34

«Ya es hora, ya es hora de que me vaya», pensará seguramente el anciano que, habiendo sobrevivido a sus contemporáneos, se ve rodeado de melancólico vacío. Algo parecido a eso era aquella tarde el estado de ánimo de Kostoglótov, que se sentía como alma en pena en la sala, aunque todas las camas estaban ocupadas y los pacientes se planteaban, como si fuesen nuevas, las mismas preguntas que con anterioridad se hicieron otros: «¿Será cáncer o no?». «¿Me curarán o no?». «¿Qué otros remedios podrán ayudarme?».

Vadim fue el último que dejó la sala hacia el final del día. El oro había llegado, y a él le trasladaban a la sala de radiología.

Lo único que podía hacer Oleg era pasar revista a las camas, recordar a sus antiguos ocupantes y contar cuántos de ellos habían muerto. Resultó que los fallecidos eran escasos.

En la sala se respiraba una atmósfera asfixiante y la temperatura del exterior era calurosa. Oleg se acostó dejando la ventana entreabierta. El aire primaveral salvaba el alféizar y caía sobre él. Hasta ahí llegaba el bullicio que la estación florida despertaba en los patios pequeños de las vetustas casuchas que se apretujaban agolpándose al lado externo del muro del centro médico. No se divisaba la vida de esos patios, obstruidos por el muro de ladrillo, pero ahora se oían perfectamente ya el golpetazo de la puerta, ya el grito de un niño, ya las vociferaciones de un borracho o el gangoso disco de gramófono. A hora más avanzada, después de apagadas las luces, llegó una potente y profunda voz de mujer que cantaba con sentimiento, con congoja o placer:

A un mineeero jovenciiito

admití en miii casa…

Todas las canciones versaban sobre lo mismo. Pero Oleg necesitaba pensar en algo distinto.

Y precisamente esta noche en que debía descansar porque a la mañana siguiente se levantaría temprano, no conseguía sumirse en el sueño. Su mente era un hormiguero de un sinfín de ideas, fútiles unas e importantes otras, como los argumentos que no había llegado a exponer ante Rusánov; como lo que había dejado de decir a Shulubin; como varias opiniones que tendría que haber formulado ante Vadim; como la cabeza del asesinado Escarabajo; como los emocionados rostros de los Kadmin cuando, ante la amarillenta luz de la lámpara de petróleo, les contara el millón de impresiones que llevaba de la ciudad, y cuando le participaran a él las novedades del poblado y los conciertos musicales que en este tiempo escucharon por la radio; y cómo entonces la achatada casita les parecería a ellos tres el pletórico universo. Evocó luego el rostro, entre arrogante y abstraído, de Inna Strom con sus dieciocho años, a la que ya no osaría aproximarse. Y, a continuación, especuló acerca de las dos invitaciones, de esas dos invitaciones femeninas para pasar la noche, estrujándose el cerebro por interpretarlas sin caer en equivocaciones.

En el gélido mundo en que el alma de Oleg se modeló, se troqueló, no existía el fenómeno, el concepto de «bondad desinteresada».

Y Oleg simplemente se había olvidado de su existencia. A la sazón, era propenso a atribuirles cualquier motivación antes que la de la estricta bondad.

¿Qué intenciones abrigaban al invitarle? ¿Cuál debía ser su línea de conducta? No tenía la menor idea.

Daba incesantes vueltas en la cama y sus dedos manoseaban un invisible pitillo…

Oleg se levantó y se fue a dar una vuelta arrastrando parsimoniosamente los pies.

En la semipenumbra del vestíbulo, al lado mismo de la puerta, Sibgátov estaba sentado en su habitual recipiente, perseverando hasta el final en la salvación de su hueso sacro. No lo hacía ya con la paciente esperanza de antes, sino con alucinante desesperanza.

Sentada a la mesa de la enfermera de guardia, de espaldas a Sibgátov, se inclinaba frente a la lámpara una mujer con bata blanca, de estrechos hombros y corta estatura. Pero no era ninguna de las enfermeras, porque hoy el turno de noche correspondía a Turgun, quien probablemente ya estaría durmiendo en la sala de conferencias. Era Yelizaveta Anatólievna, la sanitaria con gafas, de tan singular educación. Había cumplido ya sus obligaciones y estaba allí sentada, leyendo.

En los dos meses que Oleg había pasado en la clínica, esta diligente sanitaria de viva expresión se había arrastrado más de una vez bajo las camas para limpiar el suelo mientras ellos, los pacientes, permanecían tumbados en ellas. Removía allá en lo hondo las clandestinas botas de Oleg, pero nunca le increpó por ocultarlas allí. Limpiaba con trapos los paneles de la pared, vaciaba las escupideras y las fregaba con esmero hasta que quedaban brillantes; distribuía los frascos con etiquetas a los enfermos y traía y llevaba cuanto de pesado, inconveniente o sucio no corría a cargo de las enfermeras.

Cuanto más incansable y rendidamente trabajaba, menos reparaban en ella en el pabellón. Hace ya dos mil años que se dijera que el tener ojos no implica ver.

Pero una existencia penosa agudiza la vista. Y allí, en el pabellón, algunos se reconocían en el acto. Pese a que no se los distinguía del resto de la gente, porque no estaba establecido que llevaran uniforme, charreteras o banda en la manga, ellos se identificaban tan fácilmente como si ostentaran un signo luminoso en la frente o estigmas en los huesos y en las palmas de las manos. (En realidad, existían infinidad de indicios: una palabra dicha al descuido, el tono con que se pronunciaba, el fruncimiento de labios entre palabra y palabra, la sonrisa cuando los demás están serios, y la seriedad cuando los otros ríen). Así como los uzbekos y los karakalpakos reconocían sin dificultad a sus compatriotas de la clínica, también ellos sabían distinguir a aquel sobre el que había caído, aunque no fuese más que una vez, la sombra del alambre de espino.

Kostoglótov y Yelizaveta Anatólievna hacía tiempo que se habían reconocido mutuamente y se saludaban sabiéndose afines. Sin embargo, no se les brindó nunca la ocasión de charlar.

Ahora Oleg se acercó a su mesa pisando ruidosamente con las pantuflas, anunciándose, para no sobresaltarla:

—¡Buenas noches, Yelizaveta Anatólievna!

Leía sin gafas. Volvió la cabeza con un giro indefinible, distinto al invariablemente solícito con que respondía a la llamada de sus obligaciones.

—Buenas noches.

Le sonrió con la dignidad de una dama entrada en años dando la bienvenida en su propia mansión a un invitado distinguido.

Se miraron afectuosamente, sin premura.

Con ella mostraban su resolución de ayudarse en todo momento.

Pero nada podían hacer para prestarse la ayuda que ambos necesitaban.

Oleg inclinó su greñuda cabeza para ver mejor el libro.

—¿Está leyendo otro libro francés? ¿Cuál es?

—Uno de Claude Farrére[37] —respondió la extraña sanitaria pronunciando suavemente la ele.

—¿Dónde consigue usted estos libros franceses?

—En la ciudad hay una biblioteca de obras extranjeras. También me los presta una anciana.

Kostoglótov miraba el libro de soslayo, como un perro a un pájaro disecado.

—¿Y por qué lee siempre obras francesas?

Las arrugas que confluían en sus ojos y en las comisuras de sus labios revelaban su edad, su sufrimiento y su inteligencia.

—No me lastiman tanto —respondió. Siempre hablaba con tenue voz y acento suave.

—¿Por qué temer al dolor? —objetó Oleg. Le era penoso resistir de pie largo rato. Ella lo advirtió y le acercó una silla—. ¿Cuánta gente hay en Rusia que desde hace doscientos años no hacen más que suspirar: ¡París! ¡París!? Han llegado a ensordecernos los oídos —gruñó—. Nos han hecho conocer de memoria cada una de sus calles, cada cafetín. Yo, por el contrario, no tengo ningún deseo de ir a París.

—¿Ninguno? —se rio, y él con ella—. ¿Está mejor bajo la vigilancia de las autoridades?

Tenían idéntica risa: brotaba, pero no progresaba.

—Ninguno, en serio —refunfuñó Kostoglótov—. Este parloteo frívolo de los franceses hace que entren ganas de soltarles: «¡Eh, amigos! ¿Cómo se os da sin hincar el tajo? ¿Cómo lo pasaríais con pan y agua y sin comida caliente que la acompañara?, ¿eh?».

—Eso es injusto. Si han podido sustraerse al pan y agua será porque lo han merecido.

—Puede ser. Y yo tal vez lo diga por envidia. Pero, de todos modos, me gustaría decirles cuatro cosas.

Kostoglótov, sentado en la silla, se inclinaba ya a un lado, ya a otro, como si su largo torso fuese una carga para él. Sin transición alguna, le preguntó directa y llanamente:

—¿Por qué fue usted…? ¿Por su marido o por usted misma?

Ella le respondió también con naturalidad, sin andar con rodeos, como si le hubiese preguntado algo relacionado con su trabajo:

—Nos incluyeron a toda la familia. No hay manera de entender quién se complicó por causa de quién.

—¿Ahora están todos juntos?

—¡Oh, no! Mi hija murió en el destierro. Después de la guerra nos trasladamos aquí. Aquí arrestaron por segunda vez a mi esposo y le llevaron a un campo de trabajo.

—Y, actualmente, ¿vive sola?

—Con mi hijito de ocho años.

Oleg observaba su cara, que la pena no hizo temblar.

¿Y por qué iba a temblar? Trataban un asunto corriente.

—La segunda vez que le detuvieron, ¿fue en el 49?

—Sí.

—¡Ya! ¿A qué campo le enviaron?

—A la estación de Taishet.

—Entiendo —asintió Oleg—. Oziorlag, que tal vez se halle en las mismas orillas del río Lena, aunque su dirección postal sea Taishet.

—¿Acaso ha estado usted allí? —preguntó con irrefrenables esperanzas.

—No, pero he oído hablar de él. Siempre se tropieza uno con algún trasladado de campo.

—¿Se ha encontrado alguna vez con alguien llamado Durzarski? ¿Ha oído nombrarle en algún sitio?

Seguía alimentando esperanzas. Si se había encontrado con él… ahora le contaría…

—¿Duzarski?… —Los labios de Oleg emitieron un sonido. No, no se había topado con él. No es posible conocer a todos.

—¡Sólo autorizan dos cartas al año! —lamentó ella.

Oleg agitó la cabeza comprensivamente. ¡La vieja historia!

—El año pasado sólo recibí una, en el mes de mayo. Desde entonces sigo sin noticias…

Ahora sí veía temblar en ella una fibra, la fibra de su esperanza. ¡Mujer, al fin y al cabo!

—No conceda importancia a eso —y Kostoglótov le explicó convincentemente—: Si cada preso escribe dos cartas anuales, ¿se da cuenta de los miles que suman? Y la censura es lenta en su trabajo. El prisionero encargado de las estufas en el campo de Spasski, al revisarlas en verano, encontró en la de la sección de censura unos dos centenares de cartas que no habían sido expedidas. Los censores se olvidaron de quemarlas.

Pese a la circunspección de sus comentarios, y pese a que ella debía de estar acostumbrada a todo hacía tiempo, se le quedó mirando terriblemente impresionada.

¿Está constituida de tal modo la naturaleza humana que es imposible hacer perder al hombre el hábito de sorprenderse?

—¿Su hijito ha nacido, entonces, en el destierro?

Ella asintió.

—¿Y ha de sacarle adelante con su sueldo? ¿Porque no la admiten en otros trabajos más remunerados y responsables? ¿Y se verá execrada por doquier? ¿Y vivirá en cualquier chamizo?

Aparentemente la interrogaba, pero sus palabras no entrañaban interrogación alguna. Todo estaba claro, como teniendo un gusto amargo en la boca.

Las menudas manos de Yelizaveta Anatólievna, estropeadas, magulladas y agrietadas de tanto fregar, retorcer bayetas y manipular con agua caliente, reposaban sobre el grueso librito de pequeño y elegante formato, impreso en papel extranjero, con su encuadernación original y los bordes ligeramente almenados por el remoto corte de las páginas.

—¡Si todo se redujera a vivir en un chamizo! —dijo ella—. La mayor dificultad consiste en que no sé cómo educarle. Es un chiquillo vivo, inteligente, que se interesa por todo. ¿Debo echar sobre él la carga de la verdad absoluta? ¡Si esa verdad hunde hasta a los adultos! ¡Si quiebra sus costillas! ¿O debo ocultársela y dejar que la vida transcurra normalmente para él? ¿Sería esto lo más acertado? ¿Qué diría su padre? Eso, suponiendo que pudiera. ¡El chico tiene ojos para ver y comprender!

—¡Eche sobre él todo el peso de la verdad! —opinó Oleg tajante, golpeando con la palma de la mano el cristal que cubría la mesa.

Lo dijo como si él hubiese dado la vida al pequeño, como si jamás se hubiese equivocado.

Ella introdujo ambas manos bajo el pañuelo de la cabeza y apoyó sus sienes en ellas. Miró sobresaltada a Oleg. ¡Habían hurgado en sus nervios!

—¡Es tan difícil educar a un hijo en ausencia del padre! Para una tarea tan ardua se necesita una aguja indicadora, y permanente, una brújula que guíe tu vida. ¿Dónde echar mano de ella? De lo contrario, una da tumbos de acá para allá…

Oleg guardó silencio. Ya conocía ese punto de vista, y no podía comprenderlo.

—Ese es el motivo que me induce a leer viejas novelas francesas, a las que, por otro lado, sólo puedo dedicarles las horas de guardia nocturna. No sé si sus autores silenciaron o no hechos más trascendentales, ni si en su época la vida transcurría con la misma crueldad. Como lo desconozco, los leo tranquilamente.

—¿Cómo un narcótico?

—Como algo sedante —volvió la cabeza que, tocada con el pañuelo blanco, semejaba la de una monja—. Los libros que están más a mi alcance siempre me han irritado. En unos se da por sentado que el lector es un idiota. En otros, se estima que la mentira no existe y los autores se sienten tan orgullosos de sí mismos… Investigan sesudamente por qué camino vecinal pasó el gran poeta en el año 1800 y pico o a qué dama se refería en la página tal. Puede ser que no les haya sido fácil esclarecer estos datos, pero ¡qué seguro es! ¡No supone el menor riesgo! Han elegido el camino menos enojoso; se han desentendido de sus contemporáneos, de los seres que hoy viven y padecen.

En su juventud bien pudieron llamarla «Lilia». En el puente de su nariz no se imprimían aún las huellas de las gafas. Era una chica que habría coqueteado, bromeado y reído. En su vida habría habido lilas, encajes y poesías de los simbolistas; pero ninguna gitana le hubiera pronosticado que al final de su vida trabajaría de fregona en cierto lugar de Asia.

—Todas las tragedias literarias me parecen irrisorias en comparación con lo que nosotros fuimos —insistió Yelizaveta Anatólievna—. A Aida le fue permitido descender a la tumba con el hombre amado para morir junto a él. A nosotros ni siquiera nos autorizan a tener noticias suyas.

Y si me marcho a Oziorlag…

—¡No vaya! Sería inútil.

—… Los niños en las escuelas escriben ejercicios de redacción sobre la vida desgraciada, trágicamente arruinada y no sé cuántas cosas más de Anna Karénina. Pero, Anna, ¿fue en realidad desdichada? Se sintió poseída por el amor, defendió su pasión y pagó por ella. ¡Lo cual es una felicidad! Era un ser libre, orgulloso. Pero si en tiempos de paz, en el hogar donde uno vive desde que nació, irrumpen individuos con capotes y gorras militares ordenando que en veinticuatro horas la familia entera debe abandonar ese hogar y esa ciudad, llevándose únicamente lo que las débiles manos puedan transportar…

Sus ojos tenían ya agotada su capacidad de llanto; era poco probable que de ellos pudiera manar algo más. Quizá solamente se encendiese en ellos una tensa y seca lucecilla en el instante de la postrera maldición.

—… Y si abres las puertas de par en par y llamas a los transeúntes que pasan por la calle para que te compren alguno de tus enseres, sólo te arrojarán escasas monedas para pan. Acuden especuladores que han olfateado el negocio, gentes que están al corriente de todo, excepto que sobre su cabeza también ha de descargar la tormenta. Por el piano de tu madre ofrecen sin escrúpulos cien veces menos de lo que vale. Y, por última vez, su hija, con un lazo en la cabeza, se sienta ante el piano a interpretar a Mozart. Pero la acomete el llanto y sale corriendo de la estancia. ¿Qué necesidad tengo, pues, de releer Anna Karénina? ¿No me sobra con mi propia experiencia? ¿Dónde leer sobre nosotros? ¡Sobre nosotros! ¿Dentro de cien años quizás?

Y aunque casi gritaba, su adiestramiento de muchos años de miedo no la traicionó. En realidad no gritaba, su grito no salía al exterior. Sólo la oía Kostoglótov.

Tal vez también Sibgátov desde su palangana.

En su relato no había muchos puntos de referencia, aunque tampoco podía decirse que fuesen escasos.

—¿En Leningrado? —conjeturó Oleg—. ¿En el 35?

—¡Lo ha adivinado!

—¿En qué calle vivía?

—En la Furshtádtskaya —contestó Yelizaveta Anatólievna con acento a la vez placentero y quejumbroso—. ¿Y usted?

—En la Zajárievskaya. ¡Muy cerca!

—Sí, al lado… ¿Cuántos años tenía usted por entonces?

—Catorce.

—¿Se acuerda de algo?

—De muy poco —reconoció él.

—¿No lo recuerda bien? Fue como si se hubiese producido un terremoto. Casas abiertas, abandonadas, gente que entraba en ellas llevándose algo y que se iba sin que nadie se preocupara. Deportaron a una cuarta parte de la población de la ciudad. ¿Y dice que no lo recuerda?

—Sí, retengo el hecho en la memoria. Pero lo denigrante es que entonces no le concediéramos la importancia que tenía. En las escuelas nos dieron una serie de explicaciones sobre su necesidad y conveniencia.

Como una yegüecilla fuertemente embridada, la avejentada sanitaria movía la cabeza de arriba abajo.

—¡Todos hablarán del bloqueo! ¡Escriben poemas acerca de él! Está permitido. Pero, por lo visto, antes del bloqueo no sucedieron acontecimientos dignos de mención.

«¡Ah, sí!», rememoró Oleg. Sibgátov, agachado en la consabida palanganilla, tomaba sus abluciones igual que ahora; Zoya se había sentado allí mismo y Oleg ocupaba la misma silla. Y ante la misma mesa y la misma lámpara charlaron del bloqueo. ¿Y de qué más?…

Antes del bloqueo, en aquella ciudad no había pasado nada. Oleg suspiró, acodó un brazo en la mesa y apoyó la cabeza en él, mirando consternado a Yelizaveta Anatólievna.

—¡Es bochornoso! —susurró—. ¿Cuál es la razón que nos mantiene impasibles en tanto los golpes no caen sobre nosotros o sobre nuestros allegados? ¿Por qué es así la naturaleza humana?

También se avergonzaba de haber exagerado demasiado sus propias cuitas, de haber puesto por encima de los picos del Pamir la cuestión de: ¿Qué demanda la mujer del hombre? ¿Cuál es el mínimo de sus pretensiones?, como si en ello se polarizara la vida, como si en su patria no existiesen, fuera de ese problema, penalidades ni felicidad.

Se sintió avergonzado y, a la vez, más sereno. Las desdichas ajenas lavaron, eliminaron las suyas.

—Algunos años antes —hizo memoria Yelizaveta Anatólievna— expulsaron de Leningrado a los nobles. Unos cien mil, aproximadamente. ¿Cree que reparamos mucho en ellos? ¿Y qué aristócratas eran los que quedaban? Gente anciana, niños, seres desvalidos. Nosotros lo sabíamos, lo veíamos, pero no nos incumbía, no éramos las víctimas.

—Pero ¿les compraron sus pianos?

—Quizá. Sí, se los compraron, naturalmente.

Al observarla de cerca, Oleg se percató de que esta mujer aún no habría cumplido los cincuenta años, aunque andaba por la calle como una anciana. Del pañuelo blanco se le escapaba un mechón de pelo lacio, senil, en el que resultarían vanos los intentos por rizarlo.

—Y, a usted, ¿por qué la mandaron al destierro? ¿Bajo qué acusación?

—¿De qué iban a acusarme? Pues de «elemento socialmente nocivo», o de «elemento socialmente peligroso». Acusación muy cómoda: no se celebra juicio, sólo te presentan la hoja de ruta.

—¿Qué era su esposo?

—Nada. Flautista de la Filarmónica. En estado de embriaguez le gustaba soltar la lengua.

A Oleg le recordaba a su difunta madre. Como ella, era una mujer prematuramente envejecida, con inquietudes intelectuales, desamparada y sin marido.

Si residiesen en la misma ciudad él podría ayudar a esta mujer en algo; encarrilaría a su hijo.

Pero como los insectos, cuando los clavan en compartimientos separados, ellos tenían designados sus respectivos lugares de residencia.

—Conocíamos una familia con hijos ya mayores, una muchacha y un muchacho, fervientes comunistas los dos —prosiguió la pobre mujer; había guardado un silencio tan prolongado que, una vez roto, no se cansaba de hablar—. Inopinadamente, toda la familia fue condenada al destierro. Los hijos acudieron presurosos al comité de distrito de la Juventud Comunista pidiendo: «¡Defendednos!». «Os defenderemos», les contestaron. «Ahí tenéis papel, escribid: “Solicito que, a partir de hoy, no se me considere hijo o hija de tal padre y tal madre. Los repudio como elementos socialmente nocivos y prometo que no tendré en el futuro vínculos ni relación alguna con ellos”».

Oleg se encorvó más. Sus hombros huesudos se hundieron y su cabeza se humilló.

—Muchos firmaron…

—Sí. Pero los dos hermanos a que me refiero contestaron: «Lo pensaremos». En cuanto llegaron a casa arrojaron al fuego sus carnés de jóvenes comunistas e iniciaron los preparativos para partir al destierro.

Sibgátov se removió. Agarrado a la cama, se levantaba de la palanganilla.

Yelizaveta se acercó prontamente a él para hacerse cargo de la vasija y vaciarla.

Oleg también se levantó. Antes de acostarse, descendió al piso inferior por la inevitable escalera.

En el corredor pasó ante la puerta de la habitación donde estaba Diomka. Su segundo ocupante, un caso postoperatorio, había fallecido el lunes. En su lugar instalaron a Shulubin después de ser intervenido.

Esa puerta, habitualmente cerrada, estaba ahora entreabierta. En la salita no había luz y desde su oscuridad partía un penoso estertor. No se veía a ninguna enfermera por las inmediaciones; estarían atendiendo a otros pacientes o durmiendo.

Oleg abrió un poco más la puerta y se asomó al interior.

Diomka dormía. Era Shulubin quien gemía roncamente.

Oleg entró. Por la puerta pasaba cierta claridad del pasillo.

—¡Alexéi Filíppovich!… —El ronquido cesó—. ¡Alexéi Filíppovich! ¿Se encuentra mal?

—¿Qué? —articuló como si emitiese otro ronquido.

—¿Se siente mal? ¿Quiere que le dé algo? ¿Enciendo la luz?

—¿Quién es? —preguntó en un sobresaltado susurro seguido de un ataque de tos.

Tosía entre quejidos porque la tos le producía dolores.

—Soy Kostoglótov —Oleg estaba ya junto a él, inclinado sobre su cabecera, y empezaba a distinguir la voluminosa cabeza de Shulubin que descansaba en la almohada—. ¿Necesita algo? ¿Quiere que llame a la enfermera?

—No, no quiero nada —Shulubin aspiró.

No volvió a toser ni a quejarse. Oleg fue distinguiendo más detalles, algunos rizos de sus cabellos que se perfilaban sobre la almohada.

—No moriré del todo —murmuró Shulubin—. No moriré…

Seguramente deliraba.

Kostoglótov encontró a tientas su mano que reposaba ardiente encima de la manta, y se la presionó con suavidad.

—¡Alexéi Filíppovich, vivirá! ¡Animo, Alexéi Filíppovich!

—Un minúsculo fragmento; ¿verdad?… ¿un minúsculo fragmento? —susurró el enfermo.

Entonces comprendió Oleg que no deliraba, que le había reconocido y que aludía a la última conversación que habían sostenido antes de la operación. Entonces le había dicho: «A veces siento claramente que en mí no sólo reside mi yo. Que existe también algo más, algo indestructible, sublime. Cierto minúsculo fragmento del Espíritu Universal. ¿No tiene usted esa misma sensación?».