Capítulo 10

 

Con la ayuda de un guardia que le indicó dónde era, Michael encontró con facilidad la habitación de Ian Dubh. Cuando entró, el anciano leía un pergamino lleno de sellos con lacre rojo, ante una mesa iluminada por una serie de velas y fanales. En un cúmulo, cerca, habia otros documentos similares, bien enarrollados.

–Ven, muchacho –dijo Ian, levantando la mirada–. Espero que esté todo bien con tu muchacha.

–Sí, sir –respondió Michael y cerró la puerta–. Pero no quiero tomar mucho de su tiempo, así que le ruego que vayamos enseguida al tema que nos ocupa.

–Aquí tengo los documentos –dijo lan Dubh mientras indicaba el muntón de rollos sobre la mesa–. Puedes examinar los que quieras, y  yo te daré copias de los dos que atañen en particular a los St. Clair. El que sugiere que tu abuelo ayudó a arreglar la venida de los templarios aquì es muy interesante. Pero encontrarás que el nombre está escrito üferente del antiguo estilo.

Lo sé, sir, él lo escribía "Sinclair”, como se pronuncia– reconoció Michael–. Mi madre prefiere la ortografía francesa y Henry le da el gusto, como hacía mi padre.

–¿Ah, si? Lo había oído, pero, como soy de  la opinión de que deberían prevalecer los deseos de tu estimado abuelo, admito que la noticia me sorprendió.

–No le sorprendería si hubiera disfrutado del privilegio de conocer a mi madre.

–Entiendo. Bien, ven aquí, que te mostraré las referencias a sir William. Pero antes hay otro detalle que debes conocer.

–¿Sí?

Ian Dubh asintió.

–Omití algo en mi historia sobre los barcos fantasmas –admitió–. Yo no estaba solo aquella noche.

–¿No?

–Yo no tenía más que seis años y confieso que no habría tenido el coraje, a esa edad, ni de desafiar a mi padre ni de escabullirme a una hora en que se suponía que debía estar en la cama.

–Pero hizo ambas cosas.

–Sí, pero siguiendo a alguien, a una persona a la que yo admiraba mucho.

–¿Un niño mayor?

–Sí, un primo, con el que yo era muy unido, y cuyo padre tenía todavía más derecho que el mío a dar órdenes en el castillo de Tarbert.

Con una acuciante intuición de lo que continuaría, Michael dijo:

–Si, como nos contó, su padre era gobernador en Tarbert, su autoridad solo se doblegaba ante un hombre.

–Dos, contando al rey de los Escoceses –contestó Ian Dubh–, pero, en vista de la controversia sobre quién era el rey en ese momento, solo debemos considerar a uno.

–Al padre de su merced, Angus Og. Entonces, el primo al que siguió era...

–Su merced, por supuesto –dijo Dubh–. En vista de su actual enfermedad, aproveché tu historia con nuestra Isobel para interceptar al guardia que Lachlan está por enviar a Ardtornish y le di mis propias instrucciones.

–¿Puedo preguntar cuáles fueron?

–Que su merced se entere de tu presencia aquí. Creo que tendrías que hablar con él, si acepta. Salvo que vi los barcos y entendí que Angus Og sabía de su presencia en Lago Tarbert Oeste, yo no conozco más que lo poco que he leído al respecto. Es más, cuando le comenté la existencia de estos documentos a su merced, él se negó a hablar de ellos, diciéndome que lo que está en el pasado debe permanecer allí.

–¿Entonces por qué cree que hablará conmigo?

–Porque también le dije que tu vida estaba en peligro. Su merced quiere mucho a Isobel, por eso creo que querrá conocerte, de todos modos, para bendecir tu matrimonio. Después veremos lo que haya que ver.

De esta manera, procedió a mostrarle a Michael los documentos y a explicarle más de lo que el joven tenía energías para absorber. Era muy tarde cuando se fue a dormir y cayó al instante en un profundo sueño.

 

Lo primero que vio Isobel del nuevo día fue el rostro sonriente de Mairi que, inclinada sobre ella, le dijo, con alegría:

–Despierta, Isobel. Ha llegado el sacerdote y vine a ayudarte a vestirte para tu boda.

A partir de ese momento, Isobel sintió como si el control sobre su vida hubiera recaído en otros y ella no hubiera retenido ninguno consigo. Que la vigilaran, controlaran y obligaran era algo a lo que se resistía con cada fibra de su ser, pero las personas que lo hacían eran aquellas a las que menos acostumbrada estaba a desobedecer, de modo que cuando todos juntos, como ahora, se confabulaban para dominarla, le era imposible protestar con su vigor habitual.

No era que no lo hubiera intentado.

Cuando Mairi la sacó de la cama, Isobel le dijo que no estaba segura de querer casarse todavía.

–Tonterías –respondió Mairi de manera animada y luego agregó a su criada–: Brona, queremos el vestido de seda verde musgo. Isobel volvió a intentarlo.

–Pero, Mairi...

–Cristina está recogiendo flores para ti, querida mía. Sé que muchos dirán que es mala suerte que las corte nadie que no sea la novia, pero también sé que a ti te importan tan poco las supersticiones como a tu hermana, así que estarás agradecida de tener una tarea menos. Sabes que ni Hector ni Lachlan han sido bendecidos con el don de la paciencia y, si juzgo bien a tu Michael, él tiene apenas más calma que ellos. Además, por mi experiencia, una vez que los hombres han decidido un curso de acción, no aceptan de buen grado ninguna demora.

De esta manera, siguió con un discurso que no le permitió a Isobel más que responder, sin siquiera terminar, a las preguntas que ella le arrojaba de vez en cuando. ¿Quería el cabello recogido o suelto? ¿Le parecía que el verde musgo quedaría bien con un chal azul oscuro y amarillo? ¿No creía que tal vez sería mejor que se pusiera zapatos cómodos en lugar de delicadas chinelas con su vestido de novia, ya que después de la ceremonia tomarían el barco hacia el norte?

Cuando respondía a la última pregunta, a Isobel se le ocurrió que Mairi la asistía en lugar de Cristina porque su hermana, sin duda, creía que Isobel no le ofrecería resistencia a la mujer, ni mucho menos se animaría a desafiar sus órdenes. Si ese había sido el razonamiento de Cristina, Isobel admitió – aunque solo para sí–  que había tenido razón. No se animaba a declararle ni su independencia con respecto a Lachlan o al sacerdote de su merced, que se había levantado temprano para viajar desde Ardtornish con el único propósito de celebrar su boda, ni insistir en que prefería esperar un poco más para casarse.

Así fue que bajó con docilidad junto a lady Mairi a la sala, donde se encontró con que casi todos los habitantes del castillo de Duart se habían reunido para verla casarse. Hector y Lachlan estaban de pie cerca de Michael en el estrado, con el sacerdote delgado y entrecano. Sir Hugo, de pie junto a Michael, le sonrió y le hizo un guiño. Cuando ella le devolvió la sonrisa, Michael miró a Hugo, pero su primo lo ignoró y  volvió a guiñarle un ojo a Isobel.

Cristina se acercó para darle las flores que había recogido. Al hacerlo, sacó del ramo dos rosas rosadas y se las puso a su hermana en el cabello que, suelto, caía en ondas rubias sobre su espalda. Cristina se retiró para juzgar el aspecto de su hermana y dijo:

–Estás más hermosa que nunca, queridísima.

–Es cierto –aseguró lady Euphemia–. Ninguna de ustedes igualarà  la belleza de nuestra Mariota, pero creo que hoy Isobel se le acerca.

–Gracias, tía Euphemia –dijo Isobel, pero, incluso a sus oídos,  su voz le sonó débil, porque si había algo que no quería era parecerse a Mariota. Al darse cuenta de que Michael la miraba, contuvo un gesto, se enderezó y trató de creer que él se merecía todo lo que le deparara el matrimonio.

El sacerdote se acercó, extendió los brazos para pedir silencio y les indicó a Michael y a Isobel que se acercaran al altar preparado frente al estrado. A partir de ese momento, todo pareció un sueño y, apenas unos minutos después, o así le pareció a ella, Isobel lo oyó decir:

–Les presento a sir Michael y lady St. Clair. Puede besar a la novia silo desea.

Michael sonrió y, ante toda la casa de Duart, le pasó un brazo por la espalda a Isobel para acercarla, le hizo levantar la cabeza y rozó sus labios en un beso que a ella le produjo un calor por todo el cuerpo. En el momento en que se sentía derretir, recuperó el sentido, tomó plena conciencia de los que los rodeaban y se puso tensa.

Michael la atrajo hacia sí y, prolongando el momento, le tocó los labios con la punta de la lengua, pero después se limitó a darle un beso en la mejilla y luego otro en la oreja. Al besarle la oreja, le dijo:

–Está hecho, mi amor. No olvides que has prometido obedecerme y ser dócil en mi cama y a mi mesa. No seré un esposo exigente, pero tampoco disfruto los ataques de ira femeninos.

–Dijiste que antes hablaríamos –murmuró ella, tratando de ignorar la sensación de mariposas que le calentaba el cuerpo, sorprendida, como le había pasado antes, de que él pudiera captar tan bien su estado de ánimo. Esperaba que nadie entre los presentes hiciera lo mismo.

–Ah, bien –dijo él–, los acontecimientos fueron más rápidos que mis pensamientos esta mañana, además, no vi señal de objeción de tu parte.

Como no quería darle el gusto de oírla admitir que ella había permitido que acontecimientos similares –o Mairi– la arrastraran hasta el altar, mantuvo silencio.

Enseguida, unos criados trajeron un sencillo desayuno de pan, carne y cerveza y luego Hugo se echó al hombro a lady Hacha, como llamaba a su legendaria hacha de batalla. Los demás reunieron sus pertenencias y todos los que se unirían a la flotilla bajaron por el empinado sendero hasta el puerto y abordaron las galeras para emprender el viaje.

Después de ocho kilómetros, cuando los barcos entraban en la bahía de Ardtornish, Isobel, perdida en sus pensamientos, miró a Cristina, sorprendida de que se detuvieran tan pronto. Pero Mairi comentó con una sonrisa:

–¿Recuerdas que antes de ayer mandamos avisar a mi madre de nuestra intención de partir hoy? Esta mañana nos envió la respuesta por el sacerdote: prometió estar junto a nosotros pronto, pero todos subiremos al castillo primero, porque mi padre desea que le presentes a tu esposo.

Isobel se había olvidado por completo de la princesa Margaret, pero, al mirar a Michael, vio que él no estaba sorprendido, y supuso que él sí sabía que se detendrían en Ardtornish. Él sonrió y, aunque su sonrisa tuvo sobre ella el mismo efecto de siempre, Isobel juró que, de una manera u otra, pagaría caro por haberla puesto en semejante situación.

Entonces él se puso de pie y le tendió una mano. Ella la tomó, sintió cómo la mano de él envolvía la suya, miró sus ojos sonrientes y recordó, sobresaltada, que existía un aspecto del matrimonio en el que ella había pensado muy poco.

 

Michael acababa de empezar a saborear el éxito de haber ganado a Isobel. La había encontrado hermosa desde el principio, pero, al verla ahora, vestida como para estar en la corte, con las mejillas lisas y rosadas, los ojos azul grisáceos que se veían solo grises, los cabellos rubios, como una planchuela de oro que le llegaba casi a la cintura, pensó que no podía haber ninguna mujer más hermosa. De todas formas, volvió a preguntarse cómo había sido la tan mentada Mariota.

Con la certeza de que no era el momento de satisfacer a su curiosidad, y acompañado de su esposa, encabezó la caminata por los empinados peldaños tallados en el acantilado; estos se extendían desde el puerto hasta el gran castillo de basalto negro que se hallaba sobre una alta colina. Una vez en su interior, subieron hasta la gran sala y luego entraron en otra más pequeña.

La habitación interior contenía una gran cama con baldaquino, cuya cortina estaba bordada con un diseño de pájaros y flores rojos, verdes y blancos. En la cama, apoyado en grandes almohadones, estaba MacDonald, señor de las Islas.

Debilitado por su enfermedad, se lo veía demacrado y, pensó Michael, mucho más viejo que Ian Dubh. Tenía los cabellos delgados y blancos, los ojos celestes acuosos y enrojecidos, y el rostro gris y ensombrecido por una barba crecida. Cuando entraron, él se irguió sobre las almohadas y, una vez que distinguió a Michael, lo observó con detenimiento. Este se encontró frente una mirada aguda y que lo medía; y esperó estar a su altura.

Ian Dubh se había quedado en Duart y lady Euphemia había permanecido en la sala con las mujeres, de modo que solo Hector, Lachlan y sus esposas habían acompañado a los recién casados ante su merced.

Mairi dio un paso adelante y, cuando él le tendió la mano, ella la tomó y se inclinó para darle un beso en la mejilla.

–Buenos días, sir –dijo–. Traje a Isobel y a su esposo para lo conozcas antes de que todos emprendamos viaje al norte.

–Sí, muchacha, ya veo –contestó él; su voz sonó fuerte a pesar de la enfermedad.

–Debo presentarlos como corresponde, como sir Michael St. Clair v su señora esposa – agregó Mairi con una sonrisa.

Michael hizo una inclinación de cabeza e Isobel una reverencia y MacDonald dijo:

–Acérquense, ambos. Quiero saber más sobre esta boda tan apresurada.

Mairi abrió la boca para explicar, pero Michael se adelantó con calma:

–Lamento la necesidad de la prisa, su merced, pero debo estar Junto a mi hermano cuando sea proclamado príncipe de Orkney, y nos pareció más prudente llevar a mi esposa conmigo en lugar de dejarla. Mis enemigos saben que hemos estado juntos el tiempo suficiente para que ella conozca algo de mis asuntos y, aunque sé menos de lo que ellos creen, deseo que ella esté a salvo y me preocuparé menos si me acompaña.

MacDonald levantó las cejas.

–¿Nos crees incapaces de defenderla?

Michael sonrió y contestó:

–Sé que pueden protegerla, su merced, pero, aunque he arreglado la dote con Hector Reaganach, estoy seguro de que estará de acuerdo en que esos asuntos se deciden mejor después del matrimonio que antes. La cuestión es que quiero que esté protegida en más de un sentido.

–Tu argumento es excelente, muchacho –dijo MacDonald y agrego con brusquedad–. ¿Eso significa que ya has dormido con la muchacha?

Al ver las mejillas rojas de Isobel, Michael contuvo otra sonrisa y dijo:

–Todavía no, sir. Hoy tuvimos necesidad de darnos prisa.

–No les hará daño a tus enemigos esperar una hora o más –dijo MacDonald–. Mientras ella se retira con Mairi y Cristina a la alcoba que mi esposa le ha destinado, y se prepara para ti, puedes quedarte aquí, haciéndome compañía.

Esa vez Michael no corrió el riesgo de mirar a Isobel. Ella había contenido el aliento y eso había bastado para que él supiera que todavía no había aceptado ese deber del matrimonio, y él no quería verla rebelarse en la alcoba de su merced. No obstante, se sintió aliviado cuando Mairi y Cristina se hicieron cargo de ella y se la llevaron de la habitación.

Fue evidente que Hector y Lachlan querían quedarse, pero MacDonald los despidió con un gesto y Michael se encontró a solas con el.

–Acerca esa silla, muchacho –dijo MacDonald–. Me imagino que Ian Dubh te contó los hechos pertinentes de nuestra historia, ya que el mensaje que me envió, si bien críptico, dejaba en claro que quiere que te hable de lo que los dos vimos aquella noche.

Michael obedeció el pedido de acercar la silla y sentarse, pero no respondió, ya que no tenía sentido señalar que, por más que Ian Dubh hubiera enviado un mensaje, la decisión de hablar o no era solo de MacDonald.

–Los dos tuvimos nuestro merecido aquella noche –dijo MacDonald con una sonrisa melancólica–. Supongo que te dijo todo lo que sabe del asunto, aumentado por lo poco que sus queridos documentos han revelado desde entonces.

–Sí, sir, me contó de los cuatro barcos que vio cuando siguió a su merced hasta la costa bajo el castillo de Tarbert. Me dijo que para la mañana habían desaparecido y que ninguno de los dos pudo enterarse de nada más.

MacDonald rió.

–Yo cometí el error de decidir, cuando desaparecieron, que iba a mantener la boca cerrada, pero mi tonto primito tenía menos criterio y sufría de la misma abrumadora curiosidad de la que adolece hoy en día.

Y ni siquiera es un Macleod, pensó Michael.

–¿De qué te sonríes, muchacho?

Michael se compuso y dijo:

–Ha llegado recientemente a mi conocimiento, milord, que la curiosidad parece abundar en las Islas.

–Así es –dijo MacDonald, con un brillo en los ojos–. Conozco bien a Isobel. Es más, quisiera pedirte que me cuentes cómo se conocieron y todo lo concerniente al tan breve cortejo, pero sé que ardes en deseos de consumar la unión, así que no te retendré. Es probable que quieras saber todo lo que yo pueda decirte sobre esos barcos.

–Sí, sir, si le place.

–Creo que, con enemigos al acecho, debes saber por lo menos lo mismo que yo, aunque eso puede no ser tanto como esperas. –Calló por un momento y ordenó sus pensamientos. Después dijo–: Lo que yo sé se deriva más de mi largo mandato como lord de las Islas que de un conocimiento directo de los hechos.

–Tengo entendido, por lo que dijo de la curiosidad de Ian Dubh de niño, que habló cuando no debía y así hizo evidente la desobediencia.

–Ah, así fue, pero esos no fueron más que unos golpes. Con el tiempo, mi padre me explicó algunas cosas que ahora pueden resultar útiles. No sé qué sabes, si es que sabes algo, de los caballeros templarios.

Como esta vez Michael esperaba la alusión al tema, no reaccionó, salvo para decir:

–Sé que mi abuelo fue miembro de la orden, su merced, como muchos otros nobles escoceses. También, que el papa Clemente ordenó su disolución y el arresto de todos sus miembros. lan Dubh me dijo que Clemente era un títere de Felipe de Francia.

–Sí y, en principio, de acuerdo con el edicto de Clemente, Felipe ordenó el arresto de todos los templarios de Francia. Aquí ignoramo, esa ley, por supuesto. Eduardo de Inglaterra estaba creando problemas por toda Escocia, en especial a lo largo de nuestras costas, pero ni siquiera Eduardo tenía autoridad para hacer cumplir aquí los edicto, de Clemente. Y Robert Bruce carecía, por supuesto, de la menor intención de hacerlo.

–Pero supongo que, con el tiempo, con semejante edicto...

–Incluso, ahora, el único que le hace caso por estos sitios es el abad Verde de lona y lo hace solo cuando sirve a sus propósitos, como sospecho que lo sea en este momento.

–Entonces su merced también cree que el abad puede estar imolucrado en mis problemas.

–Lo creo –dijo MacDonald–. Hace años que nos traiciono cuando él y algunos de sus secuaces intentaron asesinarnos a mí y al rey de los escoceses. El rey ordenó que no saliera de la Isla Sagrada por el resto de su vida y él, en términos generales, ha cumplido la orden. Pero Fingon Mackinnon es independiente y, si se te aparece en algún momento, te advierto que tengas cuidado. Tu esposa sabe que no debe confiar en él, pero también se conocen.

–¿Qué pasó con esos cuatro barcos? –preguntó Michael, creyendo que MacDonald se estaba cansando. Quería enterarse de más cosa: antes de tener que dejarlo descansar.

–No lo sé a ciencia cierta, porque mi padre creía que cuantas meno: personas supieran tales detalles, más seguro sería para todos –aclaro MacDonald–. Me dijo que los hombres que habían tomado parte en aquel asunto, y que quisieran que yo supiera, me lo contarían. Ninguno lo ha hecho, pero sé que los posibles lugares en los que esos barcos deben de haber desembarcado su carga eran el castillo de Sween, de Kilmory y de Kilmartin, todos sitios en los que tu abuelo y Bruce tenían influencia. También sé que la flota templaria consistía en más de cuatro barcos y que sir William, luego tu padre y tu hermano desarrollaron la armada St. Clair, que puede igualar o sobrepasar a la de cualquier gobernante en Europa o en Bretaña.

–Sí, controlamos muchos barcos –dijo Michael–. Pero es probable que la mayoría de los que llegaron aquí desde Francia estén demasiado viejos o destruidos.

–Puede ser –dijo MacDonald–. Pero los barcos no se convierten en polvo y cenizas, muchacho, no si están bien cuidados, y tu familia tiene como práctica preservar los suyos. A su vez, la gran riqueza que poseen les permite renovar más de lo que la mayoría de los dueños de buques es capaz de hacer.

Michael no pudo ignorar la implicación.

–Por mi fe, sir, ¿cree que mi abuelo se quedó con el tesoro? Porque en ese caso...

–Tranquilo –dijo MacDonald–. No estoy haciendo ninguna acusación. Conozco la honestidad e integridad de tu abuelo y ni por un instante lo he creído capaz de semejante cosa. Es más, sé que la riqueza de tu familia proviene, en su mayor parte, del matrimonio de tu padre con Isabella de Strathearn.

–¿Pero?

–Sí, bien. Te has dado cuenta de que tu familia es más adinerada que la de ella, más incluso que el rey de Noruega, en todo sentido. Esa es una de las razones, sospecho, por la cual ese artero caballero ha aceptado que tu hermano asuma lo que Henry elige llamar principado, y no cualquier principado, podría agregar, sino el más importante de toda Escandinavia, excepto si se considera el del mismo rey de Noruega.

–Ian Dubh me contó cuánto paga Henry por él –admitió Michael–. No obstante, había y sigue habiendo otros pretendientes al título.

–Como hay otros templarios que han de saber de la existencia del tesoro, si no su contenido exacto.

–¿Pero no cree la mayoría de la gente que los templarios ya no existen? –inquirió Michael, preguntándose, a su vez, si MacDonald le respondería igual que Jan Dubh.

–Sí, claro, aquí en Escocia pasaron a ser los caballeros de San Juan –dijo MacDonald, con un brillo en los ojos–. Una cosa que me dijo mi padre es que la mayor parte de los templarios que, en sus propios países, pudieron eludir el arresto –caballeros, capellanes y sargentos por igual– vinieron a Escocia, incluso desde Irlanda, donde no arrestaron a ninguno hasta siete años después del incidente de París. Así fue que llegaron cientos. Y te habrás dado cuenta de que todos sabían que su orden poseía un vasto tesoro y también que muchos han de haberse enterado de que, en algún momento, ese tesoro desapareció.

–Así que Escocia ofreció refugio a todos los que quisieron venir –dijo Michael.

–Sí, por supuesto. Para cuando Felipe intentó confiscar el tesoro de París, Robert Bruce hacía más de un año que era el rey de los escoceses, aunque luchó cinco años más para unir Escocia y deshacerse del ejército inglés de Eduardo. Todo ello ocurrió antes de que nuestra victoria en Bannockburn resolviera las cosas.

–Y los templarios jugaron un papel en eso.

–Un papel muy importante –dijo MacDonald–, porque no solo Bruce recibió con los brazos abiertos a esos soldados tan bien entrenados, sino que la mayoría de ellos había conseguido huir con sus pertrechos y armas. En lo que a él le concernía, los templarios eran su tesoro. Mi padre fue uno de sus íntimos amigos y entre los dos, con 1.3 ayuda de tu abuelo, se aseguraron de que los templarios de todas partes supieran que Escocia los recibiría bien. Es claro que no vinieron er una sola oleada, pero después de aquel espantoso viernes en París, sì en cifras importantes y durante años. Y en Bannockburn ellos cambiaron el curso de los acontecimientos.

–¿Y después qué sucedió? –preguntó Michael.

–Me temo que no sé mucho más que pueda ayudarte, pues, aunque sospecho de muchos hombres que fueron importantes en la custodia del tesoro, como te dije, ninguno lo ha admitido. Sin embargo, si tu abuelo lo vigilaba, está a buen recaudo, y yo juraría que su escondite se encuentra en las propiedades de los St. Clair, en tierras que hayan pertenecido a la familia durante mucho tiempo, ya que es más difícil que dejen de estar en manos de los St. Clair.

–Entonces lo más probable es que esté en Roslin, pero Henry y yo revisamos todo el castillo.

–Todos las viejas propiedades de los templarios están en otras manos, de modo que sugiero que vuelvan a revisar. Pero entretanto, muchacho, te aconsejo que no sigas haciendo esperar a tu novia. Nuestra Isobel tiene mucho temperamento, ¿sabes? Aunque rara vez lo deja entrever.

–Dudo que lo haya desplegado en su presencia, milord.

–No, pero las noticias viajan con celeridad en las Islas, como ya verás.

–Si uno desea una rosa, milord, debe respetar también las espinas.

MacDonald rió y pareció diez años más joven.

–Eso dicen, muchacho. Es más, hace muchos años, tu padre me comentó que ese es un antiguo proverbio persa.

–¿Mi padre?

–Sí. Y recuerdo que me lo recitó justo antes de casarse con tu madre. Ve ahora con tu esposa con mi bendición. Les deseo lo mejor a ambos.

–Gracias, su merced –contestó Michael con sinceridad, mientras se inclinaba y dejaba al anciano descansar. Le gustó MacDonald y le fue fácil entender su popularidad, pero una vez fuera de la habitación, los pensamientos de Michael no fueron para él sino para su esposa.

 

Isobel nunca se había sentido más limitada que mientras esperaba, con Cristina, Mairi, sus criadas y su tía, a que Michael la reclamara como propia. Tenía escaso conocimiento de lo que eso significaba por haber vivido primero en la casa de Chalamine, sin madre desde los tres años, y luego en Lochbuie, donde el laird y su esposa gozaban del lujo de una alcoba privada.

Deseaba poder ordenarles a todos que la dejaran y fueran a ocuparse de sus asuntos, pero sabía que, aunque las dos criadas podrían obedecerle, Cristina, lady Mairi y lady Euphemia no lo harían. Más aún, acostada y desnuda bajo una manta que ni siquiera le pertenecía, se sentía más vulnerable que nunca.

Pero, al fin, no pudo guardar silencio por más tiempo y dijo:

–Yo tengo una idea muy vaga de cómo se aparean los hombres y las mujeres. ¿No tendría que saber un poco más?

Con culpa, Cristina le dijo:

–Yo debería haber hablado contigo sobre lo que debes esperar, querida, pero todo sucedió tan rápido que ni se me ocurrió.

–Tonterías –dijo Mairi–. Te darás cuenta de que sabes exactamente qué hacer, Isobel, y si tienes alguna duda, Michael te enseñará. –Con una sonrisa, agregó–: Por mi experiencia, sé que lo disfrutarás mucho.

Las criadas rieron e Isobel deseó no haber abierto la boca. Pero, en ese momento, se descorrió el cerrojo y la puerta se abrió casi antes de que ella se diera cuenta de que era su esposo quien entraba con tan poca ceremonia. Tras él iba el sacerdote.

–Consideraré una gentileza de su parte que no pierda tiempo en bendecir este lecho.

El sacerdote sonrió, indulgente.

–Todos los novios son impacientes, sir, pero hay que hacer las cosas como se debe. –Pero fue eficiente, y Hector y Lachlan aparecieron en la puerta cuando el sacerdote terminaba el breve ritual.

Michael observó su llegada con visible cautela.

–Agradezco su asistencia, pero prefiero estar a solas con mi esposa, si me lo permiten.

Ambos hombres se miraron, con un brillo en los ojos, e Isobel temió que insistieran en ser testigos de cómo era conquistada o que quisieran ayudar a Michael a prepararse para la cama, como ella había oído decir que muchas veces les sucedía a los novios. Pero Michael se volvió hacia lady Mairi y dijo:

–La princesa Margaret querrá su asistencia en sus preparativos, señora, y también la de lady Cristina y las criadas.

–Ah, claro–dijo Mairi riendo y tomó con firmeza el brazo de su esposo–. Vamos, hombres, y dejemos a la feliz pareja dedicarse a su importante tarea para que, así, podamos irnos a Kirkwall lo antes posible.

Momentos después, la alcoba había quedado vacía e Isobel observó con una mezcla de alivio y miedo que Michael cerraba la puerta con cerrojo.

Él se volvió y le sonrió.

–Tengo confianza en ellos, pero creo que te sentirás más cómoda si sabes que no puede entrar nadie.

–Cómoda no es una palabra que me venga a la mente en este preciso momento –murmuró ella.

Él se dirigió a la alta ventana, corrió las cortinas y limitó la luz interior a lo poco que entraba por la hendija donde ambas se encontraban. Luego se dirigió hacia la cama con baldaquino. A Isobel le pareció inmenso...

–No debes tenerme miedo, muchacha –dijo, con gentileza, mientras comenzaba a desatarse el jubón–. Tendré mucho cuidado para no hacerte daño.

–¿Me va a doler? –preguntó ella.

–Puede doler de manera leve la primera vez –dijo él.

–¿Lo que hagamos me dará un hijo?

–¿Quieres un hijo? –preguntó él, volviendo a sonreír.

Al ver que eso parecía alegrarlo, ella sintió el hormigueo de la preocupación, pero insistió en la pregunta.

–¿Me lo dará?

–No lo sé. Puede ser.

–Entonces debemos esperar hasta que podamos hablar más sobre ciertas cosas –dijo ella.

–No, muchacha, es mi sagrado deber consumar ahora nuestro matrimonio. Quiero que estés protegida como mi esposa, y para eso quiero asegurarme de que nadie tenga motivo para disputar nuestra unión.

–Podemos decirles que lo consumamos –argumentó ella.

–¿Podrías mentirles a Hector y a los demás?

Pensarlo la hizo estremecerse. Mentirle a Hector no era nunca una buena idea, pero, si fuera necesario, por Michael..

–Creo que podría –dijo ella.

Incluso a la escasa luz ella vio que él levantaba las cejas.

–¿Significa eso que me mentirías a mí?

–Yo no miento –dijo ella con agitación–. A veces, si es necesario, puedo ocultar parte u omitir decir toda la verdad.

Él se sentó en la cama y ella comenzó a apartarse de él, pero él se lo impidió apoyándole apenas la mano en el hombro. La mano de él estaba caliente, pero la mirada de sus ojos era fría.

–¿Podrías mentirle a un sacerdote que te preguntara si hemos consumado nuestro matrimonio? ¿O a su merced?

Ella iba a insistir en que le podría mentir al abad Verde sin el menor remordimiento de conciencia, pero su merced era otra cuestión.

–No, a su merced no.

–¿Recuerdas mi reacción cuando te encontré en mi barco? –preguntó con suavidad.

El tono de él la hizo estremecer.

–No entiendo por qué vuelves sobre ese tema. Ese incidente pertenece al pasado.

–Sí, así es –dijo él mientras le acariciaba el brazo desnudo–. Pero sería bueno que recordaras que tengo carácter, mi amor. No lo provoques.

Ella frunció el entrecejo.

–¿Quieres decir que te enojarías si me negara a unirme contigo?

–No, muchacha, tienes tanto derecho como yo a decir lo que piensas, porque no creo en forzar a las mujeres. Insistiré en que consumemos nuestro matrimonio, pero te pediré que tú te entregues a mí. No quiero una mujer reacia en la cama. Mi advertencia solo se relaciona con tu actitud, en apariencia abierta, a mentirle a la gente, sin contar a su merced. Quiero que comprendas que sería igual de peligroso que me mintieras a mí.

–Entonces intentaré no hacerlo –dijo ella .  Es que a veces uno se siente obligado a decir una mentirita. Por ejemplo, si alguien me pide la opinión sobre un vestido nuevo o un sombrero, o me hace una pregunta sobre otra cosa parecida, mentir puede ser la única manera  de  responder con tacto.

Él le tomó el mentón y la obligó a mirarlo.

–Si yo te pregunto algo, Isobel, quiero una respuesta honesta.

–¿Y tú responderás mis preguntas con honestidad?

–Lo haré –contestó él–. Si no puedo responderte, te lo diré, y trataré de explicar por qué no puedo. A veces los secretos pertenecen a otras personas y cuando alguien me confía algo, estoy obligado a honrar esa intimidad.

–Tal vez yo también tenga esa clase de secretos.

–¿Los tienes?

Ella no pudo mirarlo a los ojos.

–No ahora –admitió–. Solo estaba pensando que algún día puedo tenerlos. Si te dijera que ese es el caso...

–Una mujer no puede tener secretos con su marido –dijo él, sin más ni más.

–Entiendo –dijo Isobel–. Solo los maridos pueden tener secretos.

Él suspiró.

–No es lo que quise decir. Tampoco tenemos tiempo ahora para hablar de este tema como se debe. Estoy de acuerdo en que debemos seguir la conversación, porque has dicho algo interesante, pero en este momento tenemos un deber importante que cumplir.

–Consumar nuestro matrimonio –dijo ella–. Tal vez hacer un niño.

–Sí –dijo él, a la vez que se quitaba el jubón.

Mientras lo miraba desatarse las calzas y quitarse las botas, ella se mordió en silencio el labio inferior. Pero cuando él la miró, a todas luces dispuesto a tomarla, ella dijo:

–Hay un secreto que debes saber antes de nuestra unión. Mariota estaba loca.