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En modo alguno Dontsova pudo imaginarse que algo conocido hasta la saciedad, reiterado, resabido de cabo a rabo, pudiera dar la vuelta y ofrecer un viso radicalmente nuevo y extraño. Desde hacía treinta años venía ocupándose de las enfermedades de otras personas y ya se habían cumplido veinte que se sentaba frente a las pantalla de rayos X, que leía en ella, que leía en las radiografías, que leía en los ojos descompuestos e implorantes, que confrontaba análisis, que extraía conocimientos de los libros, que escribía artículos, que discutía con sus colegas y con los pacientes. Todo esto contribuyó tan sólo a que su empirismo y su elaborado punto de vista adquiriesen un carácter más inamovible y a que su compenetración con la teoría médica fuese mayor. Para ella existían la etiología y los patógenos, los síntomas, el diagnóstico, el curso de la enfermedad, los tratamientos, la profiláctica y el pronóstico; pero la resistencia, las dudas y los temores de los enfermos —aunque comprensibles como debilidades humanas y capaces de inspirar la compasión del médico—, puestos en balanza con los métodos no eran sino ceros a la izquierda para los que no había cabida en la cuadratura lógica.
Hasta entonces los cuerpos humanos tuvieron idéntica estructuración: un mismo atlas anatómico los representaba a todos. Estos cuerpos tenían en sus procesos vitales la misma fisiología, y sus sensaciones igual génesis. Todo lo que era normal, así como cuanto divergía de la norma, lo explicaban razonadamente las competentísimas autoridades en la materia.
Pero, de repente, en sólo unos días, su propio cuerpo se había desprendido de este armonioso y magno sistema golpeándose contra el duro suelo, quedando convertido en un inerme saco repleto de órganos, cada uno de los cuales era propenso a enfermar en cualquier instante y a levantar la voz.
En esos días todo se volvió del revés para Dontsova; lo anterior, configurado con elementos conocidos, se transformó en algo ignoto y horrible.
Cuando su hijo todavía era un chiquillo, solían mirar juntos sus dibujos. Los objetos caseros más comunes y corrientes —una tetera, una cuchara, una silla—, diseñados con insólitos trazos, resultaban irreconocibles.
Así de irreconocible se le mostraba ahora el curso de su propia enfermedad y el nuevo lugar que habría de ocupar dentro del tratamiento, donde ella no sería ya la fuerza analítica orientadora, sino un impotente ovillo aturdido. La primera revelación de su dolencia la dejó tan aplastada como una rana. Sus primeros momentos de adecuación a la enfermedad le fueron insoportables: el mundo se había trastornado por completo, desquiciándose totalmente el orden de cosas del universo. Sin estar aún muerta se veía obligada a abandonarlo todo: a su marido, a su hijo, a su hija, a su nieto y su trabajo, aunque en este trabajo se esforzaría ahora con ahínco por ella y para ella. En un solo día debía renunciar a cuanto representaba su vida y, en adelante, convertida en demudada y cetrina sombra, se atormentaría sin saber, durante un plazo prolongado, si todo ello culminaría con su muerte o con el retorno a la existencia.
En su vida, al parecer, no concurrían ni ornatos, ni alegrías, ni festejos, sólo trabajo e inquietud, inquietud y trabajo; era una existencia que daba la impresión de no encerrar nada notable. Sin embargo, ¡cuán inadmisible y atroz resultaba despedirse de ella!
El domingo no fue para Dontsova un día de asueto, sino una jornada preparatoria de sus vísceras que al día siguiente pasarían por los rayos.
Como convinieron, el lunes a las nueve y cuarto de la mañana, Dormidont Tíjonovich, Vera Gángart y una de las doctoras internas de la clínica se hallaban en el gabinete de rayos esperando adaptarse a la oscuridad después de haber apagado las luces. Liudmila Afanásievna se desnudó y se colocó tras la pantalla. Tomando de manos de una auxiliar sanitaria el primer vaso de papilla de bario, la derramó torpemente porque su mano, enfundada en un guante de goma que tantas veces macerara abdómenes allí mismo, temblaba ahora.
Sus colegas repitieron con ella los consabidos procedimientos: las palpaduras, los sondeos, los virajes, el levantamiento de brazos, las aspiraciones y exhalaciones. Después extendieron el montante, la tendieron en él y le hicieron varias radiografías en diferentes proyecciones. Luego tuvieron que dar tiempo a la masa contrastante a difundirse más allá del tracto digestivo. Entretanto, el mecanismo de rayos no podía quedar inactivo y la doctora interna hizo pasar a sus pacientes de tumo. Liudmila Afanásievna tenía intención de ayudarla, pero tuvo que desistir porque no podía concentrarse. Llegó el momento de situarse de nuevo tras la pantalla, de beber el bario y de acostarse bajo el aparato de radiogramas.
La única diferencia consistía en que este reconocimiento no se efectuaba con el habitual y diligente silencio sólo violado por tajantes órdenes. Oreschenkov gastaba incesantes bromas a sus jóvenes auxiliares, a Liudmila Afanásievna o se reía de sí mismo. Relató que en sus tiempos de estudiante le expulsaron cierta vez por escandalizar al entonces flamante Teatro de Arte Académico de Moscú. Se estrenaba El poder de las tinieblas[36] y en ella Akim se limpiaba los mocos y se desenrollaba los calcetines con tal realismo que Dormidont y sus amigos empezaron a sisear y a armar barullo. Desde entonces, manifestó, siempre que volvía al Teatro de Arte temía ser reconocido y expulsado de nuevo. Todos procuraban que no decayese la conversación para que no fuesen tan angustiosas las pausas entre las silenciosas exploraciones. No obstante, Dontsova captó netamente que Gángart hablaba sobreponiéndose a sus fuerzas, con la garganta seca. ¡Si la conocería ella!
Pero Liudmila Afanásievna así lo había querido. Limpiándose la boca tras ingerir la papilla de bario, reiteró su modo de pensar.
—¡No! ¡El paciente no debe enterarse de todo! Siempre lo he considerado así y ahora lo mantengo. Cuando deban deliberar, saldré del gabinete.
No tuvieron nada que alegar y Liudmila Afanásievna salió dispuesta a hallar algo que hacer entre los ayudantes de radiología o con las historias clínicas. Trabajo, había de sobra. Pero se sintió incapaz de concentrarse en faena alguna. Volvieron a reclamar su presencia en el departamento y hacia él se dirigió con el corazón palpitante, con la vaga esperanza de ser recibida con palabras regocijantes, de verse abrazada y felicitada por Vérochka Gángart. Empero, nada de esto ocurrió. Se repitieron los reconocimientos, las órdenes, los virajes.
Sometiéndose a cada una de esas órdenes, Liudmila Afanásievna podía evitar pensar en ellas y tratar de interpretarlas.
—A juzgar por su metodología, creo advertir lo que rastrean en mí —dijo impensadamente.
Según creía comprender, recelaban un tumor en su estómago, pero no en el orificio de salida, sino en el de acceso. Y este era uno de los casos más graves, pues al ser operado exigía una incisión parcial del tórax.
—Pero ¡Liúdochka! —reprochó Oreschenkov en la oscuridad—. Si reclama de nosotros un diagnóstico precoz, la metodología ya no puede ser la misma. Si quisiera esperar unos tres meses, le diríamos entonces en el acto lo que padece.
—¡Oh, no! Le agradezco esos tres meses.
También se negó a mirar la extensa radiografía obtenida al final del día. Perdidos sus característicos y enérgicos ademanes masculinos, se desplomó en una silla bajo la brillante lámpara del techo, en espera de las concluyentes palabras de Oreschenkov. Palabras resolutivas, ¡pero que no representaban un diagnóstico!
—Pues bien, respetable colega —con afectuosidad Oreschenkov alargaba las palabras—, la opinión de las eminencias está dividida.
Y por debajo de sus arqueadas cejas observaba y observaba su desconcierto. Parecía que de la resuelta y tenaz Dontsova se hubiese podido esperar más fortaleza en esta prueba. Su imprevisto decaimiento corroboraba, una vez más, la idea de Oreschenkov de que el hombre contemporáneo está incapacitado para enfrentarse a la muerte, que no está armado con nada para recibirla.
—¿Y quién conjetura lo peor? —inquirió Dontsova, esforzándose por sonreír.
(¡Cómo anhelaba que no fuese él!).
Oreschenkov extendió los dedos respondiendo:
—Las más pesimistas son sus hijas. Ya ve cómo las ha educado. Sin embargo, mi juicio sobre usted es mejor.
Las comisuras de sus labios se plegaron en minúscula aunque afectuosísima sinuosidad.
Gángart estaba sentada, pálida, como si la decisión que iba a tomarse le atañese personalmente a ella.
—¡Gracias! —articuló Dontsova, algo más aliviada—. Y… ¿qué tiene que decirme?
Infinidad de veces, después de esa exigua tregua, los pacientes esperaron su decisión, una decisión basada siempre en el raciocinio, en cifras, y que constituía una deducción lógicamente concebida y comprobada. Pero, en verdad, ¡cuánto horror contenía esa corta tregua!
—Pues verá, Liúdochka —Oreschenkov tronó con tranquilizadora voz—. Vivimos en un mundo injusto. Si usted no fuera de las nuestras, la transferiríamos inmediatamente a los cirujanos con un diagnóstico alternativo; ellos la seccionarían en determinado lugar y, de paso, le extirparían algo. Conoce lo ruines que son y nunca abandonan la cavidad abdominal sin quedarse con un souvenir. La operarían y se esclarecería quién de nosotros estaba en lo cierto. Pero usted es de las nuestras y, como en Moscú, en el Instituto de Radiología, trabajan Lénochka y Seriozha, que también son de los nuestros, hemos decidido que vaya allí a curarse. ¿Qué le parece? ¿Eh? Leerán los datos que les enviemos y le efectuarán otro reconocimiento. Así tendremos más opiniones. Si la operación fuese necesaria, allí se la harían con más garantías. En general, ellos cuentan con todo lo mejor, ¿no?
(Había dicho: «Si la operación fuese necesaria…». ¿Quería indicar con ello que acaso no sería precisa? O, quizá…, ¿quizá algo peor…?).
—¿Desea darme a entender que la operación sería tan complicada que no se atreven a hacérmela aquí? —conjeturó Dontsova.
—¡No! ¡En modo alguno! —Oreschenkov alzó la voz con el ceño fosco—. No busque en mis palabras un doble sentido. Queremos, sencillamente, conseguir para usted un, ¿cómo se dice?, un enchufe. Si no me cree, ahí tiene la radiografía —se la indicó con la cabeza—. Mírela usted misma.
Sí, ¡nada más fácil! No tenía más que tender la mano y someterla a su estudio.
—No, no —se apartó Dontsova de la radiografía—. No quiero.
Y en eso quedaron. Discutieron lo fundamental y luego Dontsova se fue al Ministerio de Sanidad de la República donde, inexplicablemente, no dieron largas al asunto. Sin pérdida de tiempo autorizaron su marcha y firmaron la carta credencial. E inesperadamente resultó que ya nada la retenía en la ciudad donde trabajara veinte años.
Cuando ocultaba a todo el mundo el dolor que sufría, Dontsova sabía muy bien que, con sólo participárselo a una persona, el mecanismo se pondría inconteniblemente en marcha y ya nada dependería de ella. Todos los inmutables nexos vitales, tan sólidos, tan perdurables, se habían desatado, se habían roto, no ya en el curso de días, sino de horas. Y he ahí que ella, que tanto en la clínica como en su hogar parecía serlo todo, insustituible, ya había sido reemplazada.
¡Tan apegados como estamos a la tierra y la verdad es que no nos mantenemos firmes en ella!…
¿Qué objeto tenía ahora andar con aplazamientos? Aquel mismo miércoles hizo su última visita a las salas acompañada de Gángart, a la que entregaba la dirección del departamento de rayos.
Iniciaron su recorrido muy de mañana, pero se prolongó casi hasta la hora de la comida. Pese a que Dontsova tenía plena confianza en Vérochka Gángart, que conocía a los pacientes hospitalizados como ella misma, al aproximarse a los lechos de los enfermos consciente de que no volvería a ellos antes de un mes, o acaso nunca, sintió, por primera vez en varios días, que se serenaba y cobraba fuerzas. Recuperó el interés y la facultad de pensar con lógica. El propósito que, muy de mañana, abrigara de entregar cuanto antes todos sus asuntos, de formalizar rápidamente los últimos documentos para marcharse a casa y comenzar los preparativos para el viaje, se resquebrajó. Tan habituada estaba a dirigirlo todo personalmente, y bajo su única responsabilidad, que hoy no podía apartarse de ningún paciente sin tener, por lo menos, una noción del pronóstico previsible para un mes: el curso que tomaría la enfermedad, los nuevos remedios que requeriría el tratamiento, las medidas imprevistas a que habría que recurrir en caso de necesidad. Pasaba por las salas casi como antes, como siempre. Eran sus primeras horas de alivio después del torbellino de preocupaciones de los pasados días.
Iba acostumbrándose a su desgracia.
Pero, al mismo tiempo, pasaba por las salas sintiéndose privada de sus derechos de médico, como descalificada por alguna acción imperdonable que, afortunadamente, no había sido aún notificada a los pacientes. Auscultaba, prescribía, daba instrucciones y observaba al enfermo con mirada falsamente sagaz, mientras el frío le recorría la espalda porque ya no le estaba permitido dictaminar sobre la vida y la muerte de los demás, pues al cabo de varios días yacería en la cama de un hospital tan desvalida y trastornada como aquellas enfermas, sin cuidarse apenas de su aspecto exterior y aguardando el fallo de colegas más aventajados y experimentados, amedrentada por el dolor y deplorando quizás haber estado desacertada en la elección de la clínica. Tal vez desconfiaría también del tratamiento a que la someterían y soñaría con el prosaico derecho a verse libre del pijama del hospital y a poderse marchar por las tardes a su casa, como si en ello residiera la mayor de las dichas.
Estos pensamientos que la embargaban le impedían pensar y discernir con la precisión habitual.
Vera Kornílievna, por su parte, aceptaba sin alegría las responsabilidades que de ningún modo deseaba a tal precio. En realidad, no las ambicionaba en absoluto.
La palabra «mamá» con que la designaban no representaba para Vera una palabra vacía. Entre los diagnósticos de los tres médicos, el suyo fue el más grave. Temía que la operación sería agotadora para Liudmila Afanásievna porque su debilidad ya era mucha por las radiaciones que recibía. Yendo hoy a su lado se le ocurrió pensar que quizá fuese la última vez que pasaban visita juntas, que durante muchos años tendría que andar por entre aquellas camas y cada día recordaría con el corazón oprimido a la mujer que hizo de ella una doctora.
Y, disimuladamente, se limpiaba con el dedo alguna lágrima que se desprendía de sus ojos.
Y hoy, más que nunca, Vera debía preverlo todo con exactitud, sin omitir ninguna pregunta importante, porque por primera vez recaía enteramente sobre ella la responsabilidad de ese medio centenar de vidas y porque, en adelante, ya no tendría a quien pedir consejo.
Así, la inquieta visita de los médicos a las salas se prolongó medio día. Pasaron primero por las de mujeres. Luego atendieron a los pacientes instalados en el vestíbulo y en el pasillo. Se detuvieron, naturalmente, ante Sibgátov.
¡Cuántos esfuerzos invertidos en este tártaro apacible para no ganar más que una moratoria de varios meses! ¡Y qué meses de miserable existencia en un rincón del vestíbulo carente de luz y ventilación! El hueso sacro ya no sostenía a Sibgátov, que mantenía su verticalidad gracias a sus dos recias manos, que apuntalaban ambos lados de su espalda. Su único ejercicio consistía en pasar a la sala vecina para sentarse en ella a escuchar las conversaciones. El único aire que respiraba era el que dejaba pasar el distante ventanuco. El único firmamento que veía era el techo del vestíbulo.
Pero incluso por esta vida miserable que nada contenía aparte de las curas, las riñas de las sanitarias, la comida del hospital y las partidas de dominó, incluso por esta vida que soportaba con la espalda hendida, se iluminaban sus ojos de gratitud, sus doloridos ojos, a cada visita de los doctores.
Y Dontsova pensó que, comparándose con Sibgátov, aún podía considerarse dichosa.
Sibgátov ya se había enterado de algún modo que hoy era el último día en que Liudmila Afanásievna trabajaba.
Vencidos, pero fieles aliados, se miraron mutuamente en silencio antes de que el látigo del vencedor los dispersara en diferentes direcciones.
«Ya ves, Sharaf», decían los ojos de Dontsova, «he hecho todo cuanto he podido. Pero estoy herida y también yo sucumbo».
«Ya lo sé, madre», le respondían los ojos del tártaro. «Ni quien me dio la vida ha hecho tanto por mí, pero no puedo salvarte».
Con Ajmadzhán el desenlace fue brillante. Su caso no había estado abandonado, el tratamiento se ajustó exactamente a la teoría y los resultados justificaron esa teoría. Hicieron un cálculo de las irradiaciones que había recibido y Liudmila Afanásievna le anunció:
—Te daremos el alta.
Tendrían que habérselo comunicado por la mañana para que la enfermera jefe hubiera pedido con tiempo suficiente su ropa al depósito. Pero Ajmadzhán, libre de muletas, se lanzó como una exhalación al piso inferior en busca de Mita. Sin necesidad de ello, no podría soportar una noche más en la clínica. Tenía amigos que aquella misma tarde le esperaban en la Ciudad Antigua.
Vadim también sabía ya que Dontsova entregaba su sección y partía para Moscú. Lo supo de la siguiente manera. El día anterior por la tarde, se recibió un telegrama de su madre dirigido a Liudmila Afanásievna y a él, en el que anunciaba que el oro coloidal se expedía a la clínica. En el acto Vadim fue renqueando al piso de abajo. Dontsova se había ido al Ministerio de Sanidad y Vera Kornílievna, al leer el telegrama, le felicitó y le presentó allí mismo a Ela Rafáilovna, su radióloga, que en adelante estaría encargada de su tratamiento en cuanto el oro llegara al departamento radiológico. En ese momento llegó la fatigada Dontsova, leyó el telegrama y, a través de su anonadamiento, trató de asentir animosamente ante Vadim.
La víspera invadió a Vadim una alegría irrefrenable que le quitó el sueño. Pero hoy por la mañana le asaltaron varios pensamientos. ¿Cuándo llegaría el oro? Si se lo hubiesen entregado en mano a su madre ya lo tendría allí. ¿Llegaría en tres días? ¿O tardaría una semana? Con estos interrogantes en su mente recibió a las doctoras que se aproximaban a él.
—¡Dentro de unos días, naturalmente! —le dijo Liudmila Afanásievna.
Pero ella sabía bien lo que podían prolongarse esos días. Conocía un caso de un instituto de Moscú que debía expedir un preparado medicinal a una clínica de Riazán. La encargada de la oficina de envíos escribió en el albarán: «Con destino a tal clínica de “Kazán”». En el Ministerio —pues asuntos tales no pueden solucionarse sin intervención del Ministerio— leyeron «Kazajstán» y enviaron el medicamento a Almá-Atá, la capital de esa república.
¡Cuánto puede influir una grata noticia en el hombre! Los negros ojos de Vadim, tan sombríos en los últimos tiempos, irradiaban ahora un destello de esperanza; sus labios algo abultados, que habían adquirido una persistente y torva doblez, se enderezaron y rejuvenecieron de nuevo. Todo él —pulcramente afeitado, aseado, optimista y cortés— resplandecía como quien celebra su onomástica y se ve, desde por la mañana, rodeado de regalos.
¿Cómo pudo decaer tanto su espíritu, desmayar tanto su voluntad en las dos últimas semanas? ¡Si en la voluntad estaba la salvación, si todo depende de la voluntad! ¡Ahora todo se reducía a una carrera de velocidad! Urgía que el oro recorriera los tres mil kilómetros del trayecto a más velocidad que las metástasis los treinta centímetros del suyo. En ese caso, el oro limpiaría su ingle y preservaría el resto de su cuerpo. En cuanto a la pierna, nada le importaba sacrificarla. ¿Y si por azar, el oro, en progresión racional, curaba también la pierna? Al fin y al cabo, ¿qué ciencia puede prohibirnos tener fe?
¡Sería justo y razonable que él, justamente él, salvara la vida! Resignarse a la muerte, rendirse uno a la pantera negra para que le destroce a dentelladas sería estúpido, cobarde e indigno. Con toda la brillantez de su talento, se confortaba con la idea de que sanaría, de que escaparía a la muerte. Se pasó media noche sin dormir a causa de la excitación jubilosa que le dominaba. Se esforzó por hacerse una idea de lo que en esos momentos sería del pequeño recipiente de plomo que contenía el oro. ¿Iría ya en ruta en un vagón de equipajes? ¿Lo llevarían ahora camino del aeropuerto? ¿O se hallaría ya en el avión? Con los ojos de su fantasía se elevaba a tres mil kilómetros de altura en el oscuro espacio nocturno y metía prisa, apremiaba, para que le proporcionasen cuanto antes el oro coloidal. Si existiesen, hasta de los ángeles habría invocado ayuda.
Ahora vigilaba suspicaz el proceder de los médicos. Estos no dijeron nada inquietante y tampoco lo reflejaron en sus rostros, pero le inspeccionaron a conciencia. No sólo le palparon el hígado, sino también varios lugares del cuerpo, al tiempo que intercambiaban observaciones sin importancia. Vadim estaba atento para ver si prestaban más vigilancia a su hígado que a otras zonas de su organismo.
(Los médicos, ante un paciente tan expectante y alertado, pasaron innecesariamente los dedos por el bazo, aunque el verdadero objetivo de su sensitivo tacto era comprobar el grado de alteración del hígado).
Los médicos no pudieron escapar pronto de Rusánov. Este esperaba su ración extra de atención. En los últimos tiempos se mostraba más indulgente con ellos, pues aunque no eran científicos eméritos ni profesores, le habían curado. Esto era un hecho innegable. El tumor de su cuello estaba ya totalmente suelto, allanado, reducido. Es probable que desde el principio no tuviera la peligrosidad que exageradamente le atribuyeron.
—Debo decirles, camaradas —comunicó a los médicos—, que estoy cansado de las inyecciones. Me han puesto más de veinte. ¿No creen que serán suficientes? ¿O que podría finalizar el tratamiento en casa?
En verdad, el estado de su sangre no era satisfactorio aunque le habían hecho cuatro transfusiones. Tenía un aspecto marchito, extenuado, y un color amarillento. Hasta el bonete uzbeko parecía venirle grande a su cabeza.
—Quiero darle las gracias, doctora. Sé que al principio no tuve razón —declaró honestamente Rusánov dirigiéndose a Dontsova. Le complacía reconocer sus errores—. Usted me ha curado y se lo agradezco.
Dontsova asintió vagamente con la cabeza. No se comportaba así por modestia o turbación, sino porque él estaba desacertado en lo que decía, se engañaba. Aún le aguardaban erupciones de tumores en numerosas glándulas, y de la rapidez del proceso dependía que el próximo año siguiera con vida.
Ella, de hecho, estaba en idéntica situación.
Las dos doctoras, Dontsova y Gángart, le reconocieron las axilas y la zona clavicular. Presionaron tanto en ellas que Rusánov se encogía.
—¡Si ahí no tengo nada! —aseveraba.
Ahora veía patentemente que no habían hecho más que asustarle con la enfermedad. Pero él era resistente y la había superado. Y esa resistencia descubierta en sí le enorgullecía de modo particular.
—Tanto mejor. Pero debe vigilarse mucho, camarada Rusánov —le aconsejó Dontsova—. Le pondremos un par de inyecciones más y probablemente le daremos el alta. Todos los meses deberá comparecer a reconocimiento y si advierte algo, venga antes, inmediatamente.
Sin embargo, el regocijado Rusánov creía saber por propia experiencia que esas presentaciones obligatorias a reconocimiento no suponían más que meros recursos para llenar el gráfico. Se fue en el acto a telefonear a su familia para comunicarle la buena nueva.
Le llegó el turno a Kostoglótov. Aguardaba a las doctoras con encontrados sentimientos: por un lado, al parecer, le habían salvado; por otro, habían causado su ruina. La miel y el alquitrán se mezclaban en el barril en iguales proporciones, pero la mezcla no servía ya para alimento ni para las ruedas.
Cuando Vera Kornílievna se acercaba a él sola, para Kostoglótov era Vega, y fuera lo que fuese lo que le preguntara relacionado con sus obligaciones y le recetara lo que le recetara, él se limitaba a contemplarla satisfecho. Sin saber por qué, en la última semana le perdonó sin reservas el deterioro que ella causaba a su organismo. Por lo visto, empezó a reconocerle cierto derecho sobre ese cuerpo suyo, lo cual le reconfortaba. Cuando en las visitas se acercaba a él, habría besado de buena gana sus menudas y delicadas manos o, como un perro, habría restregado su hocico en ellas.
Sin embargo, ahora eran dos las que estaban con él, dos doctoras aherrojadas por sus normas de conducta, y Oleg no pudo librarse de su ofuscación y de su agravio.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Dontsova, sentándose a su lado en la cama.
Vega, de pie a su espalda, le sonreía sutilmente. Había recobrado la propensión o acaso la inevitable necesidad de sonreírle, aunque fuese levemente, cada vez que se encontraban. Hoy su sonrisa parecía estar velada por algo.
—Nada bien —contestó Kostoglótov desalentado, incorporando la cabeza de su colgante postura y posándola en la almohada—. Siento aquí, en el diafragma, una especie de crispación cuando hago movimientos bruscos. En resumen, me parece que han abusado del tratamiento. Les ruego que pongan fin a todo esto.
No expuso su exigencia con la fogosidad de antes, sino con cierta indiferencia, como si se refiriese a un asunto ajeno lo suficientemente claro para no seguir insistiendo.
Tampoco Dontsova parecía dispuesta a discutir. Estaba cansada.
—Como quiera, la decisión es suya. Pero el tratamiento no ha terminado.
Le examinó la piel de las zonas irradiadas. Su aspecto, indudablemente, pedía a gritos que se concluyese. Además, la reacción superficial, las manifestaciones secundarias producidas por los rayos en la epidermis, todavía podían agudizarse más después de la suspensión de la radioterapia.
—No recibe ya dos sesiones diarias, ¿verdad? —insinuó Dontsova.
—No, sólo una —respondió Gángart.
(Estas simples palabras, «sólo una», las pronunció alargando un poco su fina garganta. ¡Fue como si articulara algo delicado capaz de enternecer el corazón!).
Extraños y vivos hilos, como largo cabello femenino, la habían atrapado enredándola con este paciente. Ella era la única que sentía dolor cuando se tensaban demasiado y se rompían. A él no le dolía y nadie de alrededor lo advertía. El día en que se enteró de los devaneos nocturnos con Zoya fue como si le arrancaran todo un mechón. Quizá hubiese sido mejor poner punto final entonces. Con ese tirón, recordó que los hombres no quieren a las mujeres de su edad, que las prefieren más jóvenes. No tendría que haber olvidado que su edad ya había pasado, que no podría recuperar el tiempo perdido.
Pero él se hizo después el encontradizo de modo tan manifiesto, suspiró tanto por sus palabras, se dirigió a ella con tan buen sentido y la miraba con tal devoción, que los hilos-cabellos empezaron a salir uno a uno y a enmarañarse de nuevo.
¿Qué representaban esos hilos? Algo inexplicable y disparatado. No tardaría mucho en irse a donde le retendría una garra vigorosa. Y solamente regresaría cuando se sintiera grave, cuando la muerte le doblegase. Si gozara de salud, más improbable sería su regreso; entonces jamás regresaría.
—¿Cuánto sinestrol le hemos administrado? —preguntó Liudmila Afanásievna.
—Más del necesario —contestó con agresividad Kostoglótov, adelantándose a Vera Kornílievna y lanzando una mirada vacía—. El suficiente para el resto de mi vida.
En cualquier otro momento, Liudmila Afanásievna no habría pasado por alto esta insolente réplica y le habría calentado las orejas sin compasión. Pero en ese instante su voluntad era nula y apenas si le restaban fuerzas para finalizar la visita. Fuera de sus funciones, despidiéndose ya de ellas, no podía, en realidad, ni siquiera objetar a Kostoglótov. El tratamiento, desde luego, era bárbaro.
—Mi consejo es este —dijo con tono conciliador y de modo que los otros pacientes no la oyeran—: No ha de aspirar a la felicidad familiar. Ha de vivir todavía muchos años sin formar una familia como es debido.
Vera Kornílievna bajó la mirada.
—Y no olvide que su caso estaba muy abandonado, que acudió tarde a nosotros.
Kostoglótov sabía que las cosas no iban bien, pero se quedó boquiabierto al oírselo confirmar a Dontsova.
—Sí… —gruñó al tiempo que le asaltaba una idea consoladora: «Bueno, de todos modos las autoridades se ocuparán de que así sea».
—Vera Kornílievna, seguirá usted dándole tezán y pentaxil. Pero habrá que dejar que se marche para que descanse. Haremos lo siguiente, Kostoglótov: le extenderemos una receta para que disponga de una reserva de sinestrol para tres meses. Ahora está de venta en las farmacias y podrá adquirirlo. Y no deje de seguir el tratamiento en su domicilio. Si en su lugar de residencia no hay quien le ponga las inyecciones, compre la medicina en comprimidos.
Kostoglótov movió los labios con la intención de hacerle saber que, en primer lugar, no tenía casa; que, en segundo, no disponía de dinero y que, en tercero, no era tan tonto como para suicidarse lentamente.
Cambió, no obstante, de idea y no dijo nada porque había advertido su palidez gris-verdosa y su fatiga.
Y así dio fin al recorrido a la sala.
Ajmadzhán entró impetuoso en la sala. Todo estaba arreglado y ya habían ido en busca de su uniforme. ¡Hoy bebería en compañía de un amiguete! Ya recogería mañana los certificados y demás papeles. Estaba tan alterado, hablaba con tal rapidez y en tono tan chillón, que los asombró, pues nunca le habían visto así con anterioridad. Se movía con tal vivacidad y seguridad que parecía inverosímil que hubiera estado dos meses enfermo compartiendo la sala con ellos. Bajo su negro y espeso pelo cortado a cepillo, bajo sus cejas negras como el alquitrán, le ardían los ojos como los de un borracho y su espalda se estremecía barruntando la vida, que le aguardaba tras las puertas del hospital. Empezó a recoger sus cosas, pero abandonó esta tarea para ir corriendo a solicitar que le sirvieran la comida con los pacientes de la planta baja.
Reclamaron a Kostoglótov para la sesión de rayos. Esperó turno ante el gabinete, después pasó un rato tumbado bajo los aparatos y después salió al porche para ver la causa del anubarrado día.
En el cielo se arremolinaban raudas nubes plomizas tras las que serpeaba otra de intenso matiz violáceo, prometiendo abundantes precipitaciones. Pero la atmósfera era sofocante y la lluvia quedaría reducida a un chaparrón de primavera.
Como el tiempo no invitaba a pasear, regresó a la sala. Ya desde el pasillo oyó al excitado Ajmadzhán que relataba a gritos:
—¡Los alimentan mejor que a los soldados! ¡Que me corten la lengua si miento! ¡Bueno, en todo caso, no peor! ¡Su ración diaria de pan es de un kilo y doscientos gramos, cuando deberían darle de comer mierda! ¿Creen que trabajan? ¡Ca! ¡En cuanto los conducimos a la zona de trabajo, se desperdigan, se esconden y se pasan el día durmiendo!
Kostoglótov se plantó silenciosamente en el vano de la puerta. Ajmadzhán, ante su cama despojada ya de sábanas y almohadones, con su petate dispuesto, agitaba una mano y mostraba sus brillantes dientes blancos, finalizaba con todo aplomo su última historia ante el auditorio de la sala.
Esta había variado totalmente. En su composición ya no entraba Federau, ni el filósofo, ni Shulubin. Cuando la integraban otros hombres, nunca oyó Oleg que Ajmadzhán se pronunciara como acababa de hacerlo.
—En ese caso, ¿no construirán nada? —preguntó Kostoglótov con calma—. No habrá en la zona ninguna edificación levantada por ellos, ¿verdad?
—Sí… construyen —Ajmadzhán se desconcertó un poco—, pero de mala manera.
—Ustedes habrían podido… ayudarlos —insistió Kostoglótov bajando más la voz, como si perdiera fuerzas.
—¡Nuestra obligación es sostener el fusil, la de ellos manejar la pala! —replicó Ajmadzhán con viveza.
Oleg miraba la cara de su compañero de sala como si la viera por primera vez; mejor dicho, como si durante muchos años le hubiese visto tras el cuello de la zamarra y armado con el fusil automático. Ajmadzhán, con la inteligencia justa para el juego del dominó, era sincero, sencillo.
Si durante decenas y decenas de años se prohíbe llamar a las cosas por su nombre, las mentes humanas caerán irremediablemente en aberraciones y será más arduo comprender a un compatriota que a un marciano.
—¿Tienes noción de lo que has dicho? —Kostoglótov insistió—. ¿Hablas de seres humanos y dices que deben ser alimentados con mierda? ¿Bromeas acaso?
—¡No, no bromeo! ¡Esa gente no son personas! ¡No son seres humanos! —afirmó Ajmadzhán, convencido y excitado.
Confiaba en que convencería a Kostoglótov como a los otros oyentes de la sala. Sabía que Oleg era un deportado, pero desconocía su peregrinación por los campos de trabajo.
Kostoglótov desvió la vista al lecho de Rusánov, pues no se explicaba que no hubiera intervenido ya en apoyo de Ajmadzhán. Simplemente, porque estaba ausente de la sala.
—Siempre creí que eras soldado del Ejército. Pero ¡vaya, vaya, en qué cuerpo armado has prestado tus servicios! —Kostoglótov arrastró las palabras—. Has estado a las órdenes de Beria, ¿no es así?
—¡No conozco a ningún Beria! —replicó Ajmadzhán enfadado, con el rostro enrojecido—. No es asunto mío preocuparme por quiénes están en la cumbre. Presté un juramento y cumplí con mi obligación. Si te vieses forzado a ello, también tú lo cumplirías…