea adversa. Ya sabes que entre nosotros la crítica es como una censura pública, ¡y eso es peligroso!
No obstante, Avieta, con los mechones de su cabello castaño sobre la espalda, contemplaba el futuro con audacia.
—En realidad, nunca me criticarán muy seriamente, ¡porque me cuidaré de no tener nunca desviaciones ideológicas! En cuanto al aspecto artístico, que critiquen. Es uno de esos delicados virajes de los que está repleta la vida. Un ejemplo: antes decían que no deben existir conflictos. Ahora dicen: «Es falsa la teoría de la ausencia de conflictos». Pero si hubiera una división de opiniones, si unos se pronunciaran por lo viejo y otros por lo nuevo, sería obvio que algo habría cambiado. Pero como todos a una, sin transición, se identifican con lo nuevo, no se advierte que se haya operado cambio alguno. Sostengo que lo fundamental es tener tacto y perspicacia para adaptarse a la evolución del tiempo. Así se evita caer bajo el vapuleo de la crítica… ¡Ah, sí! Habías pedido libros y te los he traído, papaíto. ¿Qué mejor ocasión que la de ahora para que te dediques a leer?
Y empezó a sacar libros de la bolsa.
—Aquí tienes Ya amanece a nuestro alrededor, Luz sobre la Tierra, Los paladines de la paz, Las montañas en flor…
—¡Un momento! Me parece que Las montañas en flor ya lo he leído…
—Has leído La tierra en flor; ese se titula Las montañas en flor. Aquí tienes otro: La juventud está con nosotros. No dejes de leerlo, empieza por él. Los títulos son sugestivos y los he elegido a propósito.
—Está bien —aprobó Pável Nikoláyevich—. ¿No me has traído algo sentimental?
—¿Sentimental? No, papá. Pensé que tendrías un… estado de ánimo que…
—Todo eso ya lo conozco —y Pável Nikoláyevich señaló con dos dedos la pila de libros—. Búscame algo que llegue al corazón, ¿de acuerdo?
Ella ya se disponía a irse.
Pero Diomka, que largo rato estuvo en su rincón atormentado y con el rostro contraído, ya fuera por los incesantes dolores en la pierna, ya por su timidez para mediar en la conversación con una joven brillante y por añadidura poetisa, en el último instante cobró coraje y, sin aclararse la garganta, carraspeando entre frase y frase, preguntó:
—Dígame, por favor, ¿qué opina usted sobre la exigencia de sinceridad en la literatura?
—¿Cómo? ¿Qué dice? —Avieta se volvió vivamente en su dirección, otorgándole una semisonrisa condescendiente porque el carraspeo de Diomka denunciaba sobradamente su simpleza—. ¿También aquí se preocupan por esa «sinceridad»?. ¿Han disuelto toda una editorial por culpa de esa «sinceridad» y volvemos a las andadas con ella?
Avieta miraba el rostro de Diomka, comprendiendo que era el de un muchacho poco instruido y de escasa inteligencia. Tenía el tiempo justo, pero no convenía dejar a aquel chico bajo una mala influencia.
—¡Escuche, joven! —proclamó sonora y reciamente, como si hablara desde una tribuna—. La sinceridad no puede ser nunca el criterio básico de un libro. Si el autor sustenta ideas erróneas o actitudes extrañas, la sinceridad no hace sino reforzar los efectos nocivos de la producción literaria. ¡La sinceridad es perniciosa! La sinceridad subjetiva puede contender perjudicialmente contra la presentación veraz de la vida. Creo que esta dialéctica será comprensible para usted.
Diomka asimilaba lentamente las ideas y su frente se cubrió de arrugas.
—No del todo —admitió.
—Bien, se lo explicaré —Avieta tenía los brazos ampliamente abiertos y el blanco zigzag de su jersey atravesaba como un rayo su pecho, pasando de manga a manga—. Nada más fácil que tomar un hecho desmoralizador y describirlo tal cual es. Pero hay que cavar muy hondo para sacar a la luz esos gérmenes del porvenir que están ocultos.
—Los gérmenes…
—¿Sí?
—Los gérmenes deben brotar por sí mismos —Diomka se apresuró a opinar—. Si se los remueve con el arado, no se desarrollan.
—Está bien, muchacho, pero no nos referimos a la agricultura. Decir la verdad al pueblo no significa en modo alguno hablarle de lo execrable, hacer hincapié en los defectos. ¡Deben resaltarse las cosas positivas con decisión para que lleguen a ser mejores! ¿De dónde proviene esa falsa demanda de la llamada «verdad rigurosa»? ¿Por qué, de pronto, la verdad debe ser rigurosa? ¿Por qué no ha de ser radiante, cautivadora, optimista? ¡Nuestra literatura, en su conjunto, debe adquirir un aire festivo! Al fin y al cabo, la gente se ofende cuando se habla de su vida con tintes sombríos. Le satisface cuando se la presentan con embellecimiento.
—En líneas generales, se puede estar de acuerdo con eso —sonó a sus espaldas una agradable y clara voz masculina—. ¿Por qué, verdaderamente, se ha de infundir el desánimo?
Avieta, por supuesto, no necesitaba aliados. Pero sabía que si por fortuna alguien emitía una opinión, sería en apoyo de su actitud. Se volvió hacia la ventana, encarándose al reflejo del sol y descomponiendo el blanco zigzag. Un joven de faz expresiva, de su misma edad, se daba golpecitos en los dientes con la contera de un negro y brillante lápiz estilográfico.
—¿Qué objeto tiene la literatura? —razonaba, bien dirigiéndose a Diomka, bien respondiendo a Alia—. La literatura existe para distraernos cuando estamos de mal talante.
—La literatura es el mentor de la vida —masculló Diomka, ruborizándose por lo que había dicho.
Vadim echó la cabeza hacia atrás.
—¡El mentor! No exageres —objetó—. Sabremos componérnoslas de algún modo prescindiendo de ella. ¿Acaso los escritores son más inteligentes que nosotros, los que realizamos un trabajo práctico?
Él y Alia se midieron con la mirada. Reconocieron que eran del mismo paño: aunque de edad semejante y de aspecto que no podía dejar de gustar a cada uno de ellos, marchaban ambos tan ajustados a la senda que habían establecido en la vida que no podían buscar el inicio de una aventura en cualquier mirada circunstancial.
—Generalmente alaban demasiado el papel de la literatura —argumentaba Vadim—. Encomian libros sin merecimiento alguno. Por ejemplo, Gargantúa y Pantagruel; antes de leerlo crees que será algo grandioso, pero cuando lo lees ves que no es más que una sarta de obscenidades, una pérdida de tiempo.
—También los autores contemporáneos recurren al matiz erótico. No está de más —rebatió severamente Avieta—. Combinado con la ideología realmente progresista.
—Es superfluo —replicó Vadim, convencido—. No es función de la palabra impresa el enardecimiento de las pasiones. Los estimulantes los venden en las farmacias.
Y sin mirar más al jersey color rojo Burdeos y sin esperar a que ella intentara convencerle de lo contrario, inclinó la cabeza sobre el libro.
A Avieta siempre le disgustaba que las ideas de las personas no se dividieran en dos categorías estrictas: la de argumentos axiomáticos y la de argumentos inexactos. Y no que se diluyeran en imprevistos tonos vagos que sólo acarreaban la confusión ideológica. Tal y como ocurría ahora, que no alcanzaba a comprender si ese joven le daba la razón o impugnaba su manera de pensar. ¿Discutiría con él o dejaría la cosa tal como estaba?
La dejó tal como estaba y volvió a la carga con Diomka:
—Así es que, muchacho, debes comprender que describir lo que existe es mucho más fácil que describir lo que aún no existe, pero que sabes que existirá en el futuro. Lo que hoy vemos a simple vista no ha de ser necesariamente la verdad. Lo verdadero es lo que ha de producirse, lo que acontecerá mañana. ¡Y ese maravilloso «mañana» nuestro es el que debemos describir!…
—Entonces, ¿qué describirán mañana? —preguntó el torpe jovenzuelo plegando la frente.
—¿Mañana?… Pues mañana relatarán lo que ha de ocurrir pasado mañana.
Avieta ya se había levantado y permanecía en pie en el pasillito entre las camas. Era fuerte, de armoniosas proporciones, como la recia casta de los Rusánov. Pável Nikoláyevich escuchó con satisfacción el discurso que le había endosado a Diomka.
Después de besar a su padre, Alia volvió a recomendarle, alzando briosamente la mano con los dedos extendidos:
—Bien, padre, ¡lucha por tu salud! ¡Lucha, cúrate, desembarázate del tumor y no te preocupes por nada! ¡Todo, todo, todo irá perfectamente!