30

En sus setenta y cinco años de vida, y en el medio siglo que llevaba curando enfermos, el doctor Oreschenkov no llegó a edificarse una mansión de piedra, pero sí se compró, allá por los años veinte, una casita de madera de un solo piso con jardincillo. Y desde entonces vivía en ella. La casita se alzaba en una calle tranquila que no sólo era una espaciosa avenida, sino que tenía también anchas aceras que separaban las casas de la calzada unos buenos quince metros. En el siglo pasado plantaron en las aceras árboles de tronco grueso cuyas copas formaban en estío una continuada techumbre verde. La base de cada árbol se veía esmeradamente cavada, limpia y protegida con una rejilla de hierro. En los días de mucho calor, la gente caminaba por allí sin sentir la rigurosidad del sol. Además, al borde de la acera corría el agua fresca del canal de riego, cubierto con losas. Esta calle circunvalatoria abarcaba la zona más bella de la ciudad y constituía, al propio tiempo, uno de sus mejores ornatos. (Sin embargo, en el consejo municipal se murmuraba que aquellas casitas de un solo piso estaban demasiado espaciadas unas de otras, que las líneas de comunicación resultaban gravosas y que había llegado el momento de derribarlas para construir en su lugar edificios de cinco pisos).

La parada del autobús quedaba lejos de la casa de Oreschenkov. Por eso Liudmila Afanásievna se dirigía caminando hacia ella. Era una tarde sumamente templada, seca. Aún no había anochecido y se apreciaba cómo los árboles, en los inicios de su tierna renovación —en unos más acentuada que en otros—, se disponían a pasar la noche. Los álamos, como cirios, no ofrecían aún signo alguno de verdor. Pero Dontsova iba mirando al suelo, no a las alturas. Esta primavera no le deparaba alegrías, sólo incertidumbre. Era una incógnita lo que sería de Liudmila Afanásievna en el plazo de tiempo que esos árboles precisaban para cubrirse de hojas, para que estas amarillearan y cayeran de las ramas. Antes también, había vivido tan ajetreada que nunca pudo detenerse, alzar la cabeza y entornar los ojos para contemplar lo que la rodeaba.

La pequeña casa de Oreschenkov tenía una portezuela y, junto a ella, la puerta principal con agarradero de cobre y resistentes entrepaños piramidales de madera a la vieja usanza. En casas como aquella era frecuente que las antiguas puertas estuviesen condenadas, y es preciso entrar por la portezuela lateral. Pero en esta los escalones de piedra que conducían a la puerta de la casa no se veían cubiertos de hierba y musgo. Como en épocas pasadas, la placa de cobre estaba pulcramente limpia y, grabado en sesgada caligrafía, se leía en ella: «Doctor D. T. Oreschenkov». Tampoco el dispositivo del timbre estaba inservible por el abandono.

Liudmila Afanásievna presionó el botón. Se oyeron pasos y Oreschenkov mismo franqueó la entrada. Vestía un traje color castaño, usado (que en algún tiempo fue bueno), y llevaba desabrochado el cuello de la camisa.

—¡Ah, Liúdochka! —exclamó con sutil elevación de las comisuras de los labios, que en él significaba la más amplia de las sonrisas—. ¡La esperaba, la esperaba! Pase. Me alegro de verla. Bueno, me alegro y no me alegro, porque un motivo grato no la induciría a visitar a un anciano.

Ella le había telefoneado solicitando su permiso para visitarle. Habría podido exponerle su ruego por teléfono, pero hubiese sido descortés. Con aire culpable intentaba ahora convencerle de que igualmente habría ido a verle sin mediar ningún hecho desgraciado. Él no consintió que se despojara ella sola del abrigo.

—¡Permítame, permítame! Todavía no soy una ruina.

Colgó el abrigo en el clavo de madera de la larga, oscura y bruñida percha dispuesta para recibir a numerosos visitantes o invitados, y la condujo por el piso de tersa madera. Atravesando un pasillo pasaron de largo junto a la mejor y más clara estancia de la casa, en la que había un piano con la tapa levantada y las partituras abiertas, lo cual daba al ambiente un aire alegre. Allí vivía la nieta mayor de Oreschenkov. Cruzaron el comedor, cuyas ventanas, que daban al patio, estaban obstruidas a la sazón por el ramaje sarmentoso y todavía seco de una parra. Había en él una costosa radiogramola de considerable tamaño. Después pasaron al gabinete, rodeado en su totalidad por estanterías para libros y amueblado con una antigua y maciza mesa-escritorio, un viejo sofá y cómodos sillones.

—Me parece, Dormidont Tíjonovich —Dontsova recorrió las paredes con entornados ojos—, que tiene más libros que antes.

—No, no —Oreschenkov movió imperceptiblemente su voluminosa cabeza, que parecía moldeada en bronce—. Aunque, en verdad, recientemente he comprado un par de decenas. ¿Y sabe a quién? —miró con alborozo—. A Aznachéyev. Se ha jubilado, ¿sabe?, pues ya tiene sesenta años. El mismo día de su jubilación se puso en claro que nunca fue radiólogo de vocación, que no deseaba relacionarse ni un día más con la medicina. Dijo que siempre había sido un inveterado apicultor y que en adelante sólo se ocuparía de las abejas. ¿Cómo explicarse eso, eh? Si te sientes apicultor, ¿por qué has desperdiciado los mejores años de tu vida?… Bien, ¿dónde quiere sentarse, Liúdochka? —preguntó a la canosa Dontsova, abuela ya. Y él mismo decidió por ella—. Aquí, en este sillón, estará cómoda.

—No quisiera prolongar la visita, Dormidont Tíjonovich. Sólo he venido por breves instantes —explicó Dontsova, aunque se dejó caer hondamente en la blanda butaca.

En el acto la invadió la tranquilidad y casi la certidumbre de que la decisión más acertada posible sería adoptada allí, en aquel momento. La carga de permanente responsabilidad, la carga de sus deberes directivos en el trabajo y la carga de la elección que debía hacer con su propia vida se habían desprendido de sus hombros cuando se vio en el pasillo junto a la percha. Pero ese sobrepeso se desvaneció por completo en el instante mismo en que se hundió en el sillón. Y ahora, totalmente sosegada, paseaba sus ojos serenos por el gabinete, que ya le era conocido, mirando enternecida el viejo lavabo de mármol del rincón, que no era moderno, sino un simple aguamanil con la jofaina debajo para recoger las aguas. Pero todo estaba cubierto y muy limpio.

Luego miró directamente a Oreschenkov, congratulándose de que viviera, de que existiera, porque tomaría sobre sí la inquietud que a ella la embargaba. Él continuaba de pie, erguido, sin que se apreciara en él tendencia alguna a encorvarse. Sus hombros y su cabeza conservaban la misma disposición firme y gallarda. Siempre aparentó ese aplomo, como si curando a sus semejantes estuviera absolutamente inmune a las enfermedades. Del centro del mentón le caía, como chorrito de plata, una pequeña y recortada barbita. Todavía no estaba calvo ni había encanecido del todo, y sus cabellos, peinados con raya y casi lisos, parecían haber cambiado poco al paso de los años. Su rostro era de los que no se alteran por las emociones, que se mantienen inmutables, tranquilos, cada uno de sus rasgos en su lugar. Tan sólo las cejas, enhiestas como arcos abovedados, expresaban la totalidad de sus emociones mediante imperceptibles y leves mudanzas.

—Liúdochka, ha de disculparme, pues me sentaré a mi mesa. No se considere en consulta formal. Sencillamente, estoy habituado a este sitio.

¡Cómo no iba a estar habituado a él! Hubo tiempo en que frecuentemente, casi a diario, acudían los enfermos a consultarle a aquel gabinete. Después, con menos frecuencia. No obstante, aún en la actualidad recibía visitas de enfermos. En él tuvieron lugar, a veces, penosas y largas conversaciones de las que dependía el futuro. En el transcurso de la conversación podían quedar grabados para toda la vida en la memoria el verde paño de la mesa bordeado por un marco de roble castaño oscuro, o el antiguo cortapapeles de madera, o la espátula niquelada para examinar la garganta, o el calendario de hojas movibles, o el tintero de tapa de cobre, o el fortísimo té de oscuro color almagrado que iba enfriándose en el vaso. El doctor se sentaba tras el escritorio y ocasionalmente se levantaba para dirigirse al lavabo o a las estanterías de libros, a fin de dar una tregua al paciente, de librarle de su mirada, dándole ocasión para reflexionar. El doctor Oreschenkov jamás desviaba la vista sin razón justificada. Sus ojos reflejaban constante admiración hacia el paciente o el visitante; no desperdiciaban un momento de observación y nunca se distraían mirando a la mesa o a los papeles. Eran el instrumento fundamental con que estudiaba a los pacientes y alumnos, con que les transmitía sus decisiones y su voluntad.

Dormidont Tíjonovich sufrió innumerables persecuciones a lo largo de su vida: en 1902 (fue encarcelado una semana, junto con otros estudiantes), por actividades revolucionarias; después, porque su difunto padre había sido sacerdote; luego, porque fue médico de brigada del ejército zarista durante la primera guerra imperialista. En verdad, no sólo porque fue oficial del ejército zarista, sino porque, como certificaron los testigos, en un momento de pánico en que su regimiento huía a la desbandada, saltó al caballo, contuvo a los que huían y los condujo de nuevo a aquella pelea imperialista, a la lucha contra los obreros alemanes. De todas las persecuciones de que fue víctima, la más persistente e inflexible la sufrió por defender con tesón su derecho a la práctica privada de la medicina, pese a la rigurosa prohibición, que entonces se consideraba empresa particular y fuente de enriquecimiento, así como actividad divorciada de todo trabajo honesto, susceptible en todo momento de contribuir al resurgimiento de la burguesía. Largos años tuvo que prescindir de su placa y rechazar a los enfermos en la puerta de su casa por mucho que le imploraran y por mal que se encontrasen: en las inmediaciones se apostaban espías de la sección de Hacienda, voluntarios unos y pagados otros, y porque, además, ni los mismos pacientes eran capaces de guardar la debida discreción. El doctor se exponía a perder toda posibilidad de empleo y quizá también su vivienda.

Precisamente lo que en más estima tenía era el derecho al libre ejercicio de su profesión. Sin aquella placa grabada en la puerta vivió como en la ilegalidad, como bajo nombre supuesto. Fiel al principio que sustentaba, no había defendido las tesis de licenciatura y doctorado, alegando que las disertaciones más doctas no presuponen en modo alguno garantía de éxito en la terapéutica cotidiana, que el paciente se siente más violento si su médico es profesor y que el tiempo que se invertía en la elaboración de la tesis era preferible emplearlo en el estudio de alguna otra rama de la medicina. Durante los treinta años que Oreschenkov colaboró en el Instituto de Medicina local, prestó servicios en las clínicas de medicina general, de pediatría, de cirugía, de enfermedades infecciosas, de urología e incluso en la de oftalmología. Sólo después de pasar por todas ellas se convirtió en médico radiólogo y oncólogo. Con un milimétrico encogimiento de labios exponía su opinión sobre los «eméritos hombres de ciencia». Solía decir que si a un individuo le proclaman en vida «científico» y «emérito» por añadidura, acaban con él como médico. El honor y la gloria, que de por sí son una traba en la práctica de la medicina, dificultan los movimientos como una vestimenta excesivamente suntuosa. El científico emérito va siempre acompañado de un séquito, y se ve desprovisto del derecho a equivocarse, del derecho a desconocer algo, del derecho, incluso, a meditar cuando se halla indeciso. Tal vez esté hastiado, o se haya rezagado de su tiempo y lo oculte, lo cual no es óbice para que todos esperen milagros de él.

Oreschenkov no ambicionaba nada de eso. Sólo quería su plaquita de cobre en la puerta y el timbre al alcance del que se acercara a ella.

Se dio la feliz circunstancia para Oreschenkov de que pudo salvar la vida del agonizante hijo de una destacada personalidad local. En otra ocasión salvó a otra encumbrada personalidad, y varias veces más curó a miembros de relevantes familias. Todo ello en la misma ciudad, pues nunca se desplazó. Como resultado, se creó una reputación favorable en los círculos influyentes y cierta aureola protectora a su alrededor. Quizás en una ciudad netamente rusa eso no hubiera paliado en nada la situación; pero en el Oriente, más tolerante, sabían hacer la vista gorda, y él colgó de nuevo su placa y volvió a recibir a algunos pacientes. Después de la guerra dejó de trabajar en un empleo estable, aunque siguió participando en las consultas de varias clínicas y asistiendo a las conferencias de las sociedades científicas. De este modo, desde que cumplió los sesenta y cinco años, hacía resueltamente la vida que él consideraba cabal en un médico.

—Pues bien, Dormidont Tíjonovich, he venido a rogarle que, si le es posible, vaya a hacerme un examen del aparato digestivo. Podemos señalar el día que más le convenga…

Su aspecto era macilento, su voz apagada. Oreschenkov la contemplaba firme, fijamente.

—¡No faltaba más! Ya nos pondremos de acuerdo respecto al día. De todos modos, explíqueme ahora los síntomas y dígame su propia opinión.

—Los síntomas se los diré al instante. En cuanto a mi opinión, ¿qué puedo decirle? Procuro no pensar en ello, lo cual quiere decir que cavilo demasiado y me paso las noches sin dormir. ¡Cuánto mejor hubiera sido no saber nada! ¡En serio! Decida usted, y si es preciso hospitalizarme, me hospitalizaré sin querer saber nada más. Si tuviera que operarme preferiría no conocer el diagnóstico. Así, en la intervención, no estaría en condiciones de comprender lo que harán conmigo ni de apreciar lo que me extirpen. ¿Me comprende?

Ya fuera por las grandes dimensiones del sillón o por la postración de sus hombros, no aparentaba en aquel momento ser la mujer corpulenta y de elevada estatura que en realidad era. Se había encogido.

—Sí, quizá la comprenda, Liúdochka. Mas no comparto su opinión. ¿Por qué motivo menciona usted de buenas a primeras la operación?

—Bueno, debo estar prevenida para todo…

—¿Y puede saberse por qué no ha venido antes? Usted, mejor que nadie, comprende que las enfermedades no deben abandonarse.

—¡Lo sé, Dormidont Tíjonovich! —suspiró Dontsova—. Pero esta vida tan ocupada, tan ajetreada siempre… ¡Claro que debería haber venido antes…! Pero no crea que he dejado pasar tanto tiempo —objetó ella misma a sus anteriores palabras. Recobró sus modales dinámicos—. ¿Por qué tamaña injusticia? ¿Por qué precisamente a mí, a una oncóloga, ha tenido que atraparme una enfermedad oncológica, conociendo como las conozco todas, cuando sé los efectos, sus consecuencias y complicaciones?…

—No hay tal injusticia —su voz de bajo sonó mesurada y persuasiva—. Todo lo contrario. Es justo en sumo grado. La mejor prueba a que puede ser sometido un médico es el padecimiento de las enfermedades en que está especializado.

(¿Dónde estaba ahí la justicia? ¿Dónde la mejor de las pruebas? Razonaba así porque no era él quien había enfermado).

—¿Recuerda usted a la enfermera Pania Fiódorovna? Solía decir: «¡Oh, me estoy volviendo poco amable con los pacientes! Ya es hora de que me hospitalice otra vez…».

—¡Jamás imaginé que sufrieran así! —Dontsova hizo crujir sus entrelazados dedos.

Y eso que en este momento su angustia era menor que en los últimos tiempos.

—Y bien, ¿qué síntomas se observa?

Comenzó a explicárselos en líneas generales y él la conminó a hablar con precisión.

—¡Dormidont Tíjonovich, no pretendía ocuparle la tarde entera del sábado! Si de todas maneras ha de ir a reconocerme por rayos…

—¿Olvida lo hereje que soy? ¿Que cuando se inventaron los rayos X ya llevaba veinte años trabajando? ¡Y qué diagnósticos establecíamos! Muy sencillos: no despreciar ningún síntoma, ordenarlos por orden de aparición. Buscar el diagnóstico en el cual encajen todos los síntomas. ¡Oh, querida! ¡Aquellos sí que eran diagnósticos! Sucede como con el exposímetro de la cámara fotográfica o con el reloj: cuando se dispone de ellos se pierde totalmente la costumbre de fijar a ojo la exposición o de conocer la hora por intuición. Pero cuando se está desprovisto de ellos, uno pronto se habitúa a prescindir de sus servicios. Si se hicieran menos análisis, los médicos lo tendrían más difícil, pero los enfermos más fácil.

Dontsova le expuso los síntomas, agrupándolos y diferenciándolos, forzándose a sí misma a no omitir los pormenores susceptibles de inducir a un diagnóstico grave (aunque le habría gustado pasar involuntariamente algo por alto y oírle decir: «No es nada serio, Liúdochka, nada serio»). Se refirió a la composición de su sangre, poco satisfactoria, y a la velocidad de sedimentación, harto elevada. La escuchó sin interrumpirla y le hizo otras preguntas. A veces asentía con la cabeza, como indicando que lo que le contaba era fácilmente comprensible, natural, que tales síntomas podía tenerlos cualquiera, sin embargo no dijo: «No es nada serio». A Dontsova le asaltó la idea de que si el diagnóstico fuese malo él se comportaría de modo muy distinto y que podía aventurarse a preguntarle inmediatamente su parecer sin esperar a que la mirara por rayos. Pero, aparte de que fuera o no correcto reclamar de él una respuesta un tanto prematura, la aterrorizaba conocer de improviso cualquier probabilidad. ¡Necesitaba una moratoria, unos días de espera para serenarse!

Por muy amistosamente que charlaran siempre al encontrarse en las conferencias científicas, había ido allí a confesarle su enfermedad como si se tratase de un delito: ¡el nexo de igualdad que los unía saltó bruscamente! No, no era justamente igualdad lo que existía entre ambos, pues no puede haberla entre mentor y alumno, sino algo más incisivo. Con su confesión se excluía del ilustre gremio de los médicos y pasaba al mísero y supeditado gremio de los pacientes. Cierto que Oreschenkov no la instó a someterse en el acto a un reconocimiento. Prosiguió conversando con ella como con un invitado. Parecía proponerle que fuese miembro de ambos gremios a la vez. Pero estaba demasiado maltrecha para conservar su anterior firmeza.

—En realidad, Vérochka Gángart es en la actualidad una patóloga tan competente que podría confiar plenamente en ella —Dontsova lanzó las palabras con la rapidez adquirida en su densa jornada de trabajo—. Pero, puesto que puedo contar con usted, Dormidont Tíjonovich, he decidido…

Oreschenkov la miraba sin quitar los ojos de ella. Ahora Dontsova no le apreciaba bien, pero ya hacía unos dos años que venía advirtiendo en su firme mirada cierta vislumbre de renunciación. Había aparecido justo después de la muerte de su esposa.

—Así, si se ve en la precisión de tomar la baja en el trabajo, ¿será Vérochka la que ocupe su puesto?

(«¡Tomar la baja en el trabajo!». ¡Había encontrado la frase más benigna! ¿Querría significar con ella que nada grave padecía?).

—Sí. Tiene la preparación que se requiere y la suficiente capacidad para dirigir el departamento.

Oreschenkov asintió y echó mano a su fluida barbita:

—Sí, es competente, en efecto, pero ¿no se casa?

Dontsova denegó con la cabeza.

—Lo mismo que mi nieta —y pasó innecesariamente a hablar en un susurro—. No encuentra a ninguno de su agrado. La empresa no es nada fácil.

Los ángulos de sus cejas reflejaron, mediante sus mutaciones, la preocupación que sentía.

Hizo hincapié en que el reconocimiento de Dontsova no debía diferirse y decidieron efectuarlo el lunes.

(¿Por qué se apresuraba tanto?…).

Adivinó esa pausa, ese instante oportuno, tal vez, de levantarse, dar las gracias y despedirse. Y Dontsova se levantó. Pero Oreschenkov se obstinó en que tomara un vaso de té con él.

—No, no me apetece. ¡De verdad! —afirmó Liudmila Afanásievna.

—¡Pues a mí, sí! Es la hora exacta de mi té.

¡Y así tiró, tiró de ella sacándola de la categoría de los pacientes-infractores e introduciéndola en la de los sanos-desesperanzados!

—¿Sus jóvenes están en casa?

Esos «jóvenes» tenían tantos años como Liudmila Afanásievna.

—No. Mi nieta tampoco. Estoy solo.

—¿Y encima va a andar usted cocinando para mí? ¡No puedo consentirlo!

—No, no tengo necesidad de preparar nada. El termo está lleno y, en cuanto a esas pastas y demás platitos que hay en el aparador, usted se encargará de sacarlos.

Pasaron al comedor y empezaron a tomar el té en una esquina de la mesa cuadrada de roble, en la que podía danzar con holgura un elefante y que, quizá, no cabría por ninguna de las puertas. El reloj de pared, también antiguo, marcaba una hora todavía temprana.

Dormidont Tíjonovich se puso a hablar de su nieta, su preferida. Acababa de terminar los estudios en el conservatorio, tocaba maravillosamente y era inteligente (poco frecuente en los músicos) y atractiva. Enseñó a Liudmila Afanásievna una fotografía reciente de ella y siguió charlando sin caer en la locuacidad, sin pretender ocupar la atención de Liudmila Afanásievna con el tema de su nieta. Esa atención no estaba en condiciones de prestársela íntegramente a nada porque estaba hecha pedazos y no se podía acoplar en un todo indivisible. Le causaba extrañeza estar allí sentada tomando despreocupadamente el té en compañía del hombre que tenía ya noción de la magnitud del peligro en que se hallaba, que quizá preveía el ulterior curso de la enfermedad y que, sin embargo, no soltaba palabras sobre el particular. Su afán se centraba en ofrecerle pastas.

Tenía un motivo más para explayarse con él. No atañía a su divorciada hija —causa de demasiados sinsabores—, sino a su hijo. Al concluir la octava clase de la escuela secundaria, llegó a la conclusión de que no tenía sentido seguir estudiando. Y así se lo comunicó a sus padres, quienes no hallaron argumentos que influyeran en él. Todos rebotaban en su cabeza. «¡Hay que ser una persona instruida!». «¿Para qué?». «La educación y la cultura son de suma importancia en la vida». «Lo más importante en la vida es divertirse». «Pero ¡sin instrucción no obtendrás una buena especialización!». «No la necesito». «Entonces, ¿te conformas con ser simple obrero?». «No, no pienso trabajar como un burro». «¿Y de qué vivirás?». «Siempre encontraré algo. Sólo se precisa maña». Alternaba con amigos nada recomendables y Liudmila Afanásievna estaba alarmada.

Por la expresión de su semblante, podía decirse que no era la primera vez que Oreschenkov escuchaba historia semejante, aunque nadie se la hubiese contado.

—El caso es —respondió— que, aparte de otros, hemos privado a la juventud de un preceptor de primordial importancia. ¡Del médico de cabecera! Es de vital necesidad que las chiquillas de catorce años y los muchachos de dieciséis charlen con el médico. Pero no desde los pupitres de las aulas, ante unas cuarenta personas (que ni aun así lo hacen), ni en el gabinete médico de la escuela, donde la consulta de cada alumno dura tres minutos. Deben hablar con el doctor de su confianza, al que casi consideran un «tío», porque están acostumbrados desde la niñez a mostrarle la garganta, a verle sentado a su mesa tomando el té. ¿Qué ocurriría si, de pronto, ese ecuánime tío-médico, bondadoso y severo, imposible de sobornar con caprichos ni marrullerías como los padres, se encerrase con ellos en el departamento y entablara con cautela una insólita conversación, a la vez embarazosa e interesante, en la que el médico, sin necesidad de interrogarles, fuera acertando inexplicablemente todo y les brindara la respuesta y la solución a las cuestiones más trascendentales y difíciles? ¿Y luego, tal vez, los invitara a una segunda conversación como aquella? Seguramente no sólo los pondría en guardia contra posibles errores, contra falsos impulsos, contra la ruina de sus cuerpos, sino que gracias a él obtendrían una visión más límpida y moderada del mundo y de la vida. En cuanto sean comprendidos en su principal inquietud y en su principal búsqueda, dejarán de considerarse tan desesperadamente incomprendidos en otros aspectos. Desde ese momento, cualquier argumento de sus padres será para ellos mucho más convincente.

Oreschenkov platicaba con voz sonora y agradable, no cascada aún por la edad. Miraba con ojos perspicaces, cuya viva expresividad convencía anticipándose a las palabras. Pero Dontsova fue advirtiendo que gradualmente la iba abandonando la dulce calma que había atemperado su ánimo en el instante de tomar asiento en el sillón del gabinete; que una especie de lupia, de algo angustioso, se le subía al pecho causándole una sensación de extravío, de que perdía algo mientras oía la sensata plática del doctor, y que la instigaba a levantarse, a irse y a apresurarse, aunque ignoraba por qué, adonde ni para qué.

—Tiene razón —admitió Dontsova—. Hemos descuidado la educación sexual.

Oreschenkov se había percatado de la momentánea ambigüedad, del inquieto desasosiego reflejados en el rostro de Dontsova. Sin embargo, para que el próximo lunes pudiera situarse tras la pantalla de rayos no había que hablarle de los síntomas de su enfermedad, una y otra vez, en ese sábado por la tarde. Ella tampoco lo deseaba, sino distraerse con la charla.

—En general, la figura del médico de cabecera es de lo más consolador en la vida, pero ha sido desarraigada. La búsqueda del médico es algo íntimo, como la búsqueda del marido o la mujer. Hoy día es incluso más fácil encontrar una buena esposa que un médico.

Liudmila Afanásievna arrugó la frente.

—Sí, desde luego. Pero ¿cuántos médicos de cabecera se necesitarían? No encajan en nuestro sistema nacional de asistencia médica pública y gratuita.

—Asistencia médica pública, tal vez. Pero no gratuita —refutó Oreschenkov, convencido de sus palabras.

—Precisamente su carácter gratuito constituye nuestro más sustancial logro.

—¿Es, en realidad, un logro? ¿Qué significa «gratuita»? La diferencia reside en que no reciben sus honorarios de mano del paciente, sino que proceden del presupuesto nacional. Pero este presupuesto es aportado por los mismos pacientes. De este modo, la asistencia médica no es gratuita, sino despersonalizada. Actualmente no conocemos la cantidad que los enfermos estarían dispuestos a pagar por una acogida cordial. Las normas de rendimiento y el reloj reinan por todas partes y ¡que pase el siguiente! ¿Por qué va la gente al médico? A por un certificado, a por una baja en el trabajo, a la búsqueda de una pensión de invalidez, y el médico ha de adivinar la intención. El enfermo y el médico son como enemigos. ¿Acaso eso es medicina?

Los síntomas, siempre los mismos, se acumulaban en su cabeza y se colocaban para formar una hilera con los peores…

—No digo que la asistencia médica en su totalidad deba ser de pago; pero la primaria, la del médico de cabecera, sin ningún género de dudas. Ahora bien, cuando al enfermo se le prescriba hospitalización y tratamiento con aparatos complicados, es justo que entonces se le cure gratuitamente. Considere también otro aspecto de la cuestión, que ocurre en cada clínica. ¿Por qué las operaciones están a cargo de un par de cirujanos, mientras los otros los miran boquiabiertos? ¿Por qué, de todos modos, cobran su salario aunque no arrimen el hombro? Si recibiesen los honorarios de manos de los pacientes, ni uno solo de estos reclamaría sus servicios. Su Jalmujamédov y su Pantiójina tendrían que liar el hato. De un modo u otro, Liúdochka, el doctor debe depender de la impresión que produzca en los enfermos. De su popularidad.

—¡No permita Dios que tengamos que depender de todos los pacientes! De cualquier liante…

—¿Es preferible depender del médico jefe? ¿Por qué ha de estimarse más honesto recibir el salario en caja, como un funcionario?

—Hay enfermos meticulosos que importunan con sus preguntas teóricas, ¿hay que contestarlas todas?

—Sí. Se les debe responder a todo.

—¿De dónde sacaría tiempo para cumplir todas mis obligaciones? —replicó Dontsova, excitada e interesada en la conversación. Él estaba allí muy bien, paseándose en pantuflas por la estancia—. ¿Tiene una idea del ritmo de trabajo que hoy predomina en las instituciones médicas? Usted no ha llegado a conocerlos.

Oreschenkov percibió por el fatigado semblante y el parpadeo de los ojos de Liudmila Afanásievna que la charla que le daba no le era útil. Se abrió la puerta de la terraza y surgió de ella algo parecido a un perro, pero tan grande, cálido y fantástico como una criatura que, incomprensiblemente, se hubiese colocado a cuatro patas. El primer impulso de Liudmila Afanásievna fue de miedo ante una posible dentellada, pero se desvaneció al momento, porque no cabía el temor ante aquellos ojos tristones e inteligentes de persona sensata.

Con aire soñador, se movió blandamente por la habitación, sin barruntar que su irrupción hubiese sorprendido a alguien. Enderezó su blando y espléndido rabo semejante a un plumero, lo balanceó una sola vez, como formulando una frase de saludo, y volvió a bajarlo. Aparte de sus negras orejas colgantes, todo él era blanco y rojizo, y estos dos colores alternaban en su pelaje formando un complicado arabesco. Su espinazo parecía ir arropado con un blanco telliz; sus costados eran de un rojizo encendido y su trasero casi anaranjado. Su comportamiento nada tuvo de impertinente, aunque se acercó a Liudmila Afanásievna y le olfateó las rodillas. No se acomodó sobre sus anaranjadas asentaderas cerca de la mesa, como se hubiera esperado de cualquier perro, ni exteriorizó un interés especial por la comida que había encima de ella, la cual excedía muy poco en altura a su cabeza. Se quedó allí, sobre sus cuatro patas, mirando más arriba de la mesa con sus acuosos grandes ojos castaños que expresaban la renuncia más trascendente.

—¿De qué raza es? —preguntó asombrada Liudmila Afanásievna, olvidándose por primera vez en toda la tarde de sí misma y de su enfermedad.

—Es un San Bernardo —Oreschenkov miró complacido al can—. Sería perfecto si no tuviera las orejas tan largas. Se le caen en el plato.

Liudmila Afanásievna lo contemplaba con admiración. Un perro así no podía sacarse al tráfago callejero, ni lo admitirían en ningún medio de transporte urbano. Como al abominable hombre de las nieves no le quedaba otra residencia que las montañas del Himalaya, a un perro semejante únicamente le restaba una casita individual con jardín.

Oreschenkov cortó un trocito de pastel y se lo ofreció al can. No se lo lanzó, le ofreció el pastel como a un igual y el animal, como un igual, lo tomó calmosamente con los dientes, de la palma de la mano del doctor, lo mismo que lo tomaría de un plato. Quizá no tuviera hambre y lo aceptaba por simple delicadeza.

De modo inexplicable, la aparición de aquel perro cachazudo y meditabundo sosegó y despertó el buen humor de Liudmila Afanásievna. Cuando se levantó tuvo el pensamiento de que su estado, en resumidas cuentas, no era tan grave aunque tuvieran que operarla. Pero no había prestado la atención debida a Dormidont Tíjonovich.

—¡Me estoy conduciendo con absoluta descortesía! He venido a importunarle con mis achaques y aún no le he preguntado por su salud. ¿Cómo se siente?

Estaba de pie frente a ella, tieso, corpulento; con sus ojos aún no llorosos y con sus oídos de perfecta audición. Costaba creer que tuviera veinticinco años más que ella.

—Por ahora, bien. Estoy decidido a no enfermar antes de que la muerte me llegue. Como suele decirse, moriré de muerte repentina.

La acompañó a la salida. De regreso al comedor se desplomó en la combada mecedora de madera negra y respaldo de rejilla pajiza, rozada por el uso de largos años. Al sentarse le imprimió un suave balanceo que no repitió cuando volvió a pararse. En esa peculiar posición que brinda la mecedora, confortablemente semiacostado, permaneció estático largo rato, sin moverse.

Ahora necesitaba con frecuencia estos descansos. Su cuerpo reclamaba esta recuperación de energías y su estado interior demandaba con igual urgencia un ensimismamiento silencioso, libre del ruido exterior, de conversaciones, de pensamientos relacionados con su trabajo y de sus preocupaciones como médico. Particularmente después de la muerte de su esposa, parecía que su espíritu requería una mayor pureza y nitidez.

En esos momentos, sólo meditaba en la suprema razón de la existencia —de la suya durante el largo pasado y el parvo futuro, de la de su esposa, de la de su joven nieta y de la de todos los humanos en general— y no la veía encamada en la actividad fundamental que ocupaba sus vidas por entero, a la que dedicaban toda su atención y por la que se daban a conocer al resto de la gente. La razón suprema se centraba en la aptitud de cada cual para conservar límpida, inmutable e inalterable la imagen de la eternidad que reverbera en la mente de cada individuo.

Como la luna plateada en un tranquilo estanque.