13
El tumor de Pável Nikoláyevich no disminuyó ni tampoco se ablandó del sábado al domingo. Este tuvo conciencia de ello antes de levantarse de la cama. El viejo uzbeko le había despertado a hora temprana, pues desde el amanecer y a lo largo de toda la mañana estuvo tosiendo repugnantemente encima de sus oídos.
Al otro lado de la ventana albeaba el día, nublado y monótono, igual que ayer y anteayer, por lo que el corazón se cubría de mayor melancolía. A primeras horas de la mañana, el patriarca kazajo se había sentado en el lecho con las piernas cruzadas, y así seguía estúpidamente, como un tronco. Hoy no esperaban la visita de los doctores, y ninguno sería llamado a rayos o a curas, de modo que podía seguir en esa postura hasta la noche. El sombrío Yefrem se aferró a su elegiaco Tolstói; ni una sola vez se había levantado a caminar por el pasillo haciendo vibrar las camas, y era una suerte que no hubiera vuelto a enzarzarse con Pável Nikoláyevich ni con ningún otro.
Al Roedor, desde que salió de la sala, no se le había vuelto a ver por ella en todo el día. El geólogo, aquel joven agradable y educado, leía su geología sin molestar a nadie. El resto de los pacientes se mantenían tranquilos.
Pável Nikoláyevich se sentía confortado porque aguardaba la visita de su esposa. Por supuesto que ella no podía prestarle un auxilio efectivo en su enfermedad, pero ¡cuánto suponía para él poderse explayar con ella! Decirle lo mal que se sentía, que la inyección había sido ineficaz y describirle a la horrible gente de la sala. Le compadecería y él se aliviaría. Tendría que encargarle cualquier libro, uno moderno, tonificante. Y también la pluma estilográfica, para no caer en el ridículo como ayer, que tuvo que pedir un lápiz prestado a un chaval para anotar la receta. Sí, y eso era lo más importante, le daría instrucciones sobre el hongo, el hongo del abedul.
No todo estaba perdido, al fin y al cabo. Si las medicinas no ayudaban, existían otros recursos. Lo importante era no perder el optimismo.
Aunque, poco a poco, Pável Nikoláyevich iba acostumbrándose a aquel ambiente. Después del desayuno terminó de leer en el periódico del día anterior el informe de Zvérev sobre el presupuesto, y luego trajeron el periódico del día. Diomka se hizo cargo de él, pero Pável Nikoláyevich se lo pidió, y en el acto pudo enterarse con satisfacción de la caída del gobierno de Mendés-France. (¡Por urdir intrigas! ¡Por enfangarse en los acuerdos de París!). Vio un extenso artículo de Ehrenburg, que reservó para leerlo más tarde, y se abismó en la lectura de otro artículo sobre la aplicación de las decisiones del Pleno, celebrado en enero, relativas al rápido incremento de la elaboración de los productos derivados de la ganadería.
Así, Pável Nikoláyevich pasó el día, hasta que la sanitaria le anunció que su mujer había llegado. Generalmente, se permitía la entrada a la sala de los familiares de pacientes que guardaban cama. Pero Pável Nikoláyevich no se sentía con fuerzas para demostrar que él era uno de esos pacientes y, por otro lado, se sentiría más desahogado en el vestíbulo que ante aquella gente abatida y desalentada. Rusánov se arropó el cuello con la protectora bufanda y bajó al piso inferior.
No todo el mundo, en vísperas de las bodas de plata, conserva una esposa tan afectuosa como era Kapa para con Pável Nikoláyevich. En toda su vida, efectivamente, no existió para él persona más allegada, con nadie se sentía más a gusto, congratulándose de los éxitos o resolviendo las dificultades. Kapa era una compañera fiel, una mujer inteligente y enérgica. («¡Tiene tanta capacidad como un Soviet rural!», solía jactarse ante sus amigos). Pável Nikoláyevich jamás sintió la necesidad de serle infiel, y ella, por su parte, tampoco le había engañado. No es cierto que el hombre se avergüence de la amiga de su juventud según va progresando en la escala social. Ambos se habían encumbrado mucho desde el nivel que ocupaban cuando se casaron. (Ella era obrera de una fábrica de macarrones y él empezó a trabajar en la misma empresa, en el taller de amasamiento mecánico. Antes de su matrimonio Pável ya era miembro del comité de la factoría y se ocupaba de la seguridad en el trabajó. Además, por encargo de la organización de Juventudes Comunistas, colaboraba en el reforzamiento del Soviet de empleados del comercio, y durante un año fue director de la escuela secundaria de la empresa). A lo largo de todo ese tiempo no se produjeron disensiones en los intereses de los esposos ni se incrementó su arrogancia. En las fiestas, si se había bebido un poco y los reunidos a la mesa eran gentes sencillas, a los Rusánov les complacía evocar su pasado de simples obreros y les gustaba cantar Los días de Volocháyev y Nosotros, la caballería roja.
Kapa, con su ancha figura, su doble zorro plateado, su bolso del tamaño de un cartapacio y su bolsa con provisiones, le esperaba en el vestíbulo, en el rincón más calentito y ocupando casi tres plazas del asiento en que se hallaba. Se levantó para besar a su marido con sus tibios y suaves labios, y le hizo sentarse en el faldón de su abrigo de pieles, que extendió para que él no tuviera frío.
—Aquí hay una carta —dijo, contrayendo la comisura de los labios.
Por este gesto familiar, Pável Nikoláyevich intuyó en el acto que la carta era enojosa. Siendo en todo una persona razonable y animosa, Kapa no había podido desprenderse de este hábito femenino: si había una novedad, ya fuera buena o mala, enseguida perdía la cabeza y la contaba a deshora.
—Está bien —se ofendió Pável Nikoláyevich—. ¡Acaba, acaba conmigo! ¡Acaba si eso es lo más importante!
Una vez que decía cuanto le venía a la boca, Kapa se calmaba y ya estaba en condiciones de conversar como una persona corriente.
—¡No, ahora no! ¡Es una tontería! —se arrepintió—. Y bien, ¿cómo te sientes, Pásik? Ya estoy enterada de la inyección, pues el viernes telefoneé a la enfermera jefe y ayer por la mañana volví a llamar. Así, si algo no hubiera ido bien, habría podido venir corriendo. Pero me informaron de que todo ha ido perfectamente. ¿Es cierto?
—La inyección la he soportado bien —confirmó Pável Nikoláyevich, satisfecho de su entereza—. Pero ¡el ambiente, Kapelka… el ambiente!
Y de repente todo cuanto allí le molestaba y amargaba, empezando por Yefrem y el Roedor, se le presentó de golpe, y no acertando a elegir la primera queja, se lamentó:
—¡Si por lo menos el retrete fuera individual! ¡Pero el de aquí es horrible! ¡Las cabinas no están separadas! Todo está a la vista.
(En su oficina, Rusánov utilizaba el excusado de otro piso, que no era de uso público).
Comprendiendo que había ido a parar a un ambiente ingrato y que tendría mucho de qué lamentarse, Kapa no interrumpía sus quejas, sino que le sugería otras, y así, gradualmente, él fue exponiéndole todo, hasta llegar a lo que no tenía respuesta ni solución: «¿Qué hacen los médicos para justificar su sueldo?». Ella le preguntó detalladamente cómo se había sentido antes y después de la inyección y cómo iba el tumor. Tras apartarle la bufanda y examinar el bulto, manifestó que, en su opinión, había disminuido un poquito.
No, no había disminuido. Pável Nikoláyevich lo sabía muy bien. No obstante, le complacía oír que tal vez era menor.
—En todo caso, no ha aumentado, ¿verdad?
—¡Claro que no ha aumentado! ¡Claro que no es más grande! —afirmó Kapa con convicción.
—¡Si por lo menos dejara de crecer! —exclamó, como en una súplica, Pável Nikoláyevich. En su voz se sentían las lágrimas—. ¡Si por lo menos dejara de crecer! Porque si sigue desarrollándose así una semana más… y… —No, no podía pronunciar esa palabra ni mirar hacia el negro abismo. ¡Qué desdichado era y qué peligro le amenazaba!—. Mañana me pondrán otra inyección y otra más el miércoles. ¿Qué haremos si no surten efecto?
—¡Entonces iremos a Moscú! —dijo Kapa con decisión—. Podemos hacer lo siguiente: si esas dos inyecciones no dan resultado, tomaremos un avión y nos iremos a Moscú. Tú ya telefoneaste el viernes, aunque después desististe. Pero yo he llamado por teléfono a Shendia-pin y me he entrevistado con Alymov, y Alymov se comunicó con Moscú. Resulta que hasta hace poco tu enfermedad sólo la curaban en Moscú y allí enviaban a todos los enfermos. Ahora, para aumentar el número de especialistas locales, han decidido tratarla aquí. Todos los médicos en general son seres detestables. ¿Qué derecho les asiste a hablar de sus éxitos en la producción cuando tratan con personas humanas? ¡Puedes decir lo que quieras, pero odio a los médicos!
—¡Sí, sí! —convino Pável Nikoláyevich con amargura—. ¡Eso mismo les he dicho yo!
—¡Los odio tanto como a los maestros! ¡Cuánto me habrán hecho sufrir a causa de Maika! ¿Y por Lávrik?
Pável Nikoláyevich se frotó las gafas:
—Era comprensible en mis tiempos, cuando yo era director. Entonces los pedagogos todos nos eran hostiles, ajenos a nosotros, y el objeto fundamental consistía en mantenerlos sujetos. Pero, ahora, precisamente ahora, ¿estamos en condiciones de exigirles?
—Bien, bien. Pero escúchame. Por lo que ves, no hay dificultad en enviarte a Moscú. Conocemos el camino para lograrlo y podemos hallar una razón convincente. Además, Alymov ya se ha puesto de acuerdo para que allí te gestionen un sitio decente. ¿Qué te parece?… ¿Esperamos a la tercera inyección?
Lo planearon con tanta precisión que a Pável Nikoláyevich se le ensanchó el corazón. ¡No podía permanecer sumiso a la espera de lo peor en aquel agujero rutinario! Los Rusánov habían sido a lo largo de su vida gente de acción, con iniciativa, y solamente en la iniciativa encontraban su equilibrio espiritual.
Hoy no tenía sentido tener prisa y la felicidad de Pável Nikoláyevich consistía en seguir allí sentado junto a su esposa el mayor tiempo posible y no retornar a la sala. Notaba un poco de frío porque abrían con frecuencia la puerta de la calle. Kapitolina Matvéyevna se quitó de sus hombros un chal que llevaba bajo el abrigo y le arropó con él. Por otro lado, sus vecinos de asiento eran personas limpias y educadas, así que podían seguir sentados largo rato.
Pasando gradualmente de un tema a otro, fueron discutiendo los diversos aspectos de su vida, afectados por la enfermedad de Pável Nikoláyevich. Únicamente soslayaron la amenaza que pendía sobre ellos: la posibilidad de un desenlace fatal de la enfermedad. Porque eran impotentes para crear ningún plan contra ese desenlace, ninguna acción, ni podían aducir ningún motivo. No estaban preparados para tan aciago suceso, por la única razón de que lo creían imposible. (En verdad, a veces asaltaban a la esposa pensamientos fugaces, conjeturas sobre su situación económica y el disfrute de su casa en caso de muerte de su esposo. Pero estaban educados en un espíritu tan optimista que era preferible dejar que aquellos problemas siguieran confusos a atormentarse con el estudio anticipado de los mismos o con cualquier morboso testamento).
Charlaron sobre las llamadas telefónicas, las preguntas y los buenos deseos de sus colegas de la Dirección de Industria, adonde el año anterior habían trasladado a Pável Nikoláyevich desde el departamento especial de la fábrica. (Él, naturalmente, no dirigía los asuntos industriales porque no tenía una disposición tan estricta. Las cuestiones técnicas las concertaban los ingenieros y los economistas, y sobre ellos pesaba el control de Pável Nikoláyevich). Todos los empleados le estimaban y ahora era grato saber que se preocupaban por él.
También abordaron las perspectivas para conseguir una pensión. No se explicaba cómo, a pesar de su larga e irreprochable hoja de servicios en puestos de sobrada responsabilidad, no podría alcanzar el sueño de toda su vida: una pensión personal. Incluso podría verse privado de la lucrativa pensión de empleado —ventajosa por su cuantía y por la fecha que debía devengar—, y ello porque en el año 1939 no se había decidido, aunque se lo propusieron, a vestir el uniforme de la Cheka. Era una lástima, aunque tal vez no lo fuera tanto si se tenía en cuenta la situación inestable de los dos últimos años. Quizá fuera preferible la tranquilidad.
Charlaron sobre el deseo general de la gente de vivir mejor, puesto de relieve con toda evidencia en los últimos años y que se manifestaba tanto en la vestimenta como en el mobiliario y la decoración de las viviendas. En este punto Kapitolina Matvéyevna opinó que si el tratamiento de su esposo tenía éxito, aunque se prolongara mes y medio o dos meses, como ya les habían advertido, sería conveniente aprovechar ese tiempo para efectuar ciertas reparaciones en el piso. Hacía mucho que necesitaban desplazar una tubería en el cuarto de baño, cambiar de lugar el fregadero de la cocina, cubrir de baldosines el excusado y renovar imprescindiblemente la pintura de las paredes del comedor y de la habitación de Pável Nikoláyevich. Sería preciso variar los colores (ella ya había estudiado los tonos), que debían llevar necesariamente su estampación en oro, que era lo que estaba de moda. Pável Nikoláyevich no tuvo nada que objetar a todo eso, pero enseguida se le presentó un problema enojoso. A pesar de que los obreros le serían enviados por cuenta del Estado, que les abonaría sus salarios, no dejarían de extorsionar —no de pedir, sino exactamente de extorsionar— un pago suplementario de los «dueños». No es que lo sintiera por el dinero (que, por otro lado, también le interesaba). Pero Pável Nikoláyevich tenía presente el aspecto ético de la cuestión, mucho más importante y vejatorio: ¿por qué esa remuneración complementaria? ¿Por qué él recibía el sueldo reglamentario y las bonificaciones, sin pedir propinas ni ningún sueldo adicional? ¿Y por qué esos deshonestos trabajadores exigían más dinero del que legalmente les correspondía? Transigir en este caso era una cuestión de principios, una condescendencia inadmisible con todo el mundo pequeño burgués y con sus elementos incontrolados. Pável Nikoláyevich se enfurecía cada vez que abordaban este tema.
—Dime, Kapa, ¿por qué serán tan indiferentes con su dignidad de trabajadores? ¿Por qué nosotros, cuando trabajábamos en la fábrica de macarrones, tendíamos la mano pidiendo, sin exigir ningún apaño a los jefes? ¿Acaso se nos hubiera ocurrido hacerlo? ¡Pues tampoco debemos cooperar en modo alguno a su corrupción! ¿En qué se diferencia eso del soborno?
Kapa estaba completamente de acuerdo con él, pero inmediatamente hizo observar que si no les pagaban, si no les obsequiaban con vodka al comienzo y a la mitad de la jornada, se vengarían inevitablemente, harían algo mal y luego él se arrepentiría.
—Me han contado que un coronel retirado se mantuvo firme diciendo que no les pagaría un kopek de más. Los obreros depositaron una rata muerta en el desagüe del cuarto de baño. El agua no corría bien y olía que apestaba.
De modo que no llegaron a un acuerdo definitivo sobre las reparaciones proyectadas. Se mirara por donde se mirase, la vida era complicada, muy complicada.
Hablaron de Yura, que había salido demasiado pusilánime, sin esa garra de los Rusánov para enfrentarse a la vida. La jurisprudencia era una buena profesión y le colocaron convenientemente al finalizar los estudios. Pero debían reconocer que no era el tipo de trabajo apropiado para Yura. No sabía componérselas para afianzar su posición y para procurarse amistades útiles. Seguramente, ahora que se hallaba en misión de servicio, cometería alguna equivocación. Pável Nikoláyevich se inquietaba por él. Kapitolina Matvéyevna, por su parte, se sentía desazonada por su casamiento. Su padre era el que le había animado para que condujera el automóvil, y también sería su padre el que se esforzaría por conseguirle un piso independiente, pero ¿cómo prevenir y evitar que se equivocara en su matrimonio? Era tan ingenuo que cualquier tejedora de la industria textil sería capaz de sorberle el seso. Admitamos que no tenía oportunidad de tropezarse con ninguna obrera textil porque no frecuentaba tales círculos; sin embargo, ¿cuántas cosas podrían ocurrir en ese viaje de servicio? Y ese leve paso hacia el irreflexivo matrimonio en el Registro Civil no solamente podía destrozar la vida del muchacho, sino echar por tierra los desvelos de toda la familia. Como le ocurrió a la hija de los Shendiapin, que cuando estudiaba en el Instituto Pedagógico estuvo a punto de casarse con un compañero de estudios que procedía de una aldea y cuya madre era una simple koljosiana. Y había que imaginarse el apartamento de los Shendiapin, su posición y las personas influyentes que los visitaban, y que a su mesa se sentara de repente una viejecilla con pañuelo blanco a la cabeza, ¡que era nada menos que la suegra! ¡Qué escándalo!… Por fortuna, consiguieron desacreditar al novio en los organismos sociales y salvar a su hija.
Otra cosa muy distinta era Avieta, la perla de la familia Rusánov. El padre y la madre no recordaban si alguna vez les originó disgustos o quebraderos de cabeza, aparte, claro está, de sus travesuras escolares. Era bella, sensata, inteligente y enérgica, comprendía cabalmente la vida y aceptaba cuanto esta le ofrecía. No era preciso controlarla ni preocuparse por ella, pues ni en empresas grandes ni en pequeñas daría un paso en falso. Sólo se sentía molesta con sus padres por su nombre: «¿Para qué un nombre tan rebuscado? Llamadme simplemente Alia», decía. Pero en el pasaporte figuraba «Avieta Pávlovna». ¡Sonaba tan bien! Las vacaciones tocaban a su fin. El miércoles regresaría de Moscú en avión y acudiría rápidamente al hospital.
El problema de los nombres es una calamidad. Las exigencias de la vida se modifican y los nombres perduran invariables. Ahora Lávrik también estaba resentido por el suyo. Por el momento, en la escuela todo el mundo estaba acostumbrado a llamarle Lávrik y nadie encontraba motivo de burla. Pero este mismo año recibiría el pasaporte, ¿y qué iría escrito en él? «Lavrenti Pávlovich.»[10] En otro tiempo sus padres decidieron intencionadamente: que lleve el nombre de un ministro, de un inflexible compañero de lucha de Stalin, y que en todo se parezca a él. Mas desde hacía casi dos años había que andar con cautela al pronunciar de viva voz el nombre de Lavrenti Pávlovich. La dificultad se veía paliada por el hecho de que Lávrik aspiraba a ingresar en la Academia Militar, y en el Ejército no le nombrarían por el nombre y el patronímico.
Pero si se hacía la pregunta, aunque fuera en un susurro, de por qué se había enfocado el problema de esa manera, los Shendiapin opinaban de idéntico modo, aunque no lo expresaran ante extraños: que admitiendo que Beria era un renegado que se había traído entre manos un doble juego, y un nacionalista burgués que aspiraba a adueñarse del poder, lo lógico era juzgarle y fusilarle. Pero en secreto. ¿Por qué notificárselo a la gente sencilla? ¿Para qué minar su fe? ¿Para qué provocar la incertidumbre? En todo caso, podían haber enviado a determinados círculos una notificación confidencial explicándolo todo y que la prensa publicara que había fallecido de un infarto. Y que lo hubieran enterrado con todos los honores.
También hablaron de Maika, la más pequeña. Este curso se habían desvanecido todos los cincos, la nota máxima, de Maika. No sólo había dejado de sacar sobresaliente, siendo excluida del cuadro de honor, sino que sus notables eran escasos. Y todo por causa de haber pasado al quinto curso. En las primeras clases siempre tuvo la misma profesora, que la conocía a ella y a sus padres, y Maika estudiaba magníficamente. Pero este año tenía una docena de profesores, uno por asignatura, cada uno de los cuales daba una lección a la semana, no conocía a sus alumnos y seguía su plan de estudios. ¿Pensaba, acaso, en el trauma que se causaba a la criatura y en cómo se deformaba su carácter? Pero Kapitolina Matvéyevna no escatimaría esfuerzos e impondría orden en la escuela a través del comité de padres.
Así charlaron, de todo un poco, durante más de una hora, aunque sus lenguas se movían con desgana, porque ambos sentían, pero se lo ocultaban mutuamente, que esos temas no eran lo esencial en aquel momento. Pável Nikoláyevich estaba alicaído, como si en realidad no existieran las gentes y los acontecimientos mencionados, ni tenía ganas de nada; quizá se hubiera sentido mejor pudiéndose acostar reclinando su tumor sobre la almohada y ocultándose a todos.
Kapitolina Matvéyevna estuvo violenta durante toda la conversación, porque le quemaba la carta que llevaba en el bolso. La había recibido aquella mañana y procedía de K***, de su hermano Minái. Antes de la guerra, los Rusánov habían vivido en K***, donde transcurrió su juventud, donde se casaron y donde habían nacido sus hijos. A causa de la guerra emigraron a esta ciudad y nunca más regresaron a K***. Se las compusieron para transferir el piso al hermano de Kapa.
Ella se hacía cargo de que su marido no estaba en situación de recibir tales noticias. Pero las noticias eran de esas que no pueden compartirse con una buena amiga. No existía en la ciudad una sola persona con la que pudiera explayarse explicándolo todo. ¡Así que ella misma necesitaba ayuda mientras procuraba consolar a su esposo! No podía seguir en su casa reservándose para sí la noticia sin comentarla con alguien. Quizá, de entre sus hijos, podría contársela sólo a Avieta. A Yura, por nada del mundo. Pero, incluso antes de notificársela a Avieta, debía aconsejarse con su marido.
Y él, a medida que pasaba el tiempo, parecía más fatigado, lo que aumentaba la imposibilidad de discutir aquel problema vital.
Se acercaba el momento de irse. Empezó a extraer de la bolsa los productos que había traído y se los iba mostrando a su marido. Las mangas de su abrigo de pieles, ampliadas por las bocamangas de zorro plateado, apenas cabían por la ancha abertura de la bolsa.
Al ver la provisiones (de las que aún le quedaba suficiente reserva en la mesilla), Pável Nikoláyevich recordó otra cosa de más importancia para él que toda la comida y bebida y que era por lo primero que tenía que haber empezado la conversación de hoy: se acordó de la chaga, ¡del hongo del abedul! Y con gran animación le relató a su mujer aquel milagro. Le contó lo de la carta y el doctor (que podía ser un charlatán), y agregó que era preciso pensar en aquel mismo instante a quién podrían escribir a Rusia para que les facilitara dicho hongo.
—En los alrededores de K*** hay todos los abedules que quieras. ¿Qué trabajo le costaría a Minái hacer eso por mí? ¡Escríbele inmediatamente! Y a alguien más también. Contamos allí con viejos amigos. ¡Qué se preocupen un poco por mí! ¡Que sepan la situación en que me hallo!
¡El mismo se había referido a Minái y a K***! Sin entregarle la carta, porque su hermano escribía en términos algo sombríos, y abriendo y cerrando el crujiente cierre del bolso, Kapa manifestó:
—¿Sabes, Pashka? Antes de hacer que tu nombre vuelva a sonar en K***, debes pensarlo bien… Minái escribe, aunque quizá no sea verdad, que Ródichev ha vuelto a la ciudad… Y, al parecer, re-ha-bi-li-ta-do… ¿Será eso posible?
Mientras pronunciaba la larga y repulsiva palabra «rehabilitado» con la mirada en el broche de su bolso, inclinándose para sacar la carta, pasó por alto el momento en que Pashka se puso blanco como la nieve.
—¿Qué te ocurre? —gritó alarmada, con mayor susto que el que le produjera la carta—. ¿Qué te ocurre?
Él se reclinaba en el respaldo del asiento y con gesto femenino se arropaba con el chal.
—¡Tal vez no sea cierto! —exclamó, cogiéndole impetuosa por los hombros. Con una mano seguía sosteniendo el bolso y daba la impresión de querérselo colgar del hombro—. ¡Tal vez no sea cierto! Minái no le ha visto, pero lo dice la gente…
La palidez de Pável Nikoláyevich iba cediendo poco a poco, pero él quedó totalmente desmadejado. Notaba debilidad en la cintura, en los hombros y en los brazos, y el tumor le obligaba a inclinar la cabeza de lado.
—¿Para qué me lo has dicho? —pronunció con débil y compungida voz—. ¿Es que no padezco bastante amargura?… ¿Es que no padezco bastante amargura? —Y tuvo dos quejumbrosos estremecimientos en el pecho y en la cabeza, pero no le asomaron las lágrimas.
—¡Perdóname, Páshenka! ¡Perdóname, Pásik! —le imploraba aferrada a sus hombros y sacudiendo su moderno y leonino peinado de tono cobrizo—. ¡He perdido la cabeza! ¿Será posible que ahora pueda arrojar a Minái del piso? ¿Adónde vamos a parar? ¿Recuerdas que ya habíamos oído dos casos semejantes?
—¿Qué tiene que ver aquí el piso? ¡Que se vaya al infierno! ¡Que se quede con él! —le contestó con un susurro lastimero.
—¿Cómo que se vaya al infierno? ¿Y lo penoso que sería para Minái tener que estrecharse?
—¡Harías mejor en pensar en tu marido! ¡Considera lo que para mí representa su regreso!… ¿No menciona en su carta a Guzún?
—De Guzún no dice nada… ¿Qué va a pasar si todos empiezan a volver?
—¡Qué sé yo! —le respondió su marido con voz ahogada—. ¿Qué derecho tienen a poner ahora en libertad a esa gente?… Pero ¿cómo pueden traumatizar tan despiadadamente a la gente, asestar tan despiadados golpes a las personas?