8

Si no hubiera sido por aquel zarpazo del cáncer en la garganta, Yefrem Poddúyev sería ahora un hombre en la flor de la vida. No había cumplido aún los cincuenta, era robusto de hombros, firme de piernas y de sano raciocinio. No es que fuera de hierro o disfrutara de dos espinazos, pero después de ocho horas de trabajo podía trabajar otras ocho con igual rendimiento. En su juventud, a orillas del río Kama, cargaba sacos de casi cien kilos, y desde entonces sus fuerzas no habían mermado mucho. En la actualidad, no habría dudado en ayudar a los obreros a desplazar una hormigonera en un andamio. Había vivido en numerosos lugares, realizando los más diversos trabajos; en un lugar demolió, en otro excavó, allá suministró y acá construyó. Nunca le faltó dinero en el bolsillo. Medio litro de vodka no le tambaleaba, pero no tendía la mano hacia el segundo medio litro. Se sentía tan satisfecho de sí mismo y de cuanto le rodeaba que para él no había límites ni fronteras, y pensaba que siempre sería así. A pesar de su fortaleza no estuvo en el frente, sino destinado oficialmente a una construcción especial, por lo que no conocía, por experiencia personal, lo que era una herida ni un hospital de campaña. Jamás padeció de nada, no tuvo enfermedades graves, ni gripe, ni le afectaron las epidemias, ni tuvo nunca que soportar un dolor de muelas.

Se sintió enfermo por primera vez hace dos años, y precisamente de cáncer.

De cáncer.

Así lo reconocía ahora con brusquedad; pero durante largo tiempo pretendió engañarse a sí mismo, diciéndose que no era nada, cosa de poca importancia, y demorando cuanto pudo la visita a los médicos. Cuando recurrió a ellos, y de dispensario en dispensario le enviaron a la clínica oncológica, donde a todos los pacientes se les aseguraba que no padecían cáncer, Yefrem se negó a reconocer lo que padecía. No confió en su innato entendimiento y prestó oídos a sus deseos: no tenía cáncer y todo acabaría bien.

A Yefrem la enfermedad le empezó por la lengua, esa lengua tan diligente, tan ligera, que nunca aparecía a la vista y que de tanta utilidad era en la vida. En sus cincuenta años había hecho buen uso de ella. Con esa lengua consiguió salarios donde no los ganara, juró haber realizado lo que nunca hiciera y se afanó por algo en lo que no creía. Con ella vociferó contra los jefes y protegió a los trabajadores; con ella se enzarzó en desaforadas discusiones sobre lo más sagrado y querido, deleitándose como un ruiseñor con los gorjeos de los demás; contaba chistes picantes, pero nunca de política. Con ella cantaba también las canciones del Volga. Y con ella había mentido a numerosas mujeres por todas partes, diciéndoles que era soltero, que no tenía hijos y que regresaría a ellas al cabo de una semana para fundar un hogar. «¡Así se te seque la lengua!», le maldijo una de sus temporales madres políticas. Pero a Yefrem sólo le fallaba la lengua en estado de embriaguez.

Pero, repentinamente, empezó a hinchársele, a enganchársele en los dientes, a no caberle en la blanda y jugosa cavidad bucal.

Y Yefrem seguía tan bullanguero y se jactaba ante sus amigos diciendo:

—¿Poddúyev? ¡Poddúyev no se arredra nunca por nada en el mundo!

Y ellos comentaban:

—¡Oh, sí! Poddúyev tiene fuerza de voluntad.

En realidad, no se trataba de la fuerza de voluntad, sino de un terror quintuplicado. Y no era por fuerza de voluntad, sino por ese terror, por lo que se aferraba cuanto podía al trabajo, dando largas a la operación. Poddúyev siempre estuvo capacitado para vivir la vida, pero no para enfrentarse con la muerte. Esa transición era superior a sus fuerzas, no conocía los caminos hacia ella y la rehuía al ver que seguía manteniéndose en pie y que podía acudir diariamente al trabajo, como si nada le ocurriera, donde le alababan su fuerte voluntad.

No se dejó operar y empezaron a tratarle con agujas. Introducíanselas en la lengua, como a los pecadores en el Infierno, y se las mantenían allí varios días. ¡Cómo deseaba Yefrem que todo acabara en eso! ¡Confió tanto en ello! Pero no fue así. La lengua siguió hinchándosele y, al no hallar en sí más de aquella famosa fuerza de voluntad, Yefrem agachó su cabeza de toro ante la blanca mesa de la clínica y dio su consentimiento.

Le operó Lev Leonídovich y la intervención fue un éxito. Como le pronosticara el cirujano, se le quedó la lengua más corta, se redujo, pero pronto se acostumbró a usarla de nuevo y a decir las mismas cosas que antes, aunque tal vez no con la misma claridad. Después siguieron algún tiempo punzándole con las agujas, luego le dieron el alta, y más tarde le llamaron. Entonces Lev Leonídovich le dijo: «Regresa dentro de tres meses y te haremos otra operación en el cuello, que será más sencilla».

Pero Yefrem estaba harto de operaciones «sencillas» en el cuello y no se presentó en la fecha que le fijaron. Le enviaron citaciones por correo, a las que no respondió. Estaba acostumbrado a no residir mucho tiempo en un mismo lugar, y en cualquier momento, por simple diversión, podía levar anclas rumbo a Kolyma o Jakkasia. En ningún sitio tenía propiedades, vivienda o familia que lo retuviera; lo único que estimaba era la vida independiente y el dinero en el bolsillo. Recibió una nota de la clínica: «Si no se presenta por su propia voluntad, lo traerá la policía». «¡Vaya un poder que tiene la clínica oncológica», pensó, «incluso sobre la gente que no sufre cáncer!».

Y regresó. Claro que aún podía negarse a ser operado. Pero Lev Leonídovich reconoció su garganta y le amonestó severamente por su demora. Hicieron a Yefrem una incisión de derecha a izquierda en el cuello, como se degüellan los bandidos, y estuvo largo tiempo en la clínica con el cuello vendado, hasta que le dejaron ir con dubitativos movimientos de cabeza.

Y ya no halló el antiguo sabor de la vida libre. Perdió el interés por el trabajo y por las juergas, por la bebida y por el tabaco. No notaba más suavidad en la garganta, sentía rasguñaduras, tirones, pinchazos y, a veces, dolores punzantes que le subían hasta el cerebro. El mal iba elevándose a lo largo del cuello, casi hasta los oídos.

Y cuando, hacía un mes, regresó de nuevo al viejo edificio de ladrillo gris con la cicatriz, concienzudamente cosida, al descubierto, cuando entró en el porche entre los álamos, de piso pulimentado por miles de pies, cuando los cirujanos le acogieron como a uno de la familia, cuando se vistió de nuevo el pijama rayado de la clínica y se vio en la misma sala, contigua al quirófano y con las ventanas a la tapia trasera, cuando esperaba la operación, la segunda en su pobre cuello y tercera en total, Yefrem Poddúyev no podía seguir engañándose, y no se engañó. Admitió que padecía cáncer.

Ahora, pretendiendo la igualdad, quería convencer a sus compañeros de sala de que ellos también tenían cáncer, de que de allí no se escapaba nadie, de que todos volvían de nuevo. No es que disfrutara asustando a las personas y escuchando sus gruñidos, pero que no se engañaran, que se enfrentaran con la verdad.

Le hicieron la tercera operación, más dolorosa y profunda. Pero después de ella, durante las curas, los doctores no se sentían muy satisfechos, mascullaban entre sí en un idioma que no era el ruso y le ponían un vendaje cada vez más compacto y elevado, que empalmaba su cabeza con el torso. Sufría en la cabeza punzadas cada vez más agudas, más frecuentes, casi continuas.

Así pues, ¿para qué hacerse ilusiones? Tenía que aceptar lo que viniera después del cáncer, aquello ante lo que había cerrado los ojos dos años, pretendiendo ignorarlo: que a Yefrem le había llegado la hora de reventar. Dicho así, con malevolencia, le parecía más liviano. No estrictamente de morir, sino de reventar.

Esto, aunque fácil de expresar, no era de imaginar ni de concebir con el corazón. ¿Por qué tenía que ocurrirle eso a él, a Yefrem? ¿Cómo acontecería y qué debía hacer?

Aquello por lo que se agazapó tras el trabajo y entre la gente le contemplaba ahora cara a cara y le ahogaba el cuello con el vendaje.

Por parte de sus compañeros no podía oír nada que fuera una ayuda para él, ni tampoco en las otras salas, ni en los pasillos, ni en el piso superior, ni en el inferior. Todo estaba dicho, aunque no le importaba.

Entonces fue cuando inició sus paseos desde la ventana a la puerta y viceversa, que duraban cinco o seis horas diarias. Era su modo de correr en busca de auxilio.

En todos los lugares por donde había pasado en sus años de existencia (y no sólo estuvo en las grandes ciudades, sino que había recorrido también todas las provincias), había visto, tanto para él como para el resto de la gente, qué es lo que se exige del hombre: o una buena especialidad laboral o desenvoltura y habilidad en la vida. Con las dos se gana dinero. Cuando las personas traban relaciones, después del «¿Cómo te llamas?», viene inmediatamente el «¿En qué trabajas?, ¿cuánto ganas?». Si uno no disfruta de un sueldo decente significa que es un imbécil o un desgraciado, y generalmente se le considera un hombrecillo insignificante.

Y esa vida totalmente comprensible es la que Poddúyev había visto en todos aquellos años tanto en Borkutá como en Yeniséi, en Extremo Oriente como en Asia Central. La gente ganaba dinero en abundancia y luego se lo gastaba, bien cada sábado o de una vez en sus vacaciones.

Eso estaba bien, era una manera conveniente de obrar, hasta que uno enfermaba de cáncer o de otra dolencia mortal. Porque cuando se contraía una enfermedad todo lo demás perdía su valor: la especialidad, la desenvoltura en la vida, el empleo y el salario. Y por el estado de impotencia en que caía entonces la gente y por ese afán de engañarse hasta última hora negándose a admitir que tenía cáncer, se ponía de relieve que estaban privados de fuerza moral y que habían omitido algo en la vida.

¿Qué hacer?

Yefrem había oído decir en su juventud —y lo sabía por sí mismo y por sus camaradas— que ellos, los jóvenes, se habían criado con más instrucción que los viejos. Estos no fueron a la ciudad en toda su vida, pues la temían; Yefrem, a los trece años, galopaba sobre un caballo y disparaba con un revólver, y cerca de los cincuenta tenía al país entero tan toqueteado como el cuerpo de una mujer. Ahora, paseándose por la sala, rememoraba cómo se enfrentaban con la muerte aquellos viejos de las orillas del Kama, ya fueran rusos, tártaros o udmurtos. No alardeaban, no se obstinaban ni se jactaban diciendo que no estaban a las puertas de la muerte; todos ellos la acogían tranquilamente. No daban largas al ajuste de cuentas, lo calculaban de antemano y con calma, designaban a quién dejarían la yegua, a quién el potro, a quién el traje de estameña y a quién las botas. Y expiraban aliviados, como si simplemente se mudaran de isba. A ninguno de ellos se le hubiera podido asustar con el cáncer. Por otro lado, tampoco lo padecieron.

Pero aquí, en la clínica, hay quien está ya succionando el balón de oxígeno, sin fuerzas para mover los ojos en las órbitas, aunque con la lengua aún pretenda demostrar: «¡No me moriré!», «¡No tengo cáncer!».

Igual que las gallinas. Cada una espera que le claven el cuchillo en el pescuezo, pero no dejan de cacarear ni de escarbar en busca de alimento. Y cuando se llevan a una para degollarla, las otras siguen escarbando.

Así, día tras día, se paseaba Poddúyev por el gastado suelo, haciendo temblar el viejo parquet, sin conseguir esclarecer en absoluto cómo debía recibir a la muerte. No era posible imaginárselo y nadie podría contárselo. Y menos aún confiaba en encontrarlo en ningún libro.

Antaño había concluido los cuatro cursos de la escuela primaria y más tarde unos cursos de construcción, pero no tenía afición a la lectura. Con la radio suplía los periódicos y consideraba los libros como cosa superflua entre las de uso corriente. Además, en los apartados y salvajes lugares por los que había arrastrado su vida porque pagaban bien, no se encontró con muchos amantes de la lectura. Poddúyev leía por necesidad: folletos sobre las experiencias de la profesión, reseñas de mecanismos elevadores, las instrucciones del trabajo, las órdenes administrativas y el Curso breve hasta el cuarto capítulo[3]. Consideraba simplemente ridículo gastar dinero en libros o ir a la caza de ellos a una biblioteca. Cuando en los viajes largos o en las esperas prolongadas hallaba un libro al alcance de la mano, leía veinte o treinta páginas y siempre lo dejaba de lado, al no apreciar en él nada inteligente sobre la vida.

Y aquí, en el hospital, donde se veían por las mesillas y en el repecho de las ventanas, no se le ocurría coger uno. Tampoco habría leído el de tapas azuladas con la dorada inscripción de no haber sido por Kostoglótov, que se lo endilgó en una de las tardes más vacías y desagradables. Yefrem se colocó dos almohadas detrás de la espalda y tomó el libro para examinarlo. De tratarse de una novela, tampoco habría iniciado su lectura. Pero eran narraciones cortas, cuya trama se esclarecía en cinco o seis páginas y, a veces, en una sola. Sus títulos se apiñaban como la grava en la hoja del índice. Poddúyev los leyó, intuyendo en el acto que podía ser algo interesante: «El trabajo, la muerte y la enfermedad», «La ley fundamental», «El origen», «Si das libertad al fuego, no podrás apagarlo», «Los tres ancianos», «Caminad por la claridad mientras haya luz».

Yefrem abrió el libro por la narración más corta. La leyó y se quedó pensativo. Deseó releerla, y la leyó de nuevo. Y otra vez quiso reflexionar, y se sumió en meditaciones.

Lo mismo le ocurrió con el segundo relato.

En aquel instante apagaron la luz. Para que nadie se adueñara del libro, y no tener que andar buscándolo a la mañana siguiente, Yefrem lo ocultó debajo del colchón. En la oscuridad le contó a Ajmadzhán la antigua fábula de la distribución de los años de vida por Alá y cómo el hombre se proveyó de tantos años innecesarios (aunque él personalmente no lo creía así, pues no concebía que ningún año pudiera ser superfluo si se disfrutaba de salud). Antes de dormirse volvió a cavilar en lo que había leído.

Los fuertes dolores de cabeza le entorpecían todos los pensamientos.

La mañana del día siguiente, viernes, amaneció nubosa, y, como todas las que llevaba en el hospital, triste. En la sala se iniciaba el día con las pesimistas peroratas de Yefrem. Si había quien expresara esperanza o deseo, él se encargaba en el acto de desalentarle, enfriando sus entusiasmos. Pero aquel día no tenía ningunas ganas de abrir la boca. Se sentó cómodamente, resuelto a leer aquel libro sedante y mitigador. Apenas si necesitaba lavarse, pues el vendaje casi le cubría los carrillos. Podía desayunar en la cama, y hoy no habría visita médica para los pacientes de cirugía. Pasaba parsimoniosamente las gruesas y ásperas páginas del libro y no chistaba. Leía y reflexionaba.

Las doctoras de radioterapia hicieron su recorrido. El individuo con las gafas de montura de oro ladró a la doctora, luego se le cortó el resuello y le asestaron el pinchazo. Kostoglótov se enredó con ciertos derechos, salió de la sala y regresó de nuevo. A Azovkin le dieron de alta y después de despedirse se fue encorvado, sujetándose el vientre. A otros pacientes los llamaron a radioterapia, a transfusiones. Pero Poddúyev no se levantó para medir a zancadas el pasillito formado por las camas, sino que siguió absorto en la lectura y callado. Él dialogaba con el libro, diferente a todos, interesante.

Había vivido toda una vida y en sus manos nunca había tenido un libro tan sensato como ese.

Aunque, probablemente, tampoco lo habría leído de no estar en aquel lecho y con aquel cuello cuyos dolores le llegaban al cerebro.

Y era dudoso que tales cuentecillos hubieran causado impresión en una persona sana.

La noche anterior Yefrem había visto ya este título: «¿Qué necesitan los hombres para vivir?». Ofrecía a sus ojos tal realce como si él mismo lo hubiera escrito. Zanqueando por los pisos de la clínica, era precisamente en eso en lo que pensaba en las últimas semanas, aunque sin nombrarlo. ¿Qué necesitan los hombres para vivir?

El relato era largo, desde las primeras palabras se leía fácilmente y llegaba al corazón de un modo natural y suave:

«Vivía un zapatero con su mujer y sus hijos, en casa de un campesino. No poseía casa ni tierras propias, y gracias a su trabajo de remendón se mantenían él y su familia. El pan era caro y el trabajo mal pagado, y cuanto ganaba se le iba en comida. El zapatero y su mujer compartían el mismo abrigo, ya viejo y harapiento».

Todo estaba claro y era perfectamente comprensible: si Semión está delgado, el aprendiz Mijailo debe de estar escuálido, pero el amo:

«parecía un hombre de otro mundo: la jeta coloradota, mofletuda, el cuello de toro, y todo él parecía de hierro fundido… Con la vida que disfrutaba, ¿cómo no iba a estar bien alimentado? Ni la muerte podría con aquella roca».

Yefrem había conocido muchos así. Karaschuk, el jefe de la compañía carbonífera, era uno de tales, y Antónov, y Chéchev, y Kújtikov. ¿Acaso el propio Yefrem no había empezado a semejarse a un tipo así?

Lentamente, como si descifrara sílaba por sílaba, Poddúyev leyó el cuento hasta el final.

Entretanto, llegó la hora de la comida.

Yefrem no tenía ganas ni de pasear ni de hablar. Como si algo hubiera penetrado en él y se agitara en su interior. Ya no tenía puestos los ojos y la boca en los pormenores de antes.

La clínica había limado en Yefrem la primera, la más basta rebaba; ahora sólo había que seguir puliendo.

En la misma postura, recostado en las almohadas y apoyando el libro cerrado en las encogidas rodillas, Yefrem miraba la desnuda pared blanca. El día, en el exterior, no se despejaba.

En el lecho situado frente al de Yefrem dormía el hombre de cara pálida y poco acostumbrado a estas salas, desde el mismo instante en que le inyectaron. Le habían arropado convenientemente por los escalofríos que le producía la fiebre.

Al lado, Ajmadzhán jugaba a las damas con Sibgátov. Sus idiomas tenían poco en común y hablaban en ruso. Sibgátov estaba sentado, cuidando de no doblar ni ladear la malparada espalda. A pesar de que aún era joven, sus cabellos en los parietales eran ralos, tenues.

A Yefrem, sin embargo, no se le había caído ni un solo pelo de sus exuberantes cabellos pardos de infranqueable espesor. Y es más: conservaba intacta la apetencia por las mujeres, por más que eso careciera ya de sentido.

No podía formarse una idea de la cantidad de mujeres que había abandonado. Al principio llevaba la cuenta, particularmente de las esposas, pero luego no quiso tomarse esa molestia. Su primera esposa fue Aminá, una tártara de Yelábuga, de rostro blanco, delicado. Su cutis era muy fino: apenas se la rozaba con algo duro, enseguida le brotaba la sangre. Además era insumisa y le abandonó llevándose a la niña. En lo sucesivo Yefrem no consintió una nueva afrenta, y fue el primero en dejar plantadas a las mujeres. Llevaba una vida de ave de paso, independiente. Unas veces tenía que desplazarse por una contrata, otras por un convenio, y no era cómodo arrastrar tras de sí a la familia. En cada nuevo emplazamiento encontraba un ama de casa. A las otras, a las que hallaba a lo largo y a lo ancho de su camino, libres o con deberes, no siempre les preguntaba el nombre; se limitaba a pagarles lo estipulado. Ahora en su memoria se confundían sus rostros, sus manías y las circunstancias en que las conociera, recordando únicamente los casos muy particulares. Así, rememoró a Yevdoshka, la esposa del ingeniero, en el andén de la primera estación de Almá-Atá durante la guerra. Bajo la ventanilla de su vagón meneaba el trasero y le pedía ir con él. Él partía hacia Ilí con una plantilla completa para iniciar una nueva construcción, y acudieron a despedirlos numerosos compañeros del organismo. Allí cerca estaba también el marido de Yevdoshka, desaliñado, charlando con otra persona. La locomotora dio la primera señal. «Está bien», gritó Yefrem, tendiéndole los brazos. «¡Si me quieres, sube aquí y marchémonos!». Ella no se hizo de rogar. A la vista de todos y de su propio marido, se encaramó, entró en el vagón por la ventanilla y se fue a vivir con él dos semanas. Lo que más perduraba en su memoria eran los esfuerzos que había tenido que hacer para introducir a Yevdoshka en el vagón.

El rasgo más peculiar que Yefrem descubrió a lo largo de su vida en las mujeres fue el de su apego. Era fácil conquistar a una mujer, pero muy difícil desembarazarse de ella. Y aunque por doquier se hablaba de «igualdad» —y él no tenía nada que objetar—, en su fuero interno jamás vio a las mujeres como seres cabales, con la sola excepción de Aminá, su primera esposa. Se habría asombrado sobremanera si otro hombre hubiera querido demostrarle seriamente que su comportamiento con ellas había sido pésimo.

Pero, según se deducía de aquel libro singular, Yefrem era absolutamente culpable.

Encendieron la luz antes de la hora acostumbrada.

Se despertó el relamido aquel del tumor bajo la mandíbula. Asomó por el embozo de la manta su cabeza calva y se caló rápidamente las gafas, que le prestaban un aire profesoril. Enseguida hizo saber, radiante, que había soportado la inyección perfectamente, que había creído que lo pasaría peor, y luego hurgó en la mesilla en busca de un trozo de pollo.

Yefrem había observado que a los enclenques como él sólo les gustaba el pollo. De la carne de cordero decían que era «pesada».

Hubiera deseado posar la mirada en otra persona, pero tendría que girar el cuerpo entero. Si miraba al frente sólo veía roer el hueso a aquel tipo insultante.

Poddúyev emitió un gemido, y precavidamente se volvió del lado derecho.

—Escuchen —dijo en voz alta—. Aquí hay un cuento que se titula «¿Qué necesitan los hombres para vivir?» —y se sonrió—. Toda una pregunta, ¿eh? A ver quién responde a ella. ¿Qué necesitan los hombres para vivir?

Sibgátov y Ajmadzhán alzaron la vista del tablero de damas. Ajmadzhán respondió convencido, jovial, pues estaba en franca mejoría:

—Avituallamiento: víveres y materiales de equipo.

Su existencia transcurrió en una aldea hasta que ingresó en el Ejército y sólo hablaba uzbeko. Todas las palabras y conceptos rusos, su disciplina y su desenvoltura los había aprendido en la milicia.

—¿Alguien más quiere opinar? —preguntó roncamente Poddúyev. El acertijo del libro era inesperado para él y, por lo visto, difícil para los demás—. ¿Quien lo dice mejor? A ver, ¿qué necesitan los hombres para vivir?

El anciano Mursalímov no comprendía el ruso y quizás habría podido responder mejor que nadie. Pero se presentó a ponerle una inyección el practicante Turgun, estudiante, que fue quien dijo:

—¿Qué van a necesitar? ¡Su salario!

El moreno Proshka prestaba atención, e incluso abrió la boca como ante el escaparate de una tienda, sin expresar su opinión.

—¡Venga, venga! —le animó Yefrem.

Diomka apartó el libro a un lado y meditó en la pregunta. Él había traído a la sala el libro que tenía Yefrem, pero no lo leyó porque no respondía en absoluto a sus inquietudes, del mismo modo que el interlocutor sordo no contesta exactamente a la pregunta. Era atemperante y confuso, y lo que se requería eran consejos para actuar. Por eso no había leído el relato «¿Qué necesitan los hombres para vivir?», y no aguardaba la misma respuesta que Yefrem. Preparaba la suya propia.

—¡Vamos, chaval! —le animó Yefrem.

—Pues, según mi manera de ver las cosas —dijo Diomka, lentamente, como un maestro ante la pizarra, para no equivocarse y meditando entre palabra y palabra—, en primer lugar, el aire, después el agua y luego el alimento.

Así habría respondido Yefrem si se lo hubieran preguntado en otros tiempos, con la única diferencia de que habría agregado: «y el alcohol». Pero el libro no se refería a eso, ni mucho menos.

Chasqueó los labios.

—¿Quién más?

Proshka se decidió:

—Una especialidad profesional.

Eso era cierto, y así lo creyó siempre Yefrem.

Sibgátov suspiró y dijo con timidez:

—La patria.

—¿Cómo? —se asombró Yefrem.

—Sí, los lugares natales… Vivir donde se ha nacido.

—¡Bah! Eso no es imprescindible. Yo me ausenté de las orillas del Kama siendo muy joven y me importa un bledo si el río sigue allí o no. ¿Qué diferencia hay entre un río y otro?

—En el país natal —insistió quedamente Sibgátov— no le atacan a uno ni las enfermedades. En la tierra donde se ha nacido todo es más fácil.

—De acuerdo. ¿Alguien más?

—¡A ver! ¡A ver! —intervino Rusánov, reanimado—. ¿Qué pregunta es esa?

Yefrem, quejándose, volvió su cuerpo a la izquierda. En la hilera de las ventanas los lechos estaban vacíos; sólo Rusánov ocupaba el suyo. Roía el muslo de pollo sosteniéndolo por los extremos con ambas manos.

Se hallaban el uno frente al otro, como si el propio diablo lo hubiera dispuesto maliciosamente. Yefrem achicó los ojos:

—Esta, profesor: ¿qué necesitan los hombres para vivir?

Pável Nikoláyevich no halló complicación a la pregunta, y sin abandonar el pollo, habló:

—A ese respecto no puede haber ningún género de dudas. Recuérdenlo. Los hombres viven de una ideología y del bienestar de toda la sociedad.

Y dio un mordisco al más blando cartílago de la articulación del muslo, en cuyo hueso ya no quedaba más que la áspera piel de la pata y los colgantes tendones. Puso los restos en un papel que tenía encima de la mesilla.

Yefrem no le replicó. Estaba contrariado porque aquel enclenque había salido del paso con maña. Allí donde aparezca ideología, cierra la boca.

Abrió el libro y de nuevo se concentró. Sentía un interés particular por saber cuál sería la respuesta correcta.

—¿A qué se refiere el libro? ¿Qué escriben en él? —preguntó Sibgátov, interrumpiendo el juego de damas.

—Verás… —y Poddúyev leyó las primeras líneas—. «Vivía un zapatero, con su mujer y sus hijos, en casa de un campesino. No poseía casa ni tierras propias…».

Tenía dificultad para leer en voz alta y la lectura se prolongaría. Recostado en las almohadas, empezó a glosar el cuento a Sibgátov con sus propias palabras, procurando de nuevo captar su sentido.

—En resumidas cuentas, el zapatero se daba a la bebida. Una vez que iba achispado recogió en la calle a Mijailo, que estaba medio helado. Su mujer le reprendió: «¿Para qué traes otro parásito?». Pero Mijailo tomó el trabajo de aprendiz con ahínco y pronto remendó mejor que el zapatero. Un día de invierno llegó un señor con un cuero costoso, ordenando la confección de un par de sólidas botas que no se torcieran, ni se deformaran, ni se descosieran. Amenazó al zapatero con que, si estropeaba la piel, le arrancaría la suya. Mijailo, mientras tanto, sonreía de modo extraño, como si más allá del amo, en el rincón, viera algo. Tan pronto como el señor se hubo ido, Mijailo se puso a cortar el cuero y lo echó a perder: ya no saldría de él el par de botas con vira, sino algo parecido a unas zapatillas. El zapatero se mesó los cabellos desesperado. «¿Qué has hecho?», le decía. «Es como si me hubieras acuchillado a mí». Y Mijailo le respondió: «El hombre hace previsiones para un año, sin saber que no llegará con vida al anochecer». En efecto, en el camino de vuelta el hombre que le había hecho el encargo estiró la pata. Su mujer envió a un chico con el siguiente recado al zapatero: «Ya no es preciso que haga las botas, sino urgentemente unas zapatillas. Para un cadáver».

—¿Qué disparate es ese? —profirió Rusánov, recalcando las palabras con indignación—. ¿Es que no pueden cambiar de disco? ¡Vaya una moralidad! ¡Hiede a un kilómetro de distancia y es ajena a nosotros! ¿Explica ahí lo que necesitan los hombres para vivir?

Yefrem interrumpió su narración y dirigió sus tumefactos ojos al calvo. Le enfurecía que casi hubiera acertado. En el libro estaba escrito que los hombres necesitaban no sólo preocuparse de sí mismos, sino amar también a sus semejantes. Y el enclenque había dicho: «El bienestar de toda la sociedad».

Tenían cierta analogía.

—¿Para vivir? —le costaba trabajo pronunciarlo en viva voz; se le antojaba algo indecoroso—. Al parecer, el amor…

—¿¡El amor!?… —remedó burlón el de los lentes de oro—. No, eso no concuerda con nuestra moral. Pero, dime, ¿quién ha escrito eso?

—¿Qué dice? —gruñó Poddúyev. Le estaban distrayendo del asunto esencial.

—Que quién ha escrito todo eso, quién es el autor. Míralo ahí, en la parte superior de la primera página.

¿Qué pensaba encontrar en el apellido? ¿Qué relación podía tener con lo que les importaba, con sus enfermedades, con sus vidas o con sus muertes? Yefrem no acostumbraba a leer en los libros el apellido del autor, y si por casualidad lo hacía, olvidábalo al instante.

Volvió, sin embargo, a la primera página y leyó en voz alta:

—Tols… tói.

—¡No puede ser! —protestó Rusánov—. Recuerden que Tolstói sólo escribió cosas optimistas y patrióticas[4], pues en caso contrario no las habrían publicado. Pan, Pedro el Grande. ¡Y sepan, además, que ha sido tres veces laureado con el Premio Stalin!

—¡No se trata de ese Tolstói! —aclaró Diomka desde el rincón—. Se refería a Lev Tolstói.

—¡Ah! ¿No era a aquel? —pronunció lentamente Rusánov, aliviado en parte y en parte también con afectacción—. ¡Se trata del otro…! ¿Del «espejo de la revolución» y del de «las croquetas de arroz»?…[5] Un tarabilla, eso es lo que era vuestro Tolstói. No alcanzó a comprender muchas, muchísimas cosas. ¡Y al mal, jovencito, hay que hacerle frente, hay que luchar contra él!

—Eso mismo pienso yo —respondió Diomka con vaguedad.