3

Aunque Zoya era eficiente, ágil, e iba y venía con rapidez por su piso, de la mesa a las camas y viceversa, se percató de que no tendría tiempo de suministrar todos los medicamentos prescritos antes de la hora del reposo nocturno. Se dio prisa por terminar y apagar la luz en la sala de hombres y en la sala pequeña de mujeres. En la sala grande de mujeres, enorme, con más de treinta camas, las pacientes, les apagaran la luz o no, nunca se recogían a la hora reglamentaria. Llevaban hospitalizadas mucho tiempo y estaban hartas de la clínica, dormían mal, sentían ahogo y se enzarzaban en continuas discusiones sobre si dejar abierto o cerrado el postigo del balcón. Había algunas especialmente diestras en charlar desde un rincón a otro. Allí, hasta la medianoche, y aun hasta la una de la madrugada, se discutía de todo: de los precios o de los comestibles, de los muebles o de los hijos, de los esposos o de las vecinas, pasando por los temas más impúdicos.

Nelia, la auxiliar sanitaria, una moza ruidosa de posaderas rotundas, pobladas cejas y abultados labios, fregaba el suelo de la sala. Hacía rato que había comenzado la faena, a la que no podía dar remate por entremeterse en cada conversación. Mientras tanto, Sibgátov, cuyo lecho estaba en el vestíbulo, frente a la entrada de la sala de hombres, esperaba sus abluciones. A causa de estas abluciones nocturnas, y porque se avergonzaba del fétido olor que despedía su espalda, se había quedado voluntariamente en el vestíbulo, a pesar de que su ingreso databa de mucho antes que el de los pacientes más antiguos; ya casi no lo consideraban un enfermo, sino uno más entre el personal de la clínica.

A su fugaz paso por la sala de mujeres, Zoya reprendió dos veces consecutivas a Nelia, pero esta le enseñó los dientes y siguió trabajando con parsimonia; tenía más edad y consideraba ultrajante someterse a aquella jovenzuela. Zoya había llegado al trabajo de excelente buen humor, pero la rebeldía de la sanitaria logró irritarla. Opinaba que, por regla general, cada persona tiene derecho a su parte de libertad y que, en el trabajo, no era obligatorio arrimar el hombro hasta la extenuación; pero debía respetarse un término medio razonable, en particular cuando se trataba con enfermos.

Por fin Zoya terminó de distribuir las medicinas y Nelia el fregado del suelo. Apagaron las luces de la sala de mujeres y del vestíbulo superior. Eran más de las once cuando Nelia, tras preparar una disolución caliente en el primer piso, se la llevaba a Sibgátov en su palangana habitual.

—¡Oh…, oh…! ¡Estoy rendida! —bostezó ruidosamente—. Voy a desaparecer unos trescientos minutos. Oye, no voy a esperar a que termines, pues estarás ahí sentado una hora. Tú mismo puedes llevar abajo el cacharro y vaciarlo, ¿eh?

(En el piso superior de aquel antiguo y sólido edificio de amplios vestíbulos no había desagües).

Cómo había sido en el pasado Sharaf Sibgátov era ahora difícil de adivinar. No existía nada para formar un juicio; su sufrimiento era tan prolongado que, por lo visto, ya no quedaba nada de su vida anterior. Sin embargo, después de padecer durante tres años una dolencia permanente y opresiva, este joven tártaro era el hombre más sumiso y afable de toda la clínica. Frecuentemente acudía a sus labios una sonrisa suave, indecisa, como si pidiera disculpas por las largas molestias que se tomaban por él. Después de las estancias de cuatro y de seis meses que había pasado en la clínica, conocía a todos los médicos, enfermeras y sanitarias como si fueran de su propia familia, y ellos también le conocían. Pero Nelia era nueva, trabajaba allí desde hacía sólo unas semanas.

—Será difícil para mí —objetó con desmayo—. Si pudiera verterlo en otro recipiente, lo llevaría en varios viajes.

La mesa de Zoya estaba cerca. Lo había oído todo y dijo bruscamente:

—¿No te da vergüenza? ¡No puede doblar la espalda y le mandas cargar con tu palangana!

Pareció gritar aquellas palabras, aunque las pronunció a media voz, de modo que nadie pudo oírlas aparte de ellos tres. Nelia le contestó con calma, pero su voz resonó en todo el segundo piso.

—¿Por qué me he de avergonzar? También yo estoy tan agotada como un perro.

—¡Estás de guardia! ¡Te pagan por tu trabajo! —contestó Zoya indignada, en tono más bajo.

—¡Bah! ¡Me pagan! ¿Acaso eso es dinero? En la fábrica textil gano más.

—Pss… ¿No puedes hablar más bajo?

—¡Oooh! —suspiró y gimoteó en todo el vestíbulo la tragicómica Nelia—. ¡Mi querida almohadita! ¡Qué ganas tengo de dormir y…! Anoche me divertí con los chóferes… Está bien. Tú, cuando acabes deja el cacharro bajo la cama y por la mañana lo sacaré.

Bostezó profunda y largamente sin cubrirse la boca, y luego anunció a Zoya:

—Me quedo aquí, en la sala de reuniones. Me acostaré en un diván.

Y sin aguardar el permiso, se dirigió a la puerta del rincón, donde estaba la sala de conferencias y reuniones de los doctores, decorada con cómodos muebles.

Había dejado mucho trabajo sin acabar, las escupideras sucias y el suelo del vestíbulo sin fregar. Pero Zoya siguió con la vista su ancha espalda y se contuvo. Tampoco hacía mucho tiempo que había comenzado a trabajar, pero iba comprendiendo el enojoso principio: al que sea perezoso no le pidas cuentas, que el laborioso trabajará por los dos. Mañana por la mañana le tocaba el turno a Yelizaveta Anatólievna, y fregaría y limpiaría lo de Nelia además de lo suyo.

Cuando Sibgátov se quedó solo, puso al descubierto el sacro y, en posición incómoda, se agachó sobre la palangana, que estaba en el suelo, junto al lecho. Y así permaneció sentado, silencioso. Cualquier movimiento imprudente le dañaba en los huesos, pero le producía un dolor mucho más vivo el roce en la zona lesionada, incluso el simple contacto de la ropa interior. Jamás había visto lo que tenía en la parte trasera; sólo de vez en cuando se lo palpaba con los dedos. El año antepasado le trajeron a la clínica en camilla, incapaz de levantarse ni de mover las piernas. Le examinaron muchos médicos, aunque siempre estuvo bajo el tratamiento de Liudmila Afanásievna. ¡Y a los cuatro meses el dolor había desaparecido por completo! Caminaba con soltura, podía agacharse y no se quejaba absolutamente de nada. Cuando le dieron de alta, besó las manos de Liudmila Afanásievna, quien no dejó de advertirle: «Ten cuidado, Sharaf. No saltes ni recibas ningún golpe». Pero no encontró ningún trabajo apropiado y se vio obligado a colocarse nuevamente de transportista. ¿Y cómo no va a saltar un transportista de los camiones al suelo? ¿Cómo no prestar ayuda a los cargadores o al chófer? Aunque todo transcurrió satisfactoriamente; hasta que sufrió un percance: desde un camión rodó una barrica, golpeando a Sharaf justamente en la parte enferma. En el lugar del golpe apareció una herida supurante que no cicatrizaba. A partir de entonces, Sibgátov estaba sujeto, como encadenado, a la clínica del cáncer.

Con un inextinguible sentimiento de enojo, Zoya se sentó a la mesa y comprobó, una vez más, si había aplicado todos los tratamientos prescritos, tachando con rayas de tinta —que se corría en el papel de mala calidad— las difusas líneas escritas. Era inútil que escribiera un parte; además, su manera de ser no se lo permitía. Debía apañarse sola, pero no sabía cómo hacer entrar a Nelia en vereda. No había nada malo en intentar descabezar un sueño. Asistida por una buena sanitaria, Zoya habría podido dormir media noche; pero ahora tenía que permanecer sentada.

Fijó la vista en el papel y oyó que alguien se acercaba y se colocaba a su lado. Zoya alzó la cabeza. Era el grandullón de Kostoglótov, de cabeza desgreñada y negra como el carbón, y dos enormes manos que a duras penas entraban en los bolsillos laterales de la chaqueta del hospital.

—Hace tiempo que debería estar durmiendo —le advirtió Zoya—. ¿Por qué anda paseando de un lado para otro?

—¡Buenas noches, Zóyenka! —saludó Kostoglótov de la manera más suave que pudo, casi arrastrando las palabras.

—¡Hasta mañana! —respondió ella con una sonrisa fugaz—. Las «buenas noches» se dijeron ya cuando corrí a llevarle el termómetro.

—Eso era en relación con su trabajo. No me haga reproches. Ahora vengo en calidad de visitante.

—¡No está mal! —(De modo natural, sin artificio, se le desplegaron las pestañas y se le abrieron los ojos ampliamente)—. ¿Qué le hace pensar que recibo visitas?

—El hecho de que en sus noches de guardia siempre está usted empollando y no veo hoy sus libros de texto. ¿Ha pasado el último examen?

—Es usted observador. Sí, lo he pasado.

—¿Qué nota ha recibido? Aunque, por supuesto, eso carece de importancia.

—Por supuesto. Pero de todos modos le diré que he obtenido un cuatro. ¿Por qué dice que no tiene importancia?

—Pensé que podría haber sacado un tres y que no le agradaría hablar de ello. ¿Ahora de vacaciones?

Ella parpadeó con expresión de regocijado alivio. Repentinamente cayó en la cuenta. En realidad, ¿por qué estar de mal humor? ¡Dos semanas de vacaciones! ¡Qué delicia! No tendría que acudir a ningún sitio, excepto a la clínica. ¡Cuánto tiempo libre! Y, durante las guardias, podría leer un libro o charlar.

—O sea, que he acertado al venir de visita.

—Está bien. Siéntese.

—Dígame, Zoya: si no recuerdo mal, antes las vacaciones empezaban el 25 de enero.

—Es que en otoño estuvimos en la recogida del algodón. Como cada año.

—¿Cuántos le quedan aún por estudiar?

—Uno y medio.

—¿Sabe adónde la destinarán?

Ella encogió sus redondeados hombros.

—La patria es inmensa.

Sus grandes ojos, incluso cuando miraban con calma, parecían no caber en las órbitas y querer escapar de ellas.

—No la dejarán aquí, ¿verdad?

—No, claro.

—¿Y cómo va a separarse de su familia?

—¿De qué familia? Sólo tengo a mi abuela, y la llevaré conmigo.

—¿Y sus padres?

Zoya suspiró.

—Mi madre ha muerto.

Kostoglótov la miró y no le preguntó por su padre.

—Pero… ¿es usted de aquí?

—No, de Smolensk.

—¡Ah! ¿Hace mucho que salió de allí?

—Durante la evacuación. ¿Cuándo iba a ser?

—Usted tendría entonces… ¿unos nueve años?

—Exacto. Allí estudié segundo curso… Después la abuela y yo nos quedamos aquí.

Zoya alargó el brazo para coger la gran bolsa de la compra, de vivo color naranja, que estaba en el suelo junto a la pared, y extrajo un espejito. Se despojó del gorro y se revolvió un poco el pelo, antes sujeto con el tocado; se lo peinó, formando sobre su frente una singular y grácil onda de dorado flequillo.

El áureo brillo se reflejó en el rudo rostro de Kostoglótov, que se suavizó mientras la observaba plácidamente.

—Y su abuela, ¿dónde está? —bromeó Zoya, dejando el espejo.

—Mi abuela… —respondió Kostoglótov absolutamente en serio— y mi madre… murieron en el bloqueo.

—¿De Leningrado?

—Sí… Y a mi hermanita la mataron los proyectiles. También era enfermera, una criaturita aún.

—Sí… —suspiró Zoya—. ¡Cuánta gente cayó durante el bloqueo! ¡Maldito Hitler!

Kostoglótov sonrió ligeramente.

—Que Hitler fue un maldito no hace falta demostrarlo dos veces. Pero, a pesar de todo, el bloqueo de Leningrado no lo cargo yo sólo a su cuenta.

—¡Cómo! ¿Por qué?

—Muy sencillo. Hitler se lanzó sobre nosotros para aniquilarnos. ¿Acaso iba a abrir una puertecita proponiendo a los bloqueados: «Salgan uno a uno, no se agolpen»? Él luchaba, era un enemigo. Alguien, además de él, es responsable del bloqueo.

—Pero ¿quién? —susurró la sorprendida Zoya. Nunca había oído nada igual ni podía imaginárselo.

Kostoglótov enarcó sus negras cejas.

—Pues digamos que aquel o aquellos que estaban preparados para la guerra, incluso si Hitler se hubiera aliado con Inglaterra, Francia y América. Quien cobró su sueldo decenas de años y previo el aislamiento geográfico de Leningrado y su defensa. Quien calibró la potencia de los futuros bombardeos y ocultó bajo tierra los depósitos de víveres. Fueron ellos, junto con Hitler, los que ahogaron a mi madre.

Era algo simple, pero, en cierto modo, completamente nuevo.

Sigbátov detrás, en el rincón, seguía en su palangana.

—Pero ¿entonces?… Entonces, ¿habría que juzgarlos? —insinuó Zoya con un susurro.

—No lo sé —Kostoglótov torció los labios de su angulosa boca—. No lo sé.

Zoya no volvió a ponerse el gorro. Tenía el botón superior de la bata desabrochado y enseñaba el cuello del vestido gris dorado.

—Zóyenka, la verdad es que, en parte, he venido para tratar con usted de un asunto.

—¡Vaya! —y sus pestañas aletearon—. Entonces, por favor, dejémoslo para el turno de día. Ahora, ¡a dormir! ¿No dijo que venía de visita?

—Sí, también de visita. Pero mientras no se eche a perder, en tanto no se convierta definitivamente en médico, tiéndame su humanitaria mano.

—¿Es que los médicos no la tienden?

—Bueno… La suya es diferente… Y ellos no la tienden, no. Zóyenka, en el curso de mi vida me he propuesto no asemejarme a un mico. Aquí me tienen en tratamiento sin darme ninguna explicación. Y yo no puedo soportarlo. He visto que tiene usted el libro Anatomía patológica, ¿no es así?

—Sí.

—Se refiere a los tumores, ¿verdad?

—Sí.

—¡Sea bondadosa y tráigamelo! Debo hojearlo y formarme una idea. Para mi tranquilidad.

Zoya frunció los labios y movió la cabeza.

—Para los enfermos es contraproducente leer libros de medicina. Incluso cuando nosotros, los estudiantes, profundizamos en cualquier enfermedad, siempre nos parece…

—¡Será contraproducente para otros, pero no para mí! —y Kostoglótov golpeó la mesa con su manaza—. He visto de todo en la vida y estoy curado de espantos. El médico coreano del Hospital Provincial, el que diagnosticó mi enfermedad en vísperas de Año Nuevo, tampoco quería explicarme nada. Yo le conminé: «¡Hable!». Y me respondió: «No estamos autorizados a hacerlo». Y yo le insistí: «¡Hable! ¡Cargo con toda la responsabilidad! Debo arreglar mis asuntos familiares». Pues bien, me espetó: «Vivirá unas tres semanas. No le garantizo más».

—¿Qué derecho tenía?

—Fue gentil. ¡Una gran persona! Le estreché la mano. ¡Yo debía saberlo! Viví atormentado medio año, y en el último mes no podía estar acostado, ni sentado, ni de pie, sin que dejara de sentir dolores, y sólo dormía contados minutos; pero, aun así, pude reflexionar. Durante este otoño he sabido por mí mismo que el hombre puede franquear el umbral de la muerte aunque su cuerpo no haya muerto aún. En el interior de uno la sangre sigue circulando y asimilándose, pero psicológicamente ha recorrido íntegro el camino hacia la muerte. Y hasta ha experimentado esa misma muerte. Todo cuanto ves alrededor lo miras con desinterés, como si ya estuvieras en el ataúd. Y aunque uno no se catalogue entre los cristianos, sino todo lo contrario a veces, reparas de repente en que has perdonado a cuantos te ofendieron y no guardas rencor a cuantos te hostigaron. Sencillamente, todo y todos te son indiferentes. No te esfuerzas por solucionar nada, nada hay que te cause compasión. Incluso diría que es una situación de sumo equilibrio, natural. Ahora me han hecho salir de ella y no sé si alegrarme o no. Retornarán las pasiones, las malas y las buenas.

—¿Y se lo pregunta? ¡Estaría bueno que no se sintiera satisfecho! Cuando ingresó…, ¿cuántos días hace?

—Doce.

—Pues bien. Aquí mismo, en el vestíbulo, se retorcía en un diván. Era terrible verle. Su cara parecía la de un muerto, no comía nada y tenía treinta y ocho grados de temperatura, lo mismo por la mañana que por la tarde. ¿Y ahora? Hasta hace visitas… Es un milagro que en doce días una persona se recupere de tal modo. Aquí raramente ocurre.

En efecto, cuando ingresó tenía el rostro surcado por profundas y grisáceas arrugas, como grabadas a cincel, que evidenciaban su constante tensión. Ahora tenía muchas menos y más despejadas.

—Toda mi suerte reside en la tolerancia de mi organismo a los rayos.

—Lo cual está lejos de ser corriente. ¡Es una suerte! —exclamó Zoya de todo corazón.

Kostoglótov sonrió levemente:

—Mi vida ha sido tan pobre en buena fortuna que con este asunto de los rayos se le ha hecho justicia. Incluso ahora tengo algunos sueños vagamente agradables. Creo que es un síntoma de curación.

—Perfectamente posible.

—¡Una razón más por la que debo comprender y orientarme! Quiero saber en qué consiste el método de tratamiento, qué perspectivas existen y qué complicaciones. Me he aliviado tanto que quizá sea preciso suspender las curas. Tengo que enterarme. Ni Liudmila Afanásievna ni Vera Kornílievna me aclaran nada; sólo me curan como si fuera un mono. Tráigame el librito, Zoya. ¡Se lo ruego! No la delataré.

Hablaba con tanto ardor que llegó a excitarse.

Zoya, dudando, echó mano al tirador del cajoncillo de la mesa.

—¿Lo tiene aquí? —adivinó Kostoglótov—. Zóyenka, ¡démelo! —y alargó la mano—. ¿Cuándo tiene la próxima guardia?

—El domingo, de día.

—Entonces se lo devolveré. ¡Ya está! ¿De acuerdo?

¡Qué afable y qué sencilla era, con su áureo flequillo y sus ojos un poco saltones!

Pero él no se veía a sí mismo, ni el aspecto de su cabeza con los mechones de fosco cabello, apelmazado por la almohada, danzándole en todas las direcciones, ni aquel pico de la camiseta de punto que, con el descuido propio del que está en un hospital, se le escapaba por el cuello siempre desabotonado de la chaqueta.

—Bien, bien… —hojeó el libro y miró después el índice—. ¡Magnífico! Aquí lo encontraré todo. ¡Gracias! Pues el diablo sabe que, de lo contrario, son capaces de hacer durar el tratamiento sin necesidad. ¡Con tal de rellenar el gráfico…! Incluso es posible que me marche. Mucha medicina puede quitarte la vida.

—¡Vaya, hombre! —Zoya juntó las manos con asombro—. ¿Para qué se lo habré dado? ¡Venga, devuélvamelo!

Tendió una mano hacia el libro y luego la otra. Pero él lo sujetaba sin gran esfuerzo.

—¡Lo romperemos, y es de la biblioteca! ¡Démelo!

Sus firmes hombros redondos y sus pequeños pero gordezuelos y fuertes brazos estaban como apresados por la ceñida bata. Su cuello no era delgado ni gordo, ni corto ni largo, sino bien proporcionado.

Al tirar ambos del libro se acercaron uno a otro y se miraron a los ojos. El tosco rostro de él se ensanchó en una sonrisa. La cicatriz perdió su horrible aspecto: parecía más pálida y remota. Con la mano libre, Kostoglótov separó suavemente los dedos de ella del libro y en voz baja la exhortó:

—Zóyenka, usted no es partidaria de la ignorancia, sino de la cultura. ¿Acaso se puede impedir a la gente que se instruya? Estaba bromeando. No me iré a ningún sitio.

Ella le respondió con enérgico susurro:

—No merece usted leer este libro, aunque sólo sea por su negligencia. ¿Por qué no ha venido antes? ¿Por qué ha esperado hasta que prácticamente era ya un cadáver?

—¡Oh!… —susurró Kostoglótov elevando un poco la voz—. No había medios de transporte.

—¿Qué lugar es ese en que se carece de transportes? ¡Haber tomado un avión! ¿Por qué aguardar hasta el último momento? ¿Cómo no se trasladó con tiempo a un sitio más civilizado? ¿Tenían allí médico o practicante? —ella soltó el libro.

—Sí, un ginecólogo. No, dos…

—¿Dos ginecólogos? —se asombró Zoya—. ¿Es que sólo viven allí mujeres?

—Al contrario, las mujeres escasean. Pero sólo hay dos ginecólogos; y ningún médico más. Ni tampoco laboratorio, por lo que no podían analizarnos la sangre. Yo tenía un índice de sesenta en la velocidad de sedimentación globular, y nadie lo sabía.

—¡Qué horror! ¿Y aún se propone decidir por su cuenta si debe seguir el tratamiento o abandonarlo? Si no quiere mirar por su salud, ¡hágalo por sus familiares, por sus hijos!

—¿Por mis hijos? —exclamó Kostoglótov como si despertara, como si el animado tejemaneje con el libro hubiera ocurrido en sueños.

Nuevamente retornó a su rostro severo y a su calmoso discurso.

—No tengo ningún hijo.

—¿Y su esposa? ¿No es ella un ser humano?

Él respondió con mayor lentitud:

—Tampoco tengo esposa.

—Los hombres siempre dicen que no la tienen. ¿Qué asuntos familiares debía arreglar entonces? ¿No es eso lo que dijo al médico coreano?

—Sí, pero le mentí.

—¿No será que ahora me está mintiendo a mí?

—No, de verdad que no —el rostro de Kostoglótov expresó aún mayor gravedad—. Yo soy muy exigente para escoger a las personas.

—¿No soportó ella su carácter? —inquirió Zoya con gesto compasivo.

Kostoglótov negó lentamente con la cabeza.

—Ella no ha existido jamás.

Zoya, perpleja, calculaba los años que podría tener. Movió los labios una vez, pero renunció a la pregunta. Volvió a moverlos, y tampoco se decidió.

Zoya quedaba de espaldas a Sibgátov y Kostoglótov estaba frente a él. Vio cómo se levantaba con sumo cuidado del barreño, con ambas manos a la cintura, y cómo se secaba. Su aspecto era el de una persona que ha pasado por todos los sufrimientos, que ha dejado atrás el último dolor, pero para quien no existen ya motivos de alegría.

Kostoglótov aspiró el aire y lo exhaló, como si el respirar fuera un trabajo.

—¡Qué ganas tengo de fumar! ¿Puedo hacerlo aquí?

—De ninguna manera. Además, para usted fumar es mortal.

—¿En cualquier circunstancia?

—En cualquiera, especialmente en mi presencia.

Y le sonrió.

—No obstante, me fumaría uno…

—¡Los pacientes duermen! ¿Cómo se le ocurre…?

A pesar de todo, él sacó una boquilla vacía desmontable, artesana, y se puso a chuparla.

—Ya sabe usted lo que suele decirse: es pronto para que el joven se case, y tarde para que lo haga el viejo —se apoyó con los codos sobre la mesa y se pasó por el cabello los dedos con los que sostenía la boquilla—. Estuve a punto de casarme cuando terminó la guerra, aunque los dos éramos estudiantes. De todos modos, nos hubiéramos casado, pero todo se complicó.

Zoya observaba el rostro poco afectuoso, pero enérgico, de Kostoglótov. Tenía los hombros y los brazos descarnados… pero eso era debido a la enfermedad.

—¿No llegaron a entenderse?

—Ella, ¿cómo suele decirse?, se perdió. —Con una torcida mueca, cerró un ojo y la miraba con el otro—. Se perdió, pero sigue viviendo. El año pasado intercambiamos algunas cartas.

Alzó la mirada y, al percatarse de que seguía con la boquilla entre los dedos, se la guardó en el bolsillo.

—Y, ¿sabe usted?, algunas frases de sus cartas me han llevado a pensar si en realidad era tan perfecta como entonces me parecía. ¿O no lo era?… ¿Qué podemos comprender a los veinticinco años?

Y observaba fijamente a Zoya con sus ojos castaño oscuro muy abiertos.

—Usted, por ejemplo, ¿qué entiende de hombres? Nada en absoluto.

Zoya se echó a reír.

—¡Quizás entienda más de lo que usted cree!

—Eso es del todo imposible —dictaminó Kostoglótov—. Lo que cree entender, en el fondo no lo entiende. Y, a buen seguro, se equivocará al casarse.

—¡Vaya perspectiva! —Zoya volvió la cabeza.

De la misma bolsa color naranja y amplia sacó una labor de bordado, que desenvolvió. Era un pequeño trozo de tela, tenso dentro del bastidor, en el que se veía ya bordada una grulla verde, y solamente dibujados una zorra y un jarro.

Kostoglótov miró la labor como algo prodigioso.

—¿Borda usted?

—¿De qué se sorprende?

—No imaginaba que hoy en día una estudiante de medicina se ocupara en labores de bordado.

—¿Es que no ha visto bordar a las muchachas?

—Posiblemente, en mi más tierna infancia. En los años veinte, y ya entonces se consideraba una costumbre burguesa. Por ella le habrían dado un buen palo en la reunión del Komsomol[1]

—Pues ahora es cosa corriente. ¿No se ha dado cuenta?

Él negó con la cabeza.

—¿Lo desaprueba?

—¡De ninguna manera! ¡Resulta tan delicioso y acogedor! Me maravilla.

Ella daba una puntada tras otra, permitiéndole que admirara su trabajo. Tenía la vista en el bordado y él, por su parte, la tenía fija en ella. La amarillenta luz de la lámpara arrancaba reflejos dorados de sus pestañas y daba un tono áureo al trozo de vestido que despuntaba por el escote de la bata.

—Es usted una abejita con flequillo —murmuró él.

—¿Cómo? —preguntó, mirándole de reojo y enarcando las cejas.

Él se lo repitió.

—¿Sí? —dijo ella como si esperara más elogios—. Si donde usted reside no borda nadie, quizá pueda adquirirse fácilmente los moulinets.

—¿Cómo dice?

Mou-li-net! Hilos como estos, verdes, azules, rojos, amarillos. Aquí es difícil conseguirlos.

Moulinet. Lo tendré en cuenta y me enteraré. Si los hay, no dejaré de mandárselos. Y si existieran ilimitadas reservas de moulinet, ¿no sería más sencillo para usted trasladarse allí?

—A todo esto, ¿se puede saber dónde está ese «allí»?

—Por supuesto. En las tierras vírgenes.

—Entonces, ¿viene usted de aquellas tierras? ¿Es uno de los que han ido a roturarlas?

—Bueno… Cuando llegué allí nadie pensaba que eran tierras vírgenes. Después se descubrió que lo eran y empezaron a llegar los colonizadores. Así es que, cuando estén a punto de darle un destino, solicite este. Seguro que no se lo denegarán. No rechazan a nadie en nuestra región.

—¿Tan mal se está?

—¡En absoluto! Simplemente, ocurre que la gente tiene desacertada la noción de lo bueno y lo malo. Vivir en una jaula de cinco pisos en la que sobre tu cabeza caminan y alborotan, rodeado de aparatos de radio por todas partes, se considera como algo bueno. Pero vivir como un hacendoso labriego en una casita de barro, al borde de la estepa, lo creen el mayor de los infortunios.

Hablaba en serio, con esa laxa convicción de quien no necesita, ni siquiera con la firmeza de la voz, corroborar sus argumentos.

—¿Es estepa o desierto?

—Estepa. No hay dunas. Crece alguna hierba y el zhantak, el abrojo de los camellos, ¿lo conoce? Aunque es espinoso, en el mes de junio se cubre de flores rosadas y despide un aroma delicioso. Los kazajos sacan de él un centenar de medicamentos.

—¿O sea, que eso está en el Kazajstán?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Ush-Terek.

—¿Es una aldea?

—Considérelo como quiera, aldea o centro regional. Posee un hospital en el que faltan los médicos. Véngase para allá.

La miró con los ojos entrecerrados.

—¿No crece nada más en ese lugar?

—¡Claro que sí! Se cultivan productos agrícolas de regadío, remolacha azucarera, maíz. Y en los huertos, todo cuanto se desee. Lo único que se precisa es trabajar mucho la tierra. Con la azada. Los griegos surten el mercado de leche; los kurdos, de carne de cordero, y los alemanes, de carne de cerdo. ¡Si viera usted qué mercados tan pintorescos! Todos llegan en camellos y con sus trajes nacionales.

—¿Es usted agrónomo?

—No, soy especialista en organización agrícola.

—En resumidas cuentas, ¿por qué vive allí?

Kostoglótov se restregó la nariz.

—Me agrada mucho el clima.

—¿Aunque no haya medios de transporte?

—¿Por qué no ha de haberlos? Circulan cuantos coches quieran hacerlo.

—No obstante, ¿para qué habría yo de ir allí?

Ella le miraba de soslayo. Durante el rato que estuvieron charlando, la cara de Kostoglótov adquirió una expresión más afable y serena.

—¿Usted? —plegó la piel de su frente, como quien discurre un brindis—. ¿Sabe acaso, Zóyenka, en qué rincón de la Tierra va a ser feliz y en cuál desgraciada? ¿Quién puede decir que lo sabe?