19
No todo el mundo llama a su madre «mamá», particularmente en presencia de extraños. Los muchachos mayores de quince años y menores de treinta se avergüenzan de hacerlo. Pero Vadim, Borís y Yuri Zatsyrko nunca se azoraron de su mamá. La amaron sin reservas en vida de su padre y más entrañablemente aún después del fusilamiento de este. Con diferencia de pocos años, los tres crecieron como si fueran de la misma edad. Siempre se mostraron dinámicos y activos, tanto en la escuela como en casa y, como no estuvieron expuestos al correteo callejero, jamás dieron motivo de disgustos a su madre viuda. Desde que se hicieron la primera foto infantil, la madre tomó la costumbre de llevarlos a fotografiarse cada dos años para poder apreciar y comparar sus transformaciones (más adelante usaban su propia cámara). De este modo, en el álbum familiar, iba acumulándose retrato tras retrato: el de la madre con sus tres hijos, el de la madre con sus tres hijos. Ella era rubia y ellos tres morenos; seguramente heredaron este tono de aquel prisionero turco que llegó a casarse con la joven cosaca de Zaporozhie, su bisabuela. Las personas extrañas no siempre acertaban a diferenciarlos en las fotos. De una a otra saltaba a la vista cómo crecían, cómo se robustecían y aventajaban a la madre que, imperceptiblemente, iba envejeciendo, pero que se erguía ante la cámara, orgullosa de aquel vivo testimonio de su existencia. Era una doctora muy acreditada en la ciudad donde residía. Había cosechado numerosas pruebas de gratitud —ramos de flores, pasteles—; aunque no hubiera realizado otra cosa de provecho que educar y criar a tres hijos como los suyos, eso habría sido sobrada justificación para su vida de mujer. Los tres se matricularon en el mismo Instituto Politécnico. El primogénito terminó la carrera de geólogo, el mediano la de ingeniero electrónico y el más joven finalizaría próximamente la de ingeniero de la construcción. La madre vivía en compañía de este último.
Mejor dicho, vivió con él hasta que se enteró de la enfermedad de Vadim. El jueves estuvo a punto de presentarse de improviso en la clínica. El sábado recibió un telegrama de Dontsova, exponiéndole la necesidad de un oro coloidal. El domingo le respondió con otro telegrama anunciándole que salía para Moscú para conseguirlo. Desde el lunes se encontraba, pues, en la capital; y los días de ayer y de hoy se los habría pasado gestionando entrevistas con ministros y otras personalidades para que de las reservas del Estado le facilitaran aquel oro para su hijo, aunque fuera en consideración a la memoria del padre desaparecido. (A este se le encomendó la misión de quedarse en la ciudad ocupada, haciéndose pasar por un intelectual vejado por el poder soviético. Los alemanes le fusilaron al descubrir sus contactos con los guerrilleros y por esconder a nuestros soldados heridos).
Tales gestiones repugnaban y ofendían a Vadim, incluso a distancia. No podía soportar el valerse de influencias de ninguna clase, ni aprovecharse de los méritos contraídos, ni de las relaciones. Hasta le incomodó el telegrama que su madre envió a Dontsova advirtiéndole de su llegada. Por muy importante que fuera para él recobrar la salud, no quería gozar de ningún privilegio, ni siquiera ante la torva faz de la muerte por cáncer. Ciertamente que, al observar a Dontsova, Vadim comprendió enseguida que Liudmila Afanásievna no le hubiera dedicado menos tiempo ni menos atenciones si no hubiera recibido el telegrama de su madre. Salvo telegrafiarle sobre la necesidad del oro coloidal.
Si su madre consigue ese oro, volará aquí con él, naturalmente. Y si no lo consigue, volará de todos modos. Él ya le había escrito una carta desde la clínica contándole lo de la chaga; no es que tuviera una fe firme en ella, pero así proporcionaba a su madre un afán más por la salvación, la mantenía esperanzada. Si su desaliento llegaba al límite, a pesar de sus conocimientos médicos y de sus convicciones, iría incluso hasta las montañas en busca del curandero y de la raíz del issyk-kul (Ayer Oleg Kostoglótov le visitó y le confesó que por complacer a una mujer había tirado la infusión hecha con la raíz; pero que, de todos modos, la cantidad desperdiciada era pequeña. Le proporcionó la dirección del anciano, asegurándole que, si en realidad le habían encarcelado, estaba dispuesto a ceder a Vadim parte de su reserva).
Para su madre la vida ya no tendría objeto si sobre Vadim gravitaba un peligro serio. Por él haría todo, y más aún que todo, hasta lo innecesario. Le seguiría a la expedición, aunque allí ya tenía él a Galka. Al fin y al cabo, como Vadim alcanzara a comprender y por lo que había leído y oído sobre su enfermedad, el tumor le había brotado por un exceso de desvelo y precaución de su madre. Desde la infancia tuvo en la pierna una mancha pigmentaria; su madre, como médico, conocía el peligro de que se convirtiera en algo maligno. Siempre encontraba razón para palpar dicha mancha, y cierta vez insistió para que un buen cirujano le efectuara una operación preventiva. Resultó que, por lo visto, en modo alguno tendrían que haberle operado.
Pero aunque su madre fuera la responsable de su actual agonía, no podía reprochárselo, ni a espaldas suyas ni en su misma cara. Era injusto ser pragmático hasta el extremo de juzgar a la gente por los resultados de sus acciones; las acciones humanas deben juzgarse por las intenciones. Sería inicuo indignarse ahora por la culpabilidad de ella a la vista del trabajo no finalizado, del empeño interrumpido y de las oportunidades desaprovechadas. Pues ese empeño, esas oportunidades y ese interés por su labor no habrían existido sin haber existido él mismo, Vadim. Y él vino al mundo gracias a su madre.
El hombre tiene dientes y con ellos muerde, roe, aprieta. Pero mirad las plantas, carecen de ellos y qué tranquilamente crecen y qué placenteramente mueren.
Pero al disculpar a su madre, Vadim no podía perdonar al conjunto de circunstancias adversas. No estaba dispuesto a concederles ni un centímetro cuadrado de su epitelio. Y no pudo evitar el encajar los dientes.
¡Esta maldita enfermedad le había partido por medio! ¡Se había abatido sobre él en un momento crucial!
Ya desde la niñez se comportó siempre como si presintiera que al final le faltaría el tiempo. Se ponía nervioso si se presentaba en casa alguna visita o entrabá una vecina a charlar, haciéndoles perder el tiempo a su madre y a él. Se exasperaba cuando en la escuela o en el instituto convocaban a los estudiantes —para algún trabajo, excursión, velada o manifestación— una o dos horas antes de la señalada porque consideraban de antemano que la gente no sería puntual. Jamás soportó Vadim los noticiarios de media hora de duración de la radio. Opinaba que lo importante y necesario podía decirse en cinco minutos, que el resto era paja. Le enfurecía tener que ir a cualquier comercio porque había un uno por ciento de probabilidades de hallarlo cerrado por estar de balance, de inventario o renovando el género, lo cual no era posible prever. Cualquier soviet rural, cualquier oficina de correos rural, podía tener sus puertas cerradas en cualquier día laborable, lo cual era igualmente imprevisible a veinticinco kilómetros de distancia.
Ese afán por aprovechar el tiempo le venía posiblemente de su padre, a quien tampoco le gustaba permanecer inactivo. Vadim recordaba que cierta vez le dijo, mientras le zarandeaba entre sus rodillas: «Vadka, si no sabes aprovechar el minuto, es inútil que te afanes una hora, un día o toda la vida».
Pero no. Ese demonio, esa sed insaciable de tiempo, sin la presencia del padre formaba parte de su ser desde sus más tiernos años. Apenas iniciado el juego con los chavales, ya le aburría; no ganduleaba con ellos a la puerta de casa, sino que se retiraba en el acto haciendo caso omiso de sus burlas. En cuanto un libro le parecía insulso, no seguía leyéndolo, lo abandonaba y buscaba otro más enjundioso. Si las primeras escenas de una película eran de una necedad evidente (y de antemano nunca se sabe nada sobre las películas, pues se debe a un proceder deliberado), desdeñaba el dinero malgastado, se levantaba ruidosamente de su localidad y huía para evitar más pérdida de tiempo y salvaguardar su incontaminado cerebro. Le irritaban los maestros que hastiaban a los alumnos con sermones de diez minutos, que luego no explicaban debidamente el tema, extendiéndose en detalles superfluos o sintetizando para, finalmente, asignar las tareas para casa después del toque del timbre. No conciben que el alumno pueda tener el recreo planificado con más precisión que ellos sus lecciones.
¿Acaso en la niñez, sin conocer ese peligro, ya lo presentía en sí? ¡La amenaza que entrañaba esa mancha pigmentaria pendió sobre él desde los primeros años de su vida, desde que era un ser totalmente inocente! Cuando de chiquillo economizaba tanto el tiempo que llegó a transmitir a sus hermanos el afán de aprovecharlo; cuando leía libros para adultos antes de ser alumno de la primera clase, y cuando montó un laboratorio químico en su casa siendo estudiante de sexto curso, ya había entablado una porfiada competición con el futuro tumor para demostrar quién llegaba antes a su meta. Pero era una pugna a ciegas por su parte, pues desconocía el emplazamiento del enemigo. Pero ¡el enemigo lo veía todo e irrumpió haciendo presa en él en el momento más trascendental de su vida! No era una enfermedad, era una serpiente. Hasta su nombre era de reptil: melanoblastoma.
Vadim no reparó en sus primeras manifestaciones. Estas se produjeron en la expedición a la cordillera del Altai. Empezó con un endurecimiento seguido de dolor; luego reventó y sintió cierto alivio. Volvió a endurecerse de nuevo y el roce de la ropa le producía tal dolor que se le hacía insoportable caminar. Pero no escribió a su madre notificándole lo que le ocurría ni abandonó el trabajo, porque estaba recopilando la primera serie de materiales básicos para presentarlos en Moscú.
Su expedición investigaba únicamente las aguas radiactivas y no era de su incumbencia ninguna clase de yacimientos mineros. Pero Vadim, que había leído más de lo frecuente para su edad y que estaba muy versado en química, materia en la que no todos los geólogos se sienten fuertes, tuvo el presentimiento o la intuición de que allí podía abrirse paso un nuevo método para el descubrimiento de minas. El jefe de la expedición no veía con buenos ojos el rumbo innovador de su trabajo; para él lo esencial era el rendimiento con arreglo al plan.
Vadim solicitó ser enviado a Moscú en misión de servicio, pero el jefe no consintió en el viaje porque conocía sus proyectos. En vista de ello, Vadim exhibió su tumor, tomó la baja de enfermo y se presentó en el dispensario. Confirmaron el diagnóstico y le hospitalizaron en el acto, pues, como le dijeron, su caso no admitía demora. Con la hoja de hospitalización en el bolsillo se fue a Moscú en avión. Precisamente se celebraba en la capital una conferencia en la que Vadim confiaba en entrevistarse con Cheregoródtsev, a quien no conocía en persona, sólo a través de su libro de texto y de otras obras. Le advirtieron que Cheregoródtsev atendería sólo a su primera frase: por esa primera frase tenía la costumbre de decidir si merecía la pena o no seguir hablando con la gente. En el trayecto hasta Moscú Vadim compuso esa frase. Le presentaron a Cheregoródtsev en la entrada del bar, en uno de los descansos de las sesiones. Vadim le disparó su frase, Cheregoródtsev dio la espalda al bar, le tomó del brazo más arriba del codo y le apartó de allí. La dificultad de aquella charla de cinco minutos, que Vadim se imaginaba enormemente embarazosa, residía en la precipitación con que debía tener lugar, en que tenía que captar las respuestas sin omitir detalle y dar muestras de su erudición, pero sin exponer su idea punto por punto, reservándose lo más valioso de sus trabajos iniciales. Cheregoródtsev le lanzó de golpe sus objeciones y argumentos, demostrando que las aguas radiactivas constituían un indicio indirecto, pero en modo alguno el básico, por lo que carecía de sentido pretender localizar los yacimientos sirviéndose de ellas. Esta fue su opinión, aunque dejó entrever que habría aceptado gustosamente que el joven intentara persuadirle; esperó infructuosamente un minuto a que Vadim se lanzara a ello y luego se despidió de él. Oyéndole, Vadim sospechó que también todo el Instituto de Moscú brujuleaba alrededor de lo mismo que él, en solitario, rastreaba entre los guijarros de las montañas del Altai.
¡De momento, nada mejor hubiera podido esperar! ¡Era ahora cuando debería dedicarse al trabajo con denuedo!
Pero no le quedaba otro remedio que ingresar en la clínica… Y sincerarse con mamá. Podría haberse ido a Novocherkassk, pero aquel sitio le gustó y estaba más cerca de sus montañas.
En Moscú no sólo se informó de asuntos relacionados con las aguas radiactivas y los yacimientos. También se enteró de que el melanoma es mortal, que raramente viven un año quienes lo padecen, y lo más frecuente es que no pasen de los ocho meses.
Pues bien: como les ocurre a los cuerpos que alcanzan velocidades cercanas a la de la luz, su tiempo y su masa ya no eran como las de los otros cuerpos, como las del resto de la gente; su tiempo había aumentado en capacidad y su masa en penetración. Para él los años se habían reducido a semanas y los días a minutos. ¡Él, que había vivido constantemente apresurado, ahora tendría que darse prisa de verdad! Disfrutando de sesenta años de vida tranquila, hasta un tonto puede llegar a ser doctor en ciencias. Pero con apenas veintisiete, ¿qué hacer?
Veintisiete años fueron los que vivió Lérmontov[15]. Lérmontov tampoco quería morirse (Vadim sabía que su aspecto exterior se parecía ligeramente al del poeta: como él, era de estatura mediana, de cabellos negros como la pez, de figura bien proporcionada y de manos pequeñas; con la sola diferencia de que Vadim no usaba bigote). Sin embargo, Lérmontov logró grabarse en nuestra memoria, y no únicamente para cien años, sino ¡para siempre!
Ante la muerte —ante esa muerte que ya movía su negro cuerpo y agitaba su rabo de pantera acurrucada a su lado, en su mismo lecho—, Vadim, como hombre intelectivo, tenía que hallar el modo de vivir teniéndola muy próxima. ¿Cómo hacerlo lo más fructuosamente posible los meses que le restaban de vida, si de meses se trataba? Debía analizar la muerte como un nuevo factor inesperado en su existencia. Y después de analizarlo advirtió que, al parecer, empezaba a familiarizarse con él y casi a asimilarlo.
La línea de razonamiento más errónea hubiera sido partir de aquello que perdía: de lo feliz que hubiera llegado a ser, los lugares que podría haber visitado y lo que habría podido realizar si hubiera gozado de larga vida. Lo correcto era aceptar las estadísticas que establecen que alguien debe morir joven. En compensación, el difunto joven perdura en la memoria de las gentes como un hombre eternamente joven. Y quien se enfrenta a la muerte con ardimiento resplandece para siempre jamás. En esto se revelaba una importante faceta, a primera vista paradójica, que Vadim consideró en sus meditaciones de las últimas semanas: que la persona con talento comprende y acepta la muerte más fácilmente que la que carece de él. ¡Y eso a pesar de que el individuo inteligente pierde muchísimo más con la muerte que el inepto! El hombre falto de talento exige una existencia prolongada.
Era natural que sintiera amargura al pensar que si pudiera resistir tres o cuatro años a lo sumo, en este siglo nuestro de los inventos, de universal auge en los descubrimientos científicos, ya habrían hallado para entonces el remedio para curar el melanoma. Pero Vadim resolvió no caer en la ilusión de una prolongación de la vida, en la ilusión de una curación, y no malgastar ni siquiera los minutos nocturnos en tan vanas especulaciones. Por el contrario, debía concentrarse, trabajar y legar a las gentes a su muerte un nuevo método de localización de yacimientos mineros.
De este modo, en compensación a su muerte prematura, confiaba en acabar sus días reconfortado.
En sus veintiséis años de existencia no había experimentado sensación más satisfactoria, desbordante y grata que la conciencia del tiempo provechosamente empleado. Y lo más razonable era vivir sus últimos meses de la misma forma.
Y con este ímpetu creador, y con sus libros bajo el brazo, es como Vadim hizo su entrada en la sala.
El primer enemigo que esperaba encontrar allí era la radio, el altavoz. Estaba dispuesto a luchar contra él con todos los medios, legales e ilegales. Primero utilizaría el método persuasivo con sus vecinos, luego organizaría un corto circuito con una aguja y, en caso extremo, incluso llegaría a arrancar el aparato de la pared. La ineludible y ruidosa radiodifusión, inexplicablemente considerada por doquier en nuestro país como signo de amplia cultura, es, por el contrario, indicio de atraso cultural y un incentivo para la pereza mental. Pero Vadim casi nunca consiguió convencer a nadie de ello. Esa constante machaconería, ese ciclo alternativo de información no requerida por uno y de música no elegida por uno era un robo de tiempo y una entropía para el espíritu, muy conveniente y amena para los apáticos e insoportable para las personas con iniciativa. Ese necio, al obtener la eternidad, seguramente no podría vivirla de otra guisa que escuchando la radio.
Pero Vadim, al entrar en la sala, vio con grata sorpresa que ¡allí no había radio! No la había en todo el primer piso (esta omisión se explicaba por el hecho de que se esperaba que de un año para otro trasladarían la clínica a un nuevo edificio mejor equipado, en el que no faltaría la instalación de una red de radiorreceptores).
El segundo enemigo esperado por Vadim era la oscuridad. Temía que en la clínica apagaran pronto las luces y que las encendieran tarde, o que le acomodaran alejado de las ventanas. Pero el generoso Diomka le había concedido el sitio de la ventana y Vadim resolvió desde el primer día adaptarse a las circunstancias: se acostaría temprano como los otros pacientes, y se despertaría al amanecer, para dedicar al estudio las mejores y más tranquilas horas del día.
El tercer posible enemigo era el parloteo desmedido en la sala. Y resultó que este no faltaba. Pero a Vadim le agradaron, en conjunto, los pacientes que la ocupaban. Sobre todo, le satisfizo la tranquilidad que en ella reinaba.
Yeguenberdíev fue el que más simpático le cayó: permanecía casi siempre callado, prodigaba a todos su sonrisa de héroe legendario, dilatando sus gruesos labios y sus mofletudas mejillas.
Mursalímov y Ajmadzhán no pecaban de inoportunos, eran excelentes personas y no molestaban a Vadim cuando hablaban en uzbeko durante sus charlas tranquilas y juiciosas. Mursalímov parecía un anciano lleno de sabiduría; Vadim se había tropezado en las montañas con individuos como él. Sólo una vez les oyó discrepar y discutir acaloradamente. Vadim les pidió que le tradujeran el motivo de su desacuerdo. Al parecer, a Mursalímov le disgustaban las recientes innovaciones en los nombres, que se unieran varias palabras para formar uno. Él aseguraba que sólo existían cuarenta nombres originales, legados por el Profeta, y que los demás son incorrectos.
Ajmadzhán era un muchacho sin malas intenciones. Si le rogaban no hacer ruido, complacía al instante. En cierta ocasión, cuando Vadim le describió la vida de los evenkos[16], se enardeció su imaginación. Varios días estuvo cavilando en aquel género de existencia difícilmente concebible, y le hacía a Vadim preguntas inesperadas:
—Dime, ¿qué tipo de vestidos tienen esos evenkos?
Vadim le respondía presta y concisamente; y Ajmadzhán volvía a sumirse en sus cavilaciones unas horas más, hasta que, renqueando, se acercaba nuevamente a preguntarle:
—Y esos evenkos, ¿por qué ordenanzas se rigen?
A la mañana siguiente aún quiso saber:
—Dime, ¿qué objetivo tienen en la vida?
No aceptaba la explicación de que los evenkos «viven sencillamente, sin complicaciones».
También Sibgátov era apacible, cortés. Entraba con frecuencia en la sala a jugar a las damas con Ajmadzhán. Saltaba a la vista que era un hombre inculto, pero con intuición para comprender que es vulgar e innecesario hablar a gritos. Cuando discutía con Ajmadzhán también adoptaba un tono atemperante:
—¿Acaso son verdaderas uvas y verdaderos melones los que se dan aquí?
—¿Dónde se cosechan los mejores? —se acaloraba Ajmadzhán.
—En Crimea. ¿Dónde, sino? Si hubieses visto…
Diomka era, asimismo, un magnífico muchacho. Vadim observó que no le gustaba gastar saliva en balde. Diomka reflexionaba y estudiaba. Su rostro, ciertamente, no reflejaba la radiante huella del talento; adquiría un aire hosco cuando captaba una idea repentina. El camino del estudio y de las actividades intelectuales sería arduo para él; pero, a veces, de sujetos pacientes y perseverantes suelen forjarse hombres recios y eficaces.
Vadim tampoco tenía nada que objetar contra Rusánov. Había sido toda su vida un trabajador honesto aunque no llegara a descubrir la pólvora. Sus apreciaciones eran correctas en lo fundamental, pero no sabía expresarlas con flexibilidad; las exponía como fórmulas aprendidas de memoria.
Al principio Vadim no sintió simpatía por Kostoglótov y le calificó de buscarruidos sin educación. Pero luego advirtió que sólo lo era en apariencia, que carecía de petulancia y que sabía transigir; que si daba muestras de irritabilidad era debido a que su vida se había complicado desastrosamente. Dado su carácter endiablado, tal vez fuera él mismo el culpable de sus desdichas. Su enfermedad iba en franca mejoría y aún podría enderezar su vida si fuera más circunspecto y supiera lo que quería. En primer lugar, no sabía concentrarse, abstraerse, lo que era fehaciente por su modo de malgastar el tiempo, por su continua excitación que le impelía a vagar sin objeto por el patio, a fumar sus pitillos o a coger un libro para abandonarlo enseguida. Además, iba demasiado tras las faldas.
Vadim por nada del mundo se interesaría por las chicas estando al borde de la muerte. Galka le esperaba en la expedición y soñaba en casarse con él. Y él ya no tenía derecho a ser su marido; ya poco podía ofrecerle.
Ya no podía ofrecer nada a nadie.
Tal era el precio, que debía ser pagado íntegramente. Cuando una pasión se adueña de nosotros, desplaza a todas las demás.
De los pacientes de la sala, quien verdaderamente irritaba a Vadim era Poddúyev. Era un sujeto curtido, fuerte, y de la noche a la mañana se había desplomado bajo la influencia de melifluas necedades idealistas. Vadim se enfurecía, incapaz de soportar esas enternecedoras fabulillas sobre la resignación y el amor al prójimo, que predican la transigencia y exhortan al hombre a sacrificarse, a permanecer como un pazguato a la expectativa para ver dónde y con qué prestar ayuda a todo bicho viviente. Y este bicho viviente puede ser un vago redomado o un pillo desvergonzado. Tamaña perogrullada, tan manida e infundada, entraba en contradicción con la juvenil energía y la fogosa vehemencia de Vadim, con su urgencia por desprenderse como un disparo, por consagrar su vida a algo. Estaba resuelto a darse sin cobrar ningún tributo, a entregarse, pero no a nimiedades y poco a poco, sino con el arrebato de la heroicidad: por entero y en beneficio de toda la humanidad.
Se alegró cuando Poddúyev fue dado de alta y el albino Federau ocupó su cama abandonando la del rincón. Este sí que era tranquilo, no había en la sala otro más callado que él. Podía pasarse el día sin pronunciar palabra, tendido y mirando con tristeza. Como vecino era ideal para Vadim, aunque pasado mañana, el viernes, le operarían.
Sí, se habían mantenido silenciosos, pero hoy empezaron a hablar de enfermedades, y Federau manifestó que había estado enfermo y a punto de morirse de meningitis.
—¡Oh! ¿Te diste un golpe?
—No, me resfrié. Estando muy sofocado, me llevaron en un coche desde la fábrica a mi casa y se me enfrió la cabeza. Se me declaró la meningitis y perdí la vista.
Lo relataba serenamente, sonriéndose incluso, sin recalcar que la tragedia fue horrible.
—¿Por qué estabas sofocado? —le preguntó Vadim, sin apartar la vista del libro, pues el tiempo volaba.
Pero la conversación acerca de las enfermedades siempre encuentra oyentes en la sala de un hospital. Federau vio que Rusánov, desde la pared opuesta, fijaba la vista en él. Hoy estaba bastante aplacado y, en parte, también lo relataba para Pável Nikoláyevich.
—Se averió una caldera y había que repararla con una soldadura complicada. Si se sacaba todo el vapor de ella y se la dejaba enfriar, se necesitarían veinticuatro horas para ponerla de nuevo en funcionamiento. Por la noche, el director mandó a buscarme en un coche y me dijo: «Federau, para no interrumpir el trabajo, vístete el traje protector y entra en el vapor, ¿eh?». «Bien», le contesté, «si es preciso, lo haré». Estábamos en vísperas de la guerra y andábamos apretados con el plan. Había que hacerlo. Me introduje en la caldera y efectué el trabajo en hora y media… ¿Cómo podía negarme? Mi nombre encabezaba siempre el cuadro de honor de la fábrica.
Rusánov le escuchaba mirándole con aprobación.
—Su proceder hubiera podido enorgullecer hasta a un miembro del Partido —le elogió.
—Soy miembro del Partido —le aclaró Federau con mayor modestia y con sonrisa aún más apacible.
—Era, querrá decir —le corrigió Rusánov. («Apláudeles algo y enseguida se lo toman en serio»).
—Y lo sigo siendo —aseguró Federau, sumamente quedo.
Hoy Rusánov no tenía el ánimo muy propicio para meditar en las circunstancias de las vidas ajenas, para discutir ni para parar los pies a nadie. Su propia situación era ya lo suficientemente trágica. Pero no podía inhibirse ante tan evidente disparate. El geólogo se hallaba otra vez embebido en su libro. Con voz débil, con lenta precisión (sabía que los otros se esforzarían en oírle), Rusánov manifestó:
—Eso no puede ser. Porque usted es alemán, ¿verdad?
—Sí —afirmó Federau, y pareció afligido por tal hecho.
—¿Entonces? Cuando los deportaron, tuvieron que quitarles los carnets del Partido.
—No, no nos los quitaron —negó Federau con la cabeza.
Rusánov crispó el rostro; tenía dificultad para hablar.
—Fue una omisión, sencillamente. Con las prisas y el ajetreo se harían un lío. Pero, en tal caso, ustedes mismos debieron entregarlos.
—¡No sé por qué! —insistió Federau, que siendo un hombre extremadamente apocado no daba su brazo a torcer—. ¡Qué error puede haber! ¡Va a hacer catorce años que tengo mi carnet! Nos reunieron en el comité del distrito y nos explicaron: «Seguirán siendo miembros del Partido. No los confundimos con el conjunto de la masa. Una cosa es tener que registrarse en la comandancia y otra la obligación de abonar las cuotas del Partido. No podrán ejercer cargos directivos, pero tendrán que trabajar con ejemplaridad en los trabajos ordinarios». Y eso fue todo.
—Pues no lo comprendo —suspiró Rusánov.
Los párpados querían cerrársele y hablaba con gran dificultad.
La segunda inyección, la de anteayer no le produjo mejoría alguna. El tumor no disminuyó ni se ablandó, seguía presionándole bajo la mandíbula como si fuera una bola de hierro. Hoy, enervado y temeroso de que le acometiera otro delirio atormentador, yacía en espera del tercer pinchazo. Convino con Kapa que después de esa tercera inyección se iría a Moscú. Pero Pável Nikoláyevich había perdido su ardor combativo; ahora sabía ya lo que era sentirse irremediablemente perdido. La tercera inyección o la décima, aquí o en Moscú, ¿qué más daba?, pues si el tumor se resiste a la medicación, no cederá. Cierto que el tumor no era todavía la muerte; podía perdurar, convirtiéndole en un inválido, en un contrahecho, en un enfermo. Hasta el día de ayer, Pável Nikoláyevich no había relacionado directamente el tumor con la muerte, hasta que oyó al Roedor, atiborrado por la lectura de libros de medicina, explicarle a otro paciente que el tumor esparce veneno por todo el cuerpo, y que por eso el organismo no puede aguantar su presencia.
Pável Nikoláyevich sentía los pellizcos retorcidos del suyo y comprendió que no ganaría nada con volver la espalda a la muerte. Ayer, en la planta baja, vio con sus propios ojos cómo estiraban una sábana sobre la cabeza de un recién operado. Sólo entonces se le reveló el sentido de la frase que oyera decir a las sanitarias: «A este pronto habrá que cubrirle con la sábana». O sea que se nos representa a la muerte como algo negro; pero, en realidad, eso negro no son más que los accesos a ella, pues ella misma es blanca.
Es obvio que Rusánov supo de siempre que, puesto que los seres humanos son mortales, él también tendría algún día que liar el petate. Pero «algún día» y no inmediatamente. El tener que morirse «algún día» no le horrorizaba; lo espantoso era morirse ahora.
La muerte, nívea e indiferente, con la apariencia de una sábana que no envolvía figura alguna, sino al vacío, se acercaba sigilosa a él, sin ruido, en pantuflas. Y Rusánov, cogido de sorpresa por ese abordaje furtivo de la muerte, no sólo no podía presentarle batalla, sino ni siquiera reflexionar sobre ella, tomar decisiones ni expresar nada. Había llegado arbitrariamente y no existía reglamento u ordenanza que defendiera a Pável Nikoláyevich.
Sentía compasión de sí mismo. Era penoso imaginarse una vida como la suya, tan perfectamente orientada a un determinado fin, tan plena y laboriosa y podría decirse que hasta tan bella, truncada ahora por el peñasco de aquel extraño tumor, que su mente se negaba a reconocer como mortal de necesidad.
Y era tal la compasión que sentía por sí mismo que las lágrimas acudieron a sus ojos, nublándole la vista. De día las ocultó tras las gafas o las disimuló aparentando estar constipado o tapándose con la toalla. Pero esta noche lloró silenciosa y largamente sin avergonzarse en absoluto. No había llorado desde la infancia, tenía olvidado cómo se lloraba y, más aún, no se acordaba ya de que las lágrimas desahogaban. Estas no alejaron de él los peligros ni los infortunios —la muerte por cáncer, la revisión judicial de los antiguos procesos, la inyección de mañana y el nuevo delirio—; sin embargo, tuvo la impresión de que le habían elevado un peldaño más arriba de dichas amenazas. Se le figuraba verlo todo con más lucidez.
Además, se había debilitado enormemente, apenas se movía y comía sin apetito. Hallaba algo placentero en ese estado de debilidad; pero era una placidez dañina: como la de la persona que se está helando y no tiene fuerzas para moverse. O como si se viera atacado de parálisis o recubierto con espeso algodón su habitual ardor cívico, que siempre le incitó a no conformarse con cuanto anómalo o incorrecto apreciara a su alrededor. Ayer el Roedor, con sonrisa burlona, mintió al médico jefe diciéndole que era un colono de las tierras vírgenes; Pável Nikoláyevich no hubiera tenido más que abrir la boca y proferir dos palabras y ya no quedaría allí ni rastro del Roedor.
Sin embargo, no dijo nada, guardó silencio. No actuó con honradez desde el punto de vista cívico; su deber era desenmascarar la falsedad. Pável Nikoláyevich no intervino y ni él mismo se explicaba el motivo. No fue porque le faltaran alientos para destrabar la lengua ni porque temiera la venganza del Roedor. No. En cierto modo, no tenía ganas de hablar, como si cuanto acaecía en la sala no le incumbiera. Por otro lado, le asaltó el extraño pensamiento de que aquel alborotador, aquel grosero que unas veces se oponía a que apagaran la luz, que abría la ventanita sin preguntar a nadie o que se desvivía por ser el primero en coger el periódico era, a fin de cuentas, una persona adulta con su propio destino, no muy feliz quizás, y que por él podía vivir como tuviera a bien.
Hoy el Roedor había vuelto a pasarse de la raya. Se presentó en la sala una joven del laboratorio para formar el censo electoral (también allí los preparaban para las elecciones), para lo cual reclamó la documentación de cada uno de los pacientes. Todos le entregaron su pasaporte o el certificado del koljós, excepto Kostoglótov, que no tenía documentación alguna. La joven del laboratorio se sorprendió, naturalmente, y volvió a exigirle el pasaporte. Kostoglótov se insolentó con ella diciéndole que, si conociera mejor la instrucción política más elemental, debería saber que hay diversas categorías de deportados. Le dio cierto número de teléfono para que llamara y luego le aseguró que él gozaba de derecho al voto, pero que, en último caso, podía pasarse muy bien sin votar.
Así de turbulento y envilecido era su vecino de lecho. ¡Qué acertadamente lo había presentido el corazón de Pável Nikoláyevich! Pero ahora, en vez de horrorizarse por haber ido a caer en tal antro y verse rodeado de semejantes personas, Rusánov se rindió a la indiferencia que le anegaba. No le interesaba Kostoglótov, ni Federau, ni Sibgátov. Que sanen todos ellos, que vivan, con tal de que él, Pável Nikoláyevich, salvara también su vida.
Vislumbró el capuchón de la sábana.
Que vivan. Pável Nikoláyevich no les pediría cuentas ni los controlaría. Pero que a él tampoco se las pidieran, que nadie se pusiera a remover el remoto pasado. Lo ocurrido era cosa relegada al olvido, desvanecida. Sería injusto intentar averiguar ahora quiénes se equivocaron hace dieciocho años y en qué consistió su error.
Desde el vestíbulo llegó la aguda voz de la sanitaria Nelia, sin par en toda la clínica. A veinte metros de distancia, sin forzar el grito, preguntaba a alguien:
—Oye, ¿cuánto valen esos zapatos de charol?
No pudo oírse lo que la otra contestó, y volvió a sonar el vozarrón de Nelia:
—¡Oh! ¡Si yo pudiera ir con unos así, tendría un rebaño de amantes!
La otra le objetó algo y Nelia convino en parte:
—¡Oh, sí! Cuando me puse por primera vez las medias de nailon me sentía tan ufana. Pero Serguéi tiró una cerilla y me las quemó. ¡Valiente cochino!
En aquel preciso instante hizo su entrada en la sala con el cepillo, y preguntó:
—Qué, muchachos, ¿dicen que ayer lo fregaron y lo relimpiaron todo? Así hoy lo haremos por encima… ¡Ah, sí! ¡Una noticia! —recordó algo y señalando a Federau, prosiguió jovial—: Aquel de ahí ya se ha esfumado. Ha salido de este mundo.
Por muy dueño de sí mismo que fuera, Guenrij Yakóbovich no pudo evitar un estremecimiento de hombros. Se sintió mal.
No comprendieron lo que quería decir Nelia y ella se explicó:
—¡El picado de viruela! ¡El que iba envuelto en vendas! Ayer, en la estación, junto a la taquilla. Ahora le han traído para hacerle la autopsia.
—¡Dios mío! —exclamó Rusánov sacando fuerzas de flaqueza—. ¿Cómo es posible que tenga usted tan poco tacto, camarada sanitaria? ¿Por qué se hace eco de tan espantosas noticias?
En la sala todos se quedaron cavilosos. Mucho había hablado Yefrem sobre la muerte, y verdad era que él parecía estar condenado sin remisión. Solía pararse en medio del pasillo e intentaba convencerlos hablando entre dientes:
—¡Te-rri-ble situación la nuestra!
Sin embargo ellos no fueron testigos de los últimos pasos de Yefrem. Con su marcha hizo que quedara en la memoria de los demás con su imagen de hombre vivo. Ahora tendrían que forjarse la idea de que él, que anteayer aún pisoteaba la tarima por la que todos caminaban, yacía en el depósito de cadáveres, seccionado por la línea axial delantera como una salchicha reventada.
—Tendrías que explicamos alguna cosa alegre —le pidió Ajmadzhán.
—También puedo contaros algo divertido y os moriréis de risa. Pero es algo subido de tono…
—¡No importa! ¡Cuenta, cuenta!
—¡Ah, sí! —recordó Nelia—. A ti, buen mozo, te esperan en rayos. ¡A ti, a ti! —y señaló a Vadim.
Vadim dejó el libro en el alféizar de la ventana con mucha precaución y con ayuda de las manos bajó la pierna enferma de la cama. Luego colocó el otro pie en el suelo. Con su figura de bailarín de ballet, afeada por la deforme pierna que siempre procuraba proteger, se dirigió a la salida.
Había oído lo que decían de Poddúyev, pero no le inspiró compasión. Poddúyev no fue un hombre valioso para la sociedad, así como tampoco lo era aquella descocada sanitaria. Pese a todo, lo eficaz para la humanidad no es la cantidad de individuos que se multiplican, sino la calidad de los que llegan a madurar.
Entró la asistenta del laboratorio con el periódico.
Detrás de ella entraba el Roedor, que se lanzó sobre el papel.
—¡A mí! ¡Démelo a mí! —reclamó débilmente Pável Nikoláyevich tendiendo la mano.
Fue él quien lo consiguió.
Aunque estaba sin gafas, pudo distinguir que en primera plana aparecían grandes fotografías y amplios titulares. Incorporándose, se caló las gafas lentamente y vio, como había supuesto, que se refería a la clausura de la sesión del Soviet Supremo. Las fotografías eran la del Presidium y una vista de la sala, y los gruesos titulares resaltaban las últimas decisiones importantes.
Destacaban tanto que no era menester hojear el periódico para buscar cualquier noticia pequeña pero significativa.
—¡Qué! ¿Cómo? —Pável Nikoláyevich no pudo contenerse, a pesar de que no se dirigía a nadie de la sala, pues hubiera sido inconveniente exteriorizar tal asombro y preguntar algo sobre el periódico.
En la primera columna, a grandes titulares, anunciábase que el presidente del Consejo de Ministros, G. M. Malenkov, había expresado el deseo de que se le eximiera de su cargo, y que el Soviet Supremo había accedido por unanimidad a su petición.
¡Así terminó la sesión de la que Rusánov sólo esperaba la aprobación del presupuesto!…
Se sintió desfallecer y sus manos dejaron caer el periódico. No tenía fuerzas para seguir leyendo.
No podía comprender a qué conduciría todo aquello. Ya no podía interpretar los principios difundidos, que estaban al alcance del entendimiento de cualquiera. Pero sí comprendía que era un cambio brusco, demasiado repentino.
Como si en algún punto de las profundidades abismales hubiesen empezado a bullir los estratos geológicos removiéndose ligeramente en su lecho y hubieran provocado una sacudida en toda la ciudad, en el hospital y en la cama de Pável Nikoláyevich.
Pero sin notar cómo oscilaban la habitación y el suelo, desde la puerta, con paso firme y tranquilo, la doctora Gángart se dirigía hacia él con su bata recientemente planchada, su sonrisa alentadora en el rostro y la jeringa en la mano.
—Bien, ya es hora de ponerse la inyección —le invitó afectuosa.
Kostoglótov tomó el periódico de los pies de Rusánov e inmediatamente vio la noticia y empezó a leerla.
Después se levantó. No podía permanecer sentado.
Él tampoco alcanzaba a comprender exactamente el completo significado de la noticia.
Pero si anteayer destituyeron al Tribunal Supremo en pleno y hoy al primer ministro, eran ya unos pasos en la marcha de la Historia.
Unos pasos en la marcha de la Historia. Y era inconcebible pensar y creer que fuesen a peor.
¡Todavía anteayer se sujetaba el corazón con las manos porque quería salírsele del pecho, y se prohibió a sí mismo creer, abrigar esperanzas!
Pero pasaron los días y los cuatro mismos acordes conmemorativos de Beethoven retumbaron en el cielo como en una membrana.
¡Y los otros pacientes yacían tranquilamente en sus camas sin oírlos!
Y Vera Gángart introducía imperturbable la ambiquina en la vena de Rusánov.
Oleg salió apresuradamente de la sala, ¡a pasear!
¡Al aire libre!